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Otras sílabas sobre Gonzálo Rojas
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Libro electrónico194 páginas2 horas

Otras sílabas sobre Gonzálo Rojas

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Fabienne Bradu explora la obra del poeta chileno Gonzalo Rojas con una estrategia crítica capaz de ofrecer una verdadera cercanía al poeta y su pensamiento en la lectura de su poesía. Con una intimidad intelectual difícil de superar, Bradu vislumbra la tierra natal, el amor y el exilio de este "místico turbulento", uno de los mayores poetas de nuestra lengua.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 jun 2015
ISBN9786071628657
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    Otras sílabas sobre Gonzálo Rojas - Fabienne Bradu

    TIERRA FIRME


    OTRAS SÍLABAS SOBRE GONZALO ROJAS

    FABIENNE BRADU

    OTRAS SÍLABAS

    SOBRE

    GONZALO ROJAS

    MÉXICO

    Primera edición, 2002

    Primera edición electrónica, 2015

    D. R. © 2002, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-2865-7 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Y cuando escribas no mires lo que escribas, piensa en el sol…

    GONZALO ROJAS, Las sílabas

    Al centinela silente

    PREÁMBULO

    Este libro es el resultado de un proyecto fracasado. A fines de 1999, le había propuesto a Gonzalo Rojas escribir, con su colaboración, una biografía que surgiría de sus poemas. Una intuición originada por un viaje anterior a Chile, a raíz del homenaje que le rindiera la Universidad de Concepción (octubre de 1998), me decía que gran parte de su poesía debía tomarse en un sentido mucho más literal que lo que acostumbra hacer la crítica. Así, quiero subrayar que su poesía nace de experiencias vividas y que Gonzalo Rojas puede asegurar con Nietzsche: Siempre he puesto en mis escritos toda mi vida y toda mi persona. Desconozco lo que pueden ser problemas puramente intelectuales. El lado más oscuro de dicha intuición me dejaba entrever un apretado nudo entre vida y obra, una como trenza de sentidos que, hasta ahora, pocos se habían atareado en precisar.

    Durante un almuerzo en la Feria del Libro de Guadalajara, en octubre de 1999, Gonzalo Rojas escuchó mi propuesta y la aceptó con gran entusiasmo, mitigado por una sonrisa maliciosa que parecía significar: Inténtalo si quieres, a ver si lo logras. Partí a Chillán de Chile en diciembre, con el propósito de concretar el proyecto bajo la forma de conversaciones que el verano propiciaba inmejorablemente. Me quedé en Chile hasta fines de enero y regresé a México con la certeza de que el libro no podía ser como lo había ideado. Reducir la poesía de Gonzalo Rojas a una mera sucesión de anécdotas jamás revelaría la alquimia entre vida y obra. De haber sido posible, contar la circunstancia subyacente en cada poema hubiera acabado en un envilecimiento tanto de los episodios como de la poesía.

    Entre todas las lecciones que me ofreció el verano chileno, la esencial consistió en observar detenidamente al poeta. Por supuesto, leímos juntos muchos poemas suyos, hablamos de poesía y de poetas, de otras vidas y de la vida. Pero al transcribir las cintas grabadas me di cuenta de que Gonzalo Rojas me había proporcionado pocas claves para descifrar tanto su vida como su obra. Todo estaba por comenzar o por comenzar de nuevo. Durante unos meses, favorecidos por un año sabático, me extravié en lecturas que, pensaba, me ofrecerían unas llaves para abrir las puertas de los poemas más crípticos de Gonzalo Rojas. Me indigesté, me embrutecí, me harté de tanto buscar lejos de su obra lo que finalmente estaba ahí: en su poesía. Luego viajé más lejos, me distraje con otros paisajes, pero todo me regresaba a la misma obsesión. Entonces regresé al escritorio y al punto de partida, e intenté redactar mis intuiciones originales.*

    La estancia en Chillán no resultó vana, aunque principalmente sirviera para desvanecer mis ilusiones. Sólo se aprende aprende aprende / de los propios propios errores, asienta con razón el poema El espejo de Gonzalo Rojas. Lo que aprendí no quedó grabado en ninguna cinta. A la distancia me doy cuenta de que lo que pudo haberme enseñado Gonzalo Rojas consiste tan sólo en señalamientos, es decir, en ejercer el sentido más literal del verbo enseñar. Mientras leíamos sus poemas, Gonzalo Rojas me señalaba, aquí y allá, una palabra, una construcción sintáctica que, según él, era elocuente si bien casi inadvertida para un lector apresurado. Me escuchaba especular sobre sus versos. A veces hasta me festejaba alguna frase. Pero casi nunca salía de sus poemas, casi nunca extrapolaba más allá de las palabras que concurrían a construir determinado poema. A ratos resultaba desesperante, pero ése era el tenor de la lección de lectura: todo lo que había querido decir estaba dicho en estas palabras suficientes y necesarias.

