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UXMALA
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Nacido en Barcelona, tras graduarse como médico en la Facultad de Medicina, Xavier ganó una beca Fulbright, y estudio y vivió varios años en Boston (USA), obteniendo dos Masters  en la Universidad de Harvard. Durante 20 años trabajó como Director General en varias multinacionales de biotecnología y agencias internacionales de publicidad. Xavier ha escrito guiones cinematográficos, obras de teatro, obras de teatro musical (libreto, música y letras), artículos periodísticos, y novelas. Ha escrito artículos sobre temas relativos a Nueva Zelanda como lector corresponsal para la edición digital de La Vanguardia, uno de los principales periódicos de España.

UXMALA fue seleccionada como Finalista en el VII Premio HISPANIA de Novela Histórica (2019).

Xavier escribe todas sus novelas en español e inglés, y reside en Auckland (Nueva Zelanda) con su familia.

 

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 sept 2021
ISBN9780473589998
UXMALA
Autor

Xavier Vidal

Nacido en Barcelona, tras graduarse como médico en la Facultad de Medicina, Xavier ganó una beca Fulbright, y estudio y vivió varios años en Boston (USA), obteniendo dos Masters  en la Universidad de Harvard. Durante 20 años trabajó como Director General en varias multinacionales de biotecnología y agencias internacionales de publicidad. Xavier ha escrito guiones cinematográficos, obras de teatro, obras de teatro musical (libreto, música y letras), artículos periodísticos, y novelas. Ha escrito artículos sobre temas relativos a Nueva Zelanda como lector corresponsal para la edición digital de La Vanguardia, uno de los principales periódicos de España. UXMALA fue seleccionada como Finalista en el VII Premio HISPANIA de Novela Histórica (2019). Xavier escribe todas sus novelas en español e inglés, y reside en Auckland (Nueva Zelanda) con su familia.

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    UXMALA - Xavier Vidal

    CAPÍTULO 1

    Barcelona. En la actualidad.

    Si mañana llegara el fin del mundo, ¿se enteraría por la prensa o a través de las redes sociales?

    Berenice se preguntaba el porqué de esa absurda cuestión o si se trataba de una premonición, mientras entraba en su diminuto apartamento empujando una vieja bicicleta de paseo con una gran cesta blanca de plástico colgando del manillar.

    Sonrió al pensar en sus amigas feministas, que se burlaban de ella por preferir ese modelo sin barra superior frente a otros más masculinos y menos humillantes.

    La verdad es que no le importaba. Estaba orgullosa de la compra que hizo en el mercado de segunda mano de Bellcaire, una feria popular donde solía encontrar increíbles oportunidades objetos de decoración o libros, junto al habitual trapicheo de joyas y relojes falsos a precio de saldo.

    Acarició la cabeza de triceratops colgada de sus llaves y las arrojó a un pequeño cuenco de plástico sobre la nevera, lugar poco habitual para guardarlas, pero una costumbre familiar que venía de muy atrás.

    Sus adinerados padres seguían confiando en que, tras cuatro años de estancia en Barcelona y un MBA forzado a sus espaldas, regresaría a Guatemala a trabajar en una de las empresas familiares, pero ella estaba atrapada por el hechizo de la ciudad y su sueño seguía siendo la paleografía, complemento perfecto a la filología mesoamericana que estudió en su país, algo que sus padres siempre consideraron de poca utilidad práctica.

    Su obsesión por sus estudios no iba a cambiar, a pesar de la preocupación de sus amigos por los recientes cambios que observaban en su comportamiento, y que ella atribuía al stress por el trabajo universitario.

    Abrió la nevera y sus manos fueron directas a una botella de zumo de frutas bio-eco-dietético, un cóctel de salud embotellada, como ella gustaba de llamarlo.

    A pesar de estar sola en casa, no bebió directamente de la botella y se sirvió en un vaso. Se quitó las zapatillas deportivas y las colocó a los pies de uno de los dos estilizados taburetes de diseño junto al mostrador de la cocina. 

    Con el vaso de zumo en la mano, se dejó caer en el sofá. Tras un zapping casi epiléptico, escogió un canal de cocina en que un chef bigotudo mostraba cómo hacer deliciosos cupcakes en tan solo unos minutos.

    Había visto millones de veces programas como ese, pero al volver del gimnasio le relajaba ver programas de cocina e imaginarse preparando aquellos platos y postres. 

    Era su forma virtual de comer sin tener que hacer ayuno ni penitencia posteriormente y dada su tendencia a acumular centímetros de más en zonas del cuerpo donde debería estar prohibido por ley hacerlo, intentaba controlarse y no pasar de la ficción televisiva a la realidad, por el bien de su silueta.

    Veinte recetas después, dejó la televisión conectada y se dirigió a la ducha. Se iba desnudando por el camino, pero sin dejar un rastro de prendas de vestir a su paso, depositándolas perfectamente alineadas sobre la cama.

    Con una toalla blanca envolvió gran parte de su cuerpo, lo cual no era realmente necesario al estar sola en casa, pero le hacía sentirse más tranquila.

    Frente al espejo, se recogió el cabello en un pequeño moño. Un minuto después de habérsela colocado, dejó caer la toalla al suelo para luego recogerla de nuevo y colocarla doblada sobre un taburete blanco. Dejó correr el agua del lavabo para que se calentara. Odiaba el agua fría en la ducha, una de las peores torturas que podía sufrir.

    El vapor pronto empañó el espejo del baño, señal que ella esperaba para introducirse en la ducha e iniciar su ritual.

    Un enorme chorro de agua caliente pulverizada cayó como una fina lluvia. Dio dos pasos y se colocó en el centro geométrico del cono, disfrutando del cosquilleo que la presión de los hilillos de agua producían sobre su piel desnuda.

    Siempre seguía el mismo ceremonial y a menudo había llegado a permanecer una cantidad de tiempo indecente bajo el agua.

    Era uno de los mejores momentos del día. Sentir el calor del agua resbalando sobre su piel y alcanzando todos los rincones de su anatomía era un placer comparable a pocas cosas en su vida y por ello se recreaba en su gozoso disfrute.

    Tras la larga fase de relajación bajo el chorro, se enfundó una rugosa manopla, le aplicó una generosa cantidad de gel cremoso y se frotó todo el cuerpo lentamente, describiendo primero amplios círculos, para concentrarse en zonas más especiales después.

    La parte interior de brazos y hombros recibía siempre la primera visita, que seguía descendiendo por el vientre, girando alrededor del ombligo con pequeños movimientos, para acabar deteniéndose largo rato en su pubis, donde ya solía prescindir del guante.

    Siempre reservaba para el final la parte que más le relajaba. Con las manos bien untadas en crema jabonosa se acariciaba los dos pechos a la vez, con suaves movimientos que empezaban siendo simétricos y circulares pero pronto se independizaban y se hacían autónomos e imprevisibles.

    Se trataba de una experiencia íntima y relajante, que le reconfortaba y le devolvía a un estado natural de relatividad en el que nada tenía importancia.

    Le pareció oír un ruido extraño en la distancia, pero lo dejó escurrir como el agua entre sus dedos mientras sus manos moldeaban una y otra vez sus grandes pechos bajo la espuma blanca.

