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El anillo de fuego
El anillo de fuego
El anillo de fuego
Libro electrónico399 páginas5 horas

El anillo de fuego

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Es 1008AD, en Córdoba, la capital del califato de al-Ándalus.

Cuando comienza nuestra historia, Almanzor lleva seis años muerto y al-Hisham II, el califa y legítimo gobernante de al-Ándalus, sigue viviendo una vida aislada en el palacio de Medina Azahara. El país ahora está gobernado por el hijo mayor de Almanzor, Abd al-Malik, pero no es el hombre que fue su padre y pronto hay amenazas a su supremacía. Mientras las facciones rivales luchan por tomar el control de la ciudad, el futuro es incierto para al-Hisham y la dinastía omeya. El califa acude a su amigo de la infancia, Ahmad, en busca de ayuda, pero Ahmad es un cetrero, no un soldado, y su prioridad es mantener a su familia a salvo. Cuando la ciudad es sitiada, y parece que no hay escapatoria para ellos, encuentra ayuda de una fuente inesperada. Ahora debe elegir entre salvar a al-Hisham y arriesgar la seguridad de su familia o cumplir su promesa.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento12 jun 2021
ISBN9781547572151
El anillo de fuego
Autor

Joan Fallon

Dr. Joan Fallon, Founder and CEO of Curemark, is considered a visionary scientist who has dedicated her life’s work to championing the health and wellbeing of children worldwide. Curemark is a biopharmaceutical company focused on the development of novel therapies to treat serious diseases for which there are limited treatment options. The company’s pipeline includes a phase III clinical-stage research program for Autism, as well as programs focused on Parkinson’s Disease, schizophrenia, and addiction. Curemark will commence the filing of a Biological Drug Application for the first novel drug for Autism under the FDA Fast Track Program. Fast Track status is a designation given only to investigational new drugs that are intended to treat serious or life-threatening conditions and that have demonstrated the potential to address unmet medical needs. Joan holds over 300 patents worldwide, has written numerous scholarly articles, and lectured extensively across the globe on pediatric developmental problems. A former adjunct assistant professor at Yeshiva University in the Department of Natural Sciences and Mathematics. She holds appointments as a senior advisor to the Henry Crown Fellows at The Aspen Institute, as well as a Distinguished Fellow at the Athena Center for Leadership Studies at Barnard College. She is also a member of the Board of Trustees of Franklin & Marshall College and The Pratt Institute. She currently serves as a board member at the DREAM Charter School in Harlem, the PitCCh In Foundation started by CC and Amber Sabathia, Springboard Enterprises an internationally known venture catalyst that supports women–led growth companies and Vote Run Lead, a bipartisan not-for-profit that encourages women on both sides of the aisle to run for elected office. She served on the ADA Board of Advisors for the building of the new Yankee Stadium and has testified before Congress on the matters of business and patents and the lack of diverse patent holders. Joan is the recipient of numerous awards including being named one of the top 100 Most Intriguing Entrepreneurs of 2020 by Goldman Sachs, 2017 EY Entrepreneur of the Year NY in Healthcare and received the Creative Entrepreneurship Award from The New York Hall of Science in 2018.

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    El anillo de fuego - Joan Fallon

    LISTA DE PERSONAJES PRINCIPALES

    La clase dirigente

    Al-Hisham II, califa de al-Ándalus 976 - 1009 d. C. y 1010 - 1013 d. C.Al-Mansur, regente y gobernante de al-Ándalus 976 - 1002 d. C.

    Abd al-Malik al-Muzaffar (hijo de Al-Mansur), gobernante de al-Ándalus 1002 - 1008 d. C.Abd al-Rahman Sanchuelo (hijo de Al-Mansur), gobernante de al-Ándalus 1008 - 1009 d. C.

    Muhammad II, califa de al-Ándalus 1009

    Suleimán ibn al-Hakim, califa de al-Ándalus 1009 - 1010 d. C. y 1013 - 1016 d. C.

