Enriqueta Ochoa: la configuración de un femenino sagrado
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Enriqueta Ochoa - Ester Hernández Palacios
SECCIÓN DE OBRAS DE LENGUA Y ESTUDIOS LITERARIOS
ENRIQUETA OCHOA: LA CONFIGURACIÓN DE UN FEMENINO SAGRADO
ESTER HERNÁNDEZ PALACIOS
Enriqueta Ochoa:
la configuración de un femenino sagrado
FONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 2019
[Primera edición en libro electrónico, 2020]
Diseño de portada: Teresa Guzmán Romero
D. R. © 2019, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
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ISBN 978-607-16-6760-1 (ePub)
ISBN 978-607-16-6563-8 (rústico FCE)
ISBN 978-607-502-785-2 (rústico UV)
Hecho en México - Made in Mexico
Índice
Prefacio
Enriqueta Ochoa: el camino de la revelación
Estilo es destino
La poética de la autenticidad
El retorno del mundo del inconsciente
Lo numinoso en lo cotidiano
El matrimonio de la tierra y el cielo
La configuración de un femenino sagrado
Entrar para situarse en la existencia
El resplandor del centro
Porque redonda es la vida
El mundo como una uva inmensa
El resplandor de la gruta
La semilla: única verdad sobre la tierra
La palabra preñada
Se fecunda la tierra
La sacralización del mundo
La imagen de Diosa
Poesía mística o mítica
El lenguaje de la Diosa
Conclusiones
Bibliografía
Prefacio
Desde que decidí estudiar literatura elegí la poesía como mi campo de trabajo. Mi desempeño como profesora en la licenciatura y en la maestría en Letras de la Universidad Veracruzana ha girado casi siempre en torno a la poesía mexicana de los siglos XIX y XX.
Para mis primeros trabajos académicos escogí estudiar un poema que me parece central dentro de este ámbito: Algo sobre la muerte del Mayor Sabines
y he dedicado largos años al estudio de otro autor: José Juan Tablada. La voz poética de Enriqueta Ochoa, a quien leí deslumbrada desde que ingresé a la Facultad de Letras, allá por 1969, y a quien pude conocer poco después, me ha acompañado desde entonces; su fuerza y luminosidad eran tales que había preferido mantenerla en el terreno de la experiencia estética, o casi religiosa, pues no quería contaminar sus versos ni profanarlos con el poco atinado pulso de mi escalpelo crítico. Han tenido que pasar muchos años, he tenido que aprender muchas cosas en la literatura y en la vida para decidirme a este intento. La lectura de sus poemas me ha llevado a descubrir algo más que lo que escribo aquí, ha cambiado mi concepción del arte, de la literatura, de la poesía y me ha abierto una nueva dimensión de la vida. Me acerco a la poesía de Enriqueta Ochoa y trato de encontrarle una raíz, de situarla en una tradición, de ubicarla dentro de una estirpe, con humildad y con respeto; pero sobre todo, con el arrobo y el asombro que desde siempre me ha despertado su poesía. Arrobo y asombro que espero provocar en quienes lean este trabajo. Si concluí mi análisis de la elegía de Sabines dejando a los lectores la tarea de completar la lectura con su respuesta estética, que en ese entonces no me atreví a formular, convoco hoy a los de éste a mantenerse en el ámbito luminoso de la poesía. He intentado desdoblarme en crítica sin perder mi condición de lectora, de receptora de un discurso poético excepcional y espero compartirles mi experiencia.
Pretendo, en este trabajo, interpretar la poesía de Enriqueta Ochoa ya que, por su fuerza transformadora, la considero pieza angular de la poesía mexicana, particularmente de la poesía escrita por mujeres. Creo firmemente que su obra se sitúa en un punto estratégico de esta tradición; por un lado sintetiza vertientes y reafirma valores y por otro abre un nuevo camino (o recupera el más antiguo de ellos) para la poesía de sus sucesoras y, al mismo tiempo, se sitúa en un lugar prominente dentro de los cauces de la poesía universal. Desde esta perspectiva, leo la poesía de Enriqueta Ochoa y valoro las aportaciones a la poesía contemporánea desde su voz de mujer; simultáneamente me ocupo de su pertenencia a la tradición de la poesía mística, considerada ésta en su más amplia concepción.
