La ciudad en que no estás: Cuentos reunidos
Por Margarita Saona
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"–¿Estás aquí? –No, estoy allá. Este libro bellísimo oscila entre la migración y el tránsito, el sueño y el cambio, lo familiar y lo desconocido. Hay distopías, plagas, viajes, objetos perdidos, brujas, escapistas. El desencuentro continúa, la identidad es abierta, transitoria. Pero el lenguaje preciso y feroz de Saona capta cada matiz de lo perdido: una ciudad, un padre, un viejo amor. Y nos abre un lugar para que dure; nos permite nombrar lo que nos queda".
Ana María Shua
"La ciudad en que no estás es la cartografía de la búsqueda, la afirmación del reencuentro como posibilidad deseada y tan temida. Un título que parece convocar de forma exclusiva a un otro ausente y que es una trampa: incluye también a la autora".
Katya Adaui
Margarita Saona estudió lingüística y literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Recibió un doctorado en Literatura Latinoamericana de Columbia University en la ciudad de Nueva York. Es profesora de Literatura y Estudios Culturales en el departamento de Estudios Hispánicos e Italianos en la Universidad de Illinois en Chicago. Entre sus intereses están la memoria, la perspectiva cognitiva, la empatía y la representación en la literatura y en las artes. Ha publicado numerosos artículos, dos libros de literatura y crítica, Novelas familiares: Figuraciones de la nación en la novela latinoamericana contemporánea (Rosario, 2004) y Memory Matters in Transitional Perú (Londres, 2014); este último se publicó en traducción como Los mecanismos de la memoria: recordar la violencia en el Perú (Lima, 2017). Entre su obra creativa se encuentran dos libros de ficción breve, Comehoras (Lima, 2008) y Objeto perdido (Lima, 2012), y un poemario, Corazón de hojalata/Tin Heart (Chicago, 2017), que fue publicado también en edición peruana en el 2018 como Corazón de Hojalata bajo el sello Intermezzo Tropical.
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La ciudad en que no estás - Margarita Saona
reservados.
Un mapa, las manos, el amor, los pájaros
Katya Adaui
Margarita nos ofrenda su mapamundi particular. Miren esta pared, es transitoria, aquí he desplegado ciudades, las he marcado con chinches y conectado entre sí por hilos del color del atardecer. El delineado frágil, tembloroso, sostiene una forma tenaz: la de una casa.
Desplazamientos, mudanzas, instalaciones, cambios de planes, despedidas. La vida accidentada.
La ciudad en que no estás es la cartografía de la búsqueda, la afirmación del reencuentro como posibilidad deseada y tan temida. Un título que parece convocar de forma exclusiva a un otro ausente y que es una trampa: incluye también a la autora.
Una cartografía hecha de inviernos a la que vuelve tras sus propios pasos. Repasa, refunda.
A través de habitaciones ya conocidas pero como vistas por primera vez, avanza arrancando las sábanas de los sofás, enciende las luces, son cálidas, deja los ventanales abiertos por los que sale música, por los que ingresa un viento helado. También cierra las puertas y se va, otra vez sorprendida de su abandono.
La ciudad en que no estás, la ciudad en que no estoy.
Este mapa del afecto, dibujado y anotado por ella, aventurado por ella. Como en todo mapa de papel, las proporciones y las escalas son caprichosas, inexactas. Es parte del recorrido aceptar la desorientación.
Las manos son la parte del cuerpo que más tiempo vemos, dice Margarita. Una observación de premisa autocumplida. El tacto es el sentido que prevalece, el énfasis: sus personajes tocan, miman, consuelan, recortan. Se posan y crean en las antiguas texturas huellas nuevas. Son sus manos las que se hacen preguntas de vida o muerte, la sabiduría de la ternura.
Todo viaje hacia el amor es desencuentro.
Mapas pero también planos. El medio de transporte carece de relevancia; se cruzará, se gritarán nombres devueltos por un eco, se dará pelea. Recuento de la vastedad y de lo que estuvo a golpe de vista y se asimiló tarde. En cada ciudad, una ilusión, desnudez, un acostumbramiento que se trastoca, un descaro, memoria y silencio.
En los relatos, los pájaros caen del cielo o se estrellan contra las lunas. Sus plumas y restos quedan expuestos al pisoteo. No consiguen atravesar los cambios de atmósfera, pese a toda la potencia de su deseo. Las nubes son de vidrio. Estado de confusión. Como el recorrido de la autora por su mapa íntimo, la desorientación es estructural. ¿A qué asirse en el viento?
En estas ciudades no hay souvenirs.
