Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Cuentan. Relatos de escritoras colombianas contemporáneas
Cuentan. Relatos de escritoras colombianas contemporáneas
Cuentan. Relatos de escritoras colombianas contemporáneas
Libro electrónico233 páginas5 horas

Cuentan. Relatos de escritoras colombianas contemporáneas

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Selección y prólogo, Luz Mary Giraldo. Premio Monserrat Ordóñez 2012, otorgado por LASA, Asociación de Estudios Latinoamericanos, Sección Colombia. Cuentan, la antología de cuentos de mujeres escritoras contemporáneas, tiene dos aciertos que convierten su lectura en un placer y en una iluminación. El primero es mostrarnos los últimos trabajos de escritoras contemporáneas ya consagradas, sus variantes, sus descubrimientos, los caminos sorprendentes que ha tomado su escritura. El segundo es la inclusión de un grupo de escritoras novísimas y sus textos desafiantes, lúcidos, temáticamente diferentes en los que utilizan el lenguaje de manera suelta, dúctil, poderosa y muy eficaz. Es un placer y una iluminación esta nueva contribución de Luz Mary Giraldo a la cultura literaria colombiana que, junto con Ellas cuentan, su otra antología sobre el tema, construyen el colorido mosaico del cuento escrito por mujeres colombianas desde la Colonia hasta nuestros días.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento9 abr 2013
ISBN9789588732695
Cuentan. Relatos de escritoras colombianas contemporáneas

Relacionado con Cuentan. Relatos de escritoras colombianas contemporáneas

Títulos en esta serie (59)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Cuentan. Relatos de escritoras colombianas contemporáneas

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Cuentan. Relatos de escritoras colombianas contemporáneas - Varias autoras

    Medina.

    Helena Araújo

    El tratamiento

    Tenía los ojos abiertos.

    Por primera vez no había soñado nada.

    Ana María Matute, Primera memoria, 1960.

    ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? ¿Qué hacer? La pregunta le llega de los limbos del sueño y la pesadilla. La pregunta rueda y rebota en lo oscuro acechándola, acosándola, mientras la enfermera de siempre descorre las cortinas, abre los postigos y le presenta la bandeja de siempre con el café de siempre, las tostadas de siempre y las pastillas de siempre. ¿Qué hacer? El primer sorbo candente que se acerca a los labios, le arde como la idea que se le viene en seguida: ayuda, pedir ayuda. Ella, Nora, está cada día más ansiosa, más asustada. Está sola, claro, muy sola: necesita ayuda. ¿Pero quién puede ayudarla? ¿Tal vez gente de la familia? ¿Por qué no escribir una carta? Escribir, eso es, escribir.

    Toda esa mañana la pasa escribiendo. Cartas para Ernesto, para su tía y sus hermanas. Alguien tendrá que contestarlas, ¿cierto? A la hora del almuerzo, Nora se las entrega a la enfermera con una propina, para que las eche al correo. Y desde entonces, bendito sea Dios, a pesar del susto en que vive, principia a tener esperanza. Así, esperando las cartas, se siente menos asustada. Tan mejor se siente, carambas, que decide hacer trampa con el tratamiento. ¿Por qué no suprimir tanta pastilla? Cuando se las entregan con las comidas, finge tragarlas, pero luego las bota en el inodoro.

    Los días, sin embargo, siguen pasando despacio. Por las mañanas se queda en su pieza, haciéndose la que dibuja, como si la mano no le temblara, como si tuviera buen pulso, como si pudiera concentrarse. ¡Bah! Lo cierto es que no piensa sino en salir. Tan pronto almuerza toma el autobús hacia el pueblo. Allí, en la plaza de siempre, ante la iglesia de siempre, con los mismos paisanos, los mismos turistas y los mismos guardias civiles, camina de aquí para allá y de allá para acá, recorriendo la única rambla y diciéndose que debe actuar de algún modo, afrontar la situación.