Mi marco de referencia es amplio y ecléctico: por un lado se construye con conceptos tomados de las teorías de la lectura desde la perspectiva de género −Luna y Quance−, del feminismo de Hélène Cixous y de la crítica cultural de Iris Zavala por otro; para el análisis poético se basa en Roman Jakobson, Paul Ricoeur y Gaston Bachelard. La poesía de Enriqueta Ochoa me condujo a un ámbito más amplio: la teología feminista contemporánea, el estudio de las religiones, la etnología y la arqueomitología: Trible y Schüssler Fiorenza; Eliade, Durand y Gimbutas me permitieron desentrañar lo que considero el sentido más profundo y la razón de la importancia de la obra de Ochoa.
Tomo esta poesía como un todo, redondo como una de sus más caras imágenes, una totalidad en desarrollo no lineal que mantiene los temas y su tratamiento desde su primera publicación, en 1950, hasta la última, hace apenas unos cuantos años, por lo que en el análisis extraigo ejemplos pertenecientes a diferentes momentos de su producción.
La Nueva Creta, Mahuixtlán, agosto de 2008.
I. Enriqueta Ochoa: el camino de la revelación
Estilo es destino
Enriqueta Ochoa nació en Torreón, Coahuila, en 1928, en el seno de una tradicional familia de relojeros y orfebres. Su padre, católico, era un hombre estricto y mesurado y, contradictoriamente, un librepensador que quería mantener a sus hijas a resguardo del mundo. En entrevista con Elena Poniatowska dice, recordando sus años de infancia y primera juventud:
Mi papá era un hombre muy enérgico, muy estricto, a quien yo adoraba y adoro. A mis dos hermanas y a mí no nos dejaba ir a la calle solas ni a comprar zapatos. Nos daban clases a mis hermanas y a mí en la casa, de literatura, de filosofía, de historia del arte, de psicología.¹
Su vida y su obra están signadas por las paradojas. Se le considera una poeta no sólo religiosa, sino católica; sin embargo, como lo ha afirmado en varias ocasiones, si su padre cuidó de dar a su descendencia una sólida formación intelectual, también decidió que crecieran sin religión. En la casa familiar se hablaba de Dios como de una fuerza suprema, pero nunca se mencionaba la religión; quedaba en los niños un interés que deberían saciar por su cuenta:
Desde los nueve años leí a la Blavatsky y los Vedhas. Y esto sólo por azar, porque le dieron a mi tío, que como toda mi familia era joyero y relojero, como pago de una cuenta, un librero lleno de libros esotéricos, y como yo tenía una gran pasión por la lectura los leí todos. También a los gnósticos. Creo que todo eso, aunque no lo entendía en su totalidad, se me quedó en el subconsciente.²
A la misma edad fija su primer recuerdo de escritura. Escondida precisamente al lado o detrás del librero de su tío escribe sus primeros versos, sin tener conciencia plena de que lo son ni de lo que dicen. Esta iniciación será premonitoria de un estilo; de su manera, tan particular, de asumir su destino de poeta, el camino de la revelación. Algunos años más tarde, al inicio de su adolescencia, sus padres brindan a ella y a sus hermanos la libertad para escoger la religión que más se apegue a sus necesidades espirituales. Recordando este periodo de su vida dice:
Cuando pudimos escoger mis hermanos y yo, elegí muchas religiones, profesé como siete doctrinas distintas. Buscaba la que más me llenara o convenciera. Se inició entonces en mí una búsqueda, me saturé. Y, por fin, la que más me gustó o con la que más me identifiqué fue con la católica, por la liturgia, aunque no la conozca a fondo. Los títulos de mis poemas y algunos de los temas o imágenes se relacionan con el mundo católico, pero me es más cercano el pensamiento esotérico.³
A cada una de las religiones que adoptó como propias se entregó con sinceridad y de cada una de ellas tomó algo, una idea, un sentimiento, una forma de mirar y de decir el mundo, lo que la convierte en una verdadera ecléctica. De todas sus búsquedas concluyó que las religiones difieren, en el fondo, muy poco entre sí, todas poseen el mismo fin, su verdadero y último interés es Dios. La escritura, desde sus inicios, es una forma privilegiada, el camino para plasmar sus preocupaciones y sus experiencias religiosas. La interacción que se establece entre ellas se convierte en el centro de su vida. Al evocar su juventud recuerda que entre los diecisiete y los diecinueve años, al igual que muchas otras autoras célebres de las letras universales, escribía a escondidas, temerosa de ser descubierta. Llegó a tragarse sus apuntes para que no los descubrieran. Un día su padre no pudo soslayar la situación y contrató a un maestro que le señalara las sendas literarias.
