Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Tambores de Guerra: Los rollos de Sertorio
Tambores de Guerra: Los rollos de Sertorio
Tambores de Guerra: Los rollos de Sertorio
Libro electrónico423 páginas7 horas

Tambores de Guerra: Los rollos de Sertorio

Calificación: 5 de 5 estrellas

5/5

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El único sobreviviente de una brutal batalla, movido por el desesperado deseo de volver a ver a su familia.

Roma, 105 a. C.,

Quinto Sertorio pelea en la que se convierte en la derrota más sangrienta de la ciudad, donde el enemigo asesina a 90.000 de sus camaradas. Luchando con sus noches de terror y con la culpa por haber sobrevivido, jura salvar a su amada Roma y se embarca en una misión encubierta en territorio enemigo. Sertorio se deja crecer la barba y se disfraza de galo, todo esto mientras teme que lo descubran. Pero con el fin de averiguar información vital sobre los invasores, debe infiltrarse dentro sus filas. Mientras se entera de las atrocidades bárbaras tendrá que sobreponerse para ayudar a Roma. ¿Vengará Sertorio a sus camaradas y se volverá a reunir con sus seres queridos, o la próxima masacre marcará el final de la República? Tambores de Guerra es el segundo libro en la serie de ficción histórica 'Los rollos de Sertorio'. Si te gustan los escenarios vívidos, el valor de la convicción y la lucha por la sobrevivencia, entonces disfrutarás la cautivadora serie de Vincent B. Davis II.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 dic 2021
ISBN9781667419640
Tambores de Guerra: Los rollos de Sertorio

Lee más de Vincent B. Davis Ii

Relacionado con Tambores de Guerra

Títulos en esta serie (3)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Ficción histórica para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para Tambores de Guerra

Calificación: 5 de 5 estrellas
5/5

1 clasificación0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Tambores de Guerra - Vincent B. Davis II

    TAMBORES DE GUERRA

    VINCENT B DAVIS II

    Traducido por

    TOMAS IBARRA CERVANTES

    Copyright © 2019 por Vincent B. Davis II

    Todos los derechos reservados.

    Ninguna parte de este libro puede reproducirse de ninguna forma ni por ningún medio electrónico o mecánico, incluidos los sistemas de almacenamiento y recuperación de información, sin el permiso por escrito del autor, excepto para el uso de citas breves en una reseña del libro.

    Vellum flower icon Creado con Vellum

    ÍNDICE

    Sin título

    Orden de lectura

    Esta historia está basada en un hombre real y en eventos reales.

    I

    1. Rollo I

    2. Rollo II

    3. Rollo III

    4. Rollo IV

    5. Rollo V

    6. Rollo VI

    7. Rollo VII

    8. Rollo VIII

    9. Rollo IX

    10. Rollo X

    11. Rollo XI

    12. Rollo XII

    13. Rollo XIII

    14. Rollo XIV

    15. Rollo XV

    16. Rollo XVI

    17. Rollo XVII

    18. Rollo XVIII

    19. Rollo XIX

    II

    20. Rollo XX

    21. Rollo XXI

    22. Rollo XXII

    23. Rollo XXIII

    24. Rollo XXIV

    25. Rollo XXV

    26. Rollo XXVI

    27. Rollo XXVII

    28. Rollo XXVIII

    29. Rollo XXIX

    30. Rollo XXX

    31. Rollo XXXI

    32. Rollo XXXII

    Epílogo

    Glosario

    Agradecimientos

    Sobre el Autor

    SIN TÍTULO

    Para Scott Pratt y su familia

    ORDEN DE LECTURA

    1.El Hombre de los dos Nombres: los rollos de Sertorio I

    2.Hijo de Marte: Los rollos de Mario I

    3.Tambores de Guerra: los rollos de Sertorio II

    4.Sangre en el Foro: Los rollos de Mario II

    5.Cuerpos en el Tíber: Los rollos de Sertorio III

    ESTA HISTORIA ESTÁ BASADA EN UN HOMBRE REAL Y EN EVENTOS REALES.