    ¿Cómo huir de esa clínica? ¿Cómo evadirse? Porque de eso se trata, de escapar, sí, sí, sí, de marcharse cuanto antes, huir, Virgen Santa, si el plazo se agota y la semana que viene otra vez van a aplicarle esa... ¿Cómo evitarlo? Pero no. Para entonces alguien habrá respondido a sus cartas. Alguien habrá contactado al famoso Puig y ordenado suspender el tal tratamiento. Suspenderlo, sí. Alguien llamará y tomará su defensa, tomará su defensa imponiéndose, claro. En ausencia de sus padres, Ernesto, su tía, sus hermanas, alguien. Alguien respaldándola. Porque la respaldan, seguro. La respaldarán. Tomarán su defensa. Si no lo han hecho aún es porque no saben nada; ni siquiera imaginan, caramba, engañados por Puig y creyendo que se trata de una cura terapéutica. Luego no se vino ella misma creyéndolo. Fue un engaño, una trampa. Pero tan pronto en su casa reciban las cartas, tan pronto se enteren de... y, ¿si las cartas demoran? ¿Si no llegan a tiempo? Imposible. El correo dura diez días. Mientras tanto, paciencia. Eso es. Por el momento se trata de disimular la ansiedad. Eso es, disimular, representar, fingir. Sí, sí, ¿por qué no fingir? Claro, hacerse la contenta, la activa, la optimista, andar sonriendo a toda hora. Y que nadie sospeche, por Dios.

    O, ¿sospechará alguien? Caramba, Nora pasa los días y las horas de susto en susto. Sin pastillas se siente mejor, pero más temerosa. Las horas se le van en tretas para aparentar mejoría, saludar a los pacientes, ganarse a las enfermeras, hasta al médico subalterno. Mientras tanto, a mañana y a tarde, cada vez que tiene ocasión, va a la recepción y pregunta: ¿me llegaría alguna carta? La respuesta es siempre la misma: hoy no, hoy nada. ¿Por qué nadie escribe? ¿Nadie contesta? La enfermera que viene a verla en la noche, después de la ronda de guarda, le aconseja paciencia. Pero Nora se duerme angustiada y se despierta peor. El tiempo, de pronto pasa más y más rápido, misericordia, va minándole la resistencia. Verdad, la semana ya se va agotando y con ella va agotándose el plazo hasta el próximo tratamiento. Si tratamiento puede llamarse la tal inyección especial. ¿De qué droga será, si tiene efecto tan fulminante? A Nora la estruja, la tumba, la sume en ese letargo y despierta aterrorizada. De sólo pensar en lo que se le espera, le sudan las manos y se le contrae el vientre. ¿Cómo evitarlo? ¿Cómo salvarse? ¿Cómo evadirse? ¿Cómo escaparse?

    La víspera de la llegada de Puig, Nora sale al pueblo como todas las tardes. Al pasar frente a la iglesia, le viene la idea de consultar al párroco. ¿Por qué no? A veces ha visto a un cura de edad, saliendo de la sacristía. A lo mejor entiende la situación y, ¿qué tal preguntarle si puede alojarla en algún sitio vecino mientras logra partir de España? Intimidada, Nora le interpela en el atrio.

    –Padre...

    El cura se detiene, observándola con curiosidad. Su rostro mofletudo y rosado, transpira bajo una cresta de pelo cenizo. Sin responder, le señala a Nora una puerta y la precede hacia una pieza mal iluminada, donde hay alacenas con cirios, camándulas y estatuillas.

    –Padre...

    Por timidez, Nora arremete, se lanza, habla apurada, casi desaforada, o sea que de pronto se desata con una retahíla casi jadeante, donde ensarta lo de la separación conyugal, lo del viaje, lo de la clínica donde la encierran; Me habían prometido unos días de descanso, una beca de estudios y una ayuda para conseguir la tutela de los niños. Que eso le habían prometido, repite una vez, otra vez, una tercera vez gimoteante ensartando lo de esos encierros, lo de esas pastillas, lo de esas drogas con que la pinchan hasta dejarla inconsciente, exánime, en coma, se diría. Y cuando despierta, misericordia, siente aún más miedo y la pinchan de nuevo con una morfina que le entiesa las piernas y le paraliza los brazos, eso es, queda paralizada. ¿Por qué? A Nora se le seca la boca y le sudan las manos cuando se las retuerce agregando que ya le hicieron dos tratamientos. Pronto le harán el tercero y Nora no quiere dejarse, Dios mío, su familia debe ayudarla, Nora ya mandó varias cartas para que se enteraran, para que le ayudaran, para que vinieran por ella. Sólo que, mientras tanto está sola y... Por favor, apóyeme, padre, por favor, ayúdeme padre, diga que puedo salirme, que puedo venir a quedarme en la casa cural o en algún convento vecino hasta que...

