Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Enseres para sobrevivir en la ciudad
Enseres para sobrevivir en la ciudad
Enseres para sobrevivir en la ciudad
Libro electrónico188 páginas1 hora

Enseres para sobrevivir en la ciudad

Calificación: 1 de 5 estrellas

1/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Hay objetos que a fuerza de costumbre y de uso terminan por convertirse en seres, a veces más vivos que nosotros, como el paraguas, la pluma, el portafolios. Este libro reúne crónicas sobre estos enseres que pertenecen al ejercicio de la ciudad, a la cotidiana odisea que llevamos a cabo en ella.
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento22 sept 2014
ISBN9789588887005
Enseres para sobrevivir en la ciudad

Relacionado con Enseres para sobrevivir en la ciudad

Títulos en esta serie (59)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Enseres para sobrevivir en la ciudad

Calificación: 1 de 5 estrellas
1/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Enseres para sobrevivir en la ciudad - Vicente Quirarte

    Española

    Enseres

    Esquemas para una oda al lápiz

    Nunca agradeceremos suficientemente el genio de Nicolas-Jacques Conté (1755-1805). Además de ser comandante de un batallón de globos de Napoleón Bonaparte, se daba tiempo para inventar instrumentos de precisión y escribir eruditas monografías sobre Egipto. El lápiz es hijo directo de la Revolución francesa. Un año después de la toma de La Bastilla, Conté descubrió que mezclando el grafito con cierta clase de arcilla, y sometiendo ambos elementos al fuego, se obtenía un instrumento de escritura cuya consistencia dependía de la cantidad de mineral que se le pusiera. Conté no vivió para ver la gran industria del lápiz, pero los que aún llevan su nombre sirvieron a Edgar Degas para situar a sus bailarinas en medio de la atmósfera de bruma interior que las vuelve tan próximas y lejanas.

    ***

    Pocos instrumentos como el lápiz nos acompañan durante tantos años de nuestra vida. Su presencia está vinculada a nuestras primeras y más profundas sensaciones: el lápiz recién afilado, su madera limpia y generosa en el salón de clases, era bálsamo salvador para los lunes. El sonido de los lápices: su música al chocar unos con otros sus maderas en el interior de la mochila. Los tres sabores del lápiz: amargo el de la goma que mordisqueamos durante los primeros minutos del examen; frío y ácido el del metal con que continuamos; cálido y más próximo el del lápiz propiamente dicho. Para los psicólogos infantiles, el lápiz es termómetro de fobias y autocontroles. Habrá que desconfiar del niño que conserve su lápiz sin mordeduras, con la goma a salvo del sacrificio. Será sin duda muy ordenado, escribirá con la mejor caligrafía, preferirá a Descartes sobre Pascal y será sujeto susceptible de ser engañado por su futura esposa.

    ***

    Una poética del lápiz debe tomar en cuenta los sonidos peculiares de cada uno: diferente es el sonido de un lápiz HB sobre papel con fibra de algodón, que el de una puntilla 3H sobre papel albanene. De igual modo, se haría necesario un Manual de gradaciones, que recomiende el tipo de lápiz que debe utilizarse para determinada intención. Martín Luis Guzmán escribía a lápiz porque sentía que ese sonido íntimo del grafito contra el papel no turbaba por completo el silencio de la noche. Quizá por eso su prosa corre con una fluidez dancística, que no hubiera dado la marcha (Paul Valéry) dictada por la máquina de escribir. Juan Ramón Jiménez distribuía estratégicamente por toda su casa lápices recién afilados, para atrapar en el aire a la belleza en cuanto ésta se dignara aparecer.

    Se recomienda un lápiz HB para los primeros esbozos del poema: todo en el lápiz suave es dócil, como niña que sale a patinar tras la primera helada; es un placer tachar con él la palabra que no encaja, el adjetivo traidor. Se sugiere un lápiz duro para la carta en que demos el amor por terminado: el sonido breve y cortante de cada letra nos dará la sensación de que en verdad creemos en nuestra firmeza, y nos dará el valor suficiente para no borrar las palabras ofensivas, consuelo ilusorio del herido.

    ***

    Los alemanes perfeccionaron la técnica de fabricación del lápiz, y los artistas franceses de mitad del siglo XIX se apresuraron a hacer con ellos sus respectivos manifiestos: Jean-August-Dominique Ingres logra, mediante el lápiz duro, dibujos impecables, en la línea del mejor Holbein. En contraste, Eugène Delacroix se vale del lápiz suave para su trazo libre y nervioso, presagio de la inevitable revolución impresionista. Igualmente rector del orden riguroso que de la pasión desbordada, el lápiz es esbelto albañil del dibujo, como dijo Rafael Alberti del pincel respecto a la pintura.

