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El camino del guerrero
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El camino del guerrero
Libro electrónico89 páginas1 hora

El camino del guerrero

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¡Bestseller internacional! ¡Miles de ejemplares vendidos!

«La obra cuenta los hechos de una época convulsa y de grandes transformaciones […] los contrastes entre una cultura en comunión con la naturaleza y la armonía del espíritu y la que busca el interés material e individual», La Voz de Galicia.

● Recomendado por la UNAL (Universidad Nacional de Colombia) y Better Read (Australia).
● Utilizado en la enseñanza de español por sistemas educativos americanos.
● Incluido en bibliotecas de Canadá, Colombia, España y Estados Unidos.

Japón, año 1548 d.C. El shogunato de Ashikaga lleva más de dos siglos gobernando desde la capital, Kioto, pero los emperadores hace tiempo que han perdido el control del país. Las lagunas de poder se ven llenadas por numerosos daimyos, señores feudales que combaten entre sí por la supremacía, con la aspiración de derrocar a los Ashikaga y ocupar su trono. Prácticamente todo Japón es un campo de batalla. Es la época denominada Sengoku Jidai, ‘la era del país en guerra’.

TÍTULOS DE LA SERIE NOVELAS:
1. Balarian
2. El camino del guerrero
3. Ibdum

AUTOR

Miguel Ángel Villar Pinto (España, 1977) es escritor de literatura infantil y juvenil, narrativa y ensayo. Con millones de lectores en todo el mundo, sus obras han sido bestsellers internacionales, utilizadas por diversas instituciones como lectura obligatoria en la enseñanza, citadas en diccionarios como referencias literarias e incluidas en el patrimonio cultural europeo e iberoamericano.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento11 ene 2020
ISBN9788835356899
El camino del guerrero

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    El camino del guerrero - Miguel Ángel Villar Pinto

    Epílogo

    Prólogo

    Japón, año 1548 d.C.

    El shogunato de Ashikaga lleva más de dos siglos gobernando desde la capital, Kioto, pero los emperadores hace tiempo que han perdido el control del país. Las lagunas de poder se ven llenadas por numerosos daimyos, señores feudales que combaten entre sí por la supremacía, con la aspiración de derrocar a los Ashikaga y ocupar su trono. Prácticamente todo Japón es un campo de batalla. Es la época denominada Sengoku Jidai, ‘la era del país en guerra’.

    1

    El tamaño de los árboles, las montañas, las nubes, los mares... subraya la grandiosidad de la naturaleza, en la que el hombre sólo es un diminuto ser, inapreciable en la inmensidad del paisaje, o un suspiro entre existencias realmente longevas. Basta con detenerse a admirarlos un instante para que cualquier hombre, por sencillo que sea, pueda sentirlo.

    Pero para quien ha llegado a vislumbrar la armonía, esta manifestación sólo marca el principio de la espiritualidad. Se debe olvidar la apariencia, el exterior de las cosas, para llegar a la esencia de las mismas, a la única verdad, donde todo se simplifica porque todo es uno. Desde allí, desde esa contemplación profunda, se comprende por qué los árboles, las montañas, las nubes, los mares, el hombre, no son ni más grandes ni más pequeños, ni siquiera distintos, porque todos son lo mismo. Todos, unos y otros, son emanaciones de idéntica procedencia.

    Por eso Takeda Matsumora, meditando en la orilla del lago Kawaguchi-ko, con su katana al lado y el reflejo del imponente Fujisan sobre las aguas, sentía que el sonido de los pájaros piando y del líquido flotando, el olor de las flores y de los árboles, la sensación de una suave brisa que mecía su larga y negra cabellera, y, al tiempo, llegaba a su piel a través de la fina y bruna tela del kimono, estaban dentro y fuera de él. Su mente estaba embargada por la unión con la naturaleza, de la que Takeda, como todo a su alrededor, formaba parte.

    Así, en este instante él no sólo era las aguas tranquilas del más bello de los cinco lagos, sino también la venerada y sagrada montaña de Japón, cuyos caracteres kanji Fu ‘abundancia’, ji ‘guerrero’ y san ‘montaña’— conforman la representación escrita de «la montaña que abunda con los guerreros». Era cada uno de los ocho pétalos de su cima, así como la perfecta simetría de su silueta, los bruñidos brezales y la profusa vegetación que crecen en sus laderas, y, no menos importante, era el símbolo que entrelaza los misterios de los cielos con las realidades de la vida cotidiana.

    Él era todo eso y más, porque sentía la armonía, y en ella podía permanecer indefinidamente, como si fuera capaz de unir la vida con la muerte, lo efímero con lo eterno.

    Sin embargo, su abstracción se vio interrumpida por un sonido de pasos, todavía bastante lejanos, mas perceptibles para él. Eran cortos, pero ascendían apresurados por el sendero hacia el lago. Al rato, y sin que los pasos cesaran, más cerca oyó el crujido de una rama seca, y luego el movimiento de los matorrales a su espalda. Esperó, todavía sin abrir los ojos, a que pudiera verle aquel que producía estos sonidos para decir:

    —Has tardado.

    —¡Sí, padre! —le respondió emocionado un niño de unos cinco años—. Es que cuesta llegar hasta aquí.

    Takeda, en ese momento, relegó a un segundo plano todo lo demás para centrar la atención en su retoño. Se giró, miró para él y sonrió.

    —Es cierto —le respondió con cariño al tiempo que se incorporaba—, siempre es así. Ven, ¡dame un abrazo!

    El niño se lanzó a los brazos protectores de su padre y en ellos quedó envuelto mientras percibía su fuerza y amor. Apenas recordaba las facciones del hombre que había generado el impulso natal de su vida, pues había transcurrido demasiado tiempo desde la última vez que lo vio, y además, por aquel entonces, era tan joven como su memoria, frágil e inmadura. No obstante, por mucho que los sentidos no enlacen directamente con los recuerdos, el espíritu nunca olvida.

    —Estás ya muy mayor —le confesó Takeda a su hijo—. Has crecido mucho desde mi marcha, Katsuyori.

    —¡Pues aún voy a crecer mucho más! —le contestó con toda naturalidad el chiquillo.

    —¡Claro que sí! —exclamó el padre, y ambos rieron.

    Tras recoger Takeda su arma, echaron a andar agarrados de la mano, felices por el reencuentro. Caminaron un breve trecho por la orilla del lago, a la vez que el padre escuchaba las preguntas del hijo y les daba respuesta en la medida de lo posible, hasta que apareció ante ellos un pequeño templo de madera.

    La decoración del mismo era austera y simple, sobria y sencilla, indiferente al placer sensual, como la visión intuitiva e instantánea de la iluminación. Su planta cuadrada representaba la tierra, y el techo, ampliado en ángulo hacia arriba, la montaña sagrada, cuya cima evoca el firmamento. La entrada al templo, sin puerta, indicaba que este lugar se encontraba en conformidad con la naturaleza, pues era un lugar abierto a todos los seres.

    Katsuyori se detuvo a admirar el conjunto. El templo parecía ser un componente más del paisaje, un árbol cualquiera entre la floresta que, a la vera del lago, extraía de éste su fuerza y vigor. Dirigió la mirada al entorno y, extasiado ante la belleza sublime del paraje, le preguntó como por encanto a su progenitor:

    —¿Qué lugar es éste, padre?

    —Este lugar, hijo mío —le respondió Takeda—, es el santuario de nuestra familia, el lugar donde tu abuelo me instruyó por primera

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