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Resistencias numantinas: Los antecedentes más indómitos del pueblo español
Resistencias numantinas: Los antecedentes más indómitos del pueblo español
Resistencias numantinas: Los antecedentes más indómitos del pueblo español
Libro electrónico597 páginas17 horas

Resistencias numantinas: Los antecedentes más indómitos del pueblo español

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Al abordar la historia española casi siempre es preciso despojarla de las muchas ensoñaciones, mitos y leyendas que la revisten o engalanan, incluyendo el maleficio de las perlas negras que aún brillan con luz propia.

Resistencias numantinas trae al primer plano de la actualidad nuestro más remoto pasado, para exponer con claridad y rigurosidad las contiendas de algunos de los pueblos que habitaron la península Ibérica, mucho antes de resultar mitificadas por el nacionalismo español.

Todos y cada uno de los relatos abordados en este libro, han contribuido poderosamente a elaborar la fama y la leyenda de los grandes atributos guerreros del pueblo español, alimentando sus mitos más heroicos. Estos giran en torno a la vieja devoción por el honor, el sacrificio de la propia vida, el sentido del deber, o la resistencia a ultranza frente al enemigo.

Otra cosa es saber cuánto hay de cierto en esas historias, que han proyectado sobre los españoles el mito de ser un pueblo indómito e ingobernable, tan orgulloso como cainita, en sus más profundas esencias. Heredadas, sin duda, de la épica lucha indígena contra Roma, y más adelante, de la larga e identitaria reconquista cristiana del perdido reino visigodo, en poder de los musulmanes durante casi ocho siglos,que reforjaría nuevamente todos los atavismos ibéricos.

Con estos mimbres, el autor realiza un ponderado y documentado análisis, sobre los usos y abusos de los nacionalismos hispanos respecto al pasado. Sin dejar de lado en su exposición una lúcida reflexión sobre el ejercicio del poder, y las funestas consecuencias de llevar a cabo las peores ambiciones humanas, encarnadas en muchos de los hombres y mujeres que dan vida y protagonismo a estos apasionantes relatos."

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento8 mar 2016
ISBN9788491124184
Resistencias numantinas: Los antecedentes más indómitos del pueblo español
Autor

David Casado Rabanal

David Casado Rabanal (Madrid, 1954) es miembro de la Asociación de la Prensa de Madrid, la Sociedad Geográfica Española, y la Asamblea Amistosa Literaria. Su libro: La marina ilustrada(2009), fue valorado como: un claro y lúcido ensayo, firmado por un periodista que sabe dar vida y emoción al pasado.

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    Resistencias numantinas - David Casado Rabanal

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    Resistencias numantinas

    Los antecedentes más indómitos del pueblo español

    David Casado Rabanal

    Resistencias numantinas

    Los antecedentes más indómitos del pueblo español

    Primera edición: Marzo 2016

    Segunda edición: agosto 2018

    ISBN: 9788491124177

    ISBN eBook: 9788491124184

    © del texto:

    David Casado Rabanal

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Contenido

    Introducción: ¿Somos un pueblo indómito? ix

    Primera parte 1

    La antigüedad mitológica de España:

    iberos y cartagineses, celtíberos y romanos

    Sagunto, solo frente a la ambición de Aníbal

    (219 a.n.e.) 17

    Cauca, la mala conciencia del viejo Catón

    (151 a.n.e.) 68

    Numancia, mejor muertos que rendidos

    a Escipión (153-133 a.n.e.) 108

    Calagurris, fiel al caudillo Sertorio

    (75-72 a.n.e.) 151

    Bibliografía para saber más 195

    Segunda parte 199

    Una península bipolar. La España de las tres culturas

    La denostada Edad Oscura 201

    Covadonga, Pelayo y los astures contra

    los emires (718-722) 219

    Roncesvalles, la pesadilla de

    Carlomagno (778) 266

    Zamora, ni se rinde,

    ni doña Urraca cede (1072) 305

    Tarifa, un «alfil» llamado

    Guzmán el Bueno (1294) 351

    Bibliografía para saber más 407

    Onomástico para recordarlos 411

    Agradecimientos 421

    Para mi mujer, una «resistente» en su lucha contra el cáncer.

    Introducción

    ¿Somos un pueblo indómito?

    España…

    Sobre tu vida, el sueño,

    sobre tu historia, el mito,

    sobre el mito, el silencio…

    Poema de León Felipe (1884-1968)

    Resulta difícil expresar una síntesis más lograda sobre el devenir de nuestra nación como la que proclama León Felipe, poeta del exilio, con tan pocas palabras. Ciertamente, al abordar la historia española casi siempre es preciso despojarla de las muchas ensoñaciones, mitos y leyendas que la revisten o engalanan, incluyendo el maleficio de las perlas negras que aún brillan con luz propia. Es como si ella luciera contra su voluntad esos adornos que aún engatusan a muchas gentes, entre los cuales sobresale el mito que considera a los españoles un pueblo indómito e ingobernable y, a la propia España, un país quebrado y belicoso, producto tanto de sus escasos recursos y su abrupta orografía, como del cruce en la península de una infinidad de pueblos y culturas muy diversas. En definitiva, toda una geografía y un pasado tan singular que nos han convertido en ese «avispero» del que siempre conviene mantenerse a prudente distancia.

    Esta percepción, fomentada sobre todo por los escritores románticos decimonónicos y los pueblos vecinos contra los que hemos rivalizado, sin duda nos viene desde muy antiguo. Ya en su Relazione di Espagna, el embajador de Florencia en la corte española Francesco Guicciardini (1512-1514), nos relata que en una entrevista privada con el monarca y regente de Castilla Fernando de Aragón, le preguntó: «¿Cómo es posible que un pueblo tan belicoso como el español haya sido conquistado, en todo o en parte, por cartagineses, romanos, vándalos o moros?». A lo que el rey le respondió: «La nación es bastante apta para las armas, pero desordenada, de suerte que solo puede hacer con ella grandes cosas el que sepa mantenerla unida y en orden».

