Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Edén: Vida imaginada
Edén: Vida imaginada
Edén: Vida imaginada
Libro electrónico255 páginas3 horas

Edén: Vida imaginada

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

En una época -la Segunda Guerra- y a una edad en las que ni la patria ni la raza ni la lengua ni la familia pueden darse por sentado, Alex encuentra en un elegantísimo hotel de la provincia argentina un lugar propio en medio del desorden. Una novela pletórica como la vida misma, donde la astuta prosa de Rossi se despliega con aliento sinfónico.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 mar 2013
ISBN9786071613387
Edén: Vida imaginada

Lee más de Alejandro Rossi

Relacionado con Edén

Libros electrónicos relacionados

Ficción sobre guerra y ejércitos militares para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Edén

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Edén - Alejandro Rossi

    final.

    MIRÓ EL RELOJ y le preguntó a su suegro cuánto faltaba para llegar al aeropuerto. Hubiese querido decirle que se apurara, que se concentrara en la carretera, que no hablara con tanto detalle de la industria alemana. No, no podía callarlo, era un hombre bueno, de una gran cortesía. Hizo un esfuerzo, pues, para mantener la conversación en un tono educado. La verdad es que cualquier viaje lo desquiciaba, como si abandonara a alguien, como si se tratara de una emigración definitiva. Le angustiaba cualquier posible contratiempo: un retraso, que no hubiera asiento, alguna huelga imprevista, perder un documento o una equivocación con su nombre. Sobre todo eso, la peor de las hipótesis imaginables, sería como volver al caos original, a la irremediable confusión. A Alejandro le parecía que todos sus documentos tenían algún error y que, en realidad, todo era un gran equívoco y él un usurpador. Un día lo descubrirían y se los quitarían. ¿Cómo se llamaba? ¿Alejandro o Alessandro? Su madre le decía Alex, y Alexandro era el nombre con el que ella intentó registrarlo. Por suerte, el fascismo impidió ese neoclasicismo que pretendía obligarlo a ser un héroe: sólo se permitían nombres italianos o italianizados. Las adorables primas venezolanas le decían el Negro y los primos italianos Alex o Alessino, usado este último por los abuelos paternos. A su padre en la vejez le dio por llamarlo Alessandro, en un tono algo protocolario. Para los amigos hispanoamericanos era Alejandro. El pasaporte venezolano registraba Alejandro Francisco, ya el nombre oficial en sus papeles y documentos. En el acta de nacimiento asentaban que el 22 de septiembre de 1932 había nacido en Firenze un tal Alessandro Francesco. Francesco es el Francisco que viene de su bisabuelo materno, al parecer un dominicano que fundó una fábrica de tabacos y que, según la leyenda, había dejado al morir cien casas. Por los años cuarenta, en un vuelo de Trinidad a Caracas, en un Douglas DC3, le tocó de vecino un español viejo que había conocido al discutido bisabuelo, un mulato grande y simpático que se sentaba en una mecedora a la entrada de su negocio. En aquella época le incomodó que el Canario clasificara así al bisabuelo. Era la primera vez que oía esta historia, pues su madre y la familia venezolana evitaban esos temas. Para él, los mulatos y los negros eran los porteros de La Previsora, la compañía de seguros que presidía su abuelo, que lo saludaban con gran cordialidad y proclamaban, entre guiños, que él era medio jefe.