    Otros días llegaba Gonzalo Rojas a mi mesa de trabajo y me dejaba un ensayo, un libro, para que le echara un ojo, a ver si me servía de algo. Tampoco me decía en qué podía ayudarme, tenía que averiguarlo por mí misma. Su biblioteca, desordenada por una mudanza reciente, era asimismo un buen surtidor de inesperados combustibles. Porque, estando contigua a la cocina, cada mañana, después del desayuno, me metía a la biblioteca a hurgar. No hay azar, sino navegación y número, propone Gonzalo Rojas en Numinoso, y puedo atestiguar que los encuentros con ciertos autores y libros tampoco pueden atribuirse al azar, sino que alguna mano debe guiar los hallazgos en un aparente caos.

    Como era de esperarse con Gonzalo Rojas, no todos los señalamientos fueron de orden libresco. Antes bien, la mayoría y los más certeros se dieron cuando no estábamos trabajando, si es que así pueden calificarse las conversaciones al caer la tarde, alrededor de la mesa de disección que construyó Hilda May de cara al jardín de rosas. Viajamos por el verano de Chile a lugares significativos en la vida y la obra de Gonzalo Rojas. Subimos cordillera arriba hasta el Torreón del Renegado, donde el torrente había callado momentáneamente debido a la sequía. Hasta los mitos se secan, dijo Gonzalo Rojas cuando llegamos a las piedras yescas y ardientes. Pero añadió, riéndose: Luego reverdecen. Visitamos en varias ocasiones Concepción de Chile y la universidad tan ligada a su poco ortodoxa vida profesoral. Pasamos frente al internado de su infancia, llegamos hasta el cruce con la calle Orompello pero no la recorrimos, comimos en el mercado los mismos mariscos que solía comer con Pablo Neruda y otros poetas del Sur. Paseamos por Talcahuano y Tomé, donde unos pescadores sacaban piure de unas piedras prehistóricas bajo la vigilancia de las altísimas gaviotas del puerto. En Cobquecura observamos a los lobos marinos, que son la encarnación del juego y se burlan de los humanos confundiéndose con las rocas. Viajamos a Lebu para pasar el fin de año y la temida línea del año 2000. Algunos decían que el mundo podría cambiar con el salto a otro siglo. La mañana del 1º de enero de 2000, Lebu amaneció tan intacto y translúcido como siempre. De allí subimos a los cerros de Valparaíso y bajamos hasta Cerro Alegre, que es la cumbre donde Gonzalo Rojas se volvió públicamente poeta con La miseria del hombre. Caminamos la calle San Enrique y nos detuvimos a mirar la fachada de la casa que había sido el lugar de la felicidad, justo después de la segunda Guerra Mundial. Una noche, en un bar de mala muerte del puerto, jugamos a la poietomancia. En Santiago, capital-de-no-sé-qué, acompañé a Gonzalo Rojas a distintos actos de apoyo a la candidatura de Ricardo Lagos a la presidencia de Chile. Los tiempos públicos eran agitados e inciertos entre la primera y la segunda vuelta de las elecciones.

    A este magro recuento faltaría añadir los días apacibles y aparentemente sedentarios de Chillán: las idas cotidianas al correo; al célebre mercado lleno de colores, animales y vegetales y gritos en perpetuo ascenso y descenso tonal; al supermercado, al mall, a las tres librerías de la ciudad; al café París y al otro, a la vuelta de la esquina, donde los ventiladores se reflejan en las tapas de los tarros de azúcar. Tuve el privilegio de dormir en la cama china, donde soñé los más extraños sueños en cada noche navegada. Pero casi nada diría de mi percepción de un poeta que no se limita a escribir poesía, sino que verdaderamente vive como poeta, con todas las dificultades y el gozo que implica semejante y rara lealtad.