    ***

    Dejar quisiera mi verso, como deja el capitán la espada: famosa por la mano viril que la blandiera / no por el docto oficio del forjador preciada, escribe Antonio Machado en su poema autobiográfico. Al igual que la espada o la lengua, es posible heredar una pluma, conservarla a lo largo de los años. Se dice la lengua de Cervantes como se cita la buena pluma de Garcilaso. Difícilmente recibimos un lápiz por herencia. Si así ocurre, antes que despreciar su vida efímera, repasemos su historia: pensemos en que su grafito ha tenido que mezclarse con arcilla y agua, y ha sido necesario elevar los ingredientes a temperaturas superiores a los mil grados centígrados; que se han elegido maderas resistentes y al mismo tiempo dúctiles para alojar la puntilla debidamente lubricada; que el gigantesco paso de colocarle una goma en la punta lo dio Hyman L. Lipman en Filadelfia el mismo año en que estalla nuestra Guerra de Reforma. Por todo eso, goza su simetría y su peso, huele su madera y antes de sacarle punta, recuerda que un lápiz nuevo es una forma de dicha.

    Animal de pluma

    Mis enamoramientos más graves de la primaria no fueron por supuesto con niñas. Aunque Elsa de los Ángeles fuera una permanente tránsfuga de Rubens, saludable y rozagante, José Emilio Pacheco me enseñó más tarde que a esas edades todo Edipo que se respete sólo se puede enamorar brutalmente de imposibles. De diferentes maneras, amo a la distancia a mis dos maestras de segundo año. Nachita, de la sección de español, nos dijo a boca de jarro en la primera clase: Mañana traen una pluma fuente y una libreta rayada de cinco manos. La otra era Miss Olivia. Alta y esbelta como velero de vidrio, cejas a la Frida Kahlo y suéter ban-lon color azul del cielo, por cuyo cuello en V asomaba el preludio de felices torturas. Miss Olivia: para la población de la escuela, la maestra de inglés de segundo A; para mí, la mujer más hermosa del tercer planeta. Cuando al final del curso me decía —me dice, en disco que el colegio grabó como si fuera de oro, que es de oro— "Good morning, Vicente", y me pedía que le conjugara el verbo to be, yo me moría envuelto en su perfume y por conjugarle to kiss en una sola persona del presente perpetuo.

    Obviando la evidencia de mi pasión infantil por Miss Olivia, paso a explicar mi amor por Nachita. La tarde del día en que nos dejó como tarea llevar a la escuela una pluma fuente, fui con mi padre a la papelería El Globo, en la calle de Chile, hasta hace poco sobreviviente y hoy sustituida por una de las incontables tiendas de novias. Ahí encontramos la robusta libreta de cinco manos, con sus cantos de colores y su cubierta de papel leopardo. Entonces comprendí que la pureza entra por el olfato y el silencio: oler una libreta nueva y mirar la blancura de sus páginas es un regalo que mi padre no deja de hacerme. Más difícil fue la búsqueda de la pluma fuente. Para escribir, mi padre utilizaba desde siempre aquellas Parker de combate que llenaba exclusivamente de tinta morada, para después deslizarlas —hedonista y gozoso— sobre la superficie de hojas de un papel maravilloso, vicio que justificaba diciendo que compraba papeles finos en lugar de cigarros. Al principio yo no comprendía porqué no me daba una de las plumas de segunda división que casi no usaba. Después supe que estábamos buscando la pluma que era para mí. En una papelería de Palma hallamos, al fin, una Esterbrook gris, con capuchón plateado y palanca exterior. Aunque ya existían las de cartucho, la mía aún era de las que tenían corazón de caucho.

    Miss Nachita no sabe la dicha que trajo a mi vida. Al olor del papel nuevo se sumaba el de la tinta, cuyo perfume propio se acendraba y adquiría uno nuevo al ponerse en contacto con el papel satinado de la libreta. Con esa pluma hice algunos dibujos a Elsa de los Ángeles, que me pagó con algunas de las sonrisas que iluminaron toda mi primaria. Como todos los niños, me manché las manos, arruiné mi maravillosa libreta y descubrí que con un poco de presión el punto de la pluma traza líneas de diferentes grosores, o que era posible arrojarla de punta a la banca vecina. Pero desde entonces no he dejado de utilizar el invento que Edson Waterman perfeccionó en 1884 en Nueva York. He aprendido que, como las mujeres, las plumas más finas y hermosas suelen ser infieles; que aquellas a las que más cuidamos, terminan por perderse. Cuando me regaló una de sus plumas consentidas, Mariano Flores Castro me dijo dómala, que en lenguaje de pluma fuente significa quiérela, lávala con frecuencia y sólo con agua pura, escucha de vez en cuando su bomba (pocas cosas se parecen tanto al corazón), deja que el punto se acostumbre naturalmente a la inclinación y al peso de tu mano, así como el caballo se adapta al toque de tu rienda.