    La familia del cetrero

    Ahmad ibn Makoud, un cetrero

    Aisha (su esposa)

    Rafiq ibn Makoud (su hermano), un soldado

    Qasim ibn Makoud (su hermano), un médico

    Fátima y Bayda (sus hijas)

    Makoud ibn Ahmad (su hijo)

    Amina (su madre)

    Layla (su tía)

    Salma (nieta de Layla)

    Amigos

    Simón, un monje cristiano

    Raquel, una judía (amiga de Salma)

    Isaac, un judío (padre de Raquel)

    Los militares

    General Tayyab

    General Wadhi

    Asif, un caíd (amigo de Rafiq)

    Hannad, un caíd (amigo de Rafiq)

    Hasan, un caíd (amigo de Rafiq)

    Isa, un caíd (amigo de Rafiq)

    EL ANILLO DE FUEGO

    PARTE PRIMERA

    ––––––––

    Córdoba

    1008 - 1010 d. C.

    CAPÍTULO 1

    Ahmad no podía creer lo que veían sus ojos. Siempre iba derecho a la halconera después de haber estado en la mezquita. Estar con los halcones prolongaba ese sentimiento de paz que lo embargaba después de sus oraciones matutinas. Pero no aquel día. Miró las alcándaras vacías, las plumas que cubrían el suelo, las gotas de sangre que llevaban a un saco sucio en la esquina de la habitación. ¿Quién había hecho esto? ¿Quién había matado a sus hermosas aves? Sintió que las piernas no lo sostenían a causa de la impresión. Se puso en cuclillas y miró a su alrededor. Si fuera una mujer, lloraría a lágrima tendida, se rasgaría la ropa y aullaría su dolor a los cielos. Pero él no era una mujer: lo único que podía hacer era contener su dolor dentro de sí y sentir como se convertía en ira.

    Un zumbido de alas lo hizo mirar hacia arriba. Un halcón peregrino entró volando por la puerta abierta y se posó sobre su alcándara. Así pues, algunos habían escapado, gracias a Alá. Quizá no fuese tan malo como lo había pensado al principio.

    Extendió la mano y el ave voló directamente hacia él.

    —Buen chico —dijo, sacando de su aljaba un pedazo de carne escogida y dándoselo al ave con la mano.

    El ave lo sostuvo en las garras y lo miró con curiosidad antes de engullirlo. Esa mañana había estado cazando para desayunar. Cuidadosamente, Ahmad colocó al halcón en una de las alcándaras y le ató las pihuelas. Debería comprobar si habían atacado también al resto de los halcones. Pero ¿dónde estaban todos? Ya hacía rato que había amanecido.

    Abrió la puerta que daba a la parte interior de la muda, donde guardaban los halcones reales más raros y más valiosos. Todo parecía estar en orden. Algunas de las aves armaron un revuelo al ver a Ahmad, el presagio de la comida cada mañana. Otras estiraban las alas o se acicalaban. Quienquiera que hubiera causado la devastación en la primera habitación no había podido entrar allí.

    —Ahmad. Acabo de enterarme. El joven Dirar me trajo la noticia. Así que ha habido un robo. ¿Han hecho mucho daño?

    Un hombre corpulento vestido con una lujosa aljuba blanca y un turbante de estilo árabe entró en la halconera. Se trataba del nuevo cetrero mayor, Abdul Nasir. A Ahmad no le gustaba mucho: casi nunca se acercaba a la halconera y se mostraba reacio a tocar las aves. Al-Mansur le había dado el cargo cuando murió el anterior gran halconero, el abuelo de Ahmad. Había sido un nombramiento de lo más sorprendente; había sido la comidilla de los halconeros durante meses. Había muchos candidatos mejores, incluido él mismo, pero nadie podía hacer nada al respecto. No se discutía con Al-Mansur. Sin embargo, si había una gran ventaja en tener a Abdul Nasir como jefe, era que no los molestaba en absoluto.

    —No lo he comprobado todo todavía, pero parece que faltan unas treinta aves. Algunas de ellas pueden haber escapado. Si es así, volverán a aparecer cuando tengan hambre —respondió Ahmad, cerrando la puerta tras de sí. —Afortunadamente, no lograron abrir esta puerta, aunque parece que lo intentaron.

    Señaló las largas estrías en la puerta de madera donde alguien había intentado descuajar el pesado candado de hierro.

    —Bueno, limpia este desastre y hazme saber exactamente cuántas aves se han llevado. Tenemos que informar a la guardia de palacio para que esté atenta a cualquiera que intente vender halcones reales.