    Medio milenio después de esta conversación con el que fuera «el príncipe más poderoso de la Cristiandad», en opinión de Nicolás de Maquiavelo, la Península sigue siendo seguramente, en lo que podríamos decir su estado habitual, el laberíntico país que con tanta agudeza supo retratar aquel historiador británico enamorado de España que se llamó Gerald Brenan. Después de haber sido testigo de nuestra Guerra Civil, el obstinado viajero y escritor —del famoso Círculo de Bloomsbury— redactó un ensayo sobre nuestra historia, para intentar explicarse el duro y complejo carácter del pueblo español. El libro, titulado: El laberinto español, se publicó en plena Guerra Mundial (1943), e inmediatamente fue prohibida su difusión por la dictadura del general Franco.

    Cuando pudo leerse entre nosotros, la obra ya tenía dos prólogos que todavía hoy nos siguen retratando como sociedad: «España —nos dice Brenan— es el país de la patria chica, en el que predomina el aldeanismo y la imposibilidad de coincidir en el interés general (…) al resultar un conjunto de pequeñas repúblicas, hostiles o indiferentes entre sí, agrupadas en una federación de escasa cohesión. En otros países, el respeto al Estado pudiera haber actuado como influencia moderadora, pero en España, ni un solo partido abrigó nunca ese sentimiento (…) En sus mejores épocas, España es un país difícil de gobernar. Las mismas causas que han hecho de los españoles el pueblo más vigoroso y humano de Europa, les han condenado a largas etapas de estancamiento político y de inoperancia (…) La larga y amarga experiencia que los españoles tienen del funcionamiento de sus instituciones y de la burocracia, les ha llevado a subrayar la superioridad de la sociedad sobre el gobierno, de la costumbre sobre la ley, del juicio de los vecinos sobre las formas legales de la justicia (…) La mala enseñanza de la historia ayuda a que los españoles no tengan una visión crítica sobre su pasado, y la prepotencia de la Iglesia es paralela a la sumisión del Estado a sus deseos».

    Por amargas que nos resulten estas apreciaciones, hemos de admitir lo mucho que tienen de certeras y lo bien que explican las enormes dificultades que en España siempre han existido para ejercer una acción de gobierno que no fuera autoritaria, y todas ellas han contribuido, significativamente, al descrédito de la política. Pero aun así, creo sinceramente que nuestra sociedad ha cambiado, y hoy no resulta posible compararla con la existente en la época en la que Brenan escribió su ensayo. Por el contrario, pienso que tras la traumática experiencia de la Guerra Civil y la odiosa Dictadura que la siguió, los españoles hemos descubierto la tolerancia política, social y religiosa, al tiempo que abominamos del guerracivilismo, y desde la Transición albergamos la esperanza de que la democracia permanezca y fructifique entre nosotros.

    Volvemos incluso a sentirnos tan confiados en el futuro, y en las buenas intenciones de nuestros socios y aliados de la Unión Europea, que no nos importa demasiado continuar desorientados y desinteresados respecto a las lecciones del pasado. Quizá ello explique en parte el desinterés por nuestra Historia, pese a la fecunda labor de estudio y divulgación que están llevando a cabo los historiadores del gran plantel con el que ahora contamos.

    «El hombre no tiene naturaleza —afirmaba José Ortega y Gasset—, lo que tiene es historia». De ahí la importancia de conocer la nuestra, como la mejor manera de abordar toda la mitología, o mejor, el imaginario colectivo que explica la conflictiva manera de ser del pueblo español, que más que materia de estudio para la Historia lo es para la Antropología. Ya advertía el filósofo francés —de origen rumano— Émile Cioran: «que un español siempre da la impresión de que echa de menos algo», percatándose, con su agudo talento, de nuestra compleja y a veces acomplejada psicología colectiva, lo que viene a justificar mi interés por indagar, además de en nuestra historia, en ese imaginario social fruto de los siglos.

    El propósito no es otro que tratar de averiguar lo que pueda haber de cierto en esa leyenda, la cual, desde muy antiguo, nos atribuye a los hispanos un carácter indómito e ingobernable, que, como pensaba Gerald Brenan, nos hace tan diferentes del resto de los pueblos europeos. La cuestión pudiera parecer baladí, de no ser porque en la historia española abundan los personajes de este porte junto con los estallidos sociales más indómitos. Unos y otros han resultado ser uno de los motivos recurrentes de nuestra literatura épica, y han servido y sirven para la construcción de la identidad nacional.

    En esencia, y como sucede con cualquier otra sociedad actual, la identidad española se configura a lo largo de la Edad Moderna, contando con las percepciones sobre la realidad (positivas o negativas) y los sucesos (gloriosos o traumáticos) que más huella han dejado en nuestro inconsciente colectivo, aunque sea real la existencia del mito y la fama que, desde la época del embajador Guicciardini, nos acompaña.

    En su libro Breve historia cultural de los nacionalismos europeos, el filólogo y profesor Javier López Facal, explica cómo todas las naciones modernas han seguido una serie de pasos idénticos, encaminados a construir una identidad que, en esencia, resulta ser mucho más moderna de lo que todos pensamos. Este autor sostiene que la mayoría de los símbolos, ritos y tradiciones identitarias que hoy tienden a considerarse como imperecederos: «en realidad se crearon entre 1870 y 1914. Durante ese periodo concreto —afirma—, y de la mano del romanticismo, políticos, artistas, historiadores, clérigos y filósofos, construyeron las modernas naciones europeas, y lo hicieron siguiendo un modelo similar que fue imitado por una nación detrás de otra».

    Para ello el primer paso a seguir, claro está, fue precisamente que toda nación, para ser tomada en serio, tiene que tener un origen remoto. No extraña entonces que el nacionalismo español, como todos los demás, se haya basado en el mito de una España eterna, cuyos belicosos habitantes habrían defendido heroicamente su independencia remontándonos hasta Viriato. De hecho, la historia «oficial» española, casi inamovible de los libros de texto hasta la Constitución de 1978, fue obra del portentoso Modesto Lafuente, quien redactó su Historia General de España entre 1850 y 1867, recopilando en ella todos los tópicos del nacionalismo español: Sagunto, Numancia, los visigodos, la Reconquista y los héroes medievales, los Reyes Católicos, Colón y el Descubrimiento del Nuevo Mundo, los comuneros de Castilla, los conquistadores de América, y un largo etcétera.