    El suegro no encontraba el estacionamiento de los diplomáticos, lo habían cambiado de lugar, aseguró. Era un hombre elegante y tranquilo, incapaz de atropellar un reglamento o de saltarse una regulación y menos aún en Alemania. Como si estuviera en un gran colegio y él fuera un alumno modelo. Cualquier persona con autoridad, por trivial que fuese el cargo —el revisor de los boletos en el tren—, le producía un respeto sagrado. Era claro que le fastidiaba el nerviosismo de Alejandro, y temía que se expresara en alguna arbitrariedad o impaciencia ante un trámite o dificultad imprevista. Alejandro, es verdad, aguantaba poco las demoras y los papeleos burocráticos, pero no porque fuera un hombre de acción ocupadísimo en asuntos mayores, de los que no toleran perder el tiempo en minucias. Más bien por lo dicho, por miedo a que descubrieran una equivocación, una irregularidad, y el teatro entero de su vida legal se desplomara como un edificio dinamitado. El problema, ahora, era la maleta. La había comprado en Oxford hacía menos de un año, fascinado por ese modelo, un famoso diseño del siglo XIX utilizado por los viajeros ingleses que iban a la India, según informó Guillermo Cabrera Infante, principal animador de la compra. Una maleta rectangular de un irresistible royal blue. El error fue haber comprado el modelo grande, complicado de llevarse a mano, dificilísimo de subir a un tren y más aún a la rejilla de un compartimento. El Begleiter oficial que lo recibió en la estación de Stuttgart, un muchacho de veintitantos años, alto, fornido, con una mirada desapegada del mundo y que resultó ser el tataranieto de Schelling, la bajó del vagón con cara de incredulidad, y mientras la cargaba a lo largo del andén le preguntó a Alejandro si era arqueólogo de profesión y traía muestras de algún sitio. Alejandro reconocía que había sido una estupidez comprarla y nadie apreciaba ni el diseño ni la audacia que suponía andar con un objeto así. La trataban como a esas valijas de cartón de los inmigrantes españoles e italianos. No era un consuelo que Cabrera sostuviera que era la maleta más segura contra los navajeros de los aeropuertos. El suegro nunca le hizo un comentario, aunque sí su viejo amigo argentino Garzón Valdés, a quien ese elefante azul le pareció un absurdo risible:

    —Pero che, ¿qué traés ahí?

    Así llegó a Hamburgo, a menos de una hora de vuelo de Bonn, y a la salida se le acercó una señora que, sin ningún titubeo, se presentó como la encargada de atenderlo en la ciudad. La Begleiterin asignada para acompañarlo a los lugares que previamente él había elegido. Una mujer de unos cincuenta y tantos años, de aspecto saludable, nada matrona y con un rostro muy hermoso. En especial los ojos, verde-azules, de mirada lenta, seria, una mirada acostumbrada a los elogios. Otra vez hubo un problema para colocar la maleta, ahora en la cajuela de un coche para nada pequeño, sencillamente normal. Hablaron en español, esa primera conversación un poco envarada acerca de si ésta era la primera vez que Alejandro visitaba Hamburgo. Hay que reconocer que Alejandro era muy hábil en esas situaciones y de inmediato tomaba la batuta en sus manos y comenzaba a preguntar, a estimular las respuestas y asociarlas con esto y aquello. Le molestaba que pudieran tomarlo por un tontete ignorante que venía de un pueblito de América y de inmediato se las arreglaba para educadamente dejar en claro que si aquí había una persona viajada y cosmopolita, ése era él. Si ella traía, como era probable, alguna perorata sobre la Liga Hanseática, se la guardó, no pronunció una sola frase didáctica. Alejandro, sensibilísimo a las diversas músicas lingüísticas, notó en ella un acento vagamente argentino. Le preguntó:

    —¿Es usted argentina? ¿Ha vivido allí?

    —Bueno, nací en Argentina.

    Había una cierta incomodidad en la respuesta, a lo mejor le parecía apresurado que a los cinco minutos estuviesen hablando de su pasado.

    —¿En Buenos Aires?

    —No, no nací en Buenos Aires, en Córdoba.

    —¿En Córdoba? No me diga, yo he estado allí. ¿No conoce a un cordobés ilustre, Ernesto Garzón Valdés, que ahora es profesor en Alemania?

    —Ah, sé quién es, una persona importante.

    —Hace muchos años, pasé las vacaciones en Córdoba, en las Sierras. En los años cuarenta, imagínese usted.

    —¿Ah, sí? Bueno, yo no soy de la ciudad de Córdoba, me crié en un pueblo cercano.

    —¿Cómo se llamaba?

    —La Falda.

    —¿La Falda? Pero si es justamente allí donde pasamos las vacaciones. ¡Qué casualidad, caramba! ¿Y usted vivía allí?

    —Sí, mi padre era gerente de un hotel muy conocido, el Hotel Edén. Ahí vivíamos nosotros.

    —¡Ése era nuestro hotel! Estuvimos los veranos 43-44 y 44-45. Lo recuerdo a la perfección.