    Casi sin darse cuenta, sus manos se entretuvieron más de lo habitual en su pecho izquierdo. Con una mano acariciaba y enjabonaba con delicadeza la base de la mama, mientras que con la otra sus dedos oprimían suavemente su grueso pezón acariciando la areola que lo rodeaba.

    Un fuerte dolor punzante hizo que sus manos se contrajeran bruscamente provocándose a sí misma un dolor innecesario. Elevó sus hombros e hizo movimientos de rotación de brazos para aliviar la molestia, pero no lo consiguió.

    Sentía el pecho muy hinchado, aunque tal vez fuera tan solo una sensación. Se palpó el seno con ambas manos, dejando que las sensibles puntas de sus dedos detectaran cualquier elemento extraño. Un fuego interior le quemaba el pecho y el más ligero roce de los dedos sobre su pezón le provocaba un exagerado dolor.

    Abrió la mampara de la ducha y salió precipitadamente, dejando correr el agua. Frente al lavabo, su mano abrió una ventana circular en el cristal empañado del espejo.

    Mirando en su interior no logró ver nada, lo que inicialmente atribuyó al vaho sobre el espejo, pero pronto se dio cuenta de que había poca luz en el cuarto de baño.

    Otro fuerte cuchillada de dolor atravesó su mama e hizo que se agachara, protegiendo su pecho con ambas manos. El dolor la estaba trayendo de vuelta al mundo real. Respiró hondo y al abrir los ojos lo vio claramente. No era vapor de agua, era realmente oscuridad, niebla, tal vez humo.

    Sin tan siquiera pensar en cubrir con la toalla su cuerpo desnudo, abrió la puerta del baño. Una onda expansiva de calor le golpeó el rostro y la detuvo bajo el marco de la puerta.

    El salón estaba en llamas, veía las cortinas desprenderse y caer ardiendo sobre el sofá. El fuego había alcanzado los armarios y los muebles de la cocina americana y las llamas acariciaban el techo del apartamento.

    El asfixiante calor le hizo reaccionar. Tenía que huir, pero para llegar a la puerta de entrada debía atravesar el grueso de las llamas.

    Se volvió y tomó dos toallas del suelo, las empapó en el chorro de la ducha y se envolvió el cuerpo y la cabeza con ellas, dispuesta a correr a través de las llamas.

    Femenina hasta la muerte, antes de echar a correr no pudo evitar comprobar su aspecto en el espejo del baño y si la toalla en su cabeza estaba bien centrada.

    Al volverse hacia el salón, le sorprendió que el espeso humo solo ocupara un lado de la estancia, donde se concentraba todo el fuego, dejando una vía libre y segura hacia la puerta.

    Se acercó a la mesa de la cocina para recoger los libros y blocs de notas abiertos sobre ella pero el denso humo negro comenzó a arremolinarse a su alrededor, aunque no por la acción del inexistente viento, si no que parecía tener vida propia.

    Apenas tuvo tiempo de recoger su teléfono móvil y pulsar las tres cifras del número de emergencia, cuando una ráfaga de humo la derribó, con un zumbido penetrante y ensordecedor, como si de una plaga de langostas se tratara.

    Varias terribles punzadas en su pecho izquierdo le hicieron llevarse ambas manos primero al pecho y luego a la cabeza, protegiéndose del ataque de una masa de humo que parecía estar poseída.

    Al mirar hacia arriba le pareció distinguir unas luces rojas en la negrura de aquel torbellino, sintiéndose como en el interior de un tornado diabólico.

    Gritó con todas sus fuerzas hasta quedarse sin voz, desnuda, aterrorizada, desorientada, aturdida por el estruendo ensordecedor.

    Unas esferas rojizas parecían mirarle desde la oscura distancia, y sintió como si alguien le estuviera arrancando el pecho a mordiscos. Se retorció de dolor una última vez y gritó, alzando su puño en dirección a la masa oscura.

    ¡Noooooo! gritó varias veces, hasta perder totalmente el conocimiento.

    CAPÍTULO 2

    Tenochtitlán, México. 1516

    El humo de las antorchas se elevaba en delgadas espirales que la brisa del atardecer se empeñaba en distorsionar hasta mezclarlas entre sí.

    El sol aún lucía con fuerza frente a la gran pirámide, como si se resistiera a ser enterrado tras las lejanas montañas, creando una atmósfera teñida de un color anaranjado, que lejos de resultar agradable o relajante, no presagiaba nada bueno.

    Las sombras lamían la superficie de piedra de las calzadas, arrinconando al sol a medida que éste cedía terreno en su retirada. El aire era espeso y tenía un sabor amargo, una mezcla de ceniza, hierbas aromáticas y un pellizco de carne humana.

    A medida que el sol descendía, la penumbra avanzaba y se abría paso lentamente hasta alcanzar los escalones centrales del imponente Templo Mayor, ascendiendo por ellos uno a uno, lamiendo con su oscura lengua los gastados escalones de piedra.

    El relativo silencio que había reinado hasta entonces dio paso a un zumbido lejano que fue incrementando su volumen hasta hacerse inteligible.

    Era una música repetitiva, más bien una sucesión de sonidos de percusión sin orden ni melodía aparente. Era un patrón rítmico acompañado de cánticos murmurados más que cantados, que se mezclaban con el agudo sonido que dejaban escapar conchas marinas empleadas como cornetas.

    El sonido se hacía cada vez más presente y poseía un efecto casi hipnótico, adormecedor. La multitud se agolpaba en la enorme plaza al pie de la pirámide y en los tejados de las edificaciones cercanas. El griterío era contagioso, se expandía como un virus entre todos los presentes y nadie era inmune a su influjo.

    La imponente mole de piedra de la pirámide del Templo Mayor se alzaba apuntando directamente al cielo, muy por encima de las copas de los árboles del bosque que se extendía en su parte posterior.

    En lo más alto de la pirámide, dos construcciones gemelas se alzaban en perfecta simetría. Una de ellas era el templo dedicado al dios azteca de la guerra, Huitzilopochtli. La otra estaba dedicada a Tlaloc, dios de la lluvia.

    Uitzimal, el gran sacerdote, vestido con una rica túnica marrón, su cabeza adornada con espectaculares plumas verdes y azules, aguardaba pacientemente a la entrada del Templo de Huitzilopochtli.

    Con los brazos cruzados frente a su pecho, su mirada se perdía en el horizonte, y sus pupilas reflejaban los últimos destellos rojizos del sol poniente, lo que daba a sus ojos una expresión salvaje, sanguinolenta, casi inhumana.

    Podía ver la larga hilera de prisioneros que ascendía lentamente por el lateral de la pirámide. No parecían condenados y avanzaban por voluntad propia, resignados a su suerte, totalmente ajenos a su destino. Algunos incluso sonreían mientras miraban asombrados a su alrededor, impresionados por la majestuosidad del entorno.

    La música parecía ejercer un efecto balsámico sobre ellos, aunque en realidad se debía más a la acción de los hongos alucinógenos que los sacerdotes les administraban. No solo les aliviaba el sufrimiento durante sus últimos minutos de vida sino que facilitaba enormemente el trabajo de extraer de su pecho el corazón aún palpitante.

    Uitzimal sabía que ser escogido para el sacrificio era uno de los mayores honores que aquellos pobres diablos podían recibir. La muerte no era para ellos sino la culminación de su gran suerte, elegidos de entre la población flotante de miles de prisioneros que habitualmente se mantenía en la ciudad para disponer siempre de materia prima para los sacrificios.