    Nuestro admirado Ortega y Gasset, en el prólogo de su obra, España invertebrada, ya señalaba: «cómo la aberración visual que solemos padecer en las apreciaciones del presente español, queda multiplicada por las erróneas ideas que del pretérito tenemos». Conviene por lo tanto ir con mucho cuidado en la pesquisa sobre el pretendido pasado nacional, ese fantasma que alimenta todos los mitos nacionalistas de los pueblos, y ceñirse a exponer bien los hechos históricos que se le atribuyen y tratar de comprender mejor cuáles fueron las ideas e intereses que los motivaron, antes de dejarse deslumbrar por sus ropajes y oropeles.

    Una idea en la que también incide otro de nuestros grandes filósofos contemporáneos, el profesor y académico Emilio Lledó, quien afirma a este respecto: «somos seres con memoria y yo estoy a favor de recuperar la memoria histórica. Me gusta saber en qué país vivo y no verlo es una ceguera». Así lo declaraba al menos en una entrevista periodística, confesando al mismo tiempo a su interlocutor: «que no olvidará nunca el olor a pólvora y a muerte que se le impregnó cuando tenía nueve años y en plena guerra civil fue testigo de un bombardeo en la Gran Vía madrileña, junto a su padre».

    Siguiendo su magisterio, afronto mi trabajo con este propósito desmitificador, añadiendo el mayor interés y respeto por la verdad de lo sucedido. Soy consciente de que mi versión sobre cada uno de estos relatos puede resultar incompleta e inevitablemente subjetiva, y por tanto, susceptible de ser interpretada de manera diferente. Máxime tratándose de historias previas a la existencia de la nación española y al mismo tiempo, consecuentes con lo que muchos de los historiadores e hispanistas más conservadores llaman el Gran Relato del pasado histórico español, tal y como lo ha denominado el estadounidense Stanley G. Payne en su obra: España, una historia única. Pero tampoco quiero que se entienda mi labor como una tesis opuesta a la existencia de esa mítica España eterna, ni en contra del Gran Relato que algunos autores sostienen, pese a su indudable contaminación política. Por el contrario, prefiero dejar de lado estas disquisiciones políticas y académicas, y considerar que tal y como advertía Voltaire: «la Historia nunca se repite, pero el hombre siempre».

    De ahí que me resulte preferible dejar al lector que extraiga sus propias conclusiones, facilitándole hipótesis contrastadas junto con los datos más recientes que hoy aportan los investigadores. Aun así, pido disculpas anticipadas a los lectores, por si acaso termino naufragando en tan amplio empeño. Sobre todo teniendo en cuenta las dificultades de trazar perfiles de personajes, que para unos u otros pueden resultar polémicos, o de abordar episodios que constituyen mitos fundacionales de nuestra patria, y argamasa del edificio ideológico en el que habita el nacionalismo español desde sus orígenes.

    Y como la patria es sobre todo un sentimiento, relacionado tanto con el lugar en el que nacemos como con nuestra lengua materna —la lengua común es otro de los requisitos imprescindibles para crear una nación, afirma López Facal—, además de un lugar de refugio y a veces de añoranza, cuando no una fuente de conflictos y sufrimientos, no cabe duda que su idea se convierte en algo que siempre trasciende sus fronteras materiales. Por ello todos los pueblos tratan de representarla o resumirla mediante los modernos símbolos nacionales: banderas, himnos y monumentos, además de poner en valor la difusión de su cultura y su historia, haciendo especial hincapié en sus héroes y los principales sucesos que la hicieron posible. En el caso español, teniendo en cuenta que la ambivalencia de afectos ha marcado profundamente nuestra historia, el pasado —por muy remoto que sea— casi nunca está exento de polémica, lo que añade una nueva dificultad a cualquier empeño por conocerlo y divulgarlo.

    Un buen ejemplo de todo ello es la arraigada convicción de la existencia de dos Españas, una idea que pregona que la fractura entre dos formas de entender nuestro país es mayor y más irreductible aquí que en cualquier otro lugar. Así lo avalarían, en apariencia, el torturado siglo XIX y la desgarradora Guerra Civil, que se han interpretado con frecuencia como expresiones de una confrontación inevitable. Ya lo anticipó Ortega en su conocida metáfora: «Dos Españas están trabadas en una lucha incesante: una España muerta, hueca y carcomida y una España nueva, afanosa, aspirante, que tiende hacia la vida».

    Hoy sabemos que el mito de una España vieja y otra nueva no es más que una variante en la búsqueda incesante de legitimidad del poder político de turno; que invoca al pasado y al pueblo soberano porque no puede hacerlo ya con la divinidad, la raza, o la religión, como causa incontestable, como fundamento último del orden político establecido. Y en pleno rechazo de la idea de España a cargo de nuestros nacionalismos más identitarios, conviene recordar que las naciones no son eternas, algo bien alejado de las premisas con las que todos los nacionalistas defienden las suyas.

    Siguiendo con esta reflexión, me ha resultado muy útil la relectura del libro: España. La evolución de la identidad nacional, que el profesor Juan Pablo Fusi escribiera hace ya unos años poniendo de manifiesto que: «para saber qué es una nación hay ante todo que investigar cómo ha llegado a ser lo que es… La verdad histórica nos enseña que las naciones —también España— fueron (y son) herencias mixtas, el resultado de la incorporación a lo largo de muchos siglos de muy distintos substratos étnicos y demográficos, así como de la interacción de diferentes culturas; fueron también (y son) realidades políticas y sociales no permanentes, sino históricas; esto es, cambiantes y abiertas».

    Sumándose a esta tesis, también los profesores Javier Moreno Luzón y Xosé Núñez Seixas parten de la misma convicción en su estudio: Ser españoles. Imaginarios nacionalistas en el siglo XX, argumentando que la identidad nacional es fruto de la siempre cambiante construcción cultural de la patria. Esto les ha servido como antídoto ante la tarea de enfrentarse a un asunto tan complejo y cargado de pasiones como es la identidad nacional de España: «No consideramos —señalan— que haya estado ahí ni desde los iberos ni siquiera desde la guerra antinapoleónica; si no que ha sido objeto de ajuste y redefinición». Y para los que quieran ahondar más profundamente en esta cuestión, la conocida obra del maestro de historiadores José Álvarez Junco: Mater Dolorosa. La idea de España en el siglo XIX, acabará por despejar todas las dudas.

