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El hombre de los dos nombres
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Libro electrónico353 páginas5 horas

El hombre de los dos nombres

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Roma, 107 AC. Quinto Sertorio acaba de perder a su padre y podría perder también su hogar. Cuando su aldea rural pierde su estatus político, debe abandonar a su familia para garantizar la supervivencia y protección de su aldea desde el interior del despiadado gobierno. Mientras se convierte de campesino en político, se verá enredado en medio de una amarga guerra política...

A medida que Quinto lucha para ganarse la ayuda que tan desesperadamente necesita su aldea, conoce a Cayo Mario -el tío de Julio Cesar. Pero, con cada día que pasa en la implacable Ciudad Eterna, el riesgo para su familia y su propia vida es aún mayor.

En esa cruel batalla moral, ¿se perderá Quinto a sí mismo y a aquellos a los que ama?

El hombre de los dos nombres es el primer libro de la serie de ficción histórica sobre Sertorio. Si le gustan las ambiciones heróicas, los ambientes históricos exhaustivamente investigados y la corrupción romana... le encantará esta poderosa historia de Vincent B. Davis II.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 ago 2020
ISBN9781071564196
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    El hombre de los dos nombres - Vincent B. Davis II

    Parte I

    Primera parte: Tirocinium Fori, 647–648 ab urbe condita


    Si a la historia se la priva de la verdad, todo lo que de ella queda es una narración sin utilidad. — Polibio

    Rollo I

    628–648 ab urbe condita.

    Según mis cálculos, nací 628 años después de la fundación de Roma y 384 después del establecimiento de la República. Los dioses me bendijeron con un padre fuerte y una madre cariñosa. Mi hermano, Tito, era seis años mayor que yo y, aunque no éramos los mejores amigos, cada uno fortalecía al otro y nuestros problemas siempre se resolvían.

    Los dioses también me concedieron una buena patria.

    Lector, ¿alguna vez has oído hablar de Nursia? La mayoría no. Allí no ha sucedido nada muy notable. Pero, si alguna vez escuchaste algo sobre Nursia, probablemente sabes de sus severos inviernos, de las nevadas que descienden de los Apeninos para cubrir la tierra como un manto o de la calidad de nuestros nabos (la única cosecha posible en nuestra dura y congelada tierra). Nursia, a pesar de ser insípida, era mi cuna y mi hogar, y siempre la he amado.


    Mi primer recuerdo es ahogándome, cinco años después de mi nacimiento.

    Cuando cierro los ojos, puedo sentir el agua helada que me envuelve y la resaca que me aleja de la luz. Algunas veces se me corta el aliento al recordar que mi cuerpo se entumeció y perdí totalmente el control de mis sentidos.

    Sucedió en un pequeño río en las afueras de Nursia. Iba allí con frecuencia a bañarme, pero tenía prohibido ir solo, sin la supervisión de uno de mis padres. Sin embargo, negligente como era, decidí ir a refrescarme tras jugar con mi amigo Lucio. En un momento mis pies se enterraron en el lodo y resbalé bajo la rauda corriente.

    Mis pensamientos eran claros en ese instante. Bien los recuerdo. No pensé en la vida o la muerte, solo en que mi padre se sentiría decepcionado. Me matará si logro sobrevivir, pensé. Pero resultó ser que fue él quien casi muere intentando rescatarme. Lucio había corrido a avisarle a mi padre, quien voló a salvarme más rápidamente que Céfiro el dios del viento. Los rápidos casi acaban con él, pero luchó como un guerrero hasta que consiguió llevarme a tierra y sacarme el agua de los pulmones.

    Dicho evento tuvo perdurables efectos en mí. Comencé a tartamudear y eso mantiene ese recuerdo siempre fresco en mi mente. Aunque sigo temiéndole al agua, esa experiencia que me llevó al borde de la muerte forjó en mí una gran gratitud por la vida y la capacidad de respirar que en ese momento me abandonó. Mi padre nunca volvió a mencionar el suceso. Podría haberme castigado, pero él sabía que la vergüenza que sentía era un mejor castigo que cualquier azote.