    —Allí estábamos.

    La reacción de Alejandro fue instantánea, como un disparo.

    —Entonces, entonces tú eres Mitzi.

    Se volteó a verlo y le respondió con una expresión perpleja:

    —Sí, me dicen Mitzi.

    Más asombrado estaba Alejandro. No tenía la menor duda de que fuera Mitzi y eso era precisamente lo asombroso, que aquella muchacha reapareciera en Hamburgo. Es imposible, por supuesto, reproducir la secuencia que lo llevó al reconocimiento, una suerte de descarga eléctrica que explica la forma abrupta en que se lo dijo.

    —Recuerdo que tenías un novio que jugaba ping-pong con nosotros y nos hacía caso aunque fuéramos más chicos. Se llamaba Mario, ¿no es cierto?

    Mitzi estaba francamente incómoda. ¿De qué se trataba todo esto? Le habían encargado recoger a un señor de nacionalidad venezolana —¿o le habían dicho mexicana?—, profesor en la Universidad de México, medio filósofo y medio escritor, un tipo relacionado con las revistas Plural y Vuelta, amigo de Octavio Paz, agregaron, seguramente para subir un poco la estima. En el fondo, nada de mayor importancia para Mitzi, el señor Rossi era uno más entre los visitantes de ese año. Le habían informado que era un cincuentón, pero se veía más joven, un tipo observador, atento a las circunstancias. Ni un negro musical, ni un antropólogo de izquierda. Más bien uno de esos hispanoamericanos civilizados, ambiguos, difíciles, poco representativos de los extremos pintorescos. ¿Quién era este señor que a los cinco minutos de conocerla le hablaba de Mario? ¿No habían pasado ya cuarenta años?

    —Sí, Mario, así se llamaba.

    LLEGARON a Buenos Aires en la primavera austral de 1943. Viajaron en el Cabo de Buena Esperanza desde Puerto Cabello, y un año antes habían cruzado el Atlántico en el gemelo de la Compañía Ibarra de Navegación, el Cabo de Hornos. Ahora venía Remo, el padre, después de una larga espera en España para obtener el Navy Cert inglés. Antonio Casas Briceño, diplomático venezolano, los esperaba en el muelle. Fueron al flamante City Hotel, en la calle Bolívar, y se instalaron en una suite con una radio empotrada en la pared de la sala, una novedad que los hermanos celebraron. Nunca habían estado en un hotel tan moderno y entre los dos señalaban a los padres las novedades, verdaderas o imaginarias, en un afán de crear armonía y, sobre todo, de ganar la complacencia de la madre, la bella y nerviosa Cheché. Alejandro aún recuerda el mapa cuadriculado con letras y números que usó el bellboy para enseñarles dónde quedaba el cine Rex. Le pareció un método genial, opinión corroborada por el chico uniformado, ya joven patriota:

    —Los argentinos somos muy inteligentes.

    El hermano mayor, Félix, era quien organizaba las idas al cine, con dos películas por programa. A Alejandro le gustaba más la primera que la segunda, que era la importante, por lo general historias de aburridos y complicados amores. ¡Cómo le llamó la atención el Cine Ópera, con la bóveda celeste y las estrellitas titilantes! El padre, algo sobrador, se reía, como si la realidad confirmara lo que les había contado de Buenos Aires en el barco. Él se había escapado de su casa, en Firenze, al cumplir los 20 años, harto de cómo lo trataban. Compartía la convicción popular de que al segundo de los hijos nadie le hacía caso, condenado a vivir en una suerte de limbo emotivo. El primero era el heredero, el segundo era un actor sin texto, la tercera resultó ser mujer y el cuarto era el último, el pequeñito, y todos lo mimaban y protegían. Su padre, Pietro, un hombre inmensamente trabajador, obligaba a los varones a sudar en la fábrica familiar, sin contemplaciones. La abuela y cómplice le prestó a escondidas cien liras y en Génova se subió a un barco que lo llevó a Buenos Aires. Todavía era la época de las inmigraciones masivas. En la travesía se hizo amigo de una familia argentina, de apellido Guevara (¿o Lynch?), con sede en Morón, a la que recordaba con agradecimiento. En realidad, era más bien una escapada que un intento de emigrar en serio. Alejandro conserva la fotografía del pasaporte de 1913: un muchacho atractivo, luce como alumno de un buen colegio, con saco y corbata, ojos claros y peinado con raya a la izquierda. La mirada tiene la inseguridad del adolescente, pero también se adivina una cierta decisión por un estilo de vida. Trabajó en talleres o fábricas de automóviles, la pasión que nunca lo abandonó, y más o menos al año, antes de estallar la primera guerra, regresó a Italia. Un día, sentado en un café de la Avenida de Mayo, ojeando el periódico, vio el anuncio de una inmediata salida a Génova y sintió un deseo irrefrenable de volver. Nada lo ató a Buenos Aires, ni un amor, ni un propósito claro. Estaba convencido, además, de que Firenze era única. Veinte días después, desembarcaba en Génova. Aunque había sido una estancia corta, le daba autoridad para hablar de Buenos Aires y recalcar ante los muchachos la inmensidad de la ciudad. Enorme era su palabra preferida, que dejaba en ellos un eco de desconcertante vastedad. Ponía, como ejemplo de cosa magnífica, el barrio de Belgrano, un nombre que para ninguno de ellos significaba nada. Cheché lo oía distraídamente y le decía:

