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Layos, historia de un mito griego
Layos, historia de un mito griego
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Layos, historia de un mito griego

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"Puedes cambiar tu futuro, no tu destino"

En época clásica, Layos, el mítico rey de Tebas, era un personaje mitológico vilipendiado, acusado del rapto de Crisipos, el infante bastardo más querido del rey Pélops. Debido a este hecho, se ganó la maldición que más tarde se transmitiría a su hijo Edipo.

Esta novela ejecuta una ambientación micénica con la habilidad y el método de un cirujano e hila el mito dentro de la historia de forma magistral. Recupera y dignifica la figura de Layos, sirviendo su historia de amor con el adolescente Crisipos como telón de fondo para mostrarnos toda la sociedad aquea de la Edad del Bronce.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 dic 2014
ISBN9788493890193
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    Layos, historia de un mito griego - Josep Asensi

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    LAYOS

    La historia de un mito griego

    Josep Asensi

    ediciones evohé.jpg

    A Antonio Penadés y Javier Baonza

    por haber creído en Layos y en mí.

    reinosaqueos.tifmapreinodetebasg.tifmapafugaj.tif

    El lamento de Crisipos

    Ya no estás a mi lado. Tu sudor, que antes vertías sobre mí, ha regado el campo de la derrota. Tu cuerpo, que antes yacía conmigo, se pudre rodeado de héroes como tú. Tu lecho es hoy una fosa lejos de tu ciudad. Tú, el más bondadoso de los hombres, el más justo de los reyes, eres ahora un cadáver desterrado. No habrá honores ni pira. No se elevará tu humo hacia los dioses mientras cuidamos de tus sagradas cenizas. No podremos guardar tus huesos en un santuario para reverenciarlos y pedirles el favor de los inmortales. No podremos consultarte, divino, amado. No sabremos si eres un héroe oracular o una sombra errante, si disfrutas del banquete de los dioses o si sufres en el reino de Hades.

    Tebas ya te ha olvidado. Sólo yo te recuerdo. Sólo yo siento aún tu cuerpo ungido de aceite, tus manos acariciando mis caderas, tu aliento en mi nuca, tus dientes en mi cuello. Sólo yo lamento tu pérdida. Porque yo, y no la harpía de Yocasta, soy tu única viuda.

    El llanto de un anciano

    Soy demasiado viejo, y toda mi vida ha girado entorno a ti, Layos, mi Wanax.

    Serví al rey Lábdaco, y con él compartí la alegría de tu nacimiento, mi señor, el tierno Layos bebé. Jugué contigo y te vi crecer. Presencié tus gateos y tus pasos. Velé tu sueño y amé la dulzura de tu rostro dormido. Escuché tus balbuceos y me sorprendí con tus palabras. Escondí tus diabluras y fui tu cómplice. Te acogí en mi habitación, a ti, dueño de todo el palacio. Me alegré con tus risas y me dolieron tus lágrimas.

    Serví al regente Licos, y bajo sus órdenes eduqué al niño que fuiste. Paseamos por tus propiedades y hablamos de Todo. Te entronqué con tu pasado y te comprometí con tu futuro. Te enorgullecí de tus antepasados. Te enseñé cuanto sabía. Con mi pobre aportación, ayudé a forjar un heredero digno de tu casa.

    Conocí la guerra de los gemelos, y yo mismo te ayudé a escapar.

    Conocí el fin de los usurpadores, y fui yo quien te llamó al trono.

    Te serví mientras fuiste rey, y te amé como sólo puede amarse a alguien como tú: mi rey y mi discípulo; mi señor y mi obra; bebé, niño y hombre.

    Y ahora debo servir a otro usurpador: tu asesino, el infame corintio que dejó tu cuerpo insepulto, a merced de las alimañas, del sol y de la lluvia.

    Recuerdo que ya te lo dije. Los señores pasan, pero los siervos persistimos, como parte de la Tierra, cambiando de amo una y otra vez.