    Mi padre solía enseñar por medio de lecciones en lugar de castigos. Era un hombre de carácter fuerte, generalmente silencioso, contemplativo y directo en sus relaciones con otros. Nursia no tenía un verdadero gobierno local, pero los habitantes solían recurrir a mi padre como si fuese el gobernador de nuestra pequeña aldea. En todos los años que pasé cerca de él, jamás lo vi darle la espalda a alguien necesitado. Dedicaba interminables horas a apoyar a otros aldeanos —generalmente ofreciéndoles una cama caliente o un plato de comida.

    Su dedicación a Nursia y sus pobres habitantes nunca afectaron su devoción a la crianza de Tito y mía. Estaba profundamente comprometido con nuestra educación y contrató a un tutor griego para nuestra formación. Siempre que podía, incluía lecciones en nuestra vida diaria, enseñándonos historia, idiomas y —más importante aún— a ser hombres de carácter en un mundo en el que tales hombres no abundaban.

    Con frecuencia me sorprende que lograse enseñarnos tanto sin pronunciar una palabra. Aprendimos más de él cuando salíamos de cacería que de cualquier tutor.

    Todos los nursinos cazaban para alimentarse y comerciar. Los pasos de montaña a nuestro alrededor pululaban con corzos, ciervos y jabalís. Siempre que se presentaba la oportunidad, mi padre nos llevaba a esos pasos y nos enseñaba a usar el arco y a defendernos en caso de toparnos con una manada de lobos o con el infame oso pardo de los Apeninos. Pero, por encima de todo, nos enseñaba virtud.

    Recuerdo especialmente una de esas lecciones. En esa ocasión, el sol estaba a punto de ponerse y las nubes comenzaban a conquistar el cielo. Todo se volvió gris. Vi a alguna distancia un venado, acurrucado y dormido en un precipicio de la montaña. Escalé el peñasco tan rápidamente como pude, dejando a Padre y a Tito atrás, con la esperanza de causarles una buena impresión con mi temeraria proeza. Cuando tuve el animal al alcance, coloque la flecha y tensé la cuerda. Mientras le apuntaba, noté que era una cierva que amamantaba a su cervatillo. Dudé un momento pero, al pensar en la admiración que produciría, volví a apuntarle.

    Antes de que tuviera tiempo de disparar mi flecha, la mano de mi padre se posó en mi hombro. Me volví consternado, pero él solo negó con la cabeza.

    —¡Creí que pensarías que soy muy valiente! —le grité cuando descendía el peñasco tras él.

    —Fuiste valeroso al trepar a esa montaña. Pero no fuiste valiente, hijo.

    —¿Acaso no son lo mismo? —pregunté totalmente frustrado.

    —No. Quinto, ser cruel en un mundo cruel no es coraje. Esa cierva criará venados que alimentarán a tus hijos y a los hijos de tus hijos. Algunas veces es necesario sacrificar la ganancia inmediata y hacer lo que es correcto y bueno para los demás.

    De repente, entendí que no me estaba hablando simplemente de cazar venados y guardé silencio. Así regresamos a casa sin nada que mostrar tras nuestra aventura.

    Sé que tengo muchas cualidades contradictorias. Mi padre me introdujo al estudio de Zenón y los otros filósofos estoicos y, desde entonces, intento vivir de acuerdo con sus creencias. Dicho eso, también tengo muchos defectos. Valoró la sobriedad, pero es bien sabido que he bebido más vino del que me correspondía —especialmente cuando joven. Valoro la templanza, pero siempre he sentido debilidad por las mujeres. Valoro el autocontrol, pero no siempre he podido reprimir la ira. Las cualidades que poseo se las atribuyo a mis padres.