    —Por favor, Remo, eso fue hace treinta años, seguramente ya no existe.

    Ya era tarde para entrar a un colegio, terminaba el año escolar. Los jesuitas les hicieron unos exámenes y las clases normales iniciarían el siguiente marzo. Una maestra dicharachera y enérgica, recomendada tal vez por los curas, les daba clases diarias de historia y geografía argentina. Afirmaba, como si polemizara con un adversario invisible y terco, que a ella no le importaba nada que Brasil fuera más grande y tuviera más habitantes que Argentina:

    —Aquí todos son blancos, allá hay mucho negro. Les ganamos en lo que sea.

    Los hermanos escuchaban en silencio y Alex no sabía dónde colocar a todos los negros que había visto en Venezuela. Al llegar a Caracas, su abuelo les dijo con máxima seriedad:

    —Venezuela es un país mezclado. Verán muchos negros y mulatos. No se atrevan a hablar mal de ellos.

    Alex admiró a su hermano cuando defendió a Bolívar frente a un juicio despectivo de la profesora, que ensalzaba la generosidad de San Martín. Era una época en la que esos temas apasionaban a los historiadores locales y a los abogados nacionalistas. Para Alex era igual a aquella otra historia que le hacía repetir a Félix, la del Convitto Nazionale, el distinguido colegio romano donde estudiaba como interno. Resulta que un profesor le había dicho a un alumno que eso que había dicho era una imbecilidad. El muchacho se levantó de su asiento y casi a gritos le contestó:

    —¿Imbécil yo, imbécil yo? ¡Profesor, yo soy un peruano!

    Félix la contaba muy bien, ponía una mirada de rabia asombrada, entrecerraba los ojos y con el índice se golpeaba el pecho. Se reunían en el último piso del hotel, en un salón junto a una gran terraza, y desde allí la maestra les señalaba los diversos sitios de la ciudad, el Puerto, la Boca, la Casa Rosada, el Bosque de Palermo, la interminable Rivadavia, el Obelisco.

    —¿Dónde está Belgrano? —le preguntó Alex.

    —Está muy lejos, mirá, por ese lado.

    SÓLO CONOCÍAN una cancha de fútbol, el hermoso estadio de Campo di Marte, a quinientos metros de Viale Cialdini 6, la casa del nonno. La casa ocupaba un lugar privilegiado en la imaginación de los hermanos y era el sitio que definía a la familia paterna. Todos estaban orgullosos de que Pietro hubiese diseñado un lago, construido una montagnola —un montecillo coronado por un kiosco— en el que se reunía con los amigos a hacer música, canciones populares, marchas, romanzas, una diversión, un descanso en la batalla semanal. Eran gente del pueblo, de origen campesino, il nonno Pietro había nacido en Vicchio di Mugello, la tierra —sería injusto ocultarlo— de fra Angelico y de Giotto. Pero de lo que más presumían era del laberinto, construido, al fondo del jardín, con astucia clásica.