    —¿Creéis que los robaron para venderlos? —preguntó Ahmad—. Mirad esto. —Sacó el saco sucio de la esquina para que el gran halconero lo viera—. Han matado a algunos de ellos. Ahora bien, ¿por qué harían eso si quisieran venderlos? ¿Y por qué los dejarían aquí para que todos los vean?

    El cetrero mayor levantó el saco y las aves cayeron al suelo. Qué insignificantes parecían tendidas allí, su magnífico plumaje manchado de sangre, sus cuerpos, normalmente tan gráciles en vuelo, flácidos e inmóviles, y sus ojos penetrantes, vacíos. Una vez más, Ahmad sintió que la ira ardía dentro de él.

    —Quizá fue un accidente. Quizá simplemente no pudieron manejarlos —continuó el cetrero mayor.

    —Sin duda tenéis razón. Obviamente, no sabían lo que estaban haciendo. Creo que por eso fue que algunas de las aves escaparon. Pero ¿por qué matarlas? Si querían venderlas, ¿por qué matarlas? —repitió Ahmad. Todavía no podía creer que esto hubiera sucedido.

    —¿Es un mensaje? ¿Una advertencia, quizá? —preguntó Abdul Nasir. Parecía incómodo—. Recuerda que los halcones simbolizan el poder del califa.

    —¿Cómo? ¿Una señal de que algo va a sucederle al califa?

    —O al califato.

    Si ese era el caso, entonces era mucho más preocupante que la muerte de algunos halcones, por muy hermosos que fueran.

    No. Probablemente no sea nada más que un puñado de patanes borrachos que pensaron que podrían ganar algo de dinero robando los halcones del califa —dijo el cetrero mayor, y apartó el saco de su camino de una patada—. Tú limpia todo esto, y hablaré con el jefe de la guardia.

    Mirando como se iba, Ahmad pensó en lo que el cetrero mayor había dicho. No era tan improbable ni mucho menos. Atravesaban tiempos turbulentos. Al-Mansur había sido un gobernante despiadado, sin duda, pero su fuerza había mantenido unido el califato. Le había quitado todo el poder al califa, al-Hisham, pero le había dejado conservar el título.

    Después de la muerte de Al-Mansur, no había un hombre fuerte para gobernar el califato. Su hijo, Abd al-Malik al-Muzaffar, había sucedido a su padre y durante seis años había reinado sin incidentes, pero era muy diferente a su padre.

    Ahmad gimió. ¿Qué iba a decirle a al-Hisham sobre las aves? Los halcones eran lo único que interesaba al califa en esos días, aparte de su harén de hombres jóvenes y el vino prohibido que bebía en su palacio recóndito. ¿Él también lo vería como una señal de que algo horrible iba a suceder?

    Si la muerte de los halcones era una advertencia, solo podría ser contra el gobernante de al-Ándalus. ¿Pero cuál? ¿Abd al-Malik o el califa? Cualquiera que fuera, Ahmad sabía que se avecinaban tiempos difíciles.

    CAPÍTULO 2

    El general había convocado a toda la unidad en el patio de armas al amanecer. Rafiq estaba desconcertado: excepto cuando estaban a punto de entrar en batalla, eso nunca sucedía. Las instrucciones menores siempre se transmitían a los líderes de cada uno de los cinco contingentes, y luego a su vez estos se las comunicaban a sus hombres. Entonces, ¿qué estaba pasando? Rafiq tomó su lugar al lado de los otros cuatro caídes bajo las órdenes del General Tayyab.

    —¿Qué quiere Risitas con nosotros ahora? —susurró su amigo Hannad.