    Mi familia se dedicaba a la cría de caballos y lo había hecho desde que podíamos rastrear nuestro linaje. Mientras crecía, era el mayor honor del mundo trabajar en la granja con nuestros caballos. Mi padre, mi madre, mi hermano y yo trabajábamos de sol a sol y durante todas las temporadas. Cuando no estábamos entrenando un nuevo semental, recorríamos las colinas en busca de manadas de caballos salvajes. Recuerdo la alegría que me invadía cada vez que mi padre sacaba el lazo de su alforja y, tratando de controlar su entusiasmo, nos daba instrucciones para amarrar al animal. A menudo regresábamos a casa con un piafante semental que resoplaba y pronto se convertiría en otro miembro de nuestra familia.

    Quizá estos no sean los comienzos que uno esperaría del infame traidor Quinto Sertorio, pero soy incapaz de imaginar una infancia diferente. Cazábamos nuestra comida, hacíamos nuestra ropa con pieles de ciervo y nutrias de río, y comerciábamos con los otros aldeanos. La vida era simple.

    Sólo las conexiones políticas de mi padre hicieron que mi educación fuese única. Los Sertorio son una antigua familia y cientos de años antes de mi nacimiento, cuando nuestro pueblo fue asimilado por Roma, mis antepasados establecieron relaciones con las principales familias romanas. Esas relaciones se transmitieron a mi padre: una responsabilidad que se tomaba muy en serio. Sus patrones en Roma suministraban a Nursia, sin ayuda de nadie, el grano, las aceitunas y las uvas. En mi época, la mayor parte del grano provenía realmente de Egipto o España, pero todo circulaba a través de Roma antes de llegar a los pueblos de provincia como Nursia. Sin alguien importante que se ocupara de nosotros, Nursia pasaría hambre.

    A cambio de su apoyo, mi padre servía como portavoz de esas familias ante las tribus sabinas. Se le consideraba uno de los ancianos sabios de la tribu Stellatina y, gracias a ello, ejercía una gran influencia en la forma en que votábamos. Mi primera experiencia en Roma —con todo su poder y gloria— fue cuando acompañé a mi padre y a Tito a votar en las elecciones.

    Fue más de lo que nunca podría haber imaginado.

    Los templos y edificios estatales del Foro eran tan altos como antiguas hayas y, a mis siete años, me pareció que se elevaban hasta los cielos.

    Encontré toda clase de nuevos sonidos y cosas para ver: hombres que tocaban el laúd y bailarines, hombres importantes que lucían togas más blancas que la nieve de Nursia y antiguas columnas aún más blancas. Roma estaba llena de gente. Había más gente allí que en mil aldeas como Nursia.

    En cada esquina, los comerciantes ofrecían frescos y suculentos vegetales y frutas. Las calles eran lo suficientemente anchas para que transitaran por ellas carretas similares a las cuadrigas. Los ricos eran llevados en literas y yo estiraba la cabeza hasta que me dolía el cuello intentando reconocer en alguno de los famosos generales o héroes senatoriales que conocía por las historias.

    También había un elemento extraño que nunca antes había encontrado. Gente de todas las nacionalidades ocupaba las calles, algunos rezando rítmicamente en lenguas extrañas, otros gritando a sus compañeros. Los caminos de piedra estaban cubiertos por rojos pétalos de rosa para celebrar la llegada de otro año.

    Roma estaba viva. Allí, todo era movimiento; todo era fluido. Su funcionamiento era más rápido y vibrante de lo que nunca sería en Nursia.

    Sin embargo, una cosa me impresionó más que cualquier otra: los acueductos.

    —¡Mira, papá! —exclamé, alejándolo de su conversación con un viejo amigo y señalando los acueductos.

    —¿Qué pasa con ellos? —me respondió Tito con sorna. —Tienen agua limpia. Nosotros tenemos pozos.

    Pero lo que me sorprendió no fue la comodidad de tener agua a la mano, en lugar de tener que llevarla desde lejos.