    –Señora...

    Levantando una mano callosa en señal de impaciencia, el cura indica que ya entendió. Luego toma alientos, resopla y de pronto se ha puesto de pie mostrando lo corto y raído de la sotana, sus sandalias de cuero negro dejando ver las medias zurcidas. Así, con la mirada atediada y un marcado acento catalán, el cura explica que no puede hacer nada. Si Nora está bajo autoridad médica y ha sido internada...

    –Lo lamento, señora.

    Nora se levanta de un salto, el cura la deja salir con un ademán de fatiga. ¿De dónde saca Nora valor para volver a la clínica? ¿Para entrar y subir y encerrarse en su pieza? Esa noche será la más larga de toda su vida. Cuando la enfermera llega al día siguiente, la encuentra aún vestida, escribiendo.

    –¿Sigues en lo de las cartas? –pregunta con sorna.

    Nora no le responde. Otra vez otra carta, caramba, tan rápido escribe que casi no puede revisar lo que escribe ni controlar lo que garabatea con los mismos trazos nerviosos. En esa letra inclinada y desigual, repite y repite que la tal cura de reposo resultó ser más bien una cura de encierro y como se quejó del encierro se enojaron y resolvieron castigarla, mejor dicho aplicarle un tratamiento de quien sabe qué droga, por Dios, inyecciones como choques, qué espanto, pinchazos que la tumban y la dejan muerta. Luego, al despertar, Virgen Santa, le entra un susto feroz y se le nubla la vista, caray, parece que el mundo se le viniera encima, todo son sobresaltos y una agitación espasmódica que... ¿Cómo evitar que ese horror se repita? Si sigue en la tal clínica quién sabe qué será de ella, cada día más ansiosa, el miedo ya no le da tregua. Por eso pidió, pide y ruega y suplica que no la inyecten, misericordia. Sin embargo... ¿No lo explicó ya en sus cartas? ¿No lo contó varias veces? Entonces, ¿por qué no le responden? ¿Qué pasa con el correo?

    Tan pronto acaba de escribir, Nora se viste y sale volando para el pueblo. Con el dinero que le queda, puede mandar esas cartas por entrega inmediata, ¿verdad? Deberá ir al correo, sí, sí. Sin embargo ya en el autobús piensa: ¿cuánto demora la entrega inmediata? ¿Cuánto tiempo le queda? Si Puig vuelve al día siguiente a la clínica, no habrá recibido aún respuesta. ¿Qué hacer? Es allí en el autobús, justo antes de apearse, que le viene la idea como un rayo. ¿Por qué no enviar un telegrama? Tomará pocas horas en llegar y aún menos en ser contestado. Tía, Ernesto, alguien responderá rápido. Imposible que no respondan, por Dios. Alguien vendrá a rescatarla, sí, sí, Nora recorre la rambla a zancadas, llegando jadeante a la oficina de telégrafos. ¿Cómo hacer? Le quedan apenas pesetas para cuatro palabras, descontando las señas. Con la vista nublada y la mano tembleque, redacta un texto improvisado: Desesperada. Auxilio. Siguen cartas. Luego, rápido, le entrega el papel al empleado, riendo con esfuerzo. Sí, sí, fingiendo y bromeando, explica que pretende asustar a su novio con un mensaje melodramático. Riendo todavía, paga y se marcha.

    Esa noche, seguro, llegará Puig de Madrid. Nora pretende enfrentársele. Eso es, hablarle y hasta retarle. Sí, sí, pero, ¿será capaz? Dios mío, las horas que preceden al tal enfrentamiento con Puig resultan eternas. Nora se siente tan asustada que no puede comer ni reposarse. Ese día se queda sin almuerzo y tampoco duerme siesta, qué se va a hacer. Llegada la noche, una nueva enfermera toca a su puerta para traerle el pescado frito de siempre. ¿Por qué se verá tan seria? ¿Y por qué tan malhumorada la otra, la de abajo, la gorda belfa y canosa que parece vigilar cuando Nora sale hacia el pueblo y, cuando regresa? Es ella, claro, quien viene a reclamar los platos, avisándole que el doctor la espera en su consultorio.