    Rafiq se encogió de hombros. No sabía más que los demás. Su general, a pesar de su nombre, no era un hombre alegre. Antes bien, era un hombre severo que se tomaba la vida muy en serio y castigaba cada desobediencia de los hombres a su cargo con una severidad que a veces parecía injustificada. Pero al menos era de sangre árabe, nacido y criado en Córdoba. El cuerpo militar al que pertenecían era uno de los pocos en el ejército de Abd al-Malik que no estaba formado por tribus enteras de . Rafiq miró a sus hombres: eran la élite, la caballería. Montaban sus magníficos caballos, con los cascos redondeados brillando a la luz del sol. Su contingente de mil hombres era una fuerza a tener en cuenta cuando cabalgaban en el campo de batalla, con las espadas desenfundadas, en sus gargantas gritos de batalla. Había muy pocos  entre sus soldados, que eran una mezcla de reclutas de las provincias, prisioneros de guerra cristianos que preferían luchar del lado de su viejo enemigo en lugar de someterse al destino que les esperaba, mercenarios, esclavos y hombres locales que, como él, todavía creían en el califato y lucharían hasta la muerte para protegerlo. Su lealtad era para con ellos mismos, no podía engañarse a sí mismo de que no fuera así, pero sabía que en el ardor de la batalla se podía confiar en que lucharan valientemente y guardaran las espaldas de sus compañeros. Y sabían que serían bien recompensados.

    Cinco mil hombres se alinearon en el patio de armas esa mañana y el único sonido que se oía era una exhalación ocasional cuando uno de los caballos resoplaba para mostrar su impaciencia. Frente a ellos, sobre una tarima elevada, estaba el General Tayyab, con uniforme de gala, y el imán, aún más extraño, porque el imán solo los guiaba en las oraciones antes de una batalla.

    —Buenos días, hombres —dijo el general, cuya voz llegaba a los rincones más alejados del patio de armas—. Os he llamado a todos hoy para daros una triste noticia. Nuestro comandante supremo, Abd al-Malik al-Muzaffar, ha muerto.

    Esperó un momento a que sus palabras tuvieran efecto, luego levantó las manos y dijo: «Alla akbar. Alá es el más grande. De Alá somos y a Él hemos de volver».

    Los soldados repitieron sus palabras inclinando la cabeza respetuosamente. Entonces, el imán los llamó a la oración. Cinco mil hombres oraron por el alma de su comandante supremo fallecido.

    Mientras Rafiq escuchaba las palabras familiares del imán y las voces de los soldados orando al unísono, su mente comenzó a divagar. Al-Malik había gobernado durante solo siete años y en ese tiempo se habían enfrentado a los cristianos en cuatro campañas importantes y numerosas escaramuzas más pequeñas. Él había luchado en todas ellas: Cataluña, Castilla, León y Aragón. Al-Malik no era el líder carismático que había sido su padre, pero fue un hombre justo y un buen musulmán. Rafiq lamentaba su muerte, no porque hubiese admirado especialmente al hombre, sino porque temía que fuera el inicio de un periodo de gran incertidumbre para el país. Había demasiadas personas que creían tener el derecho a gobernar. Suspiró. Ojalá al-Hisham fuera un califa más fuerte.

    El imán concluyó las oraciones y luego el general, siempre un hombre parco en palabras, anunció:

    —El funeral será dentro de tres días. Nuestro nuevo comandante es el hermano de al-Malik, Abd al-Rahman Sanchuelo. No tengo dudas de que deseará dirigirse a sus tropas en breve.

    Habiendo dicho todo lo que quería decir, el General Tayyab hizo girar su caballo hacia la izquierda y se alejó trotando de los sorprendidos soldados. Rafiq se preguntó qué sentía respecto a la muerte de su comandante. Quizá nada. Quizá había visto tantas muertes que una más no significaba nada para él.

    *

    Cuando les ordenaron romper filas y todos habían regresado a sus deberes, Rafiq se unió a los otros caídes en el dar al-jund.

    —Bueno, no ha sido ninguna sorpresa —dijo Hannad—. Hemos sabido desde hace algún tiempo que su hermano tenía puestas las miras en el trono. Así que él está al mando ahora, ¿eh?

    —Dudo que vaya a haber algún cambio —dijo Asif, quien había sido soldado más tiempo aún que Rafiq—. Su padre preparó la escena, infiltrando el Gobierno y el Ejército con Bereberes. Al-Malik simplemente continuó lo que su padre había comenzado. No concibo que el idiota de Sanchuelo haga algo diferente.

    —No creo que Risitas lo deje hacer estropicios con la unidad, así que no nos pasará nada —dijo Rafiq.

    —Siempre tan optimista, Raf —dijo Hannad—. ¿Quién sabe lo que hará este? Sanchuelo no es de la misma madera que su padre. Ni siquiera es tan listo como al-Malik. Ellos al menos se hicieron con el poder y dejaron al califa con su título.