    Después de una batalla, un soldado debe examinarse para ver qué ha perdido y qué le ha quedado. ¿Ha sido herido? ¿Tiene hemorragias importantes? ¿Ha perdido algún dedo de la mano? ¿Algún dedo del pie?

    Después de Arausio, quienes sobrevivimos nos vimos obligados a hacer lo mismo con nuestras almas.

    ¿Habíamos perdido nuestro sentido del humor? ¿Nuestro amor mutuo?

    ¿Qué pudo haber sobrevivido al desastre de Arausio donde noventa mil romanos fueron masacrados? Los cuerpos de mis hermanos cubrían la tierra por millas. Las copas de los antiquísimos pinos se estremecían con la ascensión de sus espíritus.

    * * *

    Te pido disculpas, lector, por no haber escrito en tanto tiempo. Ha pasado casi un año desde que escribí el capítulo final de mi último rollo, donde detallé mis primeros años en la legión. Fue mucho más difícil de evocar de lo que había anticipado. Aquel día, cuando nuestras huestes marcharon contra las viciosas e incontables fuerzas de los ejércitos cimbrio y teutón, perdí a mi único hermano y a todos los hombres con los que había servido. Fueron masacrados como animales. Y por alguna razón, ese día, los dioses me perdonaron. Desde entonces, he estado buscando la razón.

    Algunas heridas son permanentes. Una vez conocí a un soldado que se lastimó el tobillo en su primera campaña, y dieciocho años de servicio después, el hijo de puta todavía le daba problemas. Y puedo asegurarte por experiencia que las heridas del alma pueden durar lo mismo. Quizá más. El recuerdo de Arausio se quedó conmigo y con los pocos que sobrevivieron.

    * * *

    Después de terminar mis primeros rollos, decidí dejar de escribir por un tiempo. Escribir y recordar a los hombres con los que serví y que murieron ese día —mi hermano, Tito, hombres como Ax, Cayo, Terencio, Pilato— era demasiado para mí.

    Pero después de hablar con mis allegados, he decidido continuar. Sigo en pie de guerra con Roma, la única nación que he amado, y no puedo garantizar que viviré lo suficiente para terminar esta historia, a menos que los dioses consideren oportuno concederme la vida. No importa, estas memorias podrían ser la última contribución que pueda hacer a Roma y, por lo tanto, seguiré adelante.

    * * *

    La primera vez que fui a Roma, era un niño ingenuo. Sin ninguna clase de educación, carecía de la preparación para lo que me esperaba tanto en la vida política como en la milicia. Mi padre me dotó de principios, de carácter y espero, de un mínimo de valor, pero estos atributos eran menos adecuados para una vida en la política y la guerra de lo que esperaba. Después de Arausio fui muchas cosas, pero ingenuo no fue una de ellas. Había aprendido sobre la guerra. Había aprendido sobre la vida y la muerte y las cosas horribles que los hombres pueden hacerse unos a otros. No tenía ganas de revivir las experiencias retomando mi gladius, pero Fortuna (y el cónsul Cayo Mario, para el caso) tenían otros planes para mí.

    * * *

    Mi servicio a Roma no estaba completo, y quizás aún no lo esté. Así que continuaré mi historia, retomando donde la dejé la última vez: cuando me escondía como animal perseguido en un pueblo galo, cuando trataba de encontrar sobrevivientes entre los muertos y cuando trataba de descubrir lo que quedaba de nosotros mismos.

    I

    Espionaje

    1

    ROLLO I

    Idus de agosto, año 650 ab Urbe condita

    Perdí un ojo en Arausio. Me fue arrancado por la piedra de un hondero. Esta herida, y las otras que había sufrido, fueron curadas por Arrea, la joven que había encontrado y de la que me había enamorado durante los meses que antecedieron a la campaña. Después de esconderme, descansar y recuperarme durante casi cuatro meses, comencé a construir un campamento improvisado en las afueras de la aldea gala de Arelate y esperé a que otros soldados se nos unieran.