    Pocos rastros de los días chilenos quedaron en este libro, a pesar de que fueron determinantes para concebirlo tal y como se presenta. Un solo consejo me dio Gonzalo Rojas a la hora de partir, cuando le refrendaba mi decisión de arriesgar el intento: Y cuando escribas no mires lo que escribas, piensa en el sol…, evocando su poema Las sílabas. Así procuré hacerlo, pensando solamente en el sol que irradia el contagio de su persona y de su obra. Aun así, el libro podrá parecer caótico, disperso o confuso a algunos lectores. De lo que estoy segura es de que no pude escribirlo de otra manera, de que esta construcción me la exigía tanto la obra de Rojas como lo que yo pretendía iluminar de ella con mis limitadas luces. Confío en que los atentos lectores de la poesía de Gonzalo Rojas sabrán acompañarme en mis recorridos dentro del laberinto, en concierto con otras voces poéticas y críticas que ya habían pensado las mismas cosas que yo quería decir en una forma que no podía mejorar.

    ¿Cómo concluir este preámbulo que se ha alargado en demasía? Quizá diciendo que el punto final del libro es absolutamente arbitrario, que lo puse con el sentimiento de no haber dicho nada o muy poco, y que quedan tantas cosas por mostrar. Gonzalo Rojas dice que los grandes poetas nunca se terminan de leer, que siempre hay que estar leyéndolos para que quede tinta en el tintero y venga otro y siga diciendo: Rojas y más Rojas.

    * Ya había adelantado algo de estas intuiciones en mi libro Las vergüenzas vitalicias, Diario de Chile, VID, México, 1999.

    […] vi la circulación de mi sangre… vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo.

    JORGE LUIS BORGES, El Aleph

    EN UNA ENTRADA DEL CEMENTERIO de Lebu —no la principal, por supuesto, sino una esquinada que mira al río— hay un árbol cuyo nombre nadie conoce. Es verdad que Lebu no es un destino privilegiado por los doctos botanistas. Tal vez el árbol tenga nombre, pero lo cierto es que allí nadie lo conoce. Custodia la entrada al reino de los muertos y es el protagonista de una Fábula moderna en las páginas finales de La miseria del hombre.

    Sus raíces brotan como cadenas enmarañadas, un verdadero vómito de venas de lava. No despuntan, no apuntan a las alturas como las de cualquier árbol presuroso en erguirse, sino que toman el retorcido recorrido de una paralela a la tierra. El tronco se demora en alzarse como si anduviera tanteando el aire, husmeando el humus de donde emerge, y le regocijara o le doliera revolcarse con las tinieblas. Sus mil años subterráneos los prolonga un poco más a la vista de todos, por puro juego o descaro. De repente, pero no tan de repente, alza su madera gracias a la fuerza muscular de las primeras ramas. En el tramo donde aún corren paralelas a la tierra, en el momento en que parecen aspirar a la verticalidad, las ramas ostentan lomos que son músculos y, a ratos, semejan penes erectos con un surco abombado que atestigua la potencia viril del árbol. Luego comienza el baile de las arterias: giros y volutas, codos y recovecos; en corto, un entramado que desdibuja toda idea de principio y de fin. Lo que las ramas borran con su movimiento pesadillesco es la idea de un desarrollo: difícil seguir la individualidad de cada rama, saber dónde comienza una y sigue la otra, distinguir a la anterior de la próxima. Hacia lo alto, las ramas tejen un tramado más sutil y perturbador. Vistas desde abajo, son las raíces del árbol que rematan en un follaje brillante y casi translúcido. Entre las hojas parpadea el sol y nada se oye al abrigo de la copa. El viento, que es el sello mayor de Lebu, se aquieta al amparo del árbol. Un semblante de silencio se cobija bajo su protección.

    Todo es cosa de hundirse,

    de caer hacia el fondo, como un árbol

    parado en sus raíces, que cae, y nunca cesa

    de caer hacia el fondo.¹

    A la distancia, la silueta del árbol pierde complejidad, pero un caballo aparece sobre el tronco como si subiera del abismo o bajara un despeñadero, según se quiera ver lo Alto y lo Bajo, y frenara la caída con las patas delanteras, tiesas como palos, con las dos patas delanteras / sangrando fuera de / órbita.²

    El enredo de las ramas evoca una noche mental, las circunvoluciones de un cerebro cautivo en sus indescifrables conexiones, un fondo de cerebro, un posible mapa de la locura, senderos de alma que no condujeran a ninguna parte. Es un raro movimiento inmovilizado en una musculatura de

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