    Como la manipulación del pasado constituye, a menudo, una tentación para los que se encumbran al poder, lo grave es que la gestión del mismo haya servido, y esté sirviendo, para fabricar derechos históricos en nuestra España actual. Tal y como asegura el profesor Ricardo García Cárcel en uno de sus ensayos: «El monopolio de la historia larga, de la tradición, investida ahora de ropaje de modernidad, lo tienen los nacionalismos sin Estado. Los viejos mitos no inventados en la España franquista, pero sí difundidos y propalados en el marco del franquismo, desde la unidad nacional de los Reyes Católicos a la épica imperial pasando por la galería de héroes de aquel Gran Relato, han sido tan fustigados que hoy se esconden en la trastienda de las sacristías, mientras que en los altares autonómicos florecen, inasequibles al desaliento, los numerosos mitos que integran el imaginario épico y lírico de los nacionalismos al uso».

    Ciertamente, no seré yo quien niegue los grandes errores de bulto cometidos por el nacionalismo español más excluyente, como tampoco la trágica herencia de algunos de nuestros más incapaces gobernantes, o los desatinos imputables al Estado por su debilidad, el diseño, o la mala articulación del mismo. También reconozco que nuestra épica nacional ofrece algunos episodios que hoy nos avergüenzan a casi todos —la expulsión de los judíos en el mítico 1492, año de la toma del reino de Granada por la corona de Castilla y de la llegada de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo—. Pero como ya he dicho, lo que me interesa exponer en este trabajo no son los debates que afirman o niegan la razón de España, sino poner de manifiesto cómo los peninsulares, hasta casi nuestros días, a menudo nos hemos mostrado más proclives a enaltecer nuestras gestas defensivas y digamos de resistencia, que las guerras de conquista de otros pueblos, incluido el Imperio de los Austrias, culmen del expansionismo militar español.

    Quizá por ello la memoria y la mitología de las «resistencias numantinas» ha estado tan presente en nuestro imaginario colectivo a lo largo del tiempo, reforzando, cuando ha convenido, esa épica de gentes invadidas más que invasoras. Los ejemplos abundan, alimentados casi siempre por los desafíos vinculados a la defensa de ciudades asediadas con cercos terribles: Cádiz, La Coruña, Cartagena de Indias, Zaragoza, Gerona, Astorga, Ciudad Rodrigo, etcétera, como consecuencia de habernos enfrentado a los poderosos imperios británico y napoleónico. Sin olvidar los levantamientos insurreccionales de la población contra propios y extraños: Fuenteovejuna, la Díada de Barcelona, los motines de Esquilache y Aranjuez, el Dos de Mayo, Casas Viejas, etcétera…, junto con los asedios a vida o muerte debidos a nuestros propios demonios nacionales, tales como Alicante, Morella, Bilbao, Oviedo, el Alcázar de Toledo…, que se resumen en aquel famoso lema entusiasta del Madrid republicano acosado por el ejército de los sublevados: «¡No pasarán!».

    Esta capacidad de los peninsulares de aguante respecto a la adversidad y el sufrimiento, parece asumida por el pueblo español como herencia de aquella larga recuperación identitaria que supuso nuestra mitificada Reconquista. Así opinan muchos de los historiadores actuales y, pese a que el franquismo hiciera propaganda interesada del pasado imperial y sus grandes monarcas —explican—, resulta ínfima en relación con la abultada publicidad de las causas de quienes les hicieron frente.

    Sinceramente, creo que tienen razón, y tal y como le gusta señalar a nuestro famoso novelista Arturo Pérez-Reverte: «los españoles somos lo que somos, porque fuimos lo que fuimos». De ahí que recuperar la memoria de muchos episodios bélicos, tan significativos para nosotros y los pueblos que nos precedieron, sea uno de los empeños más personales de cuantos animan este libro.

    El erudito Marcelino Menéndez Pelayo ya sentenció en su día que: «nada envejece tanto como un libro de historia», y muy consciente de ello sé que haría mucho mejor en cultivar cualquier otro género literario que no fuera el ensayo historicista, para dejar, si acaso, un buen testimonio escrito a mis hijos y futuros nietos. Sobre todo porque ni siquiera estoy seguro de poder culminar mi empeño, materializado en esta primera entrega de unas Resistencias numantinas que, ante todo, son un relato de divulgación no académico, circunscrito a «los antecedentes más indómitos del pueblo español», tal y como aparece en el subtítulo elegido para el mismo. Quedan pendientes, a propósito, las otras muchas resistencias que los peninsulares hemos protagonizado desde la Edad Moderna en adelante, reconociéndonos ya como españoles dentro y fuera de nuestras fronteras.

    La amplitud de cualquier selección de las mismas aconseja, como mínimo, la elaboración de un segundo volumen que facilite su estudio y edición, pero este trabajo queda supeditado por igual tanto a mis energías disponibles como al interés que despierte su recopilación. En todo caso, las historias elegidas las abordo, insisto, con el propio interés de conocer el pasado y la prudencia del investigador, que no menosprecia la inteligencia de los lectores interesados honestamente en saber de ellas y que, al igual que yo mismo, no temen plantearse muchas dudas y cuestionarse algunas certezas. Con esta libertad de método, que no espere nadie encontrar en estas páginas verdades concluyentes, y sí muchos «peros», además de algunos interrogantes y lagunas en cada uno de los relatos.

    Claro que habrá lectores a los que no consiga despertar su interés por estos antiguos sucesos. Mi única justificación para intentarlo es que no creo que sean una herencia ajena, para todos los que hoy habitamos sobre la vieja piel de toro, algo en lo que coincido plenamente con el profesor Lledó y el novelista Pérez-Reverte. Se trata, además, de una mitología heroica que sigue existiendo por igual en todas las culturas. Prueba de ello es que son muchos los pueblos y naciones que también se han mostrado especialmente dotados para resistirse al contagio y la dominación exterior.