    Al principio solo algunas pobres almas se acercaron, la mayoría de ellas se habían despertado en los campos de Arausio bajo los cadáveres hinchados de sus amigos, o a punto de ahogarse igual que yo, a lo largo de la ribera del Ródano. Todos estaban tan destrozados, física y emocionalmente, como yo. Lucio era la única excepción: fuerte, concentrado y obstinadamente positivo. Quizá la crueldad con la que lo había tratado la vida, la pérdida de ambos padres en su infancia, lo había preparado de alguna manera para lo verdaderamente doloroso que el mundo podía ser.

    Yo en cambio, no podía aceptar lo que había visto, lo que había sucedido. Creía que el mundo tenía una estructura. Algún sistema de cómo funcionaban las cosas, o cómo deberían funcionar. Ahora que había experimentado la pérdida más devastadora en la historia romana, o quizás de la historia humana, no podía reconciliar la experiencia con los códigos morales que me habían enseñado: mis conceptualizaciones, mis creencias sobre la naturaleza humana y las nociones de justicia cósmica a través de la cual entendía todo lo que había pasado en mi vida hasta ese momento.

    El mundo se había vuelto petrificante. Se negaba a ser entendido y diseccionado por un simple muchacho como yo.

    Sin embargo, Lucio se negó a abandonarme a mi suerte. Me ayudó a construir nuestro campamento improvisado en las afueras de Arelate mientras me recuperaba de mis heridas y trataba de adaptarme a las dificultades de equilibrio y visión provocadas por la pérdida de uno de mis ojos. Comenzamos por recoger troncos del bosque galo para construir una pequeña defensa perimetral. No podría protegernos de un grupo de niños armados con un puñado de piedras, pero era algo. Mantendría, al menos de acuerdo con Lucio, nuestro espíritu guerrero. Aún no estábamos preparados para vivir de otro modo, porque eso era aún más aterrador.

    * * *

    Nos tomó mucho tiempo terminar de montar el campamento. Creo que Arrea y Lucio conspiraron para retrasar el proceso, temerosos de que no quedara nada en que ocuparme. Cuando los tres clavamos en tierra el tronco final, Lucio ya había ideado otro plan.

    —Buen trabajo, muchachos —dijo Arrea sonriéndonos a ambos.

    —Muchas gracias. Me recliné sobre ella y le apreté sus ahora callosas manos.

    —Quinto —dijo Lucio y por su tono de voz supe que algo le preocupaba —, tiene que haber más sobrevivientes. ¿No crees?

    Negué con la cabeza.

    —Ya habrían venido.

    —Quizá creen que son los únicos que siguen vivos, como lo hicimos nosotros durante mucho tiempo. Quizá no sepan cómo encontrarnos.

    Miré a Arrea para saber si ella pensaba lo mismo y el rubor de sus mejillas me indicó que era probable.

    —¿Qué propones que hagamos?

    —El campo de batalla está a unas treinta millas al norte. Podríamos cabalgar y ver si alguien...

    —No. No soy lo suficientemente fuerte para volver a ese lugar.

    Me volví y me limpié las manos, que aún tenían restos de astillas, con la túnica gala que había comprado unas semanas antes.

    —Te menosprecias demasiado. Sobreviviste a la batalla, seguramente podrías regresar si eso significa salvar a más de tus hombres —dijo Arrea colocando su mano en mi antebrazo. Me alentaba, pero me di cuenta por el brillo en sus ojos que comprendía mi resistencia.

    —¿Y de dónde sacaremos los caballos? —pregunté.

    —Hablé con un aldeano en Arelate. Dijo que estaba dispuesto a prestarnos dos caballos y a guiarnos allí él mismo —dijo Lucio.

    —Veo que ya has tomado una decisión.

    Lamí el sudor de mis labios y protegí mi ojo del sol para ver el rostro de mi amigo.

    —No me iré sin ti.

    —¿Y qué hay de ti? —Me volví hacia Arrea.

    —Sabes que me gusta trabajar contigo, cariño, pero me vendría bien descansar un poco.

    Se acercó a mí.

    —Está bien. Asentí, al darme cuenta de que no tenía suficientes excusas para refutarlos.

    —Podemos irnos al despuntar el día.

