La orografía montañosa de Grecia hizo que los primeros poblados permanecieran aislados entre sí, lo que tiempo después facilitó la aparición de una serie de ciudades-Estado (polis) a lo largo y ancho del territorio. Todas compartían lengua y muchos elementos culturales, pero defendieron su independencia con uñas y dientes. Tras una etapa oscura en la que apenas se pueden rastrear datos históricos fiables, los registros arqueológicos desvelan que Atenas inició el sometimiento de las poblaciones más pequeñas entre los siglos IX y VIII a. C.
Las tierras de la región del Ática no eran las mejores para cultivar trigo, aunque sí eran propicias para las vides y los olivos. Los atenienses tuvieron que importar los cereales que necesitaban con las ganancias que obtenían con la exportación de su magnífico aceite, verdadero oro líquido que contribuyó al desarrollo socioeconómico de la ciudad. Se calcula que cada ateniense adulto consumía unos 55 litros de aceite al año: 30 para su higiene personal, 20 como alimento, 3 para el alumbrado del hogar y 2 para usos rituales y terapéuticos.
Esparta, Tebas o Quíos eran otras polis que competían entre sí por controlar los destinos de la Hélade. Ninguna de ellas logró crear confederaciones que duraran mucho tiempo y, cuando lo hicieron, nunca englobaron a la totalidad de las ciudades griegas. En el año 650 a. C. no había ningún indicio que sugiriese la brillantez, el desarrollo y la riqueza que iba a disfrutar Atenas años después.
En sus orígenes, Atenas fue una monarquía que evolucionó poco a poco hacia un régimen aristocrático controlado por un puñado de familias nobles. El primer paso hacia una sociedad más igualitaria lo dio Dracón en el año 621 a. C., cuando impuso un código legal escrito. A pesar de la dureza de algunos de sus artículos (de ahí la procedencia del adjetivo draconiano),