    Tal es el caso —entre otros— de judíos y japoneses, protagonistas los primeros de algunos hechos tan relevantes como el suicidio colectivo de los defensores de la fortaleza de Massada (desierto de Judea), sitiados hasta la extenuación por la Legión X del cónsul Flavio Silva durante la primera guerra judeo-romana (72-73 d.C.). Y ya en época actual, el levantamiento de los judíos polacos recluidos en el gueto de Varsovia (Getto warszawskie), iniciado en la noche de Pésaj del 19 de abril de 1943, que resistieron a todos los asaltos y bombardeos de las tropas alemanas hasta el 16 de mayo, casi un mes. Este alzamiento hoy está considerado como la más sangrienta de las acciones de resistencia habidas contra el nazismo en todos los países ocupados.

    Y respecto al ejemplo de los japoneses, resulta memorable la batalla por el islote de Iwo Jima (febrero y marzo de 1945), el primer suelo patrio que hollaban sus enemigos, defendido de forma tan encarnizada por los soldados del Imperio del Sol Naciente. Solo siguiendo el férreo código ético samuray del bushido (el camino del guerrero), se puede comprender tanto el sacrificio de los pilotos kamikaces (vientos divinos) —estrellando sus aviones cargados de explosivos contra los buques norteamericanos— como los combatientes que durante años permanecieron ocultos en las selvas de Borneo, Sumatra o Filipinas, sin dar crédito a que su país y su emperador hubieran firmado, hacía tiempo, su rendición incondicional ante los aliados.

    Otra cuestión es saber si, al igual que sucede con el sentir mayoritario de hebreos y nipones respecto a estas tragedias, también para los españoles la capacidad de resistencia continúa teniendo una significación especial, o inclusive, si pensamos que sigue siendo un rasgo antropológico que nos identifica de cara a los demás pueblos. Sobre todo por averiguar si hoy, en tiempos de crisis económica, social y política tan acusadas como las que atravesamos en España, siguen subsistiendo en la sociedad los valores de esfuerzo y sacrificio, personales y colectivos, que justificaron aquellas posturas numantinas. Los mismos que podrían ayudarnos a salir de la crisis o explicar, por ejemplo, muchos de los éxitos recientes de los deportistas y empresarios nacionales, y por contra, las críticas que recibe nuestro denostado sistema educativo en virtud de su ausencia.

    Sin embargo, la primera dificultad para poder plantear lo más acertadamente posible dicha cuestión, con la que pretendo enhebrar estas páginas, es reconocer el carácter especulativo de todo ello, hablando de un pretendido atributo del pueblo español del que, para colmo, miles de compatriotas se sienten ajenos. Es más, hoy habitamos en un país en el que como escribió el poeta Gabriel Celaya: «apenas si nos dejan decir que somos quienes somos…», e incluso son muchos los que se dedican a negar a una de las naciones más viejas de Europa, aglutinante de los antiguos reinos peninsulares, su condición de tal. Así lo expresó hace unos años con muy poca fortuna, uno de nuestros presidentes de Gobierno más denostados, afirmando que: «España es una realidad discutida y discutible». Por tanto, y habida cuenta de esta acomplejada realidad que tanto nos dificulta la expresión de la propia nacionalidad, nada mejor que el conocimiento pormenorizado de algunos de los episodios que más han contribuido a forjar nuestra mitología identitaria y, de paso, la más remota conciencia nacional que muchos esgrimen y otros niegan, intentando subsanar en algo la siempre lamentable desmemoria de los vivos.

    No obstante, habiendo peleado nuestros antepasados en casi todas las épocas, mares y continentes, y acumulando la nación española una herencia bélica tan dilatada, se comprende la dificultad de tener que escoger entre todas las gestas posibles, apenas unas pocas de las muchas que también servirían para ilustrar este libro. Igualmente, la existencia de una abultadísima bibliografía respecto a la mayoría de ellas, unida a las ya enciclopédicas páginas que aparecen en Internet, requieren de un importante esfuerzo de síntesis y del acierto de saberlas exponer con el rigor e interés que cada una merecen, huyendo por igual tanto de las exaltaciones patrióticas, como de su aburrida exposición académica.

    El conocimiento de las causas de estos conflictos, convertidos en verdaderos nudos gordianos, en los que no hubo más remedio que recurrir al corte de la espada, sin duda que merece nuestra atención, porque también resulta preciso señalar que muchos de ellos han servido para justificar las interpretaciones que hablan de la historia de España como una sucesión de fracasos y rupturas, sugiriendo a menudo una excepcionalidad peninsular que nos diferencia, casi siempre para mal, del resto de los países europeos y aún del mundo entero.

    Uno de los historiadores que quizás mejor representa el regeneracionismo y pacifismo posterior al Desastre del 98, Rafael Altamira —que fue hijo de militar—, ya procuró superar esta visión belicista sobre el ser nacional hablando del concepto de civilización para explicar la historia de España. Altamira consideraba que: «había que restaurar el crédito de nuestra historia, para devolver al pueblo español la fe en sus cualidades nativas y su aptitud para la vida civilizada». Con todo, su gran preocupación fue la «desnacionalización» que se estaba produciendo en el espíritu de los españoles de su época y que, según él, ya había empezado con los afrancesados. La clave radicaba en «la pérdida de confianza de la sociedad en el Estado, secuestrado —afirmaba— por una oligarquía sin ideales y sin competencia».

    ¡Cuánta similitud con la España actual!, pensarán muchos lectores y, ciertamente, no es para menos. Hoy los historiadores e intelectuales más sensatos denominan irónicamente a esta tendencia catastrofista tan arraigada entre muchos españoles y foráneos como la «fracasología», no sin cierta guasa. Este prejuicio establecido sobre la idea de ser el nuestro un país ingobernable, anormal y conflictivo, ininteligible en suma, ya fue desmontado de forma muy lúcida por el filósofo Julián Marías en su España inteligible. Actualmente otros autores, como los mencionados José Álvarez Junco, Juan Pablo Fusi y Ricardo García Cárcel, junto con los profesores Fernando García de Cortázar, Ana Nuño, o el hispanista Henry Kamen, también vienen incidiendo con su magisterio en el desmentido de todos estos tópicos —muy queridos por nuestros nacionalistas—, con ensayos tan destacables como: Los mitos de la Historia de España (Cortázar), Pequeño manual de mitología española (Nuño), El sueño de la nación indomable. Los mitos de la guerra de la Independencia y La herencia del pasado. Las memorias históricas de España (ambos de Cárcel), y Del imperio a la decadencia. Los mitos que forjaron la España moderna (Kamen), que me han servido como guía y lecturas de referencia.