    El primer afortunado llegó a la plataforma en la cumbre del templo y la sonrisa desapareció de su rostro cuando levantó la cabeza y miró hacia abajo. La pendiente de la escalinata central era casi vertical y la vista desde esa altura ya le provocaba vértigo sin necesidad de ingerir hongo alguno.

    Uitzimal siguió las evoluciones de dos sacerdotes de menor rango que, con la seguridad que nace de la experiencia, sujetaron al prisionero por los brazos, mientras lo despojaban de sus harapos.

    Era un hombre joven, de unos 25 años, pero su cuerpo presentaba profundas cicatrices, señal inequívoca de haber vivido la que iba a ser una corta pero intensa vida.

    Frente a él, la temida Piedra del Águila, Quauhxicalli, el altar del sacrificio, esperando recibirlo en sus fríos brazos.

    Situado frente al templo de Huitzilopochtli, sus dos enormes losas de piedra, colocadas una sobre otra formaban una primitiva T. La losa superior, en posición horizontal, presentaba unas hendiduras en sus extremos, donde se encajaba la cabeza del prisionero para su mejor inmovilización.

    Su parte central estaba ligeramente elevada, para que el prisionero arqueara la espalda y ofreciera abiertamente su pecho al cuchillo que pronto vendría a buscarlo.

    Uitzimal había acariciado miles de veces la superficie rugosa de piedra, de un color granate oscuro, casi negro, adquirido a base de la acumulación de incontables capas de sangre seca, oxidada por la acción de los elementos y alimentada a diario por los esforzados sacerdotes.

    Siempre había creído que el altar tenía vida propia, un ser vivo voraz y ávido de sangre, capaz de absorberla para alimentar con ella sus raíces, regando y nutriendo así las entrañas de la pirámide.

    El prisionero seguía inmóvil, observando con asombro el imponente espectáculo que se ofrecía ante sus pies, parcialmente bañado por la penumbra del atardecer. La contemplación de la inmensidad de la ciudad, cuyas casas y templos de piedra comenzaban a iluminarse con antorchas, le había dejado paralizado por un momento, pero el decidido empujón que le propinaron los sacerdotes lo devolvió a la realidad.

    Lo estiraron sobre el altar y rápidamente acudieron dos sacerdotes más a sujetarlo por los pies y la cabeza. En ese momento, su naturaleza humana tomó el control de su conciencia y su instinto de supervivencia pudo más que el efecto de los alucinógenos, dando comienzo a un leve forcejeo, que fue creciendo en intensidad, al ser consciente del dramático fin que le esperaba.

    El gran sacerdote, que hasta entonces había permanecido como espectador impasible, salió lentamente del templo y se dirigió hacia el altar. En sus manos sostenía una imagen del dios Huitzilopochtli, en cuyo honor se iba a realizar el sacrificio, y que colocó frente a los ojos del prisionero.

    Recitaba unas palabras en tono cada vez más grave, como si quisiera advertir al cautivo de algún peligro inminente, lo cual no dejaba de parecerle una irónica contradicción, teniendo en cuenta de quién se trataba y la naturaleza de aquella ceremonia.

    Uitzimal levantó su mirada al cielo mientras tomaba en sus manos el técpatl, el cuchillo de obsidiana que le ofrecía uno de sus ayudantes. Era un cuchillo grande, poco refinado, con una empuñadura en la que brillaban encajes de piedras de colores y con una hoja de obsidiana tan afilada que podía cortar hasta el último suspiro de los condenados.

    El prisionero, recobrada plenamente su conciencia, redoblaba sus esfuerzos para zafarse de la sujeción de los sacerdotes, con lo que solo conseguía arquear más su tórax y ofrecer la diana palpitante de su pecho henchido para facilitarles el trabajo.

    Con un gesto casi imperceptible hacia los sacerdotes, Uitzimal cerró sus ojos durante unos segundos, elevando el cuchillo con ambas manos y manteniéndolo sobre el pecho del prisionero.

    La música y el griterío del pueblo eran atronadores y los sacerdotes, como si de un solo hombre se tratara, tensaron con fuerza sus músculos atenazando al prisionero y manteniéndolo inmóvil apenas el tiempo justo para que el sacerdote descargara, con un movimiento rápido y certero, un mortal golpe que abrió una enorme brecha en el pecho del cautivo.

    A pesar de su temible filo, la hoja de obsidiana precisaba de gran fuerza para poder abrirse paso a través de las costillas. Sin detenerse, el sacerdote realizó con destreza varios movimientos rápidos que en seguida abrieron la caja torácica y dejaron al descubierto la deseada víscera.

    Retiró el cuchillo y dio un paso atrás, como un artista que quisiera tomar cierta distancia para admirar mejor su obra. Completamente a la vista de todos, el corazón del prisionero latía aceleradamente apurando sus últimos latidos como si presintiera que no iba a poder hacerlo por mucho más tiempo.

    Sin dilación, el cuchillo volvió a descender, pero esta vez de forma más suave y el sacerdote ejecutó una maniobra muchas veces repetida, pero no por ello de ejecución menos compleja.

    Con un ágil movimiento circular de muñeca seccionó limpiamente las arterias y venas que lo sujetaban a la vida y cambiando el cuchillo de mano, tomó el corazón aún palpitante y chorreando sangre y lo levantó hacia el cielo en un gesto triunfal.

    Era la señal que el pueblo esperaba; lenta pero gradualmente la intensidad del griterío fue subiendo hasta llegar a niveles ensordecedores. La locura colectiva se había desatado entre la muchedumbre. Mujeres y hombres gesticulaban y levantaban los brazos hacia lo alto de la pirámide.

    Poco importaba que debido a su considerable altura no pudieran ver prácticamente nada de lo que sucedía en el altar, lo intuían, incluso podían oler la sangre fresca.

    Uitzimal, su gran sacerdote, seguía sosteniendo el corazón en alto, mientras gruesos hilos de sangre corrían por sus antebrazos y se lanzaban al vacío hasta estrellarse contra el suelo. Sonrió, satisfecho por haber desempeñado su trabajo con la precisión habitual. Todo sucedía conforme al protocolo que la tradición marcaba, y sabía que aquello era solo el principio.

    Siempre había pensado que el primer sacrificio del día era algo especial, que se establecía una conexión inconsciente entre la víctima y su verdugo, una corriente de simpatía que se no veía truncada ni siquiera cuando el corazón extirpado aún latía en sus manos, fuera ya del cuerpo del desdichado.

    Para él, sostener en sus manos la víscera palpitante que segundos antes le insuflaba vida era uno de los actos de mayor intimidad que se podía dar entre dos seres humanos, una verdadera comunión entre sacerdote y prisionero.

    Uitzimal gustaba de verse a sí mismo como un facilitador, alguien destinado a ayudar a los prisioneros a alcanzar una vida mejor fuera de este mundo. Era un trabajo de mucha responsabilidad y dureza, que solo unos pocos sacerdotes de alto rango y prestigio podían desempeñar.

    La jornada que tenía frente a él iba a ser muy larga, pues todavía debería arrancar varias decenas de corazones más, tal y como el gran emperador Moctezuma le había ordenado.

