El Karma es un concepto originario de la religión hindú que se extenderá al budismo –con la que comparte una misma tradición religiosa– y que, a partir de mediados del siglo XIX, desembarcó en Occidente a través de distintas corrientes esotéricas (ver cuadro). Se interpreta como una ley cósmica en la que cada acción que obramos (buena o mala) recibe conforme a su naturaleza, y como si de un boomerang se tratase, una reacción: premio o castigo. Por si no fuera suficiente, la ley del karma no solo juzga nuestras acciones, sino que su jurisdicción también se amplía a nuestros pensamientos y nuestras palabras. En otras palabras, todo lo que hacemos, pensamos o decimos en esta vida, se termina cobrando… o pagando en forma de fatalidades o de éxitos.
Pero, si esto fuera así: ¿cómo se explica el drama de adversidades en el que viven muchas “personas buenas”, en contraste con la suerte y los logros que gozan las “personas malas”? ¿Fracasa entonces la ley del karma que recompensa las buenas acciones y castiga las malas? Como ocurre en las religiones, cuya visión del mundo es siempre