    Otro buen ejemplo son las reflexiones del profesor Santos Juliá, quien nos explica cómo: «la marea memorial ha llegado a España con cierto retraso, pero con fuerza redoblada, porque nos ha devuelto la manía de rectificar el pasado, como si se dijera: frente a las escasas expectativas que ofrece el futuro, cambiemos de pasado para mejorar la calidad del presente. Hemos mezclado, pues, la corriente memorial con nuestra bien arraigada propensión a juzgar nuestro pasado, en bloque, como un fracaso, como una carencia, un no ser ocurrido en algún no lugar. Aquí, se nos decía, ha fracasado todo: la revolución liberal, la revolución industrial, el Estado nacional, la República… No cabe duda que la fracasología vende y además excusa de realizar análisis más serios y ponderados, porque todos sabemos que la verdad casi siempre incomoda y resulta mucho más fácil recurrir a los tópicos. De ahí que lo habitual a la hora de enfrentarse con nuestro pasado, sea el cargar las tintas sobre todo lo que se hizo con poca cabeza, máxime ahora que la realidad de nuestro país resulta tan diferente a todo lo anterior».

    En definitiva, un horror que daría la razón a los antiguos postulados de la Leyenda negra, o la consideración de nuestra historia como un empeño malogrado y desastroso que ha ido de mal en peor. Así lo reflejó con mucho éxito popular el poeta Jaime Gil de Biedma, escribiendo en su libro Moralidades: «De todas las historias de la Historia, sin duda la más triste es la de España, porque termina mal. Como si el hombre, harto ya de luchar con sus demonios, decidiese encargarles el gobierno y la administración de su pobreza».

    Más que una condena, en el fondo estas palabras parecen una declaración de soberbia, pero no debemos olvidarnos que el desconsuelo que provocan los errores y desgracias del pasado es común al sentimiento patriótico de todos los pueblos, y estas antiguas tragedias no tienen por qué condicionar el futuro de ninguno de ellos. Precisamente, valorar y sentir la historia de España como una tragedia parece algo muy propio del carácter español, un atributo más que sumar a nuestro pretendido orgullo, soberbia y envidia por lo ajeno, tradicionales defectos que nos atribuye la Leyenda negra. Sin duda, este ha sido el verdadero crisol del mito de los españoles como ejemplo de un pueblo fanático, cruel, soberbio e indomable, dotado de las cualidades guerreras que lo han hecho irreductible al dominio extranjero; pero igualmente a los modernos postulados de la ilustración y la razón.

    A todo ello se unen las fantasías de los mitos, que tergiversan la Historia y la pueblan de viejos fantasmas, por lo que no me ha resultado fácil desentrañar hasta qué punto han sido mitificados, desfigurados, o rodeados de excesiva estima, cada uno de estos sucesos heroicos. Sabemos que en el origen de su prestigio se encuentra el nacionalismo y la historiografía propios del siglo XIX, que los fueron propagando como un destacado ejemplo de los valores colectivos subyacentes a la nación española, en una articulación social que, lejos de resultar conservadora o reaccionaria, entonces era de origen revolucionario: «la Nación en armas».

    No en balde, tras la Revolución francesa y las guerras napoleónicas desapareció el Antiguo Régimen en casi todas las naciones europeas, dando lugar a que florecieran los sentimientos nacionales tanto en los países del Viejo como del Nuevo Mundo, en donde antes no los había o no se expresaban, bajo el nuevo concepto de la nación «como sujeto de la soberanía», que descubriera el agudo talento del abate Sieyès. El politólogo francés entendió mejor que nadie que toda nación necesita, para su construcción, de un enemigo real, y tal como hoy explica el profesor Álvarez Junco en Mater Dolorosa… la España moderna se sirvió precisamente de la Francia napoleónica como aglutinante de su sentimiento patriótico.

    Otra cosa es que presentar la larga y sangrienta confrontación de 1808 a 1814 como una «guerra de la independencia», sea una más de las simplificaciones de la realidad tan típicas de la visión nacionalista. Ciertamente, la Guerra de la Independencia fue en realidad una guerra internacional entre Francia y Gran Bretaña y, tal y como apunta nuestro historiador: «no debemos olvidar que el comandante en jefe español era el duque de Wellington, y si las Cortes de Cádiz pudieron hacer su trabajo, a pesar de tener a las tropas napoleónicas al otro lado del puente de San Fernando, fue porque las protegía la escuadra británica. En realidad, en aquella guerra dominó más el odio al francés que la propia voluntad de construir una nación española».

    Como no podía ser de otro modo, la propaganda desplegada por todas partes para combatir al invasor, encontró en la épica de los comportamientos heroicos de aquel momento y, por extensión, de todos los precedentes por más remotos que fueran, la necesaria munición para defender a la incipiente nación española. La mayoría de los historiadores actuales nos enseñan que estas visiones sesgadas sobre nuestro pasado proceden de los estereotipos románticos cultivados a lo largo de la centuria decimonónica, y tienen mucho que ver con el atraso económico de España. Para colmo de males, además de aquel trágico inicio, la centuria decimonónica terminó con la pérdida de nuestras últimas provincias ultramarinas. Así, los orígenes modernos del mito que ahora nos ocupa tienen mucho que ver con esa atroz resistencia numantina que protagoniza el pueblo español, frente a las tropas napoleónicas, a partir del levantamiento madrileño del Dos de Mayo.

    Un suceso que se difunde y corre como la pólvora por toda la península, dando lugar al inicio de la guerra, declarada con la escueta proclama de los dos alcaldes de la entonces pequeña villa de Móstoles llamando a las armas: «La Patria está en peligro. Madrid perece víctima de la perfidia francesa. ¡Españoles, acudid a salvarla!», que firman Andrés Torrejón y Simón Hernández. La dilatada y crudelísima contienda, que a partir de entonces tuvo lugar contra los franceses, acabó convirtiéndose en aquel cenagal de la famosa «guerra de guerrillas», que terminó tragándose hasta el orgullo del megalómano Napoleón Bonaparte.