    CAPÍTULO 3

    La ira de los dioses no era fácil de aplacar, y durante los últimos meses no les habían concedido ni un solo día de lluvia, por lo que las reservas de alimentos almacenados en las despensas de palacio empezaban a alcanzar niveles peligrosamente bajos. Era necesario ofrecer un sacrificio para congraciarles de nuevo con ellos.

    La sangre y la vida de unos cuantos prisioneros, a cambio de renovar la sangre y la vida de la tierra y la de todo un pueblo. Era un intercambio justo, siempre lo había sido y a pesar de su aparatosidad, Uitzimal lo veía como un deber sagrado que él se honraba en cumplir.

    Durante sus años de formación, su dedicación absoluta y su habilidad manejando el cuchillo de obsidiana habían hecho de la extracción de corazones un verdadero arte.

    Su vida había estado siempre dedicada al culto a los dioses, esforzándose en ser el mejor en el estudio de todas las tareas propias de su condición, tales como el canto, la poesía, la historia de su pueblo o la astronomía.

    Sin remordimiento alguno había renunciado a tener familia propia, pues su condición de sacerdote le obligaba a mantener un celibato estricto. Su fama se había extendido a través de todo el imperio azteca, y aunque era respetado y temido por partes iguales, no ser querido por el pueblo no le suponía ningún problema.

    Bajando los brazos lentamente, Uitzimal depositó el corazón sobre un recipiente de piedra que le acercó uno de los ayudantes. Con tan solo fruncir el ceño, dos de ellos se apresuraron a retirar el cuerpo sin vida del prisionero, arrastrándolo hasta el borde de la larga escalinata central, cuya pendiente se perdía a sus pies en el abismo de la noche.

    Dando un pequeño paso atrás para coger impulso arrojaron el cadáver al vacío. Este golpeó con fuerza contra los escalones de piedra unos metros más abajo y continuó rodando y ganando velocidad mientras saltaba caprichosamente sobre los bloques que formaban los diferentes tramos. Los brazos del cadáver se agitaban en el aire cual muñeco de trapo, como si el cuerpo estuviera intentando expresar su descontento con el trato recibido.

    Al llegar abajo, el cadáver se estrelló contra el suelo de la plaza frente a la pirámide mientras la multitud seguía gritando enfervorizada, aunque nadie intentó acercarse.

    Solo dos soldados lo hicieron y cogiendo el cadáver por las axilas lo levantaron y lo lanzaron hacia un lado. Iba a formar la base de lo que pronto sería una montaña humana de despojos, que más tarde serían troceados cuidadosamente y consumidos con gran respeto por la población, como fuente de energía vital y renovación espiritual para quien se alimentara de ellos.

    La vida pasaba así de un cuerpo a otro en cadena, alimentando sus almas en un intercambio vital sin fin.

    La larga hilera de prisioneros siguió avanzando lentamente hacia su trágico destino. La estrategia de Uitzimal para sus sacerdotes consistía en hacerles realizar los sacrificios sin apenas interrupción, para alcanzar una inercia mortal que les permitiera realizar el máximo número en el menor tiempo posible. No era bueno dejar que el fervor popular se enfriase, ni que los prisioneros tuviesen demasiado tiempo para meditar acerca de su situación o su destino.

    Horas más tarde, ya bien entrada la noche, Uitzimal decidió que por ese día ya había colmado sus objetivos y alcanzado un número suficiente de ofrendas viscerales. Se detuvo y lanzó el cuchillo sobre el altar de piedra, hundiéndose su hoja de obsidiana en el charco de sangre oscura.

    La luz temblorosa de las antorchas iluminaba la escena dándole un tinte espectral, y las sombras danzaban al ritmo que marcaba la llama, como diabólicas figuras humanas que cobraban vida.

    A una señal de los sacerdotes, un grupo de soldados se movilizó para hacer retroceder a los cientos de esclavos que esperaban en la hilera. Muchos prisioneros respiraron aliviados, no habría más sacrificios esa noche, podrían ver salir el sol una vez más. Era más de lo que muchos podían decir y algunos aún tenían fuerzas y humor para expresar su alegría con cánticos.

    Los sacerdotes comenzaron a retirarse a sus aposentos tras el templo pero Uitzimal no parecía tener prisa. Recogió la imagen del dios y la protegió entre los pliegues de su túnica, dirigiéndose hacia los escalones que le llevaron al interior del templo.

    En la base de la pirámide, un grupo de soldados custodiaba la enorme pila de cadáveres mientras varios asistentes sacerdotales descuartizaban los cuerpos, arrancando cuidadosamente brazos, piernas y cabezas, colocándolas en montones separados.

    Era necesario mantener vigilancia armada, pues de no hacerlo la muchedumbre hubiera invadido la zona y se hubieran llevado los preciados trofeos a sus hogares, para consumirlos alegremente en familia.

    Para Uitzimal y el pueblo azteca, ese tipo de consumo de carne humana no constituía sacrilegio alguno sino una muestra de respeto hacia los hombres que se habían ofrecido en sacrificio divino, dejando atrás su cuerpo mortal para sustento de los que se quedaban en el mundo de los vivos.

    De la oscuridad de una de las esquinas de la plaza, un sacerdote pareció salir de la nada y se dirigió al capitán del grupo de soldados que vigilaban la zona, hablándole con discreción al oído. Inmediatamente el capitán hizo una señal y dio instrucciones a dos jóvenes soldados, que se acercaron a la pila de los cadáveres que aún estaban enteros y tirando con fuera de los brazos de uno de ellos, lo arrastraron hasta depositarlo frente a su jefe.

    El sacerdote, que había permanecido silencioso observando toda la operación, asintió y dando media vuelta desapareció con el mismo sigilo con el que había llegado. Los soldados cargaron sobre sus hombros el pesado cadáver y se dirigieron a la escalera central de la pirámide, iniciando el lento ascenso de sus cientos de empinados escalones entre gruñidos y quejas a media voz.

    CAPÍTULO 4

    La oscuridad dentro del templo era casi total, tan solo la tenue luz de las antorchas del exterior iluminaba el rostro del sacerdote. Desde el centro de la estancia, el dios Huitzilopochtli observaba amenazante todo lo que a su alrededor acontecía.

    Cuando los soldados aparecieron resoplando en el umbral, arrastrando prácticamente el cadáver por el suelo, el gran sacerdote les esperaba sentado en un banco de piedra junto a la gigantesca estatua del dios.

    A su señal, los soldados accedieron al interior, felices por una oportunidad única en la vida, sabedores de que el acceso estaba vetado a todo aquel que no fuera sacerdote o estuviera al servicio del templo.

    Al entrever al sacerdote en la semioscuridad se sobresaltaron y sacando fuerzas de flaqueza volvieron a cargar sobre sus hombros el cuerpo que hasta entonces llevaban arrastrando.

    Al flanquear la puerta y mirar hacia su izquierda, casi dejaron caer al suelo el cadáver al contemplar el tzompantli, una imponente pared construida a base de calaveras de prisioneros sacrificados, formando un altar de cabezas humanas. Cientos de cuencas de ojos vacías les observaban desde la eternidad, lo que lejos de reconfortarles les produjo una gran inquietud que pronto se convertiría en espanto.