    Félix se enteró rapidísimo de la situación futbolística argentina y ya compraba El Gráfico, la revista canónica, el equivalente a La Gazzetta dello Sport que Alex le llevaba al colegio los domingos en que no salía. De esos años, principios de los cuarenta, queda un expresivo retrato: entre Cheché y Remo está Alex con La Gazzetta dello Sport bajo el brazo, mientras nevaba, cosa rara, en Piazza Barberini. Félix gustaba de las estadísticas, los análisis de los partidos, las comparaciones numéricas, los porcentajes, y sabía crear figuras mitológicas que dejaban entusiasmado y boquiabierto al hermano menor. Piola, por ejemplo, el jugador famoso por sus chilenas y por algún gol con el puño disimulado.

    En la celebre Bombonera encontraron buenos lugares, arriba, en la popular. Ya estaban jugando, y cuando se terminó el partido Alex se desconcertó porque nadie se iba. Al cuarto de hora vuelven a entrar los equipos y se reinicia la partida. Por fin se atrevió a preguntarle a Félix qué sucedía, de qué se trataba. Félix se reía exageradamente y se lo contó a Remo varias veces. Alex no se había dado cuenta de que eran dos partidos: el primero de tercera división y el segundo de los equipos titulares.

    —El Negro organizó un partido él solo: el segundo tiempo de la tercera división y el primero del clásico. ¡Qué bárbaro!

    Alex no se molestaba, más bien fomentaba ese ambiente de broma y camaradería. Pero tampoco se dormía y a los pocos días podía recitar de memoria las alineaciones de Boca Junior y River Plate. Con papá hablaban en italiano, Remo con su fuerte acento florentino y con un idioma muy jugoso de giros y dichos, popular y a la vez refinado. Un idioma de extremada precisión, el de una ciudad que distingue y nombra con furor maniático. Llamaba la atención que un hombre sin mayor educación escolar hablara con tan exquisita propiedad. Entre los hermanos comenzaba a imponerse el español. Siempre lo habían hablado, pero como en privado: la lengua de la madre, de la bella Cheché, la de su tía Machaca y la del respetado y temido abuelo, don Félix Antonio Guerrero, presidente de La Previsora —repetían a coro los hermanos—, presidente de la Compañía de Teléfonos, presidente de la Cervecería Caracas y presidente de la Compañía de Electricidad.

    Alejandro sólo tenía dos amigos en Buenos Aires. El hijo de Casas Briceño, Tony, y Luis Mari, un españolito que viajó con ellos en el Cabo de Buena Esperanza y cuya madre, Antonia, era amiga de Remo y de Cheché. Una madrileña rubia, en sus treintas, asertiva y afectuosa con Alejandro, no muy guapa. Años después, Remo le contó a su hijo Alejandro que Antonia, antes de tocar costa venezolana, se le metía en la cama e insistía en sentarse encima de él en un trote lleno de bufidos y exclamaciones, como una cantaora inspirada. Señalaba que se había convertido en una de las mejores amigas de Cheché. Y meneaba la cabeza como quien corrobora una verdad de Perogrullo:

    —Sabes, por lo general uno se va a la cama con personas conocidas. Es natural que hayan sido las amigas de tu madre.

    Cheché informó a los hermanos que pasarían el verano en las Sierras de Córdoba. Por sugerencia de los Pereyra Iraola, un matrimonio argentino que había conocido en la casa de la señora Palacios, venezolana amiga de la familia y con muchos años en Buenos Aires, pariente de Bolívar. Para regocijo de Alex, vivía en Belgrano. Cheché ni se fijaba ni le daba importancia alguna a esas supuestas victorias del Negro. Le parecían necedades. Claro, no se fijaban en lo mismo. Alex, por ejemplo, descubría, en el gran salón del hotel, los periódicos prensados entre dos maderas, colgados en un perchero como banderas en desuso. Y Félix lo había llevado a la Vascongada, un restaurante lácteo, algo nunca visto por ellos. Allí probaron el banana split, que luego recordarían más por el nombre que por el sabor. El hermano menor siempre espía al mayor y su máximo deseo es que nunca se equivoque. Más ahora, que pisaban territorio nuevo. En una de las salas contiguas a la gran terraza había descubierto un piano. Se

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1