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Mi Otro Yo
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Libro electrónico192 páginas4 horas

Mi Otro Yo

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Milán, año 2059. Lorenzo se despierta de un sueño de cuarenta años sin recordar nada de su pasado, ni siquiera su nombre. ¿Habrá ido algo mal? De la mano de Angelica, una doctora de la clínica donde se ha recuperado, inicia un largo programa de recuperación de la memoria, gracias al cual descubrirá quién fue y quién es ahora. La soledad de su nueva vida le llevará a buscar a sus viejas amistades y, sobre todo, a su familia, aunque ya nada sea como antes. Entre golpes de escena, emociones y momentos de tensión, el protagonista se dará cuenta de que el mundo ha cambiado; todo ha evolucionado, sí, pero el terrible paso del tiempo no ha conseguido borrar el amor verdadero, que es capaz de vencer incluso a la muerte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 sept 2020
ISBN9781071565681
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    Mi Otro Yo - Francesco Bandinu

    Mi otro yo

    Francesco Bandinu

    NOVELA

    1

    Como todas las mañanas desde hacía ya semanas, ese día me dirigí por motivos desconocidos al banco de siempre en la entrada del parque Sempione de Milán, a escasos metros del Arco de la Paz. El viento sobre mi piel, el perfume de otoño, el sonido de las hojas secas y el paso de algunas personas ya formaban parte de mi día a día.

    La escena era siempre la misma: yo, sentado en el banco de siempre, a la hora de siempre, miraba hacia la misma dirección de siempre a la espera de captar alguna señal, cualquier tipo de señal, por pequeña que fuese, que me pudiera hacer recordar mi pasado. Un pasado remoto, ya desvanecido, desconocido para mí, pero que según decían estaba más cerca de lo que yo imaginaba.

    Me dijeron que todo había ido bien ―a pesar de que yo no sabía a qué se referían― y que era solo cuestión de tiempo, pero ese tiempo a mí me parecía infinito, como si no llegase nunca.

    A ratos dejaba de mirar en esa dirección desconocida y me centraba en mis manos. Las observaba siempre con una misma secuencia: Empezaba por la mano derecha, primero atentamente el dorso, que tenía la piel lisa, elástica y joven, para después pasar al lateral y a la palma. Por último me quedaba mirando los dedos largos desde las uñas rosadas. Después de observar también la mano izquierda, llegaba siempre a la misma conclusión: ¡Estas manos y este cuerpo no me corresponden!

    Esa era la única certeza que tenía, y para ser positivo me repetía a mí mismo que eso por lo menos era un principio.

    Eran casi las once de la mañana y yo estaba ligeramente ansioso porque ese día le tocaba a Angelica, la nueva doctora de YourLife, acompañarme a mi terapia de recuperación del despertar de mi memoria.

    Rubia, de pelo liso y muy largo, con los ojos azules como el cielo, más o menos metro setenta de altura y un rostro de trazos suaves y maravillosos, Angelica era una mujer con una elegancia sin igual. En nuestras citas llevaba siempre un traje, normalmente de color gris oscuro o negro, a veces de rayas, que aparte de darle un aspecto de mujer profesional la dotaba de un atractivo difícil de encontrar por ahí. Su manera de vestir reflejaba exactamente el modo que tenía de desarrollar su trabajo. Sus maneras, su comportamiento y su expresión eran tan agradables como su aspecto exterior, pero lo que más me había impresionado de Angelica era su carácter decidido y determinado, pero a la vez dulce, paciente y comprensivo.

    Cada vez que quedaba con ella seguía preguntándome qué era lo que guardaba detrás de esa mirada dulce y cautivadora.

    Sin embargo sentía que todavía no había captado su verdadera esencia porque a menudo su firmeza y su determinación contrastaban con las líneas delicadas de su rostro. Para mí, saber en qué medida esa firmeza y esa determinación formaban parte de su naturaleza o escondían en comportamiento meramente profesional seguía siendo un misterio por resolver. Un misterio tan grande como su edad, que aún no había conseguido adivinar, aunque diría que todavía era joven, de unos treinta y cinco años como mucho.