    Acelerando el paso, los soldados depositaron el cadáver sobre una esterilla a los pies del sacerdote. Sin moverse apenas y desde la oscuridad, Uitzimal les dio las gracias y les ordenó que se marcharan, a lo que ellos obedecieron de muy buen grado, saliendo precipitadamente.

    Una vez solo, Uitzimal se agachó lentamente, acercándose al rostro del cadáver, que carecía de expresión, desfigurado por los golpes sufridos al rodar por las escaleras.

    Extrajo un manojo de hierbas de una bolsa de piel que colgaba de su cinto, moviéndolas sobre el rostro del cadáver mientras murmuraba cánticos casi ininteligibles. Sacudió la mano varias veces sobre el cuerpo inerte y cuidadosamente le introdujo las hierbas en la cavidad vacía donde horas antes había palpitado un corazón caliente.

    Uitzimal esbozó una leve sonrisa que delataba una satisfacción que no podía disimular. A su lado había un recipiente de piedra en el que descansaba el mismo cuchillo de obsidiana que había empleado en los sacrificios. Lo empuñó con firmeza mientras apartaba la manga de su túnica dejando a la vista su propio antebrazo.

    Con un movimiento rápido del cuchillo se infligió un corte limpio y profundo del que inmediatamente empezó a brotar una sábana de sangre oscura que se deslizó hasta su mano. Repitió el movimiento en su muslo y finalmente hizo lo propio en la punta de su lengua. Juntando sus manos desnudas recogió la sangre, para después sacudirlas sobre el pecho del cadáver, regando con salpicaduras de sangre la cavidad abierta.

    Acercando su boca a la vacía cavidad torácica del cadáver, escupió en su interior la sangre que brotaba del corte en su lengua, mutilación ceremonial que había realizado cientos de veces, para obtener chalchiuatl, (Agua Preciosa), la fuente de vida.

    De entre los pliegues de su túnica sus manos extrajeron un bulto envuelto en un trapo sucio. Lo depositó en el suelo y tirando con cuidado de las puntas abrió el envoltorio.

    En su interior se encontraba uno de los muchos corazones que había extraído durante la tarde. La víscera estaba aún manchada de sangre y tierra, señal de que en algún momento había caído al suelo. Dirigió la vista hacia un gran cuenco de madera a sus pies, lleno de un espeso líquido verdoso.

    Con un movimiento seco y enérgico se arrancó una de las vistosas plumas verdes de quetzal que adornaban su corona y con ella removió el líquido hasta que adoptó una consistencia más ligera, momento en que tomó con delicadeza el corazón y lo introdujo en el cuenco hasta que quedó casi cubierto por el líquido.

    Unos cánticos más tarde, tomó el corazón con las dos manos y lentamente lo introdujo en la vacía cavidad torácica del cadáver. Vertió el contenido del cuenco hasta dejar el corazón completamente cubierto con los restos de líquido verde.

    Se volvió hacia la estatua de Huitzilopochtli y el cuchillo de obsidiana apareció de nuevo en su mano derecha. Con la izquierda levantó su túnica, tomó su propio pene entre los dedos y con un movimiento rápido del cuchillo se auto-infligió un corte en la punta del glande, del que empezó a brotar sangre inmediatamente.

    Sus manos bajo el miembro sangrante recogieron las gotas que caían, y completó el acto orinando brevemente sobre sus palmas para mezclar orina con sangre. Se apresuró a verterlo sobre el nuevo corazón del cadáver, rezando para que así se diera la eterna transmisión de la vida, ritual muy arraigado en su cultura azteca.

    Ejecutaba los movimientos con gran rapidez, como si no quisiera ser sorprendido, pero su desenvoltura también denotaba que no era la primera vez que realizaba una ceremonia de aquel tipo.

    El cadáver tendido en el suelo apenas era visible en la oscuridad reinante, pero Uitzimal intuía su presencia. Sus maniobras eran de una precisión impecable, acompañados de cánticos, murmullos entrecortados que apenas eran audibles, y que hacía crecer en intensidad puntualmente.

    Se dirigió a la entrada del templo y tomó una de las antorchas que los sacerdotes mantenían siempre encendidas, tan pequeñas que apenas podían vencer la oscuridad exterior.

    Se acercó a la gran estatua de Huitzilopochtli, una imponente pieza de casi 3 metros de altura que mostraba a un ser amenazador, armado para el combate, con penacho de plumas y cabeza de serpiente.

    Su parte inferior era de sólida piedra negra basáltica, pero el resto estaba compuesto por materiales perecederos, madera, tela, conchas marinas, hueso y telas variadas. De su parte frontal emergía una figura que semejaba una calavera deformada, pero las cuencas de sus ojos no estaban vacías y desde ellas parecía mirar con fiereza a quien se colocara ante ella.

    Uitzimal se inclinó, intensificando los cánticos, y sin levantar la cabeza caminó lentamente de espaldas alrededor de la estatua. Al llegar a la parte posterior, clavó la antorcha en una grieta en la base y examinó con detenimiento su superficie. No tardó mucho en encontrar lo que buscaba.

    Introdujo el cuchillo de obsidiana en una hendidura bajo los pliegues de piedra de las vestiduras del dios, hizo palanca y retiró con cuidado la placa de piedra, que resultó ser más gruesa de lo que parecía.

    Sus ojos brillaban cuando introdujo los dedos en la concavidad y palpó un pequeño objeto, que extrajo y depositó en el suelo apresurándose a cubrir de nuevo el hueco con la loseta.

    Recogió el objeto y lo observó a la luz de la antorcha. Se trataba de un pequeño medallón, de apariencia basta y modesta, con una base de piedra gris, incrustaciones de jade sin pulir y huesos blanquecinos, adornos que formaban una figura geométrica.

    Uitzimal rodeó la estatua y se agachó sobre el cadáver. Pasó el medallón por encima del cuerpo en movimientos circulares y sin llegar a tocarlo. Al pasar sobre la cavidad en el pecho, se detuvo bruscamente y depositó el medallón sobre el corazón, presionando con los dedos hasta sumergirlo totalmente en la sustancia verdosa que lo cubría.

    Tomó la antorcha en sus manos, y miró hacia el techo mientras pronunciaba unas palabras con voz algo temblorosa. Muy lentamente la hizo descender hasta que el fuego casi rozaba el cadáver, enviando burbujas a la superficie verdosa del líquido y haciendo saltar chispas alrededor de la llama.

    El sacerdote acercó la antorcha a la cavidad pectoral y presionó con fuerza contra el corazón, como si quisiera cauterizar la herida. La gran llamarada le hizo saltar hacia atrás y cayó al suelo, entre una espesa humareda mezclada con un fuerte olor a azufre que invadió la estancia. 

    Palpó el suelo a su alrededor hasta dar con la antorcha extinguida, no podía ver nada. Se incorporó lentamente y caminó hacia la puerta del templo, que intuía gracias al resplandor de las antorchas del exterior. Prendió de nuevo la pequeña antorcha y miró a su alrededor, tranquilizándose al constatar que seguía solo.

    De vuelta en el interior, el humo de la explosión no se había disipado aún y era difícil ver con claridad, pero sentía como Huitzilopochtli le observaba desde las alturas y le dedicó una respetuosa inclinación de cabeza.

    A través del humo blanquecino movió la antorcha de lado a lado, cada vez con más intensidad. Tenía el extraño presentimiento de que algo no iba bien, de peligro, había empezado a sudar profusamente y sentía un frío gélido en la nuca.

