El hombre de lenguas
Por Andrés Ehrenhaus
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El hombre de lenguas - Andrés Ehrenhaus
Andrés Ehrenhaus
El hombre de lenguas
LOM PALABRA DE LA LENGUA YÁMANA QUE SIGNIFICA SOL
© LOM Ediciones
Primera edición, 2016
ISBN Impreso: 978-956-00-0797-1
ISBN Digital: 978-956-00-0880-0
Cubierta de portada: Estelí Slachevsky
Diseño, Composición y Diagramación
LOM Ediciones. Concha y Toro 23, Santiago
Fono: (56-2) 688 52 73 • Fax: (56-2) 696 63 88
www.lom.cl
lom@lom.cl
Cómico de la legua
El castellano que Andrés Ehrenhaus convoca en sus cuentos funciona como un objeto observado a la distancia: distancia curiosa del inventor que mira el idioma como un artefacto, distancia fantaseada del escritor en traje de cómico, a la manera de los astrosos farsantes que en el siglo XVII acampaban a una legua del poblado que pretendían divertir: como ellos se arrima al lenguaje con visos de mala fama, sistemático desorden, referente descuidado y destrucción a la vez jocosa y sórdida de la mímesis. Rápidamente entenderá el lector que las páginas que siguen improvisan escenarios portátiles para exhibir lo cómico de la lengua; una lengua aprendida en las voces de Néstor Sánchez, Juan Filloy o Lamborghini, Leónidas, que consecuentemente supone violencia, desorden, desarticulada alegoría política. Desde este linaje se inscribe en sus cuentos cierto espesor político e histórico: tal el caso de la Gesta del Ingeniero Alimondi y Delio Perm, de la sociedad distópica del Eis Zeit Stadion o de las masas más o menos grotescas de zombies, marcianos y ranas secuestradoras que persiguen y aniquilan al individuo. En ellos transpiran intermitentemente la violencia ejercida desde el Estado durante la última dictadura militar en la Argentina, la destrucción irracional de los cuerpos en el juego de las fuerzas colectivas, el peronismo. Pero el cedazo es de malla gruesa, y la violencia y la puja políticas aparecen, en la escritura de Ehrenhaus, generalmente transfiguradas por los códigos de la ciencia ficción, la teoría conspirativa y el humor negro. «Hacer desaparecer a un ciudadano no es tarea endeble», se dice por ejemplo en «Una excursión a la sierra», y esa desaparición, en su escritura, se ejerce desde el idioma, con sujetos literalmente pulverizados por los muy violentos juegos de la lengua o, mejor, por palabras que se vuelven materia orgánica que engulle y desrealiza al cuerpo humano, dando paso a la peculiar anatomía ehrenhausiana de tetorras, ceborrebros y crótalos, a sus vituallas de manazas asadas, derviches de queso, creplas y otros embutidos que amalgaman carnes de sospechoso origen.
La afición por el atiborramiento, la sutura y la carnificación de la materia lingüística es, de manera general, una constante: a la sensualidad fragmentaria que morosamente recorta pies, piernas y sexos de mujer transformados en «cimas de la comunicación», se adosan palabras personificadas y por tanto cortadas de toda mímesis. Una niña que se llama Tilde, aliteraciones embalsamadas «con las bocas trabadas para siempre en la a», errores ortográficos que provocan broncoconstricción, pellizcos que devuelven «la lucidez que las palabras habían abollado», un castellano rioplatense matizado de peninsularismos, fijado en un estadio irreconocible de la lengua, donde la voz más porteña se combina con el casticismo más deformado (en tácita venganza, quizás, a las gabelas del traductor que ejerce en el mercado español). El protocolo, se ve, es experimental; podría incluso decirse–si no fuera que a Ehrenhaus esto le produciría una larga risa– que hay algo mallarmeano en esta reflexividad de las palabras que se revelan como gloriosa mentira y como ficción, y que en su juego explicitan los juegos inconscientes de un lenguaje plenamente disfuncional. De ahí, tal vez, los paisajes postapocalípticos, los desarmaderos donde literalmente se deshacen las palabras: espacios habitados por un narrador descreído, que funcionan como alegoría de un «hombre de lenguas» o «de letras» que tampoco se toma demasiado en serio: «Decían haberse aclimatado al desierto. Se hacían entender por medio de señas: por ejemplo, zwap. El hombre de lenguas, incurable, ya había comenzado a enjaular unas cuantas. Pero sólo por hobi, decía». Queda de esta forma, al cerrar el libro, la sensación de una escritura motivada por el desconcierto, por la burla como defensa y, también, por la búsqueda de un secreto consuelo. Porque si «el universo es un páramo verbal (…) y la nada es, antes que nada, una palabra», por lo menos subsiste el gratuito solaz de la nominación: los «seiscientos cuarenta y cuatro ruidos del agua», el olor a rana, a pez, «a nadie, a impasse» que remedan la vida, y que probablemente explican por qué los sabios santones de Ehrenhaus insultan y patalean y se resisten cuando están por disolverse, muy a pesar suyo, en el Nirvana.
