El 1 de mayo de 1539, Carlos V sufrió la peor derrota de su vida. Ese día tuvo que enfrentarse a la prematura muerte de Isabel de Portugal, su esposa y colaboradora, su “ayudadora”, como él mismo la calificaba. Acababan, así, trece años de matrimonio en los que, pese a la frecuente y obligada distancia física, dadas las continuas empresas militares del emperador, la relación entre los cónyuges había sido plena y feliz.
Isabel fue la segunda de los diez hijos nacidos del matrimonio entre el monarca portugués Manuel I el Afortunado y María de Aragón, hija de los Reyes Católicos. Creció bajo la sombra protectora de su madre, una mujer culta e inteligente, que diseñó las líneas educativas de sus hijos, las supervisó personalmente, y les transmitió las mismas inquietudes humanísticas que ella había recibido de su madre, Isabel la Católica.
La corte de Manuel I era, por entonces, la más opulenta de Europa. Un entorno exultante en el que Isabel desarrolló una personalidad curiosa, un innegable interés por todo tipo de aprendizajes y un carácter independiente y decidido, a decir de muchos de sus contemporáneos. Sin duda, fue la suya una infancia rica en experiencias y feliz en compañía de sus numerosos hermanos. Disfrutó de la presencia de artistas y poetas de la