    —Sí, Quinto. Traen esa agua directamente del Tíber que les da toda el agua que necesitan. —Mi padre retomó su conversación, pero sólo después de dirigirme una sonrisa que insinuaba que me entendía. Los romanos habían conquistado aquello que yo más temía: el agua. La habían domesticado, controlado y sometido a su voluntad. Me habían asombrado el tamaño y la fuerza de Roma, pero esto me convenció de que Roma era todopoderosa. Roma podía hacer cosas que Nursia nunca lograría. Parte de mí sigue creyendo que ese fue el motivo por el que mi padre me llevó con él… para que adquiriera ese conocimiento.


    Así que esa fue mi juventud. Era todo lo que había experimentado, conocido, amado. Era duro pero pacífico, severo pero enriquecedor, frío en el exterior pero cálido por dentro. Y todo fue así hasta que mi padre cayó enfermo.

    Poco antes de mi decimoséptimo cumpleaños, mi padre enfermó. Era robusto, duro, lleno de fuerza y resistencia. Pero algo violento se apoderó de él y, en cuestión de días, perdió el control de la mayoría de sus facultades. Quedó confinado a su cama y sus manos estaban tan débiles que apenas si podía alzar sus mantas para arroparse.

    Tal situación nos golpeó como nada hasta entonces. Para mí, mi padre parecía más fuerte que mil toros, más duro que cualquier gladiador. Verlo allí tendido no me causó la preocupación debida; la idea de que pudiera morir era absurda. Sabía que se recuperaría.

    Mi madre y Tito sentían lo mismo. Tal vez comprendiesen la situación mejor que yo, pero también estaban conmocionados.

    El único que no parecía sorprenderse era mi padre. Era como si los dioses le hubiesen susurrado al oído de antemano para prepararlo. Parecía resignado a lo que fuera que el destino le exigiera.

    Entendí cuan grave era la situación cuando mi madre me apartó a un lado y me dijo: —Quinto, Padre quiere hablar contigo a solas. —De sus ojos brotaban lágrimas. Tan solo el amor que sentía por mi padre me hizo entrar en la habitación de enfermo; todo lo demás me instaba a huir.

    —Acércate, hijo. —La voz de mi padre era tensa y débil. Había adelgazado y sus mejillas estaban demacradas.

    —Papá —dije, tomando su mano.

    —Tengo una pregunta para ti, hijo mío.

    —Pregunta lo que quieras.

    —¿Dónde está más seguro un barco? —preguntó.

    Lo pensé por un momento.

    —¿En el Mediterráneo? No, en el Tirreno. —Mi respuesta lo tomó desprevenido e intentó reír.

    —No, no. El barco siempre está más seguro en la costa. —Me pareció bastante obvio—. El barco siempre está más seguro en la costa. Pero nunca olvides, hijo mío, que el barco está hecho para la mar. Para explorar, descubrir, proteger y proveer. Todo barco debe alguna vez abandonar la seguridad de la dársena para cumplir su misión en el mundo, para hacer lo que su naturaleza le exige.

    —Sí, padre. —Esperó un momento y luego asintió con la cabeza.

    —Ven aquí. —Me atrajo y toqué mi frente con la suya—. Cuida de tu madre primero y siempre. Y, cuando te cases, mantén a tu esposa y protégela a toda costa. Cuando tengas hijos, críalos para que sean honorables, sacrificados, resistentes. Sé un mejor padre que yo y mi padre.

    —Nunca podría...

    —Sí, claro que puedes. Hay tanto bueno en ti. —Me soltó y me dio una palmadita en la mejilla. Sonrió por un momento y luego se puso muy serio—. Cuando ya no esté, dejaré esta aldea a tu cuidado. Lo sabes, ¿verdad?

    No pude responder. Sentía una pena tan profunda que era como un dolor físico. ¿Cómo podía hablar de dejarme?

    —¿Qué pasará con Tito? —le pregunté.

    —Tito tiene un papel que cumplir y lo cumplirá. Pero tú no eres él. Él no es tú. Tienes tu propia vida y espero que la vivas bien. —Dejó caer la cabeza y respiró con dificultad—. Debes cuidar de esta aldea en todo lo que hagas. Dale poder, sirve a su gente. Creo que lo harás aún mejor que yo.

    Bajé la mirada con nerviosismo, sintiéndome como un niño otra vez.

