Poesía continua & Deber de urbanidad: (Antología 1965-2001)
Por Waldo Rojas
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Poesía continua & Deber de urbanidad - Waldo Rojas
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones
Primera edición, 2013
ISBN: 978-956-00-0470-3
ISBN Digital: 978-956-00-0820-6
Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88
www.lom.cl
lom@lom.cl
Waldo Rojas
Poesía continua
&
Deber de urbanidad
(Antología 1965-2001)
Esta edición
Los poemas que componen esta antología han sido seleccionados y dispuestos en orden cronológico a partir de las primeras ediciones de los libros siguientes:
—Príncipe de naipes (Santiago: Ediciones Mimbre, 1966).
—Cielorraso (Santiago: Ediciones Letras, 1971).
—El puente oculto y otros poemas (Guadalajara: Departamento de Bellas Artes del Gobierno de Jalisco, 1976).
—El puente oculto (Madrid: LAR, 1981).
—Cifrado en la Villa Adriana (Chiffré à la Villa d’Hadrien) (París: Parler net, 1984).
—Almenara (Ottawa: Ediciones Cordillera, 1985).
—Deriva florentina (Ginebra: Publicaciones del Departamento de Lenguas Romances de la Universidad de Ginebra, 1989).
—Fuente itálica (Santiago: Editorial Universitaria, 1990).
—Poesía continua (Santiago: Editorial de la Universidad de Santiago, 1995).
—Deber de urbanidad (Santiago: LOM ediciones, 2001).
A manera de presentación¹
Como con cualquier objeto significativo —físico, histórico, cultural—, ocurren con la poesía ilusiones de percepción y cambios de perspectiva. La obra de Waldo Rojas no es una excepción. Desgajada de su paisaje local, trasladada a otras latitudes, vuelve a emerger relativamente aislada, en medio de signos que le son ajenos, huérfana de sus contigüidades habituales. El aire mismo en que nació (la carne de sus sílabas, la respiración que le dio vida) se despoja de su veste sonora, apelando a otra memoria colectiva, a un distinto dominio (consciente e inconsciente) de experiencias. Hay algo aquí de «Zone» al revés, como si el gran poema de Apollinaire reactivara su significación en otro marco de circunstancias. La misma situación antológica en que se presentan hoy estos poemas los desplaza de sus unidades originales, de eso que el poeta llamó alguna vez «la fórmula cabal del libro». Superconjunto de varios subconjuntos, suma hecha de no pocas substracciones, este nuevo volumen totaliza y a la par comprime, reordena las series anteriores, excluyendo textos e invirtiendo secuencias para configurar una resonancia en que viejos ecos se entrecruzan en una inédita red de sentido. Otro rostro, otra identidad en el dinamismo de esta poesía: otra carta de presentación.
Desde 1974 —y esto es un fondo biográfico que explica parábola y avatares— el poeta vive en otro hemisferio, usa normalmente otra lengua, se ha hecho ciudadano francés, asumiendo una escisión que va a ser parte constitutiva de su trabajo poético. En cierta medida, todo cambia para él, todo cambia en relación con su obra. Como me dijo un amigo francés al llegar a Clermont-Ferrand el mismo año que Rojas se instalaba en París: «Alors, vous autres au Chili, vous avez les saisons inversées, ou non?». Pensé para mis adentros «qu’il s’agissait peut-être du contraire». Pero el buen amigo, que tan generosamente me acogía en el nuevo país del Viejo Mundo, tenía sin duda razón: tratase de estaciones o lo que fuera, había efectivamente un renversement, una inversión, fundamental. La poesía de Rojas ha ido dando cuenta poco a poco de este desplazamiento y de sus repercusiones.
Waldo Rojas nace en el sur de Chile, en Concepción, no lejos (pero tampoco demasiado cerca) del lugar mítico de Neruda o de los lares que se suelen asociar con la poesía de Teillier. De hecho, Rojas dejará muy pronto su ciudad natal para vivir y llevar a cabo su educación secundaria en Santiago. Al parecer (pues nunca ha querido hablar públicamente, que yo sepa, de esto) ese primer traslado dentro del país se debió a la represión desatada en la cuenca del carbón (las minas de Lota y Coronel) alrededor de 1948 y afectó dolorosamente a su familia, sobre todo a su padre. Respetamos su silencio, pero si esto fuera así, sería el primer desplazamiento forzado al que lo habrían obligado los acontecimientos en la vida política de su país.