    Sí, soy demasiado viejo, y en tu ausencia sigo bailando a tu alrededor, mi niño asesinado.

    antiope.tif

    1. El rapto de Antíope

    La vivienda tenía cuatro lados. Podría haber sido cuadrada si su constructor, dueño e inquilino hubiera tenido una vara de medir, suponiendo que supiera usarla. Un par de filas de piedra tosca, unas paredes de barro y un techo de paja y fango a dos aguas era hogar común de un matrimonio y de sus cabras. La puerta de madera se abría hacia afuera, para no robar espacio al diminuto interior. Cerca de allí, una choza circular mucho más pequeña, abandonada como vivienda pero conservada como almacén, granero y trastero. Excavada en la montaña, una gruta junto a una fuente de agua fría. No muy lejos, el límite entre el bosque y el prado.

    Eunisos, el pastor, terminó de guardar su exiguo rebaño y entró tras él en la casa. Iba cubierto con un manto que era también fardo, mantel, alfombra, manta y, quizá, varias cosas más. Unos cuantos postes alineados y una única viga sujetaban el entramado de cañas sobre el que descansaba la paja del techo, impermeabilizada por el hollín depositado durante años de hoguera nocturna. Un agujero en el centro de la techumbre era, a la vez, la chimenea y la única ventilación. En las paredes, unas hornacinas excavadas en el barro, con algunos estantes inseguramente sostenidos. El mobiliario, si se le podía llamar así, se reducía a un cubo con agua y dos arcones. Sobre uno de aquellos arcones, un jergón de lana basta relleno de paja. Pero la cabaña, comparada con la choza circular de su padre y su abuelo, era enorme y rica para su satisfecho propietario.

    El pastor y Meliside, su mujer, dejaron caer en el suelo el jergón, se tumbaron sobre él y se cubrieron con sus mantos. El hombre durmió poco. Eléuteras, la ciudad más cercana, estaba lo suficientemente lejos como para que ningún hombre o caballo pudiese perturbar el silencio, así es que oyó a sus visitantes con mucha antelación. Se lavó un poco la cara para despejarse y se arropó. Abrió el arcón más pequeño y extrajo una pequeña hacha de bronce: su única arma y toda su fortuna. Tomó una vieja jabalina de madera, con la punta endurecida al fuego. Encendió una tea en la hoguera y salió a la oscuridad.

    Era una noche clara. Se alejó un poco por el sendero que llevaba a su casa, hincó la antorcha en el suelo y regresó. Se emboscó en la penumbra. Hombres y caballos quería decir ladrones; si se llevaban sus cabras, moriría de hambre, así es que no merecía la pena huir. Aguzó el oído: iban muy deprisa, demasiado, y oía también ruedas. ¿Quién sería tan estúpido como para correr con una carreta? Al abandonar el camino principal redujeron la marcha. El pastor tanteó el hacha y la jabalina, dudando qué usaría primero. La jabalina, decidió. Cuando llegaran cerca de la antorcha, la arrojaría sobre el primero del grupo y aprovecharía la confusión para salir de su escondite blandiendo el hacha. Mataría por lo menos a dos. Con un poco de suerte, los demás huirían; si no, habría matado a dos antes de morir y eso se le tendría en cuenta en el inframundo. «Diosa Madre de la Tierra», rezó, «que no me fallen el brazo ni el corazón».

    El ruido se escuchaba cada vez más cerca. Pronto estarían dentro del área iluminada. Se preparó para saltar.

    Pero lo que se acercó no era una banda de ladrones.

    Cuatro jinetes con armadura de lino y cuero, yelmo de colmillos de jabalí, grebas de lino, espada corta colgada del hombro y lanza con punta de bronce escoltaban un carro de guerra. En él, tres figuras. Al acercarse, vio que se trataba del auriga, de otro hombre y de una mujer. El hombre del carro llevaba una carísima armadura de planchas de bronce y un yelmo de colmillos de jabalí con un penacho de crin de caballo. La mujer vestía como una noble. El auriga se cubría con el quitón largo propio de su oficio.

    Se levantó, la jabalina en una mano y el hacha en la otra, y se quedó allí, paralizado.