    —No sabes que vas a morir, papá. —Cuando levanté la vista, lucía una sonrisa triste y me hizo señas para que le diera un beso.

    —Te amo hijo. —Tales demostraciones de afecto eran raras y muy apreciadas en casa, y comprendí cuán real era su enfermedad—. ¿Irás a buscar a tu hermano? Quisiera hablar con él también. —Con una última inclinación de cabeza, abandoné la habitación y fui a hacer lo que me había pedido.

    Murió mientras dormía esa noche. Los dioses se lo llevaron mientras aún tenía su dignidad y su honor, y sé que eso lo hizo feliz.

    A veces cuando estoy solo y la naturaleza se mece a mi alrededor, me siento y pienso en mi padre. Él me dijo que yo tenía un papel que cumplir. A veces me pregunto: si pudiera verme ahora, ¿pensaría que he desempeñado bien mi papel? Espero que sí… con todo mi corazón.


    Todo cambió.

    Antes de que pudiera afeitarme la barba de luto, nuestra granja comenzó a tener problemas. Nos iba menos bien con el entrenamiento de nuestros caballos. Todos éramos buenos trabajadores y sabíamos cómo manejar nuestros corceles, pero Padre había tenido una habilidad especial con ellos.

    En los meses siguientes al entierro de Padre, Gea consideró que Nursia debía enfrentar condiciones aún más frías que antes y, en consecuencia, la aldea tuvo dificultades para producir algo con qué comerciar.

    Tito se casó con la hija de un exitoso pastor; se llamaba Volesa y su dote nos ayudó a cubrir nuestras pérdidas por un tiempo. Pero no pasó mucho tiempo antes de que el esfuerzo comenzara a desgastarnos una vez más.

    Antes incluso de que comprendiera lo que estaba sucediendo, comenzamos a vender algunos de nuestros muebles, algunos de los adornos que mi padre había recogido durante las campañas militares de su juventud. La casa aparecía desnuda y fría, pero así había estado desde su muerte.

    No pasó mucho tiempo antes de que enfrentáramos otras consecuencias. De repente, nuestras importaciones de grano comenzaron a disminuir y finalmente desaparecieron totalmente. Dado que los amigos de mi padre en Roma no habían sabido nada de él desde hacía tiempo, las importaciones dejaron de llegar. La economía de Nursia estaba en problemas. Había poco que comerciar en los mercados, así que permanecían cerrados la mayoría de los días.

    Poco a poco, empezamos a ver más gente viviendo en las calles. Familias acurrucadas bajo mantas de lana y realizando pequeños trabajos a cambio de dinero para comprar algo de comer. Mi madre, Tito y yo considerábamos que era nuestra responsabilidad servir a la comunidad —como Padre nos había pedido— y por ello nuestro atrio y las habitaciones de huéspedes a menudo estaban ocupadas por nuestros desafortunados vecinos. Si alguna vez nos sobraba algo, Madre y Volesa lo llevaban a los habitantes más necesitados de la aldea. A menudo caminábamos por las silenciosas calles sabinas y ofrecíamos nuestras condolencias a quienes se habían empobrecido. Más de una vez encontramos a alguien muerto por el frío o por una enfermedad causada por la exposición. Era difícil olvidar esas imágenes, esos sentimientos.

    Por aquella época, se decidió que Tito debía partir hacia Roma. Existe un sistema conocido como el tirocinium fori, por el cual un joven cliente romano vive bajo la tutela de sus patrones. Generalmente, el proceso tiene como fin enseñarle las costumbres del Foro y así poner en marcha su carrera. Tito fingió que ese era su deseo, pero creo que simplemente quería obtener apoyo y garantizar que todos nosotros recibiéramos ayuda.

    Así que, justo después de que su esposa diera a luz a su primer hijo —a quien llamaron Gavio—, Tito empacó sus cosas y se fue a Roma. Me dio la mano y me pidió que cuidara de la propiedad mientras él no estaba.

    A los seis meses recibimos una carta suya.