    Lucio suspiró aliviado. Hasta ahora no había notado las líneas de preocupación que habían comenzado a grabarse en su rostro alguna vez joven. Temí que su preocupación por mí comenzara a hacer que su cabello rubio se volviera gris, pero no sabía cómo explicarme correctamente... cómo podría decirle que no estaba bien, cuando lo estaba. La tensión que mi condición imponía a Arrea y a Lucio me avergonzaba, y la vergüenza empeoraba mi condición.

    —Excelente. Avisaré a nuestro guía de inmediato. Descansad un poco.

    Nos dio unas palmaditas en el brazo a Arrea y a mí.

    Mientras mi amigo se apresuraba hacia la aldea, me quedé quieto, a punto de entrar en pánico cuando las imágenes del campo de batalla destellaron ante mis ojos.

    —¿Quinto? —dijo Arrea parándose frente a mí —. Vamos a acostarnos.

    Le permití que me llevara a nuestra pequeña tienda, en la que nos habíamos abrazado durante meses.

    —¿Necesitas ayuda? —Se agachó para sostenerme mientras yo quitaba el peso de mi pierna y luchaba para sentarme.

    —Estoy bien. Hay cosas que un hombre necesita hacer por sí mismo.

    Una vez que me acosté, Arrea se acurrucó a mi lado y apoyó la cabeza en mi pecho. Mi corazón latió más despacio cuando percibí el aroma de su cabello.

    De alguna manera sentí que sus ojos seguían abiertos.

    —¿Quieres hacer el amor? Han pasado meses —preguntó Arrea en voz baja.

    —No creo que vayas a disfrutarlo. Estoy cubierto de sudor y apesto como un bárbaro.

    —Bien por ti romano, yo soy bárbara, así que no creo que sea un problema.

    Estiró el cuello hacia mí y sonrió.

    —Creo que solo te abrazaré, cariño —dije, forzándome a devolverle la sonrisa. «Te abrazaré mientras pueda» pensé, pero no lo dije. Sabía que pronto llegaría el momento en que no podría hacerlo. Y tal vez nunca volvería a hacerlo si el destino de mi hermano me esperaba a mi regreso a la legión.

    * * *

    El cielo todavía estaba oscuro cuando Lucio me despertó. Una vez más, estaba empapado en sudor. Las primeras veces temí avergonzado haberme orinado, pero no... Eran solo las pesadillas.

    —El guía está listo. Tiene tres caballos cerca del camino.

    —Solo dame un momento para cambiarme la túnica.

    Salí de mi lecho e hice un esfuerzo por terminar de despertar. Había crecido bebiendo un vaso de agua con miel y leyendo algo antes de comenzar el día, pero la vida se había encargado de quitarme ese hábito.

    Me quité la túnica húmeda y me puse una de las otras dos que tenía. A la luz de las estrellas matutinas distinguí el rostro dormido de Arrea. Apoyado en su brazo, con la mejilla arrugada y los labios fruncidos, no había nada más hermoso. También había algo en el sueño que hacía que su cabello fuera aún más hermoso que cuando lo peinaba. Si había algo que todavía me daba esperanzas, era mirarla.

    —Muestra el camino, amicus. Le hice un gesto a Lucio.

    Caminamos desde el campamento hasta el camino donde se encontraba el guía, orientándonos por los resoplidos equinos.

    —Empezaba a pensar que no vendrías —dijo el corpulento guía con el ceño fruncido, sus ojos apenas eran visibles bajo una capucha parda.

    —Me toma algo de tiempo moverme últimamente. Hice un gesto hacia mi ojo.

    —Pues yo me muevo muy bien. Levantó el brazo izquierdo, que terminaba en un muñón, la piel estirada se plegaba en una cicatriz profunda. Fue como una bofetada, y permanecí en silencio mientras luchaba por montar el caballo.

    Era una bestia enorme criada para trabajar en los campos, no para cabalgar, pero siempre me agradó esa clase de animales. Corpulentos, fuertes y testarudos, pero increíblemente leales si los entrenabas correctamente.