    El carro, traqueteando por el prado, llegó hasta él. El pasajero lo miró desde arriba y habló con el tono de quienes están acostumbrados a dar órdenes.

    —¿Es así como los tebanos recibís a un rey?

    Su importante visita era Epopeo, aventurero tesalio, jefe de una partida de mercenarios y actual usurpador del trono de Sición. La mujer era Antíope, la hija menor de Nicteo, el regente de Tebas y abuelo materno del rey Lábdaco.

    Antíope y Epopeo, libre ya de la incómoda armadura, se habían sentado en uno de los arcones, acolchado con el jergón. Dos de los cuatro escoltas y el auriga ocupaban el otro arcón. Los dos escoltas restantes se apoyaban a ambos lados de la puerta.

    El cabrero y su mujer estaban de pie, en medio de aquella muchedumbre armada. El rey lo miró con desprecio.

    —Antíope me dijo que eras un pastor rico. Que además de cuidar parte de su rebaño tenías el tuyo propio.

    Tragó saliva con dificultad antes de contestar.

    —No soy exactamente rico. Cuido 50 cabras y un macho que la Señora heredó de su madre, y que son parte de su dote. Cuido 50 cabras de la comunidad, lo que me da derecho a una compensación en cebada y en higos. Y tengo otras 20 cabras y un perro de mi propiedad.

    —¿Eso es todo?

    Bajó la cabeza, avergonzado.

    —No. También tengo esta casa, un asno, dos arcones y un hacha de bronce.

    Los soldados estallaron en carcajadas.

    —¡Un hacha! —dijo uno de ellos— ¿Has visto el bronce que nuestro rey lleva encima?

    —Rico —añadió el rey—, y ni siquiera tienes un establo para encerrar estos asquerosos animales. ¿Hay un sitio decente, donde una mujer pueda dormir sin apestar a cabra?

    —Está la choza de mi padre y mi abuelo, pero está llena de trastos. Hay sacos de grano, algunos aperos de labranza de mi mujer...

    —No es mi problema. Lo vaciarás ahora mismo. Mis hombres te ayudarán.

    —Pero señor, no puedo dejar el grano a la intemperie, y no es bueno dejarlo cerca del ganado.

    —Ya te he dicho que no es mi problema.

    —Si el grano se enmohece no podremos comerlo, y si lo meto aquí se lo comerán las cabras...

    —Si te clavo mi espada en el vientre, también se lo tendrán que comer las cabras.

    El pastor enrojeció de ira, pero calló. Cuando se hubo tranquilizado lo suficiente, se atrevió a contestar.

    —Se hará como deseas... si también es el deseo de la Señora.

    —Es su deseo, puedes estar seguro.

    —Quiero oirlo de sus labios.

    Epopeo lo miró en silencio durante unos instantes. Luego le colocó su espada en la garganta.

    —Eres muy osado. Deberías respetarnos más.

    —No soy un esclavo, ni un nativo. Soy un aqueo libre, y sólo sigo a quien quiero. Serví a la madre de Antíope por mi voluntad, y sólo por mi voluntad guardo los rebaños para su hija. Luché con el difunto rey cuando me llamó y lucharé por Lábdaco cuando éste me lo pida. Si me matas, cometerás un crimen contra un hombre libre. Y ni siquiera los reyes estáis por encima de la justicia.

    —No te mataré, pero sólo porque te necesito —apartó la espada de su cuello—. Verás: tu señora, la noble Antíope, está un poco... indispuesta para viajar.

    En ese momento, la aludida sintió arcadas. Meliside le acercó el cubo y Antíope vomitó.

    —Está preñada —dijo aquella.

    —Sí, lo está —prosiguió Epopeo—. Por eso se quedará aquí un tiempo, el necesario para despistar a ciertas personas que no nos quieren bien. Luego enviaré discretamente uno de mis hombres para recogerla.

    —Mi mujer también está encinta, y yo ya soy mayor. Dos mujeres embarazadas es demasiada carga para mí solo.

    —Te recompensaré.

    Hizo una señal a uno de sus hombres y este le acercó una alforja. El tesalio sacó de ella un collar de oro, del que pendía una gran mosca también de oro.