    —Y eso es todo lo que le dejaron —agregó Rafiq—. Encerrado en su palacio toda su vida. ¿Qué existencia es esa para un califa omeya? ¿Qué piensa el resto del mundo cuando viene a Córdoba y en lugar de ver al califa en su sala del trono, le presentan al hijo de Al-Mansur? El hijo de un funcionario.

    —Puede que fuera un funcionario público, pero Al-Mansur era un hombre fuerte. Eso es lo que necesita un país. Fuerza. ¿De qué sirve el califa si es un débil degenerado que se esconde en su palacio y pasa el tiempo con sus putas y sus juguetes? Ni siquiera ha pisado el campo de batalla. Dudo que sepa montar a caballo, mucho menos esgrimir una espada —dijo Asif.

    —Bueno, puedo garantizar que el nuevo intentará dejar su marca. Apostaría que marcharemos hacia el norte antes de fin de mes —dijo Hasan, el caíd al mando de los arqueros.

    —Deberá contender en muchas batallas para mejorar las hazañas de su padre. ¿En cuántas batallas luchó Al-Mansur, cincuenta? —dijo Asif.

    —Cincuenta y siete.

    —Bueno, él nunca mejorará eso.

    —A mí me da igual. Soy demasiado viejo para intentar mejorar hazañas de nadie. Solo quiero vivir lo suficiente para retirarme en una casita en el campo —dijo Rafiq.

    —Que no te oiga decir eso nuestro nuevo comandante supremo —dijo Asif—. Te echará de inmediato y pondrá a otro de esos bastardos Bereberes.

    —¿Qué diantres harías en el campo? Te morirías de aburrimiento —dijo Hannad—. Eres un soldado y eso es todo lo que siempre serás. ¿Cuántos soldados conoces que viven para retirarse al campo? No, lo mejor que puedes esperar es una muerte rápida y honorable en el campo de batalla.

    —Tal vez.

    Sus amigos tenían razón. Se acercaban tiempos turbulentos. Quién podía saber qué iba a pasar. Al-Mansur no había sido de su gusto. El hombre había sido despiadado y manipulador, pero había mantenido unido al país. Habían estado constantemente en guerra con una facción u otra, generalmente con los cristianos en el norte, pero la población general había vivido en paz y prosperidad. ¿Podría este nuevo gobernante mantener la paz? Y ¿lograría Rafiq alguna vez cumplir su sueño de criar caballos? ¿O tenía razón Hannad y lo único que tenía por delante era la muerte?

    Como soldado nunca pensabas en la muerte. La veías a tu alrededor pero no dejabas que te tocara. Cuando te tocaba, cuando aceptabas que eras mortal, estabas acabado. Había tenido suerte durante toda su carrera, sirviendo a las órdenes de comandantes brillantes que ganaban batallas y recompensaban bien a sus hombres. ¿Cambiaría eso bajo Sanchuelo? Bueno, si Hasan estaba en lo cierto sobre él, entonces lo sabría muy pronto.

    —¿Dónde has estado? —preguntó Asif. Su otro compañero, Isa, se les había unido. Era el más joven entre los caídes del general. Su padre había sido uno de los eslavos en la guardia de palacio e Isa era tan rubio como su padre. Hoy su rostro estaba enrojecido de emoción.

    —¿Habéis oído las noticias? Lo han envenenado. Han envenenado a al-Malik. Y dicen que fue su hermano quien lo hizo —dijo, las palabras atropellándose en su boca en su prisa por contarles lo que había oído.

    —No me sorprende, pero ¿cómo lo sabes? —preguntó Asif.

    —Hablé con alguien de la guardia de palacio. Me dijo que incluso sabe cómo lo hicieron. Sanchuelo puso el veneno en una jarra de vino e hizo que alguien lo introdujera en la casa de al-Malik. Murió con terribles dolores. Los guardias dicen que sus gritos se oían en todo el alcázar.

    —Pero pensé que al-Malik no bebía alcohol —dijo Rafiq.

    —Oh, eso era cuando su padre estaba vivo. Al-Mansur prohibió a sus hijos romper cualquiera de las leyes del Hadith. Pero después que él murió, ninguno de ellos las acataba —dijo Asif—. ¿Vas a decir que nunca viste las barricas de vino que siempre llevaba consigo en las campañas?