    —¿Te encuentras bien? —dijo Lucio mientras pasaba mi pierna sobre el lomo del caballo.

    —Estoy bien, camarada. Deja de preocuparte tanto.

    Negué con la cabeza y él también luchó por subirse a su caballo. No estaba herido, pero nunca ha habido jinete menos agraciado que mi amigo Lucio, y no era por falta de intentos.

    * * *

    El guía nos condujo en medio de la oscuridad hasta que salió el sol, justo a tiempo para evitar que mis manos se entumecieran por el frío. Afortunadamente, hablaba muy poco latín y tampoco parecía dispuesto a hablar mucho en galo. Cabalgamos en silencio, lo que me sentaba muy bien, ya que luchaba por contener el impulso de dar media vuelta y regresar galopando a Arelate.

    Antes de que terminara por decidirme, habíamos llegado. No era la primera ni la última vez que me perdía en mis pensamientos, como estoy seguro de que mis divagaciones ya te lo han revelado.

    El guía redujo la velocidad de nuestro galope a un trote, y después se detuvo por completo, cuando los cuerpos aparecieron a la vista.

    —Puedes atarlos aquí. El guía señaló algunos postes en los límites de un bosque.

    Después de asegurar los caballos, Lucio se convirtió en el guía y caminó por delante.

    Es difícil describir los sentimientos cuando estás rodeado de tantos muertos que es imposible pensar en otra cosa. Me sentí como si hubiera despertado en el Hades con las almas de muchas generaciones destruidas a mi alrededor.

    La batalla había tenido lugar en octubre. Y ahora, después de todos estos meses, había comenzado la descomposición, pero lo peor era que se había detenido por las fuertes nevadas invernales. La mayor parte de la nieve se había derretido pero los cuerpos de mis hermanos seguían fríos, la piel sobre los huesos tensa como el cuero, los temerosos ojos abiertos, amarillentos y lechosos.

    Pensé en cuántas monedas se necesitaría colocar sobre sus ojos si quisiéramos enviarlos con el barquero. Las arcas de Roma habrían sido insuficientes. Levanté la mano para proteger mi nariz del hedor.

    Cometí el error de examinar el rostro de un hombre muerto a mis pies. Su garganta estaba seccionada, el suelo debajo de él todavía estaba manchado de negro con su sangre. Incluso con sus mejillas parcialmente descompuestas, podía imaginarlo vivo. No creo haberlo conocido antes de su muerte, pero sentía como si lo hubiese hecho. Podía imaginarlo contando chistes alrededor de una fogata o quejándose por estar en el turno de guardia o en sus deberes.

    —Estamos aquí para buscar a los vivos, no a los muertos, amicus —dijo Lucio, antes de continuar gritándoles a los sobrevivientes que pudieran haber regresado al campo de batalla.

    Sin embargo, no pude apartar la mirada. Me arrodillé junto al hombre y me agaché para cerrar sus ojos. A diferencia de alguien que acaba de fallecer, la piel estaba fija, no se movía. Miraría con terror a su asesino frente a él por la eternidad.

    —Lamento que os haya pasado esto —dije, primero al hombre que estaba a mi lado y luego al valle de romanos muertos ante nosotros. Todavía vestían la armadura que una vez limpiaran hasta dejar resplandeciente y que portaran con tanto orgullo. Había flechas esparcidas por el campo de batalla, algunas clavadas en tierra y otras en los cadáveres de mis camaradas.

    —Toma. El guía se acercó y me arrojó una bolsa de monedas.

    —¿Qué es esto?

    —Es lo que me pagó el chaval. Asintió hacia Lucio —. He peleado muchas batallas —su barba gris se movía mientras sus labios temblaban antes de continuar —, pero jamás vi algo como esto. Se quitó la capucha y ahuecó las manos en señal de respeto.

    Dudé en tomar los denarii hasta que me hizo un gesto para que continuara. Mis manos temblaban cuando colocaba las monedas sobre los ojos abiertos de algunos romanos debajo de mí. No fue mucho, en comparación con la carnicería que me rodeaba, pero fue mejor que nada.