Magdalena Cámpora
Naspier o el verdugo
del Eiszeit Stadion
preludio
Veamos: esto es una mujer que trabaja en los medios de comunicación de masas. Es locutora de televisión y su rostro está asociado a catástrofes aéreas, reuniones en la cumbre, volcanes en erupción, huelgas, declaraciones, estrenos. Su voz es firme, sus modulaciones finas y elegantes; su boca se parte en una media sonrisa cómplice, en una mueca cómplice de disgusto. No hace mucho que la vemos. En este país, la televisión es poco menos que un capricho de intelectuales: nadie la mira. ¿Para qué? Hay otras cosas. La televisión es un medio demasiado intenso, demasiado implicante y elíptico y la gente no quiere que la aguijoneen. Estar en primera línea frente al picnic organizado por el descuartizador de turno ya no interesa.
De modo que esta mujer, una gran profesional donde las haya, cumple puntualmente con su labor diaria en un entorno en absoluta decadencia. Por eso tiene pocos admiradores y yo, un intelectual hecho y derecho, soy uno de ellos. La admiro por su gran capacidad comunicadora, por su facilidad para dinamitar significados y significantes, por su absoluta y oportuna simbiosis con la imagen. Admiro también la entereza y la solidez ética que se le ven, indudablemente, sin que ella se lo proponga; el matiz de duda que resuena en cada comentario, por hueco que sea; la postura alegremente crítica con que realiza como mejor puede la tarea por la que le pagan; el brío, la mesura, la fuerza, la serenidad. Pero hay algo que es lo que, de lejos, más admiro en ella.
Digo de lejos porque, como intelectual que soy, sé que hay mucha distancia física entre ella (a metro y medio de mí en la pantalla) y yo. ¿Influye este factor en la admiración que le tengo? Sí y no. ¿En la especial admiración que le tengo? Sí y no.
Influye porque la lejanía la reproduce invariablemente como objeto de mi admiración y nos evita desagradables sorpresas: está claro que, por poner un ejemplo, no la admiro por como huele sino por como imagino que debe de oler. La distancia impide entonces que mis ridículas pretensiones en materia olfativa, por ejemplo, se interpongan entre esta admiración y yo. Pero el caso es que no son las proyecciones con las que podría llenar el espacio que nos separa lo que hace que mi admiración por ella sea sólida y constante. Quiero decir: no la admiro por como la ve mi imaginación, no son mis fantasías las que han ido fortaleciendo este vínculo comunicacional entre nosotros.
Por si hace mucho que no encienden la tele, resulta que otra de las características que distinguen últimamente a este medio es la falta de pudor de sus presentadores. Me refiero al pudor superficial, en su sentido más o menos literal. Supongo que ellos saben que casi nadie los mira y no les importa entonces ponerse cómodos, prescindir de aquel exceso de preocupación por el aspecto que limitaba sus apariciones de otra época. No es, por ende, tanto la distancia sino más bien la cercanía –que, aunque anónima, se ha ido asentando entre los pocos locutores y artistas y sus también pocos espectadores– el definitivo catalizador de esta admiración mía. Es como una intimidad de gente que no se conoce pero simpatiza, ¿verdad? Porque hay un vínculo: la pantalla; y a la pantalla la traspasa una ponderada sensibilidad común. Sin embargo, tampoco es la anónima intimidad en sí lo que me convierte en admirador fiel de una locutora tan profesionalmente sobria, por otra parte, como ya dije. Se trata de algo más.