    Su corazón se detuvo unos segundos cuando le pareció ver que el cadáver había desaparecido. Se acercó todo lo que pudo y vio entre el humo que era cierto, allí solo estaba él. Las negras losas del suelo estaban manchadas de sangre y veía salpicaduras del brebaje verdoso, pero el cuerpo no estaba.

    Asumió que había sido descubierto, tal vez por soldados u otros sacerdotes que aún permanecieran en la pirámide. Tenía que pensar con frialdad y actuar con rapidez, de lo contrario podía ver comprometidas sus investigaciones y los largos años que había dedicado a experimentar en secreto.

    Su primera reacción fue la de echar mano al cuchillo para defenderse, pero lo había dejado junto a la estatua de Huitzilopochtli. Corrió a buscarlo y blandiéndolo frente a él rodeó la estatua, ya más calmado, sintiéndose seguro tras la afilada hoja de obsidiana.

    No parecía haber nadie más, estaba solo. Tal vez los ladrones habían huido con el cuerpo, pero solo habían transcurrido unos instantes, no podían estar muy lejos, así que se encaminó hacia la puerta para investigar en el exterior.

    Un sonido seco a sus espaldas, acompañado de un murmullo apagado le hizo volverse rápidamente, pero no podía ver mucho más allá del pequeño círculo iluminado por la antorcha, el resto todo era oscuridad y humo blanco.

    Supuso que debía tratarse de algún pájaro de los muchos que se cobijaban entre las vigas de madera del techo, siempre dispuestos a alimentarse de los despojos de los sacrificados que quedaban esparcidos por el suelo.

    El sonido se repitió más fuerte y claro, aunque le costaba reconocer en él el canto familiar de ningún ave. Avanzó con pasos lentos haciendo que el círculo de luz a su alrededor penetrara en la oscuridad circundante.

    Comenzó a rodear la estatua por su parte trasera pero se detuvo bruscamente. Una silueta se adivinaba frente a él, cada vez más perfilada a través del humo que aún llenaba la estancia.

    Uitzimal alargó ambos brazos hacia delante, sujetando el cuchillo con fuerza mientras su otra mano zarandeaba la antorcha para intentar ver de qué se trataba.

    Alguien había osado robar el cadáver, una complicación inesperada y muy molesta, pues le obligaría a tener que dar demasiadas explicaciones. Era preciso acabar con el problema de forma directa y expeditiva y ahora tenía al culpable acorralado a pocos pasos de él.

    Se quedó inmóvil y cuando sus ojos se fueron acostumbrando a la penumbra y el humo blanco empezaba a disiparse, lo que vio ante él le dejó sin respiración.

    No se trataba de ningún soldado, ni de un ladrón, ni de un sacerdote del templo. Una figura humana estaba de pie frente a él, el prisionero sacrificado, o mejor dicho, su cadáver, o lo que quedaba de él.

    CAPÍTULO 5

    Uitzimal miró varias veces a su alrededor, tanto para asegurarse de que estaban solos como para comprobar si había alguien sosteniendo el cuerpo. Su corazón latía acelerado, todo sucedía demasiado deprisa para que su mente lo procesara adecuadamente. Era evidente que se trataba del cadáver del prisionero, pero no conseguía distinguir si alguien se ocultaba detrás.

    Aún estaba intentando dar respuesta a sus propias preguntas, cuando le pareció que el cadáver no solo estaba erguido sino que parecía empezar a moverse. Vio claramente como el cadáver levantaba su brazo derecho en dirección hacia él.

    Instintivamente, Uitzimal dio un paso atrás y agitó la antorcha ante él como si fuera un arma letal, pero finalmente su curiosidad pudo más y no siguió retrocediendo.

    Debería estar aterrorizado, pero sentía una extraña e impropia serenidad, y en vez de huir decidió observar con más detenimiento al ser que se encontraba frente a él.

    El cuerpo del sacrificado estaba ligeramente encorvado y se balanceaba con pequeños movimientos de su torso. Su piel estaba sucia pero no lo suficiente como para no devolver el brillo de la antorcha.

    Uitzimal se dio cuenta de que aunque estaba mirándolo fijamente, hasta entonces no había reparado en su rostro, algo que jamás hacía con los prisioneros. Era su modo de distanciarse de ellos, de su sufrimiento, una manera de no implicarse emocional ni personalmente.

    Los últimos segundos de vida de un hombre, cuando ésta escapa para siempre de su cuerpo, eran de tan brutal intensidad que Uitzimal nunca se había atrevido a interferir en ese momento tan íntimo, lo consideraba una inmoralidad.

    A pesar de ser él quien habitualmente les extraía el corazón y los empujaba a su nueva vida en el más allá, prefería que esos instantes fueran algo personal y reservado y que su entrada en el mundo de los muertos se produjera en total intimidad. Estaba convencido que era lo mínimo que podía ofrecerles y una señal de máximo respeto y consideración por su parte.

    Por primera vez se fijó en el rostro del prisionero, aunque rostro no era la palabra que mejor lo definía. Los golpes durante la caída lo habían reducido a una masa deforme que había perdido sus rasgos y estaba completamente aplastada en su mitad izquierda.

    Su apéndice nasal y una de las órbitas oculares habían desaparecido y también había perdido parte de la mandíbula inferior, que colgaba inerte y se balanceaba, dándole la apariencia de que intentaba hablar.

    Luego dirigió su mirada hacia el pecho del cadáver. En su costado izquierdo se abría la enorme herida a través de la que le había extraído el corazón, con sus bordes todavía ennegrecidos mostrando piel y músculo quemado. En su interior una masa oscura y brillante se movía rítmicamente.

    Uitzimal no podía dar crédito a sus ojos; el corazón de aquel ser estaba latiendo, vivía.

    Había conseguido lo que tanto ansiaba, por fin el sacrificio y experimentación de tantos años se veía recompensado con la consecución de su gran objetivo científico. Al ser consciente de su triunfo, su temor y sorpresa iniciales dieron paso a una enorme satisfacción y curiosidad, un cúmulo de emociones muy diversas y se sorprendió a sí mismo pensando que fácilmente podría acabar sintiendo afecto por aquel ser.

    Había sido capaz de regenerar un cuerpo muerto, insuflándole vida a partir de un corazón que había pertenecido a otro cuerpo. Era el eterno trasvase de vida en que se fundamentaban las creencias de la cultura azteca, el principio por el que se perpetuaban las especies y por el que se regía la naturaleza desde el origen de los tiempos.

    El cadáver levantó su párpado derecho, que dejó entrever una masa blanquecina en lo que había sido su globo ocular y volvió a extender su brazo hacia el sacerdote.

    El instinto defensivo de Uitzimal le hizo retroceder de nuevo, pero para entonces era evidente que aquel ser no parecía tener una gran capacidad de ataque ni suponía un grave peligro, por lo que bajó el cuchillo y le prestó mayor atención.

    Lo que quedaba de su boca se estaba moviendo y de nuevo salían de ella los sonidos guturales que había escuchado anteriormente. Eso era algo inesperado. Había conseguido devolver la vida a un cuerpo muerto, pero pensar que también hubiera sido capaz de devolverle el alma o la capacidad de razonar y comunicarse, era algo increíble para él. 