    La expectación que causó en toda Europa la resistencia española, que derrota por primera vez en la batalla de Bailén (19 de julio 1808) a las invictas tropas imperiales —por entonces las mejores del mundo—, tendrá mucho que ver en la elaboración de esa leyenda sobre el ser de los españoles, que se remontó en el tiempo para alcanzar a los héroes más legendarios de la Antigüedad y la Edad Media: Viriato, Indíbil y Mandonio, don Pelayo, el Cid Campeador, Guzmán el Bueno… Sin olvidarnos que hasta el mismo emperador contribuyó a acrecentarla, tras reconocer su error en las páginas del Memorial de Santa Elena, en el que escribe: «…se indignaron con la afrenta y se sublevaron ante nuestra fuerza corriendo a las armas. Los españoles en masa se condujeron como un hombre de honor».

    Hoy sabemos que en octubre de 1808, en la ciudad alemana de Erfurt, dentro de las negociaciones que tuvieron lugar entre Napoleón y el zar Alejandro I para sellar su inicial amistad, su chambelán y consejero Talleyrand le traicionaría por primera vez, entrevistándose secretamente con el soberano ruso para aconsejarle que se resistiese a la demanda de una alianza militar con Francia. El ya exministro de Exteriores, le haría ver al zar que el Imperio napoleónico no era tan invencible como aparentaba, y más después de lo que estaba sucediendo en España.

    La llamada Conferencia de Erfurt, celebrada en presencia de los príncipes alemanes, finalizó con la firma de un acuerdo suscrito entre las dos delegaciones que dejó insatisfecho al emperador. Este entendió que no podría contar con la ayuda de Rusia a menos que resolviese previamente la situación española, demostrando así la solidez de su poderío. Por ello, viajó a continuación a nuestro país, buscando personalmente el total aniquilamiento de su resistencia, y poco después conseguiría una victoria muy notable sobre nuestras tropas en Burgos, seguida de su entrada triunfal en Madrid (4 de diciembre 1808).

    Lo malo fue que, lejos de apaciguarse, la insurrección española creció de tal manera que Bonaparte se vio obligado a dejar casi la mitad de su Grande Armée en territorio peninsular a su regreso a París (abril 1809). Tratando infructuosamente de someter al país durante los tres años siguientes, la guerra pondría de manifiesto la incapacidad de Francia para hacer frente de manera simultánea a dos objetivos militares de la envergadura de Rusia y España. Bastó que Napoleón evacuara unos miles de soldados hacia las estepas rusas, para que la situación de sus tropas al sur de los Pirineos se hiciese insostenible, y con el auxilio de los regimientos británicos del duque de Wellington en las batallas de Arapiles (1812) y Vitoria (1813), se consumó su derrota.

    Tras aquella gran hoguera en la que los españoles consumimos enormes recursos y energías, nuestro país quedó tan exhausto y empobrecido que, al poco, resultó posible la independencia de la mayor parte de la América hispana, y de cara a Europa quedamos descolgados del progreso material y económico que tuvo lugar en el continente con la primera revolución industrial. Con ello, España pasó a ser una excepción pintoresca, y según se encargaron de publicitar la mayoría de los escritores y viajeros románticos que nos visitaron: «África daba comienzo en los Pirineos».

    Sin duda que todos estos extranjeros contribuyeron a reverdecer nuestros viejos mitos y leyendas, por más que nuestros intelectuales más lúcidos renegaran de ello. Así, de poco nos valió que políticos liberales como Evaristo de San Miguel —el autor del republicano himno de Riego—, se mostrase tan contrario al cultivo de las leyendas y esencias patrias: «¿Para qué las necesita el cuadro de la historia de España? —Se preguntaba— ¿No habla bastante a la imaginación la verdad desnuda de sus grandes hechos? No necesita fábulas la historia de España, a la cual una combinación de circunstancias extraordinarias colocaron en situaciones singulares y únicas». A pesar de todo, clamaba en el desierto.

    El siglo romántico fue uno de los más fructíferos para la épica, y fueron los poetas los encargados de ensalzar los valores del sacrificio, el esfuerzo, la valentía o el heroísmo. El inglés lord Byron dio el mejor ejemplo con la entrega de su propia vida, peleando por la independencia de Grecia entonces en poder de los turcos. Entre nosotros, José de Espronceda logró una enorme popularidad y su ascenso al Parnaso de las letras con su Canto a la Muerte, lo mismo que le sucedió al famoso duque de Rivas (Ángel de Saavedra) y otros poetas como Manuel José Quintana o José Zorrilla, gracias a la gran divulgación que alcanzaron sus poemas heroicos. Con todo, quizá fue el joven poeta alemán Rainer Maria Rilke, quien logró expresar mejor la urdimbre de lo heroico, preguntándose: «¿Quién habló de victoria? Lo que importa es resistir». Y parafraseando al mismo Napoleón: «valiente no es el que tiene fuerzas para salir adelante, sino el que sale adelante cuando no le quedan fuerzas».

    De forma lapidaria, la condición heroica del resistente —ya sea pueblo o individuo— la volvería a subrayar en aquellos años difíciles de la Francia ocupada por los alemanes el escritor Albert Camus —de origen argelino y madre española—, expresando lo que por entonces no era más que un deseo: «solo los resistentes tienen la última palabra». Ya lo dijo la estadounidense Anaïs Nin —hija de padres cubanos— unos pocos años antes, haciendo hincapié en: «que la vida se encoge o se expande en proporción al valor de cada cual». Y efectivamente, los que no se doblegan frente a las contrariedades que nos procura la vida y en la lucha por la supervivencia, propia o de sus semejantes, nunca se rinden de buen grado ni dan su brazo a torcer, aparecen como los únicos elegidos para perpetuarse con su ejemplo en la memoria de los vivos.

    Fue casi al término de la centuria del XIX, con la definitiva pérdida de todas nuestras provincias ultramarinas a manos de los independentistas cubanos y filipinos —que contaron con la inestimable ayuda de los caudales políticos, militares y financieros del gigante norteamericano—, cuando se volvió a incidir en la romántica mitología del indómito pueblo español, tanto por el ejemplo de algunos comportamientos heroicos de nuestras tropas, entre los que sobresale la alucinada resistencia de Baler que llevaron a cabo los últimos de Filipinas, como gracias a la tendenciosa propaganda desplegada durante todo el conflicto por la prensa amarilla estadounidense.