Si hay algo que realmente admiro en ella son sus piernas. Las admiro mucho. Incluso podría decir que me enloquecen. Es lo que se dice, ¿no? Me vuelven loco. ¡Qué piernas! Sí, señor. Sus piernas son un sueño y, al mismo tiempo, un suceso de la más cruda actualidad. Yo no es que las vea: cuando aparecen en pantalla, mis ojos chocan con ellas. Siempre aparecen en pantalla, y siempre choco con ellas. ¡Qué piernas! Para que vean que no miento, los invito a sentarse conmigo frente al televisor. Ella es la presentadora de las noticias del mediodía. ¿Y qué hora es? El mediodía.
¡Clic! El ruido del encendido. Mientras la chusma desarrolla sus peculiares actividades, los intelectuales, algunos snobs, la gente con ciertos trastornos y unos pocos límbicos o, como se nos suele llamar genéricamente, anacrónicos (y en los tests: prototáxicos), encendemos la tele. Yo, por mi parte, la enciendo unos minutos antes de que aparezca ella: el choque es menos brutal (y, por tanto, más sabroso) y la amable catarata de imágenes preludia a la vez que retarda seductoramente el encuentro. Cuando por fin surgen sus piernas en pantalla, mi mente y mi cuerpo son ya una única y anhelante voluntad (y no hay cosa más fenomenológica que esto). Choco suavemente con sus piernas y tiemblo, y la vibración, de altísima frecuencia, me hace progresivo efecto; no me veo las manos, tampoco veo dentro de mí. Sólo están sus piernas, sólo sus admirabilísimas piernas. Pero no quiero adelantarme.
Relajémonos. Y sepamos penetrar –como quien empieza mojando tan sólo los tobillos– en la cada vez más honda corriente de la comunicación de masas. Sepamos, como iba diciendo, participar, conversar, interactuar con la imagen. ¿Qué se ve ahora?
Diversos tipos de verduras y hortalizas cruzan la pantalla en sentido oblicuo. Luego cambian de dirección, se alejan y parecen converger en un haz ordenado, un disciplinado huracán que termina metiéndose imaginativamente dentro de una diminuta lata de conserva. Y así en adelante. Hasta que llega el instante señalado.
¡Miren cómo palpita mi corazón!
¡Ah!
¡Ahora... sí, ahora! ¡¿Pero...?!
¡Ésas no son sus piernas! Ni siquiera esa boca es su boca o esas manos las suyas. A ver, a ver. No, no, ni hablar. No es su sonrisa (aquella media sonrisa críptica) ni sus ojos (tristes y alegres al mismo tiempo) ni sus gestos, ni siquiera su voz. No es ella. Pero, sobre todo, no son sus piernas. Ésas no son sus piernas. Y si no son ésas, ¿dónde están? Porque me importa mucho más saber dónde están y si volveré a verlas que de quién son esas que se ven. Por el momento, sólo sé que hoy sus piernas han faltado a la cita e intuyo, también, que si ha sido así algún motivo habrá. Un motivo importante, quiero decir. Un motivo válido. No se rompe una corriente tan intensa sin una razón de peso. No es que no se deba; no se puede: ley física. O sea que hay algo muy grave que le ha impedido mostrarnos hoy, como cada mediodía, sus admiradas piernas. Y cuando digo algo grave me refiero, claro está, a una desgracia personal. Créanme si les confieso ahora que en algún momento temí que comentar tanta desgracia ajena, tanta catástrofe aérea, tanto cataclismo natural, tanta pobreza, tanta guerra, tanta reunión y tanta cifra fuera casi como convocar a la adversidad, y más si se tienen unas piernas así, como las de ella, sublimes y, cuando no, mórbidas, brutales.