    Angelica decía saberlo todo sobre mí y que conocía bien la historia de mi vida, pero nunca se expresaba de manera directa y en ningún caso me contaba detalles específicos de mi pasado. Cada pregunta que yo le hacía sobre mí mismo la esquivaba con mucha habilidad y no recibía respuesta alguna por su parte. Eso más bien me ponía nervioso, porque me habría gustado que me contase quién era yo realmente y por qué estaba allí en vez de oír una y otra vez las mismas palabras: «¡Tú eres tú mismo!».

    Tal vez tenía razón cuando decía que, aun en el caso de que me lo hubiese contado todo, yo no sería capaz de recordar nada, pero al menos ese «¡Tú eres tú mismo!» habría cobrado sentido. Me habría gustado poder ponerme nombre, ese nombre que por el momento no tenía, o mejor dicho no recordaba cuál era.

    ―¡Buenos días! ―oí que decía una voz a pocos metros de mí para interrumpir mis pensamientos rutinarios.

    Alcé la mirada y vi, como todas las mañanas a esa misma hora, a un hombre de mediana edad que trajinaba un carrito con dos ruedas, una especie de tienda ambulante con caramelos, chupa-chups, patatas y globos para los niños.

    ―¡Buenos días! ―respondí yo con voz flexible.

    A pesar de que todos los días me encontraba con aquel hombre, nunca me había atrevido a mantener una conversación propiamente dicha por miedo a tener que responder a preguntas de las que no conocía la respuesta, como por ejemplo quién era y de dónde venía.

    ―¿Hoy también estás pensativo?  ―repuso el hombre, en un intento de soltarme una charla.

    ―Sí, como todos los días ―contesté yo, y bajé la mirada para evitar el contacto visual, con la esperanza de que esa vez también funcionase y pudiese zanjar rápidamente la conversación.

    El hombre siguió arrastrando el carrito y se despidió con la mano una mañana más sin añadir una palabra.

    «Mi objetivo es estimular tus recuerdos y acompañarte en un recorrido sensorial formado por lugares, emociones, sonidos y colores», me repetía Angelica día tras día. «Lo que estamos haciendo es exactamente el procedimiento que hay que seguir, el protocolo oficial de YourLife para que todo pueda volver a ser como antes y tenga por fin sentido».

    «¿Pero antes de qué?», le preguntaba yo. Yo no conocía un antes, o al menos no lo tenía en la memoria. Para mí la vida era como si hubiese empezado hacía apenas unas semanas allí, en ese banco del parque donde transcurría gran parte de mi jornada.

    Toda aquella situación de misterio y dudas me daba muchísima rabia, y a menudo me enfrentaba a Angelica, como en esa ocasión.

    ―Tus inquietudes son positivas porque te permitirán recordar todo antes.

    ―¡Positivas una mierda! ¡Si no recuerdo ni mi nombre! ―rebatí, con mucha impotencia.

    Ante esa exclamación, la doctora siempre esbozaba una sonrisa y volvía la cara en la dirección opuesta de repente, casi como escondiéndose para evitar que su mirada dejase entrever algo de verdad.

    Casi parecía que no tenía en cuenta mi consternación, a veces hasta me parecía que estaba orgullosa, y ese comportamiento suyo contribuía a incrementar mi agitación. Por así decirlo, tenía la impresión de que mi ira era parte de un juego masoquista que la hacía feliz de alguna forma, cosa que no hacía más que aumentar mi intolerancia hacia lo que ella llamaba «MRP», siglas de Mind Recovery Program.

    Seguimos paseando por el parque a paso lento.