    —No veo a nadie vivo aquí —dijo Lucio antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo —. Hay demasiados, Quinto.

    Me puse de pie y me limpié la humedad de la punta de la nariz.

    —Lo sé. Pero tal vez un hombre bien enviado a la otra vida pueda asegurar el paso para el resto de nuestros hermanos.

    Hice un gesto a los hombres a mi alrededor.

    —Ojalá pudiéramos enterrarlos o incinerarlos, pero sé que no podemos.

    Lucio se acercó, pasando por encima de montones de cadáveres.

    —Cuando ganemos... cuando castiguemos a esos bastardos por esto, tal vez Mario nos envíe a todos de regreso para que nuestros hermanos descansen.

    Puso una mano en mi hombro y me miró a los ojos.

    —Vamos. No hay una sola alma en millas. Bien podríamos regresar al campamento.

    Era cierto, el campo de batalla estaba en completo silencio. Incluso los buitres se habían escabullido cuando llegamos. Quizás los asustamos o quizás estaban saciados. Era ilógico pensar que hubieran desarrollado un respeto por los muertos.

    Lo único que se movía eran los estandartes clavados en tierra junto a sus portadores caídos, los estandartes que los bárbaros no se habían llevado consigo. Era una visión espeluznante. El silencio jugó una mala pasada en mi mente, haciéndome creer que aún podía escuchar el choque de la batalla en la distancia.

    Grabé una inscripción en latín sobre una roca: 30 MILLAS AL SUR, AL ORIENTE DE ARELATE. SEGURIDAD PARA TODO ROMANO.

    El guía preguntó si era sensato revelar nuestra ubicación tan abiertamente. Lucio y yo nos encogimos de hombros. Los rojos habían seguido su camino, se habían ido al Oeste para divertirse mientras Roma lloraba. Volverían, pero cuando lo hicieran, dudamos que algunos romanos hambrientos llamaran su atención.

    Lucio y el guía me ayudaron a juntar algunos estandartes y a colocar la piedra sobre un montículo. Si alguien viniera a buscar a otros sobrevivientes, al menos tendría una dirección.

    Pero después de ver a todos esos muertos, dudaba que quedara alguien más.

    2

    ROLLO II

    Cuatro días antes de las nonas de septiembre, año 650 ab Urbe condita

    Esa piedra resultó ser útil el mes siguiente. Era cierto, no quedábamos muchos. Pero algunos, un puñado, habían regresado a Arausio y vieron nuestro letrero. Llegaron poco a poco, uno o dos a la semana, durante lo que quedaba de agosto.

    —¿Cuántos son ahora? —le pregunté a Lucio.

    Era a principios de septiembre y hacía más calor de lo acostumbrado. Sudaba profusamente a pesar del esfuerzo moderado, pero no me importaba. Los lujos como el baño no me preocupaban. Quizás había agua disponible en Arelate, pero la higiene personal ya no era importante. Todos habíamos sobrevivido como animales, por lo que estábamos resignados a oler como ellos.

    —Veintisiete —dijo, apoyándose en una rodilla y en su scutum. A pesar de nuestros muros y nuestra total incapacidad para luchar, Lucio nunca iba a ningún lado sin su equipo de combate.

    —Parecen ser más. Me ajusté el parche en el ojo, que en ese momento todavía me irritaba la frente horriblemente.

    —Eso es porque tuvimos muy pocos, durante mucho tiempo —dijo fingiendo una sonrisa. Me atendió como lo hace un buen entrenador a un potrillo lastimado. Hablábamos poco de Arausio y de todo lo que habíamos perdido, pero él era tan consciente como cualquiera de que yo nunca había abandonado el campo de batalla. ¿Cómo podría? Allí dejé morir a mi hermano Tito. Me exigió que lo hiciera, y sangraba profusamente por los muñones de sus piernas amputadas... pero ¿qué más podría haber hecho?

    —¿Crees que haya más campamentos por ahí? ¿Como el nuestro? —Pregunté con toda la ingenuidad que aún me quedaba.

    Se mordió el labio y apartó la mirada.

