Reparar veinte barcos a los que devoraba la carcoma. Esa fue la única orden que dio el emperador bizantino Alejo III cuando vio que los cruzados se le echaban encima. Aquel ejemplo de indolencia iba a condenar su reinado, si bien es cierto que tampoco contaba con muchos apoyos dentro de las murallas de Constantinopla. Para entonces, Bizancio era un imperio dependiente, en gran medida, de tropa mercenaria, entre la que reinaba el descontento. Además, Alejo III no era precisamente un hombre carismático, ni un líder esforzado que pudiera alentar a los suyos a una resistencia suicida contra unos cruzados bastante más motivados y bien pertrechados para la guerra.
Los cruzados llegaron ante Constantinopla, lanzaron algunos ataques rápidos y poco exitosos y se concentraron, finalmente, al otro lado del Cuerno de Oro, donde encontraron poca resistencia. Desde aquella posición, no les costó demasiado romper la cadena que impedía el acceso de los barcos al puerto, tras lo cual introdujeron en él la flota. Pese a que la resistencia bizantina no se caracterizó, precisamente, por su bravura, lo de los cruzados no fue tampoco un paseo militar. En Constantinopla nadie los recibió con los brazos abiertos, aunque eso era lo que había prometido el hijo del encarcelado Isaac el Ángel.
Los nuevos emperadores agasajaron a los líderes cruzadosR
Aun así, tras aumentar la presión, la defensa bizantina acabó por derrumbarse, y los cruzados tomaron la ciudad. Una de las primeras cosas que hicieron fue buscar al