Este maestro sería Rafael Del Río, que gozaba por esos años en Coahuila de un sólido prestigio de poeta y hombre de letras. Con Del Río, Enriqueta conoce a las voces más importantes de la literatura universal y practica las formas clásicas del verso. Será él quien avale su primera publicación en forma de libro, Las urgencias de un Dios,⁴ tímidamente y como defendiéndose contra la acusación de ser el responsable de versos tan extraños y tan libres en lo formal y tan profundamente osados en la temática, que únicamente se explican por la juventud de la autora, quien al escribirlos tenía apenas 19 años, y 22 a la fecha de su publicación. Su editor, Miguel N. Lira, y su maestro en el arte poético, seguramente, no se imaginaron el revuelo que causaría este librito. Si del Río y Lira hubieran adivinado que, en su intento por expresar los más puros y libres sentimientos hacia lo numinoso, Las urgencias de un Dios enfrentaría una lectura no sólo condenatoria, sino de plena reprobación –a tal punto que recibió el rechazo e incluso fue prohibido desde el púlpito por los sacerdotes católicos de Torreón y de San Luis Potosí, que lo consideraron peligroso por herético y pornográfico–, tal vez no se habrían atrevido a prologarlo y publicarlo, respectivamente. El hecho es que el libro se agotó, seguramente más por morbo que por verdadero interés poético, y Enriqueta Ochoa alcanzó su primer reconocimiento paradójico: el libro alcanzó fama por el escándalo que produjo, pero llegó también a manos de lectores más dignos. Emmanuel Carballo, otro de los grandes y viejos amigos de la autora nos comenta:
[Las] Urgencias de un Dios, su primer libro, mostraba a una poeta, me resisto a llamarla poetisa, ya que es un término devaluado, que concedía a las palabras libertades en esos momentos no soñadas y que miraba al mundo y los asuntos del hombre con ojos tan limpios de prejuicios como cargados de originalidad.⁵
Y la propia autora afirma con entusiasmo:
No siempre estuve al margen o retirada, cuando escribí Las urgencias de un Dios fue una bomba explosiva en el Norte. Desde Chihuahua, desde Monterrey iban a visitarme a Torreón. Rafael del Río mandó el poema al extranjero y me conecté con escritores y lectores que me escribían. Creo que me entendieron más en el extranjero que en México. El poema habla de la sobrevivencia, es la muerte del padre para que sobreviva el hijo.⁶
En el texto que prologa su primera entrega, Del Río presenta a su alumna como una joven prometedora, pero opina que ha obedecido como una fuerza ciega y salvaje a impulsos inconscientes y mal refrenados a causa de una preparación y orientación insuficientes, acentuadas por su exigua experiencia
.⁷
Al referirse al poema titulado Triple habitación
, el maestro Del Río percibe la alusión directa a los tres componentes que la entonces incipiente escritora encuentra en su obra: la mente, el corazón o sentimiento y la carne, el eros que se desplegará más tarde y con tanta fuerza que marcará a la poesía femenina posterior y que aquí Del Río recatadamente llama, porque entonces así era, virginidad. De acuerdo con esta primera lectura de Triple habitación
podemos decir que la mente es conciencia y subconsciencia, el corazón es creatividad que se desborda, la mayoría de las veces, en sufrimiento, y la virginidad es un eros deseante que busca la realización. La poesía posterior de Enriqueta Ochoa se desarrollará en estas tres vertientes y en las tres tendrá un solo objetivo: la búsqueda de la trascendencia.