    No sabía por qué, pero había dos cosas que seguían llamando mi atención: el intenso reflejo blanco de la luz que iluminaba el empedrado y me deslumbraba y el sonido de los guijarros bajo mis pies. A cada paso que daba, el sonido de la gravilla bajo los zapatos no me era tan desconocido, sin embargo el resto sí. Ese sonido me transportaba de vuelta a algo relacionado conmigo, a algo de ese pasado ignoto. No tenía demasiado claro si se trataba de un recuerdo o simplemente de una ilusión, pero por algún extraño motivo sabía que esa sensación era parte de mí. Pensaba que podría existir una conexión entre mi yo actual y mis recuerdos, por lo que decidí concentrarme en esos estímulos en la esperanza de que abriesen una brecha en mi mente, pero era en vano. Cuanto más me esforzaba, más aumentaba el vacío sobre mí. Necesitaba distraerme, necesitaba dejar de pensar obsesivamente en recuperar mi memoria.

    Interrumpí nuestro paseo y me volví hacia ella.

    ―Doctora, ¿puedo hacerle una pregunta?

    ―Por supuesto. Y… puedes llamarme Angelica. No es necesario que me llames doctora. Y tutéame, por favor ―contestó con una sonrisa que consiguió que me sintiese a gusto.

    ―Ya que no puedes contarme nada de mi pasado, que por lo que he entendido no me ayudaría a recordar nada de lo que realmente era importante para mí, ¿qué te pareces si me cuentas algo de ti? Necesito pensar en otra cosa ―le pedí de manera atrevida y quizás algo invasiva. En realidad no me interesaban sus cosas ni su vida personal, pero sí que necesitaba centrar la atención en otros temas, ni que fuese por un rato.

    Angelica se cerró un poco en banda, quizás un poco molesta por mi petición:

    ―Es hora de volver a la clínica. Necesitas descansar.

    Asentí porque ya me temía que mi pregunta la hubiera incomodado. O puede que solo quisiera mantener una actitud profesional y distante conmigo, cosa que me parecía totalmente justificada.

    A pesar de que no estaba nada cansado y sobre todo no tenía ningún motivo para volver tan pronto a la clínica, no hice más preguntas, alcé la mirada hacia delante e hice el camino de vuelta a su lado.

    ―Ya verás como todo va bien… ―susurró ella con aire benévolo, y de pronto noté que se estaba conteniendo para no pronunciar la siguiente palabra.

    Se le había parado la respiración y un ligero color rosado se había apoderado de su rostro.

    ―¿Ibas a pronunciar mi nombre?.

    ―No, no ―contestó, algo cohibida―. Vámonos, que se está haciendo tarde ―añadió para terminar la conversación.

    La clínica estaba a menos de diez minutos a pie de mi banco del parque Sempione, en una calle adyacente a la estación de metro de la línea roja de Cadorna, en pleno centro de Milán.

    La entrada podría confundirse con la de cualquier otro edificio o bloque de la ciudad de Milán, con los que llegaba a mimetizarse. No tenía escrito el nombre de la clínica en la fachada del palacio, y por supuesto tampoco había etiquetas o alguna indicación en el interfono. La única imagen que se dejaba entrever de lado en la puerta de entrada, metida en la pared en un bajorrelieve, era un árbol estilizado encerrado en un círculo, aunque a decir verdad se veía muy poco y se confundía con el pilar. Solo te dabas cuenta una vez que entrabas dentro del edificio gracias a un cartel, aunque no demasiado visible, de que el acceso al interior de la clínica estaba reservado exclusivamente a las personas que, como yo, llevaban un brazalete electrónico que hacía las veces de llave de reconocimiento. Era transparente, y de un material como de goma resistente a los golpes y al agua, y nos habían dicho que no nos lo quitásemos nunca.

    Una puerta de cristal parecida a la entrada de un banco, de aspecto moderno pero sobrio, en contraste con la antigüedad del edificio, separaba el interior de la clínica del mundo exterior. A un lado había una portería de cristal con un vigilante que era el encargado de controlar los accesos no autorizados y de dar asistencia en caso de que la llave del brazalete diera problemas.

    Presidiendo la portería solía estar Vittorio, cuyo nombre solo sabía porque lo había leído en el distintivo que llevaba en el pecho, junto al bolsillo de la camisa blanca de su uniforme.