En el Instituto Nacional, establecimiento emblemático del Chile laico, secular y republicano, realiza sus primeras lecturas literarias, lleva a cabo su actividad inicial en el mundo de revistas (paso ritual en todo aprendizaje poético adolescente) y empieza a mascullar sus primeros versos. A los veinte años debuta con un libro que ha decidido olvidar. Respetamos otra vez su silencio, aunque cualquier crítico que ande tras el rastro de prehistorias o de arqueología literaria podrá hallarlo fácilmente en más de una biblioteca especializada. Por los años sesenta trabaja en el Boletín de la Universidad de Chile, revista académica y cultural muy cuidada, que aún hoy merece ser consultada. En la oficina de la publicación era posible encontrar entonces a Rojas, a Teillier, al novelista Hernán Valdés y a otros escritores protegidos bajo el alero creado por Enrique Bello, a quien nunca la poesía chilena podrá agradecer completamente su generoso y caballeresco mecenazgo. Hacia fines de los años sesenta, el poeta adquiere un viejo caserón en la calle Portugal (un antiguo prostíbulo, según la leyenda propalada por él mismo) que habilita como lugar de trabajo y, sobre todo, como espacio para los ritos de la amistad y las frecuentes invitaciones.
La obra de Rojas propiamente tal comienza —el poeta la hace nacer— con Príncipe de naipes (1966) y Cielorraso (1971), que forman un par, presentándose en continuidad parcial, en una suerte de móvil complementariedad. Estos dos libros me parecen constituir, por lo tanto, un primer momento de su poesía.
Carmen Foxley, estudiosa perspicaz de la obra de Rojas, subraya con razón el horizonte y foco perceptivos que caracterizan a estos poemas en su arranque más temprano. En efecto, nacen volcados y destinados al límite en que la conciencia se toca con el ser y presionan en ese umbral de familiaridad que constituye la experiencia, pero que se revela al poeta como fricción, hostilidad y grieta. El poeta se cierra al exterior de las cosas («Moscas»), es decir, se encierra en su íntima exterioridad. Como Baudelaire, que musitaba deambulando por las calles de París, Rojas masculla piel adentro, oyendo sus versos en pleno laberinto —lugar mínimo y crucial situado a medio camino entre las sienes y el aire exterior. Más tarde, mucho más tarde, hablándonos de un poema europeo que hace pendant con su originario «Príncipe de naipes», y con perfecta autoconciencia de la matriz que nutre su poetizar, Rojas nos dirá que «las palabras de todos los días son ya una mitología de lo real». En el fondo tácito de la percepción —en su silencio y plenitud— el decir introduce la cuña y los andamios, cuya cúpula ornamental será a menudo la poesía (o lo que por ella se suele entender). Con gran reverencia por lo real, Rojas inclina esta cúpula, la tuerce para que se remonte al hiato que la generó, en tenaz homenaje a las raíces ciegas de donde proviene la voz. Surge así la frágil arquitectura del poema, donde las astucias del lenguaje sellan el vacío, recubriéndolo y llenándolo de sentido. El puente visible que construye entre el escurrirse de lo pleno y el río de la voz será la alegoría. Casi todos sus personajes, en este par inicial de libros, tienen una dignidad alegórica montada en restos de frases, en dichos y locuciones coloquiales, en refranes y proverbios que determinan que lo solemne se desublime in actu gracias al mismo gesto que lo convoca. Este mitologiza y, a la vez, desmitifica. El poema se arma y se alza desde el plexo de lo real —se baraja— como un castillo de naipes. Tal es su mecanismo principal.
Continuidad parcial la de estos libros, porque si bien un poema de Cielorraso prolonga explícitamente la marca y la aureola del príncipe, hay también cesuras y divergencias. Mientras el primer volumen es límpido —limpio de epígrafes y dedicatorias, mínimas referencias culturales, una que otra