    Sin embargo estaba claro que el cadáver intentaba comunicarse con él, pero su cara y mandíbula estaban tan desfiguradas que no conseguía articular palabras inteligibles. El sacerdote intentó en vano descodificar alguna palabra, pero no podía entender nada de lo que escuchaba.

    Tenía que acercarse más a él, así que se sobrepuso y dando pequeños pasos se acercó hasta quedar tan solo a un palmo de distancia del cuerpo. Sin apenas darle tiempo para reaccionar, aquel ser agonizante levantó los brazos y le rodeó aplastándole fuertemente contra su pecho.

    Uitzimal forcejeó, pero la fuerza de aquel ser era muy superior a la suya, con lo que le fue imposible zafarse del abrazo. El ser acercó su boca sangrante al rostro del sacerdote, mientras éste intentaba en vano apartar su cara sin conseguirlo.

    Cuando ya creía que el muerto viviente iba a atacarle mordiéndole, éste le sorprendió aplastando su maltrecho rostro contra su oído y susurrándole palabras entrecortadas.

    Uitzimal no pudo sino ceder ante su fuerza y al ver que no estaba sufriendo daño alguno, dejó de resistirse al abrazo y comenzó a ser consciente de algo verdaderamente increíble.

    Aquel ser sin vida ni alma, estaba intentando comunicarse con él.

    CAPÍTULO 6

    E eeeaa  ercaaa....

    La criatura murmuraba palabras que él no conseguía entender. Tal vez decía Se acerca... o Está cerca... o algo que sonaba de modo muy similar.

    Uitzimal estaba tan impresionado por estar hablando con alguien que ya casi se encontraba en el inframundo, que intentaba frenéticamente comprender el significado de aquellas palabras centrando toda su atención y energía en esa única tarea.

    ¿Está cerca, quién? le gritaba, furioso por su impotencia. Había conseguido abrir una puerta de comunicación con el otro mundo, obtener información de alguien que se encontraba entre dos mundos y no sabía como aprovechar la oportunidad.

    ¿De quién hablas? insistía una y otra vez, sin obtener respuesta.

    La fuerza del abrazo que el prisionero mantenía sobre él se debilitaba por momentos. Al notarlo, la parte científica e inquisitiva de Uitzimal pudo más que su instinto primitivo, que le animaba a huir y volviéndose sujetó al cadáver por las axilas, evitando que se desplomara al abandonarle las fuerzas.

    Se colocó tras él y suavemente lo acompañó hasta depositarlo en el suelo. Luego se sentó sobre la fría piedra, manteniendo el cuerpo del fallecido entre sus piernas y recostándolo contra su pecho.

    Por favor, dime quién se acerca, le repetía sin cesar, directamente al oído.

    Iiilaaaaeee, Uiilaaaaeee .... era todo lo que el pobre ser podía articular ya que la falta de mandíbula hacía que le fuera imposible vocalizar.

    El cadáver comenzó a sufrir una serie de fuertes espasmos y sus dedos se clavaron como zarpas de jaguar sobre los muslos de Uitzimal, que dejó escapar un grito de dolor.

    Aquel ser parecía estar luchando contra un animal invisible, retorciéndose en los brazos de Uitzimal y gritando con aullidos desgarradores que salían de los restos de su boca entre espuma blanca y abundantes babas.

    Podía escuchar el corazón de aquel ser latiendo como si fuera a salirse del tórax, mientras lo veía convulsionar y arquear la espalda de un modo inhumano. Como si se tratara de una premonición, arropado en un agudo grito de dolor, su corazón salió proyectado hacia delante hasta perderse en la oscuridad.

    En ese preciso momento, el prisionero abrió el único ojo que conservaba y Uitzimal hubiera jurado que le estaba suplicando compasión y que incluso parecía estar llorando, hasta que se desplomó, inerte, sobre su regazo.

    Uitzimal no daba crédito a lo que había presenciado, y dejó resbalar el cuerpo hasta estirarlo completamente en el suelo mientras él recuperaba el aliento, antes de tirar de uno de sus brazos y dejar el cadáver boca arriba.

    El pequeño hueco que él había creado limpiamente horas antes al extraer el corazón, se había convertido en una cavidad enorme, fruto del arrancamiento salvaje de su parrilla costal y de gran parte de las vísceras abdominales, que yacían desparramadas a sus pies.

    Había visto muchas veces lesiones parecidas en víctimas arrojadas a los jaguares durante ceremonias religiosas. Le inquietaba pensar que él había estado todo el tiempo sosteniendo el cuerpo y no había visto ningún animal en el templo con ellos.

    Mientras intentaba encontrar una explicación a tanta locura recogió la antorcha y se dirigió al fondo de la gran estancia en busca del corazón.

    Lo encontró en el suelo, en uno de los extremos de la sala, sucio, negro, totalmente chamuscado. Dejó la antorcha y lo sostuvo delicadamente entre sus manos, aunque todavía estaba muy caliente y despedía un fuerte olor a carne humana quemada, aroma al que estaba más que habituado.

    Al examinarlo más de cerca algo captó su atención. Echó mano al cuchillo de obsidiana, y clavando ligeramente su punta siguió una línea vertical imaginaria desde la arteria aorta hasta el vértice inferior de la víscera.

    Mientras lo sostenía con una mano, la afiladísima hoja penetró limpiamente en el músculo cardíaco y abrió el corazón en dos mitades casi perfectas. Hurgó con sus dedos en la hendidura, llena de sangre espesa y oscura, hasta que se detuvo súbitamente. La sorpresa en sus ojos se tornó en satisfacción en tan solo unos segundos. Tenía algo entre sus dedos.

    Al retirar lentamente la mano iba apareciendo ante sus ojos un objeto oscuro manchado de sangre, el modesto medallón que había colocado minutos antes sobre el corazón inerte del cadáver. La pieza ahora estaba cubierta de sangre oscura y una sustancia gelatinosa.

    Escupió sobre él y lo frotó contra su túnica para limpiar su superficie. Su sorpresa fue aún mayor cuando pudo ver con claridad lo que ahora tenía en sus manos. El medallón era del mismo tamaño, pero parecía haberse transformado. 

    Su base era ahora una piedra negra brillante que jamás había visto antes. Lo acercó a la luz de la antorcha para examinarlo mejor.

    El color negro de la piedra emitía reflejos multicolores, verde oscuro, azul profundo, tonos amarillos, en continua metamorfosis cromática. Sobre el lecho de piedra negra veía varias incrustaciones que le parecieron piedras preciosas engarzadas a la perfección. Pero lo que más le llamó la atención fue la pieza central, en forma de pirámide, pero hecha de un material desconocido para él, una materia gris y de una pureza inaudita, que reflejaba con fuerza la luz de la antorcha.

    Uitzimal no podía apartar la vista de aquel objeto. El medallón parecía tener vida propia, tal era la vitalidad que desprendían sus colores cambiantes y la energía que parecía transmitir. Tras aquella metamorfosis, el modesto medallón de piedra que había introducido en el cadáver se había convertido en algo totalmente distinto, irreconocible para él.

    Aún sin conocer todavía sus secretos ni su verdadero poder, Uitzimal intuía que aquella pieza podía significar para él una puerta abierta hacia la consecución de su sueño, o así lo deseaba.