Estoy decidido a saber, a encontrarla, a dar con sus piernas o con la razón terrible que me ha apartado de ellas. ¿Cuántos como yo estarán sufriendo en este instante su ausencia? Quince, diez, ocho locos. ¡Somos tan pocos los que seguimos fieles al televisor! Y díganme: sin esas piernas, ¿quién quedará?
a
Bien. He dicho que soy un intelectual. Soy un intelectual. Tengo, además, un buen trabajo; de esto ya hace un par o tres de años. Trabajo en una pista artificial de patinaje sobre hielo. En la pista Eiszeit Stadion, que está a la vuelta de la vieja purificadora de agua, después de la vía viniendo del norte pero antes del puente. Aclaro esto para evitar confusiones porque cerca –pasando el puente– hay otra pista, la Fridda Palace, y algo hacia el este, otra más, no sé su nombre. Lo que no es ninguna novedad: si algo hace la gente hoy en día, eso es patinar. Ya sé que antes también se hacía; nunca, sin embargo, creo, con tanta vehemencia, ¿o debería decir: pasión? No, más bien con vehemencia. Por lo menos la mayoría; hay otros que, como en todo, se ven arrastrados por la inercia –con más facilidad en una superficie tan obviamente resbaladiza. De modo que se patina mucho, y bien, claro, y los hay que hacen del patinaje un artesanato; otros, en cambio, un negocio: esa conjunción me da un sueldo.
¿Qué hago yo en la pista de patinaje? Soy conductor del camión que alisa, cada dos horas, el hielo. Eso es lo vistoso, lo, digamos, espectacular. Me subo al lomo altísimo del gastado chasis de feria y hago bramar el carburador del viejo Kulanz: su andantino brioso lame la chapa cromada, la lame por dentro, la hace rutilar por fuera, y yo domino sus palancas como un antiguo domador espacial. Así me veo, por lo menos. El viejo Kulanz recula fuera de su jaula y empieza la danza del mastodonte. En cierto modo, es como cuidar personalmente al gran mamífero del circo o del zoo; mantenerlo brillante, a punto, en pie; ser celebrado como parte de él, como la trompa, la biela o el bonete con cascabeles; darle de comer sus portentosas raciones, sintiendo casi cómo caen en el fondo de saco del depósito, del tamaño de una mezcladora de cemento. En esta espectacular, como ya dije, tarea me alterno con otro empleado en turnos rotativos de cinco horas, más o menos, porque la pista permanece abierta unas veintidós horas diarias. Mi compañero no es intelectual. Nos entendemos, sin embargo.
Cuando no bailamos sedosamente sobre el hielo espolvoreado a lomo del viejo Kulanz, el turno se completa con diversas tareas poco edificantes y nada dignas de mención salvo, quizás, una; edificante y digna de mención no en sí y para sí sino por sus aspectos colaterales. Cierta maniobra de tuberías, roldanas y pipas-pistón que, por técnica e insípida, no viene al caso detallar nos da acceso visual al vestuario de damas. Digo nos da porque es una de las tareas que nos corresponden a los jinetes del Kulanz; en esta tarea, claro está, nos detenemos. Las damas no nos ven, ni nos oyen; nosotros las vemos perfectamente y las oímos y no necesitamos quitarles el ojo de encima porque la práctica nos permite maniobrar de memoria, como harán los ciegos, al puro tacto, sin siquiera tener que comprobar las agujas de termómetros, manómetros e higrómetros para saber si vamos bien o mal. Brevemente, en el cambio de turno, nos cambiamos también información; él, creo haber dicho, no es intelectual pero comparte curiosamente conmigo una suerte de sensibilidad. Por otra parte, no sé si sabe de mi condición; quizá ni siquiera le importe, cosa de agradecer hoy en día. Yo soy, además, bastante discreto: tal vez algo desmedido en mis descripciones del vestuario, que quedan entre nosotros, pero él es mucho más expresivo y desbordante arriba del Kulanz, que es lo que se ve. A veces me demoro viéndolo –como si me viera a mí mismo– y me parece un poco exagerado, obvio, ¿no?, tratando de forzar al límite las exiguas posibilidades sintácticas de un viejo y obeso motor sobre una blanca pista de hielo (la pista no es del todo blanca pero casi: hay unas dianas rojas y azules en las esquinas y otra en el centro, bajo una capa de varios centímetros de hielo artificial; es decir, es prácticamente blanca). Yo, en cambio, soy más sobrio. Busco una expresión austera, un trazo despojado. Trato de dar curvas limpias y lo más cercanas al ángulo recto. No persigo la rigidez, tampoco la laxitud. Creo que el viejo Kulanz ya se parece bastante a un pastel de cromo y zafiro ajado y que el lirismo reside, en este caso concreto, en la sobriedad, en la más extrema sencillez, en la carencia.