    Con el paso de los años aprendí también que hubo un tiempo dichoso cuando las plumas Montblanc sirvieron para escribir. Se ganaba el derecho a poseer y utilizar una, y el orgulloso usuario se iniciaba poco a poco en sus misterios, del mismo modo en que la mano se adapta a la empuñadura de la espada o el volante de un carro a nuestro mando. De pronto, se convirtió en accesorio indispensable para la bolsa camisera del yuppie en ascenso. Acaso en un afán por combatir esa uniformidad dictada por el consumismo y la apertura de fronteras, Salvador Elizondo renunció públicamente a la Montblanc —en compañía de la cual aparece en una ya célebre fotografía de Paulina Lavista— y optó por una Parker Centennial, mientras Ricardo Pozas Horcasitas porta una fastuosa Waterman Arlequín. Ambas van vestidas —la Parker y la Waterman— de oro y negro como las grandes damas.

    Con todo y la proliferación de montes blancos, auténticos y hechizos, no obstante la infinidad de imitaciones y homenajes que pueden obtenerse tanto en tiendas selectas como en la cantina en turno, la pluma Montblanc continúa fiel a su fama de ser la cima de los instrumentos de escritura y, al igual que las grandes cumbres, mantiene celosa sus secretos. Aun los más fervientes admiradores de la pluma suelen desconocer que el número 4810, inscrito en el punto más bello del firmamento plumífero, es la altura en metros del Monte en honor del cual la pluma tiene nombre.

    Los mexicanos las prefieren gordas. El auténtico enamorado de la Montblanc puede pasar por todos los modelos de la pluma, pero tarde o temprano desemboca en la mayor, ésa que lleva por nombre Diplomática, pero más común y familiarmente llamada la Gorda (imposible proseguir estos ocios sin provocar ambigüedades, pero ni remedio). La Gorda es prueba de fuego para el auténtico animal de pluma, pues distingue a quien porta la pluma como accesorio de quien sabe utilizarla. Es más difícil de manejar que una mujer; sus dimensiones parecen, en los primeros escarceos, inverosímiles, pero una vez que nos domina, difícilmente es sustituible. Su enorme barril sirve para varios metros de escritura, y su peso balanceado la convierte en la mejor amiga de la mano. Enumero a quienes sé que conocen las delicias de convivir o haber convivido con esa negra fiel: Rubén Bonifaz Nuño, Felipe Garrido, Darío Jaramillo, Sergio Soto, Roberto Moreno de los Arcos, Eduardo Lizalde, Mario Melgar, Bernardo Ruiz, Gonzalo Celorio.

    El futuro historiador de la pluma fuente podría enloquecer fácilmente para determinar la nacionalidad de las distintas especies. El Mont Blanc original, como se sabe, es francés, pero la pluma viene de Alemania. Francia rinde homenaje en la pluma Waterman al neoyorquino a quien nunca dejaremos de loar. Mientras me explica los hallazgos del norteamericano que aplicó a la pluma fuente el sistema de capilaridad, Gonzalo Tassier dibuja incansablemente plumas fuente con su batalladora Dupont. Luego pasa a darme lecciones para domar el punto de una pluma nueva en la superficie de un plato liso. Mientras de su mano sonriente van saliendo nuevos dibujos, me cuenta sobre el revolucionario diseño de la pluma Lamy y traza una en homenaje a su diseñador Gert Müller, recientemente partido. Finalmente, me da una lección de ocio inexplicable para quien no comparte la pasión por los altos instrumentos. Durante el año pasado, tuvo que viajar varias veces a Houston. Una de sus visitas obligadas era al departamento de plumas de Neimann Marcus, donde ya lo conocía la dependiente. Desde que lo veía venir, sabía que era el tiempo de la ceremonia, consistente en sacar la pluma fuente Montblanc Lorenzo de Medici, troquelada en una sola pieza, sacarla de su estuche de madera, mojar su punto en tinta, trazar unas líneas y devolverla a su sarcófago, tras haberla limpiado religiosamente. ¿Para qué poseerla para siempre si podemos tocarla algunas veces?

    Ahora, a la distancia sé que con o sin la intervención de mi profesora, tarde o temprano hubiera llegado al fetiche más importante de mi trabajo. Ignoro si algo similar les haya

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1