Margarita no acumula cosas repetidas e incombinables que se exhiben al olvido, a la culpa o al arrepentimiento. Su acumulación recoge técnicas de coleccionista. Curiosidad de infancia, obsesiones sensibles. El tiempo. El tiempo. El tiempo.
La condición para un catálogo vivo, nos dice, es dejarlo incompleto y merodeante.
Para María Luisa Ugarte, que me enseñó a mirar,
para Pilar Saona, que me enseñó a leer
y para Ana y Lucía, mis otros corazones.
Lo que hago
Esto es lo que hago: pequeños artefactos de palabras para llenar el breve espacio en que no estás.
Esto es lo que hago: pequeños artefactos de palabras que inútilmente buscan llenar el inconmensurable espacio de tu ausencia.
Ángeles caídos
Para María Luisa Ugarte.
In Memoriam Luis Angel Ugarte.
¿Quién está contando esta historia? ¿Quién?, te preguntas. O, más bien, te preguntarías si pudieras, porque hace tiempo que eres incapaz de articular una pregunta con tanta nitidez. Te acercas a tus nietas o a tu hija y te quedas balbuceando, y solo la rabia, la rabia de trabarte al intentar poner una palabra detrás de la otra y preguntar la hora o el menú de la comida o quién tiene el periódico, solo la rabia llega, no las palabras, y aprietas los puños y te das media vuelta, gruñendo, balbuceando tu frustración, la misma que ves en sus rostros, y entonces la buscas, te sientas a su lado en el jardín, con su mano entre las tuyas, y no necesitas hablar, porque ella hace tiempo que dejó de hablarte, y te sientas a su lado, su pelo tan blanco y tan suave, esos ojos grises que alguna vez te miraron con amor, su mano entre las tuyas, y todo está bien. Ángela. Pero ahora no puedes encontrarla, como si fuera un mal sueño, como si fuera un sueño más malo que el sueño diario de levantarte y ducharte y hacer como que lees el periódico, aunque hace tanto que no lo entiendes. Solo que hoy es peor, porque Ángela no está en su cama ni en el jardín, y no comprendes qué está pasando ni quién mierda está contando esta historia. Y piensas, si es que piensas, que debe estar molesta contigo otra vez, y te preguntas, si es que puedes preguntarte, qué es lo que has hecho ahora, todas las culpas arremolinándose ante la cólera sorda de tu Ángela que alguna vez te amó y ahora te odia minuciosamente, tanto te odia, que se ha ido despegando del mundo de a pocos, y no oye, y no mira, pero deja que te acerques y le des la comida en la boca y le pases los dedos por el pelo tan blanco y tan suave… Y te preguntas, si todavía puedes articular una pregunta en tu mente, si eso es la paz, si ahora que ha pasado ese constante quejarse del color del cielo, de los muebles mal limpiados por las empleadas, de la carestía de la vida, del ruido que hacen los niños de la vecina, te preguntas si esa mirada perdida de ahora que ya no hay quejas, es la paz. Sin embargo, si puedes preguntártelo honestamente, también sabrás que no, que tal vez es una forma de la muerte. Pero no la muerte. Porque está a tu lado y puedes tener su mano entre las tuyas y darle de comer y pasar tus dedos por su pelo tan blanco y tan suave. Aunque ahora, en este instante, no está y no sabes quién cuenta esta historia y no puedes preguntar dónde está tu Ángela.
Tus hijos, tus hermanos, todos piensan que ella no te puede perdonar aquella historia, lo de esa mujer que han convertido en innombrable, innombrables ella y la historia, pero no es así. Tu culpa es aún más antigua. No, no fue una infidelidad, ni muchas, ni la dedicación a tu trabajo, ni todas las cosas con las que han especulado durante años. No, nada de eso y, aunque ya no seas capaz de articularlo, tú lo sabes. Fue otra cosa. Fue haberla sacado de su patria, haberla traído a lo que nunca dejó de ser para ella «este país de indios», sin amigas, sin familia, a este lugar que nunca comprendió, ni aún después de haber parido cinco hijos en él. No podía entender que a tu hermana el apellido vasco no le impidiera decir groserías en una lengua de salvajes, no podía entender que tú pensaras que la india que trabajaba en la cocina tuviera derecho a comer los mismos alimentos que ella, no podía adaptarse a la altitud de las montañas ni a la humedad del mar y, aunque nunca lo dijera, no podía aceptar que sus hijos, en el fondo, le resultaran extranjeros. Y tú veías a tu dulce Ángela amargarse y envejecer, y quejarse día tras día de los detalles más pequeños sin atreverse nunca a gritarte a la cara que la sacaste de su tierra y la trajiste a este lugar incomprensible. Vale un Perú, había escuchado decir ella, como