Del Río anuncia que las próximas publicaciones de Enriqueta Ochoa comprobarán la apuesta que él hace por ella y la situarán en los primeros lugares dentro de la poesía mexicana:
Saeta en llamas, título resplandeciente con el que nuestra poetisa recogerá su producción de los últimos años, y que veremos impreso en breve, será suficiente para garantizar a Enriqueta uno de los sitiales más destacados en el parnaso mexicano, y un programático ensayo para trascender las fronteras de nuestra patria con un pasaporte de legitimidad inobjetable.⁸
En 1951 viaja a Europa con su hermana Evangelina. Recorren Suiza e Italia, en donde visitan, en Rapallo, a Gabriela Mistral. En Madrid, Enriqueta se encuentra con Rosario Castellanos y Dolores Castro y convive con ellas y con el joven pintor Pedro Coronel, conoce además a Dámaso Alonso y a Vicente Aleixandre.
Aunque Saeta en llamas
podría servir de título a toda la obra de Enriqueta Ochoa, este volumen nunca vio la luz. Dos años después del controvertido recibimiento de Las urgencias de un Dios, y a su regreso de Europa, escribe el que será uno de sus poemas más importantes, Las vírgenes terrestres
, pero no lo publicará sino hasta más de quince años después, en 1969. Sin embargo, fue dado a conocer antes de ser publicado. Luis G. Basurto, amigo de la joven poeta, se entusiasmó tanto con el poema, que lo entregó a la actriz María Teresa Montoya para que lo declamara en su noche de despedida, después de una temporada en el Teatro Isauro Martínez, de Torreón. Si la publicación de Las urgencias de un Dios había sido mal vista, la lectura de Las vírgenes terrestres
fue todavía más desconcertante para los castos
oídos de la sociedad coahuilense. Al no entender, o precisamente por entenderlo, el público se escandalizó y conmocionó con este canto a la vida, al amor y a la condición femenina, que, telúrico, remarca la primigenia identidad de la mujer con la tierra. Tal vez porque Las vírgenes terrestres
es una celebración del instinto por donde se escapa la fuerza femenina para satisfacer su deseo. Después de este acontecimiento, su autora decidió guardarlo en una de las gavetas de su escritorio, pero no dejó de escribir, aunque su siguiente libro, Los himnos del ciego, aparecerá hasta 1968, dieciocho años después de la publicación de Las urgencias. En este nada breve lapso, publicó varios poemas en las revistas Metáfora, Revista de Coahuila, Letras Potosinas, Letras de Ayer y Hoy. Con el dinero que ganaba grabando en metal en la joyería familiar pudo costear, ella misma, la edición de tres números de la revista Hierba (1952-1953); leyó toda la poesía que pudo, de autores cercanos y lejanos en tiempo y espacio pero, sobre todo, vivió.
En el mismo año de 1953 conoció a un joven francés que había viajado hasta la comarca lagunera, interesado por las formas que allí asumían la propiedad y la explotación colectiva de la tierra. François Toussaint había nacido en Montmorillon y se había educado en Poitiers, hijo de un héroe de la resistencia, había terminado sus estudios en Ciencias Políticas y era también poeta. Desde su primer encuentro se inició entre ellos una relación poderosa, un amor más tormentoso que apacible. Dos años después se recluyó, durante seis meses, en el convento de las Oblatas de la Santa Eucaristía, en la Ciudad de México, pues había decidido que ese era su camino para servir a Dios, único sentido que en ese momento quería dar a su vida. Sólo la enfermedad de su padre la hizo abandonar el claustro, y la promesa que le hiciera de no volver a él convirtió este abandono en definitivo, pero no así el de su principal objetivo vital: la