    —Lo gané en Egipto cuando luché allí para su rey. No creo que sepas dónde está Egipto, ni lo grande y rico que es.

    —Eso no me sirve para nada. El oro no se come, y no puedo venderlo sin levantar sospechas.

    —Mejor; así no te lo gastarás antes de tiempo. Cuando mis hombres vuelvan, te lo cambiarán por asadores de bronce, clavos, hoces, cuchillos, cinturones... En fin, lo que necesites para ti o lo que puedas vender sin problemas.

    —¿Vendrá uno de estos?

    —No hasta aquí. Esperarán en los límites del reino. Enviaré un criado.

    —¿Cómo lo reconoceré?

    —Por esto...

    Le tendió un pequeño puñal, gris azulado, muy pesado.

    —¿Sabes qué es?

    El cabrero negó con la cabeza.

    —Es hierro. También lo traje de Egipto. Los egipcios no lo usan, pero sí algunos de sus vecinos. Este se lo arranqué a un enemigo muerto, y luego al oficial egipcio que quiso quedárselo. Vale muchas veces su peso en oro y puede atravesar nuestro bronce como el bronce traspasa la lana. No lo olvidarás: nunca se olvida una vez visto. Cuidarás de Antíope, le darás esa choza de fuera para dormir, la alimentarás, y un día vendrá un hombre con este cuchillo y dirá que viene de mi parte. Llevará un saco lleno de cosas buenas para ti, para tu mujer y... —sonrió— para el pequeño aqueo libre de esa barriga. Entonces se irá con la Señora. Por cierto: puedes quedarte con las cabras y el macho. Es... un pequeño pago extra.

    El antiguo palacio rectangular de Cadmo, el mégaron, había quedado invisible desde el exterior, rodeado por dependencias de dos y tres pisos. Ahora constituía una gran sala, desde la cual se seguía gobernando el reino. A las habitaciones y almacenes se accedía a través de largos pasillos que lo rodeaban y, a la vez, lo aislaban de ruidos y olores. El techo se sostenía sobre las paredes y sobre cuatro grandes columnas centrales, entre las que se hallaba el hogar. Las paredes, revocadas con cal, lucían frescos pintados por artistas minoicos: pulpos, delfines, aves. Junto a una de las paredes había una tarima para el culto; sobre la tarima, una estatua de madera de la Gran Diosa, Mâ Gâ, la Madre Tierra. A la derecha, el trono del wanax, el rey.

    —¡Maldito, maldito seas, Epopeo!

    Nicteo, el regente, daba vueltas en el salón principal del palacio. A su alrededor, su hermano menor Licos y el joven rey Lábdaco lo contemplaban con cierta preocupación. Licos era el lawagetas, el comandante supremo. En un rincón, cabizbaja, una mujer vestida con un quitón largo y un manto negro que intentaba cubrirla por completo, para desaparecer junto a su vergüenza. Los tres hombres vestían sencillos quitones blancos. Las miradas vagaban entre el airado autokrator y la pobre sirviente. Nicteo reprimió el impulso de tomar a la esclava por las muñecas y levantó los puños cerrados frente a su rostro.

    —¡Dime, maldita, dime!

    —Tu esclava escucha —contestó con voz apenas audible.

    —Sabes perfectamente lo que quiero. Dime, ¿desde cuándo estabas enterada?

    —Tu hija sangró por última vez hace más de dos lunas. Desde entonces, sus flujos no han vuelto a bajar.

    —¿Y por qué no me dijiste nada? ¡Debería desollarte ahora mismo!

    La mujer se arrojó a los pies del regente.

    —Señor, ¡te lo suplico! ¡Por tus rodillas! Soy tu esclava, pero me pusiste al servicio de tu hija. Yo la amamanté, yo la ayudé a crecer. No podía dejar de servirle en un momento tan difícil.

    —¿Y también le hiciste de alcahueta? ¿O te limitaste a mirar a otra parte mientras mi invitado deshonraba mi casa?

