Quizá esta historia jamás habría sido contada si a los pueblos del Turquestán no se les hubiera acabado la hierba. Pero desaparecieron los pastos, y, sin alimento para su ganado, las gentes que habitaban aquella zona de Asia central se vieron obligadas a migrar. Esos desplazamientos, a través de los siglos, propiciaron que un pueblo turco, el selyúcida, acabase chocando, tras convertirse al islam, con el Imperio bizantino. Y uno de esos choques se produjo en 1071 en Manzikert, en la actual Turquía, concluyendo con una estrepitosa derrota de Bizancio que desencadenaría un cataclismo sin precedentes.
Y es que Manzikert sería una llamada de atención a los reinos cristianos. Una alerta sobre ese peligro musulmán que se acercaba demasiado. El detonante de un proceso complejo, que no puede explicar una sola derrota, conocido como las cruzadas. Un fenómeno que mezcló fe, ambición, demografía y barbarie, y que convirtió Jerusalén en el centro de un conflicto entre cristianismo e islam, cuyos ecos aún perduran. Curiosamente, una de las víctimas de las cruzadas iba a ser ese Imperio bizantino que había sucumbido ante los musulmanes en Manzikert y en cuya ayuda, tras este episodio, se lanzaron los cristianos occidentales con una operación militar internacional sin precedentes. Una ayuda poco cordial. La primera consecuencia de la derrota de Manzikert fue que los bizantinos, al retirarse, dejaron la puerta abierta de Anatolia, que hasta entonces había sido su principal granero, tanto alimenticio como militar. Y los selyúcidas no desaprovecharon la