    Rafiq negó con la cabeza.

    —Bueno, ahora lo sabemos. Lo asesinaron —dijo Hasan—. ¿Cuál será el próximo paso de Sanchuelo?

    —No estará satisfecho con ser comandante supremo —dijo Asif—. Querrá ser califa. Acordaos de mis palabras.

    CAPÍTULO 3

    Al-Hisham II, el califa omeya de toda al-Ándalus, hijo de al-Hakim II y nieto del gran Abd al-Rahman III, estaba sentado en los jardines de su suntuoso palacio. Un magnífico halcón peregrino estaba posado sobre su mano mientras él lo alimentaba con pequeños trozos de conejo. Lo había llamado «Shamal», el viento que viene del norte, porque fue criado en el norte de Portugal. Al-Hisham murmuró una palabras suavemente al ave, fragmentos de poesía que recordaba de su infancia. Su padre le había leído las obras de muchos de los poetas cuando era niño y lo alentaba a que las memorizara. Con apenas nueve años de edad, era capaz de recitar todas las obras de ibn Abd Rabbihi. Qué lejos quedaba aquello. Ya apenas podía recordar una estrofa completa. ¿Por qué se sentía así? No era viejo, solo tenía cuarenta y tres años. Sin embargo, le dolían las articulaciones y tenía migrañas constantes. Esos condenados médicos parecían incapaces de ayudarlo. Le habían dado un ungüento hecho con mirra para ponerse en las llagas que tenía en los pies, pero no había mejorado; le habían dado aceite para que se hiciera frotas en las articulaciones, pero seguían rígidas y dolorosas. Estaba cansado de los brebajes que le daban para beber: ajenuz en leche de cabra templada cada mañana y copiosos vasos de za'tar (odiaba el sabor del tomillo), además de anís para relajarlo y Dios sabe qué más. Había perdido la cuenta de las medicinas que los médicos le recetaban. Y ninguna surtía efecto alguno. Fuera lo que fuera lo que lo afligía, era invencible. Tenía que ser un castigo de Alá.

    No había sido un buen califa. Lo sabía. Pero no había sido culpa suya. En aquel tiempo él había sido solo un niño, y nadie le había dicho qué hacer. Dio vueltas al anillo que llevaba en el dedo. Se suponía que era el símbolo de su poder, pero ¿de qué le había servido? ¿Por qué estaba siendo castigado por algo que no podía remediar? ¿Cómo se suponía que debía haber recuperado su poder de las manos de Al-Mansur? Incluso mamá le había dicho que era lo mejor y él la había creído. Al pensar en su madre, los ojos de Hisham se llenaron de lágrimas. Si ella viviera aún, lo ayudaría. Ella encontraría una cura para lo que fuera que estaba devorando su cuerpo. Se sirvió un poco de vino en un vaso y lo bebió rápidamente.

    —Majestad, hay alguien que desea veros —dijo su sirviente, Umari.

    —¿Verme a mí?

    Nadie venía nunca a visitarlo. En los últimos meses la única persona que venía a verlo era Ahmad, para traerle un nuevo halcón. Ahmad, su querido amigo, se había mantenido fiel, a pesar de todo.

    —¿Es Ahmad? —preguntó, sintiéndose un poco más alegre ante la perspectiva de ver a su primer amor, a pesar de no ser correspondido.

    —No, Majestad, es Abd al-Rahman Sanchuelo, el nuevo gran visir y comandante supremo de las fuerzas armadas.

    —¿El nuevo qué? ¿Qué le ha pasado al antiguo? ¿Aquel muchacho, el hijo de Al-Mansur?

    —Abd al-Malik. Murió, Majestad. Este es su hermano.

    Otro hijo de Al-Mansur. ¿Cuántos más hay, me pregunto? ¿Nunca podría librarse de ese hombre y su descendencia?

    —¿Lo hago pasar a la sala del trono, Majestad?

    —¿Cómo? Oh, sí. Supongo que debo ver qué quiere. Soy el califa, después de todo.

    —¿Deseáis que os envíe a alguien para que os ayude a vestiros? —preguntó el sirviente.

    —¿Tengo que vestirme? ¿Es eso lo que recomiendas, Umari?