    —No lo creo, amicus. He estado atento a lo que cuentan los comerciantes que han visitado las ciudades en varias millas a la redonda y no saben nada sobre otros campamentos.

    La lavanda y la salicornia se mecían con la suave brisa de principios de otoño. Los flamencos blancos se inclinaban en busca de peces en el estanque pantanoso más allá de nuestro campamento. Incluso los mosquitos, anteriormente feroces, estaban empezando a abandonarnos conforme el clima se enfriaba. En cualquier otro momento, para cualquier otra persona, habría sido pintoresco. El tipo de paisaje con el que un hombre puede sentarse y reflexionar sobre las maravillas de la vida. Pero a mí todo me parecía sombrío. Una mentira. Una fachada que ocultaba la verdad sobre lo que el mundo me había revelado de manera tan conmovedora en Arausio.

    —Esto no puede ser, Lucio. No puedo creer eso —dije señalando a los soldados sentados en nuestro pequeño fuerte. Sin embargo lo creía, solo que no quería hacerlo.

    —Anímate, Quinto. Son veinte romanos más de lo que creíamos. Me dio una palmada en el hombro. Veinte eran más que dos, pero ese número palidecía en comparación con las noventa mil mulas con las que habíamos marchado unos meses antes.

    —Hola muchachos. ¿Tenéis hambre?

    Arrea se acercó detrás de mí balanceando delicadamente algunos tazones de sopa humeante.

    —Que Juno te bendiga —dijo Lucio, ayudándola con los tazones y haciendo una mueca cuando un poco de su contenido se derramó sobre sus manos.

    —Gracias —dije sin molestarme en voltear a mi izquierda para verla porque ya no tenía ojo para hacerlo —, pero creo que esperaré un poco.

    —¡Quinto, debes comer! —me reprendió como lo hacía mi madre cuando era niño y por eso la amaba.

    —Asegúrate de que los demás coman. Era mi respuesta rutinaria cuando rechazaba la comida. Yo era un centurión, por lo que mi trabajo era asegurarme de que mis hombres fueran alimentados antes que yo. Pero, la verdad era que no tenía hambre. Mi estómago siempre estaba indispuesto, y no me parecía muy justo que pudiera cenar el sencillo guiso de Arrea mientras mis hermanos eran devorados por las aves carroñeras.

    —He preparado suficiente para todos. Ahora, si en verdad eres su líder, debes mantenerte fuerte.

    Me entregó el cuenco, y una vez que lo vi con mi ojo sano, lo recibí y decidí comer aunque fuera solo para complacerla.

    Todas las condecoraciones militares que se pueden otorgar a un soldado, absolutamente todas, deberían serle otorgadas a Arrea. Desde Arausio, había atendido sistemáticamente a los heridos y enfermos entre nosotros como un cuerpo médico compuesto por una sola mujer. Los soldados suelen ser ineptos para cocinar (ya habíamos tenido una centuria especial dedicada a preparar nuestras comidas), por lo que Arrea también se encargó de nuestra alimentación. Cuando por casualidad encontraba un momento de tranquilidad, cosía nuestras túnicas rasgadas, devolviéndonos un mínimo de nuestro honor como soldados.

    —Siéntate a mi lado.

    Me deslicé sobre el tronco y le hice sitio. Dudó sintiendo que había algo más que hacer, pero después de darle una mirada que solo los amantes pueden dedicarse, cedió.

    —Sabes —dijo Lucio soplándole a su cucharada de sopa —, deberíamos hacer planes para mudarnos pronto.

    —¿Mudarnos a dónde? Aquí estamos protegidos —dije un poco sarcástico.

    —A Italia. A un lugar seguro. Encontré a un comerciante de azafrán que afirmó que el general Mario había establecido un campamento. El cónsul te dijo en esa carta que vendría después de que la nieve se derritiera. Y se ha derretido. ¿Quizá sea cierto? —dijo Lucio.

    No había sido criado para quedarse en este nauseabundo escondrijo galo cruzado de brazos. Sabía que nuestro deber para con Roma aún no se había cumplido y estábamos listos para enfrentar nuestro destino. Yo también lo sabía, pero tal vez estaba menos preparado para lo que me esperaba.