    CAPÍTULO 7

    Barcelona. En la actualidad.

    El autobús se detuvo casi a cámara lenta, como una gran fiera herida, exhalando un suspiro de aire comprimido al abrir sus puertas.

    Sam saltó hacia el exterior como si en ello le fuera la vida, dejando atrás el siempre insuficiente aire acondicionado del vehículo. La bofetada de calor y el contraste con la temperatura exterior le detuvieron unos segundos, antes de respirar hondo y echar a andar calle arriba.

    Avanzaba con pasos rápidos, esquivando con precisión las manchas de sol sobre la acera, como si saltara de piedra en piedra en un imaginario río de luz abrasadora.

    De vez en cuando se detenía al cobijo de un balcón, zambulléndose en la sombra que proyectaba sobre el suelo. Permanecía allí suspendido unos segundos, dejando que su piel absorbiera toda la frescura que la sombra podía proporcionarle.

    La inmersión en las sombras le ayudaba a hacer más soportable el camino, como su  propia vida, hasta entonces un continuo devenir, siendo cambio la palabra que siempre escogía para definir su existencia hasta entonces.

    Desde que abandonó su apacible pero monótona existencia en las afueras de Berga, su pequeña ciudad natal en el norte de Cataluña, Sam jamás se había arrepentido de su decisión. La vida universitaria en la gran ciudad le ofrecía una libertad desconocida; su pequeño mundo rural dejó paso a un universo de emociones, de oportunidades infinitas.

    Cambió la anodina seguridad de su juventud por la excitante aventura de la gran urbe. Barcelona le cambió para siempre, despertando en su interior algo que jamás había sospechado que pudiera tener, conciencia social.

    La facultad de medicina se convirtió en su nuevo hogar, donde descubrió algo parecido al calor familiar, que fue creciendo en su interior compensando su evidente falta de vida social. La biblioteca se convirtió en su santuario privado, donde pasaba días y noches aislado del mundo exterior.

    Fueron años de sacrificio, de largas noches de estudio, de retos imposibles, de renuncia a cualquier atisbo de vida social. Desarrolló una parte de sí mismo que le sorprendió, pues jamás se había considerado altruista, la necesidad de sentirse útil y obtener satisfacción al ayudar a los demás.

    Aquel débil instinto pronto se convirtió en una llama abrasadora que le impulsaba a devorar libros sin descanso. Todo tenía interés para él y dedicó todo su tiempo libre a profundizar en infinidad de temas.

    Cualquier rama de la ciencia y la tecnología le resultaba atractiva, pues la evidencia científica renovaba su fe en la raza humana y le animaba a seguir esforzándose y avanzar en el estudio.

    La historia y el estudio de las civilizaciones del pasado le fascinaba, le ayudaba a comprender mejor el origen de la locura de nuestro mundo actual y le daba pistas acerca de cómo prevenir el negro destino que esperaba a la humanidad.

    Los grandes clásicos de la literatura universal alimentaban su espíritu, y disfrutaba reviviéndolos y degustando sus placeres palabra a palabra, letra a letra.

    Pero fue en la música donde encontró su verdadera liberación, su válvula de escape hacia universos paralelos donde todo era posible, transportado hacia mundos infinitos de enorme belleza.

    Desarrolló rápidamente una enorme habilidad con el piano y la trompeta, instrumentos que estudiaba de forma autodidacta. El llanto casi humano de la trompeta le emocionaba y no conocía nada más relajante que construir mundos sonoros nota a nota a través del teclado del piano, su instrumento de cabecera.

    Aceleró el paso y finalmente vislumbró su objetivo en la lejanía, la imponente mole del viejo Hospital Universitario de la Santa Cruz y San Pablo, que había sido su universo privado durante los últimos 8 años.

    El complejo hospitalario, de elegante estilo modernista catalán, era una pequeña ciudad anclada en otra época, construido a principios del siglo pasado, y aislado del exterior por una muralla que rodeaba todo el perímetro de la enorme parcela.

    Diseñado como una ciudad autosuficiente, disponía de recursos y servicios propios como energía, agua, huertos, iglesia, convento o restaurantes para abastecer el conjunto de 27 pabellones distribuidos en una perfecta estructura geométrica alrededor de un enorme edificio central y rodeados de frondosos jardines arbolados.

    Los edificios, de ladrillo rojo, estaban conectados entre sí mediante caminos de tierra y adoquines despreciando totalmente las líneas rectas y empeñándose en conducir a sus usuarios siempre por la ruta más larga.

    La belleza y riqueza arquitectónica de los edificios era tan abrumadora que el conjunto fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO. 

    La fachada principal del antiguo edificio central de Administración estaba salpicada de estatuas de color marfil sucio, efigies de antiguos benefactores y personalidades, testigos silenciosos de su propia decrepitud y la del edificio desde el que veían pasar los siglos.

    En su interior, espectaculares mosaicos rivalizaban con vidrieras multicolores, columnas retorcidas y arabescos florales en paredes, techos y cúpulas, en una competición cuyo resultado aturdía los sentidos.

    Las formas alambicadas de los diversos motivos florales arquitectónicos que adornaban la fachada daban al edificio una elegancia inquietante, insuflándole un gélido aliento de vida mientras parecían crecer y enredarse alrededor de las vetustas efigies.

    Cuando estuvo a pocos metros de la entrada, de un último salto Sam alcanzó el acceso lateral, confiando ciegamente en que las puertas automáticas de cristal se abrirían en tan solo una fracción de segundo y no las atravesaría con su rostro por delante ni acabaría en urgencias como candidato a una rinoplastia.

    Respiró aliviado mientras sus ojos se adaptaban a la pobre iluminación artificial del interior y los poros de su piel se cerraban de golpe ante el gélido ambiente, aunque ya era tarde para ello. Su camisa azul mostraba las inequívocas manchas oscuras de sudor que delataban su anterior carrera bajo el sol, como si unas manos invisibles le hubieran exprimido sin piedad.

    Siempre había sospechado que el motivo de que la refrigeración en Urgencias fuera excesiva era ganar nuevos pacientes a costa de provocar neumonías entre los familiares que se amontonaban en las salas de espera.

    Saludó con un gesto mecánico al vigilante de seguridad y se dirigió a una pequeña sala-almacén, de la que recogió un paquete con ropa de trabajo envuelta en una bolsa de plástico.

    Subió en el pequeño ascensor de servicio hasta la 3ª planta y casi en piloto automático recorrió un laberinto de pasadizos y pequeños tramos de escaleras hasta una pequeña buhardilla ubicada en la cúpula de uno de los anexos acristalados que adornaban las esquinas del edificio.

    Era un espacio muy reducido, que tan solo contenía una mesa, una estantería con libros, un viejo sofá y dos pequeñas ventanas redondas abiertas directamente en la cúpula.

    Sacando la cabeza por ellas, se podía disfrutar de una magnífica vista de parte de la ciudad, algo que se repetía a sí mismo, pues poniéndose de puntillas se podía divisar la punta de las torres de la Sagrada Familia, el impresionante templo expiatorio concebido por Gaudí.

    Como residente de 2º año de cirugía general, su turno en urgencias no empezaba hasta la noche y decidió aprovechar el tiempo leyendo las revistas científicas atrasadas que se amontonaban en dos pilas sobre su mesa.

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