    ¡Puig llegó ya! Tiritando de susto, Nora se peina, se arregla y lucha por convencerse de que la cosa no es tan grave: al fin y al cabo, ¿qué le pueden hacer por pedir ayuda a su casa? Al salir de la pieza, se le ocurre volver a buscar un par de tijeras, diciéndose, con candor, que si alguien la agrede tendrá con qué defenderse. Así, con el bolso agarrado, los dedos crispados sobre el cierre; va bajando esa escalera que traquea en cada peldaño, anunciando su presencia en el vestíbulo. El consultorio de Puig está abierto y Nora entra sin anunciarse.

    –¿Qué has hecho, chacha? ¿Qué? ¿Qué?

    La voz cascada de Puig hace eco a sus puñetazos sobre el escritorio. ¿Qué? ¿Qué? Ruborizado, con los ojos enormes y la calva húmeda de sudor, Puig escarba entre papeles y formularios apilados en desorden. ¿Qué? ¿Qué? Nora para en seco y espera, como atontada, sintiendo que el suelo cede bajo sus pies. Virgen Santa, ya le vino ese afán de salir corriendo, pero las piernas no le obedecen y se queda ahí plantada, inmóvil y tiesa como en las pesadillas.

    –¿Por qué, chacha, por qué? ¿Por qué esas mentiras?

    ¿Mentiras? ¡Pero no son mentiras! Nora dice que no son mentiras, gime que no son mentiras, chilla que no son mentiras, grita que no son mentiras. Grita pero la calla un grito más fuerte, un puñetazo sobre el escritorio. Ahora es Puig quien grita que sí son mentiras y por eso su familia no las cree. No, no cree lo que dicen sus cartas. Por eso las devuelven tan pronto les llegan, se las remiten a Puig para que se entere. ¿Acaso no le autorizaron tenerla en su clínica? ¿Aplicarle un tratamiento? Todos le tiene confianza, ¿cómo van a creer las mentiras que ha venido escribiendo? ¿Las locuras que ha venido inventando?

    –¡Pero yo quiero marcharme de aquí!

    –¡Te marcharás cuando a mí se me antoje!

    Puig está gritando a mí!, a mí!, Puig está parándose y dándose golpes de pecho. Puig grita otra vez y otra vez y Nora de pronto se ha puesto a gritar, sí, de pronto se ha salido gritando con Puig agarrándola del brazo y haciendo una seña a la recepcionista que toma de alguna parte un silbato, así que se oye un chiflido como de policía justo cuando un tropel de gente entra precipitándose, enfermeras y monjas y súbitamente el portero con un cordel en la mano, qué susto, esa gente abalanzándose sobre Nora, esa gente cogiéndola y amarrándola y trincándola aunque se debata y patalee y patalee ya están liándola y atándola, así proteste manoteando y chillando cuando entre todos la alzan y la transportan y Nora oye su propia voz suplicando que la suelten porque no está loca, no, no está loca aunque toda esa gente la arrastre, la vaya arrastrando, la vaya forzando, la vaya cargando y se la vaya llevando en vilo mientras Nora protesta y chilla y suplica que ella por favor no está loca, no está loca, no, no, no está loca. En vano. Aún gritando se la trastean trincada y atada, la arrastran escaleras abajo y la empujan por un corredor del subsuelo hasta una pieza con un ventanuco y rejas metálicas, una pieza con un catre donde la tienden a la fuerza, la tumban y la trincan y la acuestan y por si acaso la amarran y porque todavía se debate, una monja de gafas se inclina sobre ella y murmura que a Cristo también lo creyeron loco, sí, sí, lo dice y lo repite como una salmodia cuando le levanta la falda y le desnuda la nalga para inyectarle un líquido espeso que arde quemando, Dios mío, a Nora se le nubla la vista, se le traba la lengua y siente que se pone pesada al caer hondo, hondo, cada vez más abajo, cayendo y gritando con ese alarido que no oye porque ha caído más hondo, más profundo en lo negro, como si muriera.