    Querida familia,

    Escribo apresuradamente, con noticias que estoy seguro no esperáis. He dejado de estar al cuidado de nuestros patrones en Roma. He demostrado ser incapaz de continuar por ese camino. Os he fallado y lo siento. No soy apto para esa vida. En su lugar, he tomado la decisión de hacer carrera en las legiones. He comenzado mi entrenamiento y prestado juramento. Me ganaré el respeto de las filas y comenzaré una carrera política con el respaldo de mis hombres. Quinto, mi hermano, te encargo a mi esposa e hijo. Por favor, cuida de ellos. Haz todo lo necesario para garantizar su seguridad y alimentación mientras no estoy. Sé que lo harás. Si todo va bien, les visitaré a principios de este año cuando mi legión se instale en los cuarteles de invierno.

    Tu devoto hijo, hermano, esposo y padre.


    Por supuesto, todos quedamos devastados. No podíamos entenderlo. Queríamos apoyar su decisión, su deseo de servir a Roma como lo había hecho Padre, pero con Nursia desmoronándose, el miedo superó nuestro orgullo.

    Al principio, quedé tan sorprendido que no entendí las consecuencias de su carta, así que mi madre vino a hablar conmigo. Para mi sorpresa me dijo:

    —Creo que debes ir a Roma, hijo mío.

    —¿Qué? No puedo dejarte. ¿Qué hay de Gavio? ¿Cómo se criará sin la presencia de un padre o un tío?

    —Estaremos bien, Quinto. Los dioses proveerán, como siempre lo han hecho.

    —¿Y qué pasará con Nursia? —Señalé la puerta y más allá, donde tanta gente estaba muriendo de hambre—. Esta gente me necesita.

    —Precisamente por eso debes ir. —Incluso mientras ella hablaba, vi como se evaporaba ante mis ojos la vida que había soñado para mí. La vida de un granjero rural, criando caballos, cazando, estableciendo una familia y sirviendo a mi aldea.

    —Pero Tito... si él no pudo hacerlo, ¿qué te hace pensar que yo sí lo lograré? —Busqué otras excusas. El camino de Tito no es el tuyo. Recordé las palabras de mi padre y un escalofrío recorrió mi cuerpo.

    —Tú eres un líder, Quinto —dijo mi madre—, inspiras a otros. Amas a Nursia. Lo sé, pero quedándote aquí sacrificarías los dones que los dioses te han concedido. Herirías a Nursia si te quedaras. Estás destinado a algo más grande. —Se acercó y tomó mis manos entre las suyas—. Lo sé.

    —Yo. . . Yo . . . Quiero ser como mi padre. ¡Quiero una vida tranquila! —Supliqué, tanto a mí mismo como a ella. Aunque un joven sueñe con hacer grandes cosas en su vida, ya sea alcanzar un cargo oficial o un puesto de mando en el ejército, yo nunca había querido hacer los sacrificios necesarios para alcanzar tales alturas.

    —Lo sé, pero algunas veces los hombres tienen que sacrificar su propia paz para asegurar la de los demás. Y, si te quedas aquí, ¿no te sentirías insatisfecho? Sabiendo que estabas destinado por los dioses para algo más grande y, a pesar de ello, ¿te negaste a responder al llamado del destino? —Mi madre empezó a llorar.

    Sabía que su conflicto era mayor que el mío y que su corazón se rompió al pedirme esto. No podía imaginarla sin ninguno de sus hijos en la granja. Pero no se me ocurrió ninguna otra protesta. Sabía que ella tenía razón… siempre la tuvo.

    —Me iré —dije con voz tan frágil como un susurro.

    —No puedes ir solamente para obtener su grano. Un día morirás, tus patrones morirán y volveremos a quedar en esta situación. Debes cambiarlo todo, Quinto. Debes tomar la espada en tus propias manos. —Me besó en la frente y la abracé mientras lloraba.