Tenemos un cuartito, al fondo de la jaula del Kulanz (al que nunca metemos del todo en ella, dejando que asome las ancas hasta casi tocar el borde de la pista), para que durmamos o lo que sea durante uno de los turnos de descanso del día. No tengo ahí el televisor. Lo que hay son dos camas cameras, una mesa plegable, una cocina de tres hornallas y, tras un tabique, un baño, limpio incluso. Hay además aviones y barcos y otros vehículos de plástico y partes de los mismos y algunos pomos de pegamento, porque mi compañero, lo habrán adivinado, es aficionado al aeromodelismo. Es su vida. Pero aquí –como yo, en cierto modo– dice guardar sus peores modelos. En el cuarto, contrastando con la poderosa y constante iluminación de neón de la jaula, sólo hay dos lámparas flexo de mesa y una tenue luz adosada a la cabecera de cada cama. De ahí que los modelos de plástico de mi compañero parezcan pequeños búhos o iguanas o linces embalsamados, objetos que proyectan su presencia hacia el pasado, frenando el tiempo (los antaño famosos «shadow-casters» de Póquez, el autor proscrito). Otro contraste: el cuarto siempre es silencioso, casi tanto como la pista durante las dos horas de cierre obligatorio.
b
Durante uno de los turnos, a veces durante los dos, abandono el Eiszeit Stadion y me voy a casa. Enfilo al norte. Al llegar a la vía la bordeo camino de los viveros de vides, hacia el oeste, pero me desvío a la altura de la clínica, una clínica para quemados que hay al otro lado de la barrera, a la derecha. Cerca, dos cuadras más arriba, está mi casa. Es un barrio vacío, de galpones y talleres y almacenes vacíos. Las calles son anchas y hay bares en cada esquina: bares inmensos, también bastante vacíos, de suelo de madera y techo de cinc y columnas de cobre verde. No es que todos los bares sean iguales pero se parecen. Sus barras son larguísimos y pesados mostradores oscuros. Todo en ellos es alto, espacioso, descansado. No expenden bebidas ni comidas, que está prohibido, así que el que va ahí es por afición. Verdadera afición, o nostalgia, claro, o por estar solos en un lugar público. Yo iba para descansar de sus piernas después de cada emisión y ahora, qué paradoja, para recordarlas (y trazar un plan).
Recordarlas: ¡qué piernas, mi dios, qué piernas! No, no creo en un dios, ni en varios, ni en un ente o fuerza o como se le llame superior, aunque hay intelectuales que sí, que sí creen, digo. Lo de mi dios es sólo una expresión vacía, casi tan vacía como este barrio o sus galpones
–casi, porque algo quiere decir: quiere decir, dios mío, o sea, carajo, ¡qué piernas! Ya sé, hay quien no me dejaría pasar una expresión así; además, ya casi nadie las usa: quizás por eso son tan contundentes. Suenan a fanfarria, a garantía celestial. Pero ni siquiera los pocos intelectuales que siguen creyendo se permiten usarlas. Por salvaguardia, dicen. Y la gente corriente las ha olvidado, porque no llevan a ninguna parte.
Estábamos en lo de recordar. Una descripción –que aquí falta– no vendría mal, ¿verdad? Pero no sé muy bien cómo, por dónde empezar. Las palabras son tan planas, tan líquidas, tan ilimitadas, y sus piernas son puro volumen, solidez y finitud. Sin