    ¡Pa-ra-noi-ca! ¡Pa-ra-noi-ca! ¡Pa-ra-noi-ca! Un vozarrón colérico, cada sílaba una cachetada cuando el rostro de Nora gira de un lado a otro con los golpes. Pa-ra-noi-ca, pa-ra-noi-ca, la voz se crece, se hincha, estalla en otro bofetón que recibe al despertar, enfrentándose a un Puig furibundo con las mejillas arreboladas y la nariz aleteando, los párpados gachos cubriendo a medias esos ojos desorbitados, ojos de saurio que brillan, cara crispada, labios fruncidos que de pronto se aflojan y se abren y Nora ve esos dientes filosos, esa lengua puntuda, esa garganta que emite, pronuncia, repite la misma palabra: ¡pa-ra-noi-ca! ¡pa-ra-noi-ca! Puig grita y Nora le hace eco tartamudeando pa-pa-ra-noi... intentando repetir la palabra con las mandíbulas aún dormidas o anestesiadas, intentando leer en los labios de Puig lo que le grita ya: ¡paranoica! ¡paranoica! Y ahora, de pronto, agrega: maníaco-depresiva-obsesiva. Sí, sí, Puig repite y Nora repite, paranoica, repite, depresiva, repite, obsesiva, repite. ¿Y maníaco qué?

    –¡Maníaco-depresiva-obsesiva-paranoica!

    –Pa-pa-ranoica.

    –Repítelo, chacha, repítelo.

    Nora lo repite, claro, apenas dándose cuenta de que Puig la despertó hace un momento, la despertó abofeteándola, gritándole eso de paranoica, eso de maníaco-depresiva-obsesiva-paranoica. Puig lo repite y luego Nora lo repite y lo repite sin entender lo que está diciendo, lo repite asustada, aterrada, tumbada en ese catre de hierro, encerrada en esa celda asfixiante; una ventana con rejas y las paredes pintadas de gris y un viejo sillón de peluche en el rincón donde Puig se sienta ahora sí sermoneando, ahora sí repitiendo lo de pa-ra-noi-ca y Nora también repitiéndolo a pesar del mareo y la náusea; el cuello doliéndole, la espalda doliéndole, las piernas doliéndole; en la nalga hinchazones, hematomas, chichones, o quién sabe qué abscesos que producen punzadas como de inyección enquistada, porque tal vez se le enquistó lo que le inyectaron y tal vez la inyectarán otra vez si no obedece, si no repite, si no consiente en repetir y no obedece aunque sienta ese miedo que la sacude y la estremece arremetiendo y aterrándola ahora que siente otra vez esa náusea y esa arcada justo cuando llega una monja con un ruido de camándulas para ofrecerle una cubeta donde Nora arroja, gargarizando y babeando y la baba escurriéndole por la nariz y la boca y Nora tose así sacudiéndose y pidiendo perdón y excusándose con una voz gangosa y delgadita, una voz que es la suya pidiendo perdón una vez y otra vez hasta que le dan esa pastilla, por Dios, ahí mismo ese amargo en la lengua, ese bulto en el paladar, eso rodando por la garganta y aposentándose antes de subir en vapores que la van trastornando y tumbándola lento, como si resbalara por una superficie blanda. ¿A dónde va a dar? Otra píldora y el resbalón es la fuga por un laberinto de sustos, el miedo acosándola y Nora tratando de huir porque la persigue, la persigue y casi la agarra y Nora abre los ojos y ahí está una monja más joven que la de antes, no una madre sino una hermana flacucha y ruborizada que le acomoda las almohadas sonriendo. Es la hermana de abajo, la del subsuelo, la que cuida a los enfermos del sector donde está Nora ahora, porque está muy abajo, más acá del corredor y el desván a donde antes no iba porque la alojaban arriba y no estaba enferma y no la cuidaban monjas sino señoritas, ¿verdad? Sí, sí, antes tenía otra pieza más clara y sin rejas, otra pieza con luz, no en... ¿dónde está? ¿En el sótano? Dondequiera que esté ha de quedarse callada y quietita, porque si protesta o se enoja procederán en seguida

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1