    Ciento veinte años después de nuestra generosa ayuda militar y financiera para la independencia de las Trece Colonias, los estadounidenses nos devolvían «el favor», demonizando a los españoles para justificar la liberación de los «pueblos hermanos» que luchaban contra la odiosa opresión y tiranía de nuestra patria. Y después de ganada la contienda, aquellos tabloides resaltaron la gloria que había supuesto para sus tropas apropiarse de los despojos de aquel viejo Imperio, antaño formidable, pero al que ahora ni siquiera le reconocían su extremada debilidad, no fuera a ser que se devaluara la pretendida grandeza de su empresa.

    No olvidemos que con aquel triunfo, la joven nación iniciaba su propia ascensión como potencia mundial y hegemónica. De ahí la necesidad de justificarse y de presentarnos nuevamente como aquel pueblo bárbaro y aguerrido, siempre difícil de vencer o dominar con las armas en la mano. Lo que hubiera resultado más honesto por su parte, habría sido el reconocer que peleaban contra un imperio hace tiempo venido a menos y, mejor aún, que lo hacían con los soldados y marinos de un país agrario y escasamente industrializado, poblado mayormente por gentes sufridas más que prepotentes, poseedoras de una gran y muy respetable cultura, que tan solo pretendían retener bajo su soberanía, precisamente, a sus dos provincias ultramarinas más ricas, pobladas y dinámicas, en aquel entonces.

    Después de aquello, toda una generación de intelectuales, tan lúcidos como Joaquín Costa, harían ver a la Nación la necesidad de regenerarse y de abandonar el uso de las armas: «echando siete llaves al sepulcro del Cid». El gran jurista e historiador aragonés realizó uno de los análisis más demoledores de la España de su tiempo, denunciando la profunda corrupción de la oligarquía y el caciquismo del régimen de la Restauración, orígenes de los males que nos llevaron al Desastre del 98.

    Y para reavivar de nuevo nuestro infortunio, a finales de aquella Europa de entreguerras resurgiría el drama de la Guerra Civil, que volvería a incidir en el mito. Frente a la hipócrita política de la «No Intervención en la guerra de España», adoptada por las principales democracias en razón a sus miedos —sobre todo al fascismo y el comunismo que alimentaban la ideología de cada uno de los dos bandos enfrentados—, de nuevo una gran potencia: la extinta Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), volvió a enarbolar la legendaria bandera. La propaganda del sátrapa Iósif Stalin —pagada con el oro del Banco de España— creyó ver en aquellos milicianos que combatían al ejército de los sublevados a pecho descubierto, vestidos con su mono de trabajo y con escaso armamento, la excusa más adecuada para ensalzar la lucha a favor de la «revolución comunista» y «la dictadura del proletariado».

    Así, la resistencia del noble pueblo español frente a los facciosos, apoyados militarmente por la aviación de Hitler (la Legión Cóndor, autora del bombardeo de Guernica), y las divisiones blindadas de Mussolini, adquirió para los rusos los tintes de una epopeya heroica. También para los miles de voluntarios de todo el mundo que se solidarizaron con la causa de la II República, y quisieron combatir al fascismo nutriendo aquellas heroicas y generosas Brigadas Internacionales.

    Con el revulsivo de la victoria del bando nacional, que precisamente justificó la contienda como si se tratara de una Cruzada contra el comunismo y los malvados designios judeo-masónicos, el nuevo Régimen haría suyos tanto el mito del heroico pueblo español como aquel otro ideal contrarreformista del espíritu ascético del monje y el guerrero. Contando, eso sí, con el apoyo inestimable de la Iglesia española, el respaldo oficial del Vaticano y la complacencia personal del papa Pío XII.

    Dominado el Estado por un nacional-catolicismo anacrónico e intolerante, nuevamente se utilizó el pasado para atribuir a los españoles estas connotaciones políticas tan exacerbadas, con las que se articuló todo aquel funesto marasmo ideológico. No resulta extraño que toda esta mitología diera comienzo y se reforzara con la exaltación de la heroica resistencia de los sublevados en el Alcázar de Toledo, convirtiendo al coronel José Moscardó Ituarte —al frente de la misma— en un nuevo Guzmán el Bueno, coincidente con el héroe medieval hasta en el luctuoso sacrificio de su hijo a manos del enemigo.

    Pero tal y como apunta el escritor Rafael Reig: «En las guerras civiles, la línea del frente atraviesa las familias, las ciudades y hasta muchos dormitorios. Cuando termina, vencedores y vencidos siguen viviendo juntos, lo que aumenta la miseria moral y garantiza buenos conflictos y una lectura apasionante. Las guerras entre Estados son perfectas para el cine, porque la acción y los uniformes dan muy bien. Las guerras civiles, por su espesor de sentimientos y la fractura moral en el país que las sufre, solo pueden narrarse en la literatura, el cine no es capaz de mostrar su complejidad, su perduración y las consecuencias en ámbitos difíciles de mostrar en pantalla».

    No cabe duda que la autoestima del pueblo español resultaría muy dañada por el cainismo asesino que desató aquel conflicto, lo que hoy explica tanto desinterés por nuestra historia, que no resulta ni estupenda ni cinematográfica. Pero por eso mismo, tampoco debemos caer en el maniqueísmo de pensar en buenos y malos, haciendo mayor hincapié en lo mucho que vencedores y vencidos siempre tienen que dejar por el camino. Manuel Azaña, al que hoy reconocemos su indiscutible autoridad para juzgar nuestra contienda civil, escribió poco antes de su muerte: «¡Cómo se odiaban antes de la guerra los dos bandos españoles, cómo estarán los ánimos después de los horrores padecidos! Mientras vivan las actuales generaciones no podrán restaurarse las condiciones mínimas de convivencia social pacífica. El odio ha engendrado la venganza, que ha suscitado nuevos odios, y así hasta el exterminio. Todo el pueblo español está enfermo, y sus curadores actuales no saben otra receta más que fusilarlo».

    Los jóvenes de la ya vieja generación de la Transición, «sentimos que aquellas dos Españas nos helaban

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