    —Como habéis dicho, Majestad, vos sois el califa. Os enviaré a Musa para que os ayude. Mientras tanto, haré pasar al gran visir a la sala del trono y le serviré algo de comer y beber mientras espera.

    —Sírveme un poco más de vino primero —dijo al-Hisham.

    —¿Es eso juicioso, Majestad? Necesitaréis tener la mente clara al hablar con el gran visir.

    —Quizás tengas razón. Más tarde entonces. Tomaré un poco más tarde.

    Umari era su sirviente desde hacía algún tiempo. No podía recordar exactamente cuánto. Era hijo de Gassan. Gassan, que había servido a al-Hisham desde que era un niño. Fue el padre de Ahmad quien sugirió que Umari ocupara su lugar. El padre de Ahmad había dicho que era importante tener personas en las que pudiera confiar a su alrededor. En aquellos días, su guardia personal había indagado a todo el personal del palacio antes de dejar que se acercaran a al-Hisham. Pero ya no había nadie que hiciera eso. Al-Mansur había enviado un puñado de guardias de palacio para protegerlo y al resto se lo había llevado a su nuevo palacio en Córdoba. Al-Hisham nunca había estado allí. Nunca dejaba su palacio, no desde hacía años. Al principio se había sentido prisionero y quería ser libre, pero ya no. En esa época se sentía demasiado cansado para prestarse a toda esa pompa y exhibición pública. No estaba lo suficientemente bien para toda esa alharaca.

    —Majestad, he traído vuestra saya blanca y una túnica bordada de oro. ¿Os parece bien? ¿Me permitiríais ayudaros? —preguntó Musa.

    Era un muchacho encantador, no más de dieciocho años y piel como de miel. Si solo al-Hisham se sintiera más fuerte lo llevaría a su harén y le haría el amor, pero tal como estaba, tenía que conformarse con disfrutar del placer de verlo cada día, cuando venía a vestirlo.

    —Me parece muy bien, Musa.

    *

    A Abd al-Rahman Sanchuelo no le gustaba que lo hicieran esperar, incluso si era el califa. Pero sabía que no debía mostrar su impaciencia. Era importante convencer a al-Hisham para que aceptara su propuesta, por voluntad propia. Usar la fuerza no era una opción. Quizá fuera un baldragas y completamente inútil como líder de este gran país, pero todavía había personas en al-Ándalus que consideraban al califa como el sucesor del profeta Mahoma. No sería una buena idea volverlos en su contra.

    Sorbió un poco de infusión de menta que le había traído el sirviente y miró a su alrededor. Nunca antes había estado dentro del alcázar. La sala del trono, con sus columnas de mármol y su techo dorado, seguía siendo magnífica, aunque el resto del palacio real daba muestras de abandono. De todas formas, ¿qué se podía esperar? Habían pasado años desde que Madinat al-Zahra había sido el centro del poder. Su padre, Al-Mansur, se había asegurado de que fuese así cuando trasladó el Gobierno gradualmente a Córdoba. Había sido un hombre astuto. No se había apresurado a tomar el trono, como muchos habrían hecho. No, se había colocado cuidadosamente en una posición de poder incuestionable, separando al califa de la población y asumiendo su papel en todo menos en nombre. Era el deber de Sanchuelo, como su hijo y heredero, aferrarse a ese poder, para terminar lo que su padre había comenzado. Dependería de él asegurarse de que sus nombres perdurasen en la memoria para siempre.

    Un puñado de guardias de palacio, con sus inmaculados uniformes verde y dorado, estaban de pie en la parte posterior de la sala del trono, charlando casualmente entre ellos. Lo miraban de vez en cuando, pero no parecieron reconocerlo. Obviamente, allí no había disciplina en absoluto. Bueno, eso pronto cambiaría una vez él fuera califa. ¿Y dónde estaba el maldito califa? ¿Lo estaba haciendo esperar deliberadamente? ¿O estaba demasiado incapacitado para verlo? Sanchuelo nunca antes había visto en persona a al-Hisham... Bueno, nunca había sido necesario. Había oído las historias sobre su libertinaje y su mala salud, pero ni siquiera esos cotilleos lo habían preparado para el lastimoso espécimen de hombre que en ese momento entraba en la sala del trono, apoyado en el brazo de su sirviente.

