A veces salto fuera de lo humano: Antología poética
Por Antonio Deltoro
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A veces salto fuera de lo humano - Antonio Deltoro
Zurdo
ANTONIO DELTORO, ENTRE EL PASMO Y LA LUCIDEZ
Mi admiración por la poesía de Antonio Deltoro precede a nuestra ya vieja amistad e involuntariamente la propicia. A veces, ciertos hallazgos no son tan casuales como parecen, sino el resultado de una predisposición a encontrar eso que, en cada etapa de la vida, uno necesita para enriquecer su experiencia personal o lectora, que, en el fondo, viene a ser la misma. Algo así me sucedió cuando, a comienzos de julio de 1994, Chari y yo visitamos en Lisboa al poeta venezolano Eugenio Montejo, quien, por entonces, era consejero cultural de la embajada de su país en la capital lusa. En su casa, donde nos hospedamos pocos e intensos días, Chari descubrió, bajo el sello de Pequeña Venecia, una reciente antología de poesía hispanoamericana, a cargo del crítico peruano Julio Ortega. Espigando sus páginas, sin demasiado detenimiento, nos salieron de pronto, al paso, unos versos de Deltoro que nos incitaron a leer enteros esos poemas. Después de tantos años, ya no recuerdo cuáles fueron ni qué nos atrajo de ellos. El caso es que aquella inesperada y breve lectura nos animó a buscar a su autor con el fin de publicarlo en Palimpsesto, lo que hicimos en el n.° 10 de la revista, correspondiente a 1995, donde aparecen cinco poemas suyos. A partir de esta lejana fecha, gracias a un asiduo intercambio epistolar y telefónico, fueron cimentándose nuestro perdurable afecto y mi gradual conocimiento de su poesía, cada vez más dentro de mí, al punto de preparar una muestra de ella, titulada Poemas en una balanza, para el n.° 14 de nuestra colección de libros, en 1998. Así que, cuando a finales del año siguiente, vino a Carmona, aprovechando un viaje por España —la tierra natal de sus padres, exiliados tras la Guerra Civil—, tuve la ilusoria impresión de que no era la primera vez que nos veíamos. Tan inmediata corriente de empatía surgió entre nosotros que, habláramos de lo que habláramos, parecíamos reanudar conversaciones anteriores con renovado entusiasmo, en las que las afinidades literarias y confesiones personales colmaron todas las expectativas de aquel inolvidable encuentro. Desde entonces, ya se han cumplido dos décadas de una entrañable y fructífera relación con un hombre condescendiente, discreto y comunicativo a un tiempo, tan atento a mis cosas como yo a las suyas, pese a los quince años de diferencia entre ambos. Siendo un innegable maestro para mí, siempre me ha hecho sentirme a su misma altura. Su temprano interés en mi poesía me supuso, en su momento, un decisivo estímulo por venir del primer poeta de su importancia que, a la menor oportunidad, la ha difundido en sus ámbitos de influencia. Mi estrecho y constante trato con Antonio Deltoro, ya sea a distancia o in situ, en México o Carmona, me ha permitido aprender de un lector sui géneris, libre de prejuicios, capaz de poner en contacto poemas muy disímiles e identificarse con ellos, aunque estén lejos de su propia escritura. Prácticas de este tipo son habituales en sus ensayos y en sus talleres. En estos últimos, recomendaba la ruptura a los alumnos que optaban por la continuidad y la continuidad a aquellos que se inclinaban por la ruptura, como benéfico ejercicio contra cualquier dogmatismo de escuela.
Este espíritu abierto, receptivo, en el que, según reza uno de sus aforismos, se contempla lo cordial como ruta
¹, rige también su poesía, que es, por encima de todo, la simple y misteriosa celebración de la vida, sin más normas ni obligaciones que la de dejarse llevar por la curiosidad o el ensimismamiento. Para ello, es necesario estar predispuesto al asombro, ese que tiene que ver con la admiración y el pasmo
² ante la realidad circundante y el propio mundo interior, a los que la libertad imaginativa de la infancia confunde y transforma. Una actitud evasiva, alérgica a la disciplina rutinaria o a la atención forzada, privilegia el ocio, el recreo y el juego en poemas como La plaza
o Azoteas
, espacios de asueto, de distracción, para estar con los otros y con uno mismo. En ellos, el poeta ve y siente con los ojos del niño, pues el recuerdo no habita el pasado, sino el presente
³.
Dotada de una extraordinaria materialidad, la poesía de Antonio Deltoro está llena de relieves, matices, ecos y reflejos, donde las imágenes se ven, se oyen y se tocan en una plasticidad inusitada, tan dúctil y golosa a la vez, que algunos poemas, a duras penas, resisten la tentación de mantener el tema principal que los guía, desplegándose en diversas direcciones de sentido, sin perder la unidad de fondo. De ahí, los frecuentes desvíos, merodeos y digresiones que, cuando menos lo esperamos, nos llevan a otro sitio, sin salirse del camino inicial. Pero no siempre ocurre así. Hay poemas que parten de una vivencia determinada y desembocan en otra. Esta cualidad expansiva, e incluso centrífuga, característica del distraído o caviloso, se apoya normalmente en versos largos, demorados —en correspondencia con la idea de que la lentitud es para él una forma de hipnotizar a la fugacidad y hacer que permanezca todo un poco más con nosotros
⁴— y anticipan la prosa de