    Dos semanas después, empaqué mis pertenencias. Antes, me despedí de mis vecinos y amigos y les pedí que se aferraran a la esperanza, pues pronto llegaría la ayuda. A medida que hacía mis rondas, comenzó a darse un cambio en mí: comprendí que realmente podía hacer algo por Nursia.

    Abracé a Volesa y le pedí que fuera fuerte. Alcé a Gavio y lloré mientras lo mecía suavemente en mis brazos, pensando que era una grave injusticia que este niño no fuese a tener un padre o un tío que le ayudara a aprender a caminar.

    Mi último adiós fue para mi madre y fue, quizás, uno de los momentos más difíciles de toda mi vida pero sin él creo que nunca habría sido capaz de resolver los desafíos que enfrenté posteriormente.

    —Te amo tanto, hijo mío. Eres tan valiente. —Mi madre lloró y comprendí que era tan difícil para ella como para mí, especialmente porque ella me había ordenado irme. Ella estaba haciendo un sacrificio tan grande como yo. Sostuve sus manos en las mías. Eran suaves como la seda pero duras como el cuero; tenían callos por moler nuestro grano, pero habían ayudado a nacer a nuestros primos.

    Yo tenía diecinueve años —sin duda ya era un hombre— pero ante mi madre seguía siendo un niño.

    —Adiós, madre. —Le besé la cabeza y me dirigí a la puerta.

    Rollo II

    Aunque era muy difícil dejar a mi madre sola, tenía un consuelo: mi querido amigo Lucio Hirtuleyo me acompañó a Roma. Había sido parte fundamental de mi vida desde que tengo memoria y, junto con sus primos gemelos, Espurio y Aulo Insteyo, habíamos saqueado una buena cantidad de huertos y bebido suficiente vino para toda Nursia. Ahora, la compañía de Lucio era lo único que lograba mantener mis nervios bajo control.

    Al comenzar nuestro viaje de tres días, una multitud se reunió frente a nuestras casas para despedirnos. Por primera vez, la gente me llamaba por mi apellido, Sertorio, en lugar de Quinto, mi nombre de pila. Lucio también fue conocido desde entonces como Hirtuleyo, excepto por algunos de sus amigos más cercanos.

    Tomamos la Vía Salaria —usualmente utilizada para el comercio de sal— directamente hacia Roma y ninguno de los dos osó mirar atrás. Era el mismo camino que mi padre y yo habíamos recorrido años atrás, pero este viaje parecía ser muy diferente. A medida que avanzábamos, el aire se calentaba y nuestros abatidos espíritus se caldearon lentamente con él. Nuestros destinos nos esperaban y no podía haber un futuro mejor que el de servir a nuestra patria.

    Cada noche buscábamos un lugar seguro al lado del camino y acampábamos. Le enseñé a Lucio algunas cosas, entre ellas a encender un fuego.

    —Desearía que mi padre hubiese estado cerca para enseñarme cosas como esta —murmuró para sí mismo. Su padre había dado su vida por Roma en una batalla contra los invasores del norte. Lucio era muy joven en ese momento y no tenía ningún recuerdo del hombre.

    —Pero al menos tienes un amigo que puede enseñarte —le animé dándole una palmada en el hombro.

    —Y agradezco a los dioses por ello.

    En los últimos años, nuestra amistad se ha hecho aún más estrecha debido a nuestras mutuas dificultades. Ambos habíamos perdido a nuestros padres y compartíamos dicho dolor. Sin embargo, a diferencia de mí, Lucio también había perdido a su madre cuando no era más que un niño pequeño; ella había muerto dando a luz a su hermano Ayo. Cuando su padre murió, tanto Lucio como Ayo fueron acogidos en el hogar de su anciano abuelo Manio.

    El dolor que él había soportado —y soportado con la misma resolución de los dorados muros de Troya— me daba energías para seguir adelante cuando vacilaba. Aunque yo era mayor y a menudo ejercía de líder de nuestra alegre pandilla, lo admiraba por la valentía con la que había soportado tanto sufrimiento.

    Esa noche, junto a la fogata, me preguntó por centésima vez:

    —¿Te emociona ir a

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