    ―Buenos días, Vittorio, ¿qué tal?  ―le saludé una mañana más, en un intento de entablar conversación. Aunque en realidad mi verdadero objetivo era que me cogiera confianza para poder obtener cualquier tipo de información sobre ese lugar que me acogía y, sobre todo, sobre mi persona.

    Pero, como cualquier otra mañana, él no respondió a mi saludo y ni siquiera me dijo ni una palabra, simplemente me pidió con un gesto de cabeza que acercase la muñeca con el brazalete electrónico al lector que estaba al lado de la puerta para que pudiera identificarme. Un breve sonido, seguido de una luz verde, y la puerta se abrió mientras él repetía a través de un pequeño altavoz la misma frase de siempre: «Por favor, pase, señor».

    Siempre tenía la esperanza de que algún día esas palabras fuesen acompañadas de algo más, como por ejemplo mi nombre. Estaba convencido de que en cualquier parte de aquella pequeña portería, quizás en una pantalla que yo no podía ver, aparecía el nombre de cada uno de nosotros mientras pasábamos por la puerta transparente después de que leyeran el brazalete electrónico. Esperaba que, tarde o temprano, se le escapase esa palabra y yo pudiera tener un nombre como todo el mundo y empezar a recordar quién era. Pero sin embargo eso nunca sucedió, al menos hasta ese día.

    2

    Eran casi las once de la mañana cuando me encaminé por la calle de vuelta a la clínica después de mi habitual paseo por el parque Sempione. En esa ocasión, también era un agradable día de otoño y a mí no me apetecía para nada tener que abandonar ese lugar al sol tan tranquilo y que ya me resultaba tan familiar.

    Ahí estaban los corredores de siempre entrenando, las mamás con cochecitos de bebé, algunas personas paseando con correa a sus perros y, obviamente, el señor del carrito.

    Aparte de algunos turistas extranjeros, no había nadie nuevo, solo los personajes habituales con los que me cruzaba más o menos todos los días desde que solía ir al parque.

    Así que decidí realizar un pequeño cambio de ruta y, en vez de tirar recto hacia la plaza Cadorna, me dirigí hacia la fortaleza con la intención de salir del parque atravesando el patio del castillo en dirección a Largo Cairoli. Pensé que una pequeña variación no me haría mal y que tal vez me daría la posibilidad de encontrarme con alguien distinto a las mismas caras de siempre. A fin de cuentas, solo supondría alejarme cien o doscientos metros y me retrasaría solo algunos minutos respecto al trayecto que solía recorrer. Nunca había llegado tarde, pero estaba seguro que nadie se alarmaría por ello.

    Llegué cerca de la entrada trasera del castillo, la que daba a la parte interior del parque. Según me acercaba a la zona de las murallas de la fortaleza, un sonido agudo me atrajo. Más que un sonido, era como una voz o algo así, pero no exactamente una voz humana; de hecho, no podía distinguir las palabras. Intenté comprender de qué se trataba y ralenticé el paso para evitar hacer ruido en el empedrado.

    Parecía que aquella voz estuviese pronunciando el nombre de una persona, pero no logré entender exactamente qué nombre era ese. Me acerqué un poco más a la entrada del castillo hasta que alcancé el pequeño puentecito que se yergue sobre el foso y une el castillo con el parque, desde donde me di cuenta de que el sonido provenía exactamente de dentro del patio. En ese momento, la voz se oía ligeramente más clara y me pareció oír un nombre que sonaba como un aleteo.

    ―¡Lo… Lory! ¡Lo… Lory! ―gritaba la voz, muy aguda.

    Ese sonido sin sentido no solo me llenaba de curiosidad, sino que sentía que resonaba dentro de mí, especialmente cada vez que pronunciaba la sílaba «Lo».

    Seguí acercándome para intentar descubrir quién estaba pronunciando esas palabras, y esta vez aceleré el paso para no perder la dirección del sonido. Un poco detrás de una de los primeros pilares del castillo apareció un anciano bien vestido con una

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