    Al ver al califa, los guardias rápidamente se cuadraron y Sanchuelo se puso en pie a regañadientes. Esperó hasta que al-Hisham se hubo sentado en su trono antes de acercarse a él de la manera tradicional, avanzando un poco y luego haciendo una gran reverencia antes de acercarse más. Al-Hisham no habló; lo miraba desconcertado. A pesar de estar vestido con la ropa propia de un califa, con una djubba de color blanco puro, un turbante blanco, una magnífica capa de oro alrededor de los hombros, el cetro real en la mano derecha y el famoso rubí omeya en la izquierda, parecía un impostor. Nada en él era real. Todo lo que Sanchuelo había oído decir sobre él parecía ser cierto. Era un hombre enfermo. Solo había que mirar su cara llena de manchas rojas y su barba rala para ver que algo le pasaba. Su sirviente le arregló cuidadosamente la capa y se hizo a un lado.

    As-salama alaykum, Majestad —comenzó Sanchuelo, ya que pronto se hizo evidente que al-Hisham no iba a hablar primero—. Permitid que me presente, soy Abd al-Rahman Sanchuelo, el gran visir.

    Se inclinó una vez más y esperó. Por fin, el califa habló con una voz delgada y ronca: —As-salama alaykum. ¿Cómo puedo ayudarte, Abd al-Rahman Sanchuelo?

    —Tan solo vengo a presentar mis respetos y preguntar si hay alguna manera en que pueda servir a su Majestad —respondió Sanchuelo.

    —¿Eres el nuevo gran visir? —preguntó al-Hisham.

    —Lo soy, Majestad, y comandante supremo del Ejército.

    —Ah. ¿Es eso así? —dijo al-Hisham—. ¿Comandante supremo del Ejército?

    Sanchuelo no sabía qué decir. Esperó a que el califa continuara.

    —Eso solía ser la incumbencia del califa —dijo al-Hisham, al fin mirando directamente a Sanchuelo como si por primera vez lo viera claramente—. ¿Cuándo se convirtió en responsabilidad del gran visir?

    —Majestad, desconozco toda la historia de estos asuntos. Mi padre asumió esa responsabilidad cuando vos erais niño. Mi hermano, que Alá tenga con Él su alma, lo sucedió y ahora yo sigo a mi hermano ¿Es una posición que os gustaría retomar? —preguntó, con la certeza de que al-Hisham nunca aceptaría la responsabilidad de las Fuerzas Armadas. Nunca había conocido a un hombre con menos dotes de soldado.

    Al-Hisham levantó el brazo y lo agitó con desdén.

    —No, no. No tengo ninguna intención de hacerlo. No estoy bien, como sabes.

    —Lamento oír eso, Majestad. Debe de ser un gran peso para vos no tener una familia que os cuide, ni un hijo que os suceda.

    —Es verdad. No tengo heredero. Esa es la voluntad de Alá. ¿Qué puedo hacer al respecto? Un día moriré y no habrá nadie que me siga. «De Alá venimos y a Él hemos de volver» —citó.

    —Perdonad mi presunción, Majestad, pero eso es lo que me gustaría hablar con vos. El país necesita un gobernante, y más que eso, un califa. No puede existir un califato sin un califa.

    —Lo sé, pero ¿qué puedo hacer? Alá no me ha bendecido con descendencia, ni un hijo, ni siquiera una hija. Esa es su voluntad.

    —Tengo una propuesta para vos, Majestad. Con vuestra venia.

    Al-Hisham asintió con la cabeza.

    —Nombradme vuestro su sucesor —continuó Sanchuelo—. Seguiréis siendo califa de por vida y luego yo me haré cargo. De esa manera, vuestra vida no sufrirá cambios, pero salvaguardaréis el futuro del califato. El pueblo de al-Ándalus estará eternamente agradecido por preservar su forma de vida. Si el califato cayera, ¿quién sabe qué pasaría con el país? Hay fuerzas cristianas en el norte esperando su oportunidad de invadir y subyugarnos. Ellos destruirían todo lo que apreciamos. Y no solo los cristianos. Hay tribus Bereberes en el norte de África que caerían sobre al-Ándalus y la anexarían. Es vuestro deber para con el pueblo mantener fuerte el califato, proteger a la gente y

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