    —Señor, ¡perdóname! El rey de Sición era tu huésped. Nunca sospeché que insultaría tu hospitalidad durmiendo con tu hija.

    —Pero tú le verías entrar en su habitación. Tiene que atravesar la tuya para hacerlo.

    —Mi señor, es muy difícil de explicar. Llegó aquí con su guardia, luciendo sus armas de bronce, sus regalos, contando sus historias de países lejanos... No podía sospechar nada de él hasta que fue muy tarde.

    Nicteo estalló.

    —Pero, ¿le viste entrar sí o no? ¡Responde de una vez!

    Licos intervino, sin levantarse de su asiento.

    —Quizá la honesta Telédice estaba demasiado entretenida con algún apuesto guerrero.

    La esclava se incorporó hasta quedar de rodillas, apoyada sobre sus manos, con el rostro completamente blanco. El regente la atravesó con su odio.

    —¡Así que es eso! Mandó a uno de sus escoltas a distraerte, y tú caíste en la trampa como una joven virgen a su pesar. ¿Es que no te han enseñado nada tus años y tus abortos? Y dime, ¿dónde te llevó? ¿A su habitación o a uno de los almacenes? ¿Te lo hizo sobre la paja de los establos?

    —¡Basta ya, abuelo! —gritó Lábdaco— Nada conseguirás así.

    Caminó hasta la mujer y le tendió la mano.

    —Levántate, Telédice. Y ahora habla: tu rey te lo ordena.

    —Bien, mi señor. Es verdad que no pude evitar su primera intrusión. Bueno, las primeras. A decir verdad, creo que fueron bastantes...

    —¡Ahórrate detalles! —interrumpió Nicteo.

    —... Pero cuando llegó el día en que le llevé los paños y no me los devolvió, entré en su habitación y vi que estaban completamente limpios. Eso no es normal en las vírgenes de su edad, pero a veces puede pasar. Luego empezó a vomitar, y entonces me di cuenta.

    —¿Y qué hiciste? —preguntó Lábdaco.

    —Le ofrecí mi ayuda. Ciertos remedios hay que administrarlos pronto, o son un poco incómodos; con el tiempo, incluso peligrosos. Pero en la primera luna no hay peligro: el flujo vuelve a bajar y los siguientes se suceden sin problemas.

    —Sigue.

    —Se negó. Antíope se acariciaba el vientre, y el rey Epopeo la miraba con cara de tonto. Desde entonces, se dedicaron a hacerse cariñitos y babear. Cuando ella no vomitaba, claro.

    —Hasta ayer.

    —Sí. Me mandaron a por hierbas para sus arcadas y cuando volví ya no estaban.

    —¿Sabes por qué se han fugado?

    —Ella devolvía mucho. No podía seguir escondiendo su estado. Y aunque no vomitara, no tardaría en hincharse. Y tenía miedo de su padre, tu abuelo.

    —No sé si te mandaron por hierbas o si tú les aconsejaste la fuga. No sé si ahorcarte, echarte a los perros o dejarte en manos de Nicteo.

    Telédice se arrojó de nuevo al suelo.

    —¡Por tus rodillas y tu mentón! Porque eres bueno, porque ya te comportas como un rey, y yo sé que estás lleno de justicia y de compasión...

    —De lo que estoy lleno es de tu palabrería. Vamos, levántate. Y vuelve a tu habitación.

    La esclava obedeció. Pero los tres hombres guardaron unos minutos de silencio, porque a veces los oídos que se van no se alejan demasiado. Cuando hubo transcurrido un tiempo prudencial, el rey fue el primero en hablar.

    —¿Qué vamos a hacer ahora?

    Nicteo sacó su espada y la contempló detenidamente. Una espada corta de bronce, de hoja estrecha, reforzada con una gruesa nervadura longitudinal. La empuñadura lucía adornos de cuero y oro.

    —Epopeo ha traicionado nuestra hospitalidad: debe morir. Antíope volverá a Tebas maniatada, y se quedará en sus habitaciones hasta que nazca el bastardo.

    —¿Y el niño? ¿Lo expondrás en el

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