    —No lo creo —dije tomando un bocado de sopa y sintiendo que se me revolvía el estómago.

    Arrea y Lucio intercambiaron una mirada.

    —No hemos recibido ninguna orden. Deberíamos quedarnos en nuestro puesto hasta que nos necesiten en otro lugar —continué.

    Habíamos pagado a uno de los aldeanos para que llevara una carta a Roma, así que Mario sabía dónde encontrarnos. Aun sabiendo eso, mi posición era débil. Era poco probable que Mario enviara a un ordenanza a varios cientos de millas para decirnos lo que ya nos había dicho.

    Para entonces, algunas de las mulas que nos habían escuchado hablar habían comenzado a reunirse.

    —Habláis de partir, ¿eh? —dijo uno.

    —Me gusta esa idea.

    —Cualquier lugar es mejor que este —dijo otro.

    Miré a Lucio como si dijera: ¿Ves lo que has hecho?. Él solo se encogió de hombros.

    —¿Es lo que todos piensan? —Me esforcé por mirar a mi alrededor. Todos asintieron.

    Luché por ponerme de pie, mi pierna ahora había sanado, pero no del todo.

    —Bueno, si estáis todos de acuerdo, entonces... entonces podemos movernos.

    No quería hacerlo. Sabía cuál era la decisión correcta, pero no quería enfrentármeles. Nuestro pequeño, lúgubre y húmedo campamento era mucho menos intimidante que regresar a las fronteras de Italia para revelar al mundo que yo había sobrevivido, mientras que todos los demás habían muerto. ¿Podría enfrentar a Mario, mirarlo a los ojos y decirle que había visto todos nuestros estandartes arrebatados por el enemigo? ¿A todos nuestros hombres masacrados? ¿Podría abrazar a mi madre y decirle que su hijo Tito había muerto en mis brazos?

    —Tú eres el centurión aquí. Seguiremos tus órdenes —dijo uno de ellos y los demás asintieron.

    No eran mis hombres y jamás los había visto antes de Arausio, pero eran como cualquier otro. Eran buenos legionarios y merecían un líder mejor que yo.

    —Una de las prioridades del centurión es comprender la voluntad de sus hombres y actuar de acuerdo con ella. Si estáis listos para moveros, entonces tenemos que desmantelar el campamento. Saldremos al rayar el alba.

    Todos parecieron exhalar de alivio, y Arrea tomó mi mano para animarme. Sería un largo viaje a casa, mucho más arduo que solo las millas que nos separaban de ella.

    Mientras los hombres se disponían a derribar nuestros débiles muros, me acerqué al lugar donde Arrea y yo habíamos establecido nuestro hogar durante los últimos meses. Nada lo cubría, salvo algunas capas extendidas sobre unos palos por lo que nos dejaba empapados cada vez que llovía, pero era nuestro pequeño nido. Cuando abrazaba a Arrea allí, éramos solo nosotros dos. La guerra se convertía en un recuerdo, un recuerdo cruel. O quizás una obra trágica que había visto representar en el forum. Empacar ese lecho significaba volver a la realidad para descubrir qué era lo que nos quedaba después de Arausio.

    Enrollé la camilla y desmonté nuestra tienda improvisada. Junto a ella había una caja que Arrea me había guardado desde que Lucio me había arrastrado a Arelate, empapado y todavía sangrando por la piedra alojada en mi ojo.

    Colocó cada pieza de mi equipo de combate adentro, cada una cuidadosamente puesta junto a la siguiente para esperar el día en que el deber me llamara. No los había tocado desde ese día.

    Saqué cada pieza, una por una, y traté de recordar cómo ajustarlas correctamente. Mis pies se hundieron en el cuero de mis sandalias, desgastadas en las suelas por las millas de marcha que ejecutábamos con el sonido de la cadencia retumbante y los llamados de buccina y tuba. Me acomodé la lorica, la cota de malla pesaba más de lo que recordaba. Había perdido masa muscular desde Arausio y se notaba.

    En el fondo de la caja había algo que

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1