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VOCES DESDE LA ETERNIDAD
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Libro electrónico659 páginas8 horas

VOCES DESDE LA ETERNIDAD

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Información de este libro electrónico

¿Es posible comunicarnos con quienes nos esperan en la luz al final del túnel?

 

Marc, un restaurador de arte recién divorciado duda de su hijo cuando el pequeño le cuenta que puede hablar por teléfono con su abuelo, lo cual no sería nada extraño, si no fuera porque su abuelo había fallecido muchos años antes.

 

En 1140DC, un joven fraile desempeñando un encargo secreto para un superior, es perseguido por fuerzas malignas, y debe arriesgar su vida para proteger una misteriosa caja, que esconde entre los muros del Monasterio Benedictino de Sant Pere de Rodes, donde permanecerá oculta durante siglos. 

En el presente, un misterioso desconocido contrata a Marc para descifrar los símbolos grabados en una milenaria tableta de arcilla, lo que pronto le pondrá tras la pista de uno de los secretos mejor guardados de la historia de la humanidad, la posibilidad de que exista un portal que comunique directamente con el Más Allá.

 

Cuando la vida de su hijo pequeño se ve amenazada por fuerzas malignas, Marc y su pareja Sandra, emprenderán una aventura que les llevará por todo el país, explorando ruinas medievales, desvelando oscuros secretos familiares, y luchando por sus vidas contra enemigos de otros mundos, que intentan hacerse con el inmenso poder que se esconde tras el portal, un secreto oculto durante siglos.

 

Su búsqueda puede acercarles a descubrir la verdad sobre la existencia del portal , pero también puede acabar con sus vidas y las de sus seres queridos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 sept 2022
ISBN9781991179302
VOCES DESDE LA ETERNIDAD
Autor

Xavier Vidal

Nacido en Barcelona, tras graduarse como médico en la Facultad de Medicina, Xavier ganó una beca Fulbright, y estudio y vivió varios años en Boston (USA), obteniendo dos Masters  en la Universidad de Harvard. Durante 20 años trabajó como Director General en varias multinacionales de biotecnología y agencias internacionales de publicidad. Xavier ha escrito guiones cinematográficos, obras de teatro, obras de teatro musical (libreto, música y letras), artículos periodísticos, y novelas. Ha escrito artículos sobre temas relativos a Nueva Zelanda como lector corresponsal para la edición digital de La Vanguardia, uno de los principales periódicos de España. UXMALA fue seleccionada como Finalista en el VII Premio HISPANIA de Novela Histórica (2019). Xavier escribe todas sus novelas en español e inglés, y reside en Auckland (Nueva Zelanda) con su familia.

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    VOCES DESDE LA ETERNIDAD - Xavier Vidal

    CAPÍTULO 1  -  Monasterio de Sant Pere de Rodes (Girona). Año 1140 dC

    El viejo monje oraba de pie, con manos juntas y ojos cerrados, recluido en su celda, congelado en la misma postura durante las últimas tres horas. La intensidad de su concentración sugería que se encontraba inmerso en un difícil ruego al Altísimo o en un profundo y místico trance.

    El sonido de unos pasos apresurados y unos golpes sordos sobre madera le sobresaltaron. Se apresuró a recitar unos versos, bajó las manos y se dirigió lentamente hacia la puerta.

    La gruesa lámina de madera se entreabrió sin apenas ruido y dejó ver las facciones sudorosas y agobiadas de un joven fraile que se ocultaba bajo la gruesa capucha de su hábito. A pesar de haberle hecho esperar, el monje parecía no tener prisa en dar la bienvenida al joven.

    —¿Y bien? —murmuró, asomando la cabeza por la puerta entreabierta.

    La capucha cayó, dejando ver un rostro joven en la semioscuridad del pasillo, mientras el fraile intentaba recuperar su aliento. 

    —He terminado mi trabajo, tal y como me encargasteis. ¿Me permitís pasar? —dijo, casi escupiendo las palabras a medida que recobraba las fuerzas.

    El monje se mantuvo inmóvil y en silencio durante unos segundos, hasta que la puerta se abrió un poco más y el joven fraile se apresuró a entrar y se desplomó en el suelo.

    El monje cerró la puerta y ayudó al joven a sentarse en el borde del camastro. Se agachó para ofrecerle un poco de agua de un cuenco que tenía junto a la cabecera del lecho y el joven bebió como si acabara de atravesar un desierto a pie.

    —Padre Arnau, he trabajado muy duro durante cuatro meses, pero esta noche me es grato informaros que he concluido el trabajo —continuó, algo más recuperado.

    El monje se volvió de espaldas a él y mirando hacia la pared habló con voz pausada.

    —Has obrado bien y debes saber que con ello has hecho un gran servicio a la humanidad.

    El joven le miraba con semblante de incredulidad.

    —¿A la humanidad? ¿Cómo es posible? si tan solo he seguido vuestras instrucciones, trabajar cada noche humildemente utilizando las herramientas que me facilitasteis, hasta conseguir finalizar la tarea, sin ser descubierto ni que nadie sospechara. Así lo he hecho, pero sigo sin comprender la trascendencia que ello puede tener —continuó.

    El fraile suavizó la rigidez de su semblante y se acercó al joven.

    —La tiene, y mucha. De ello puede llegar a depender el futuro y la supervivencia de la raza humana —dijo, apoyando su mano sobre el hombro del muchacho.

    —Bernat, a partir de hoy ya no necesitarás más tus herramientas, entrégamelas, pues.

    El joven rebuscó entre los pliegues de su hábito y extrajo un paquete envuelto en un pedazo de tela sucia, oscurecida por largos meses de uso. Al depositarlo sobre la cama el lazo que lo cerraba se aflojó dejando ver dos pinceles sucios y tres pequeños recipientes de madera que contenían pintura seca, de color dorado, azul y negro.

    —Tan solo pido a Dios nuestro Señor que ilumine con su divina luz al hombre y despeje su mente para que pueda alcanzar a comprender el significado del regalo que pone en sus manos, del enorme poder y responsabilidad que ese conocimiento conlleva —continuó, mientras recogía los humildes instrumentos y los guardaba dentro de una pequeña caja rectangular de madera pintada de negro que depositó con reverencia sobre el lecho.

    A continuación dio al joven fraile un leve toque en el hombro, señalándole a la vez la dirección en que se encontraba la puerta.

    El joven no parecía tener intención de moverse. —Padre, ¿de qué conocimiento habláis? ¿podré ser yo poseedor de tal don?

    El monje se detuvo y asintió con una leve sonrisa que sugería rendición.

    —Bernat, has trabajado mucho, y has sido artífice para que tal conocimiento pueda llegar intacto hasta tiempos futuros, en que es justo pensar que la raza humana,  habiendo ganado en sabiduría y madurez, habrá podido desarrollar las herramientas para interpretar su significado. Justo es que te haga partícipe del mismo aún cuando tu juventud me aconsejaría hacer justo  lo contrario.

    El joven fraile se puso en pie, ansioso por escuchar lo que venía a continuación, pero el monje le pidió silencio con un gesto brusco, a la vez que corría hacia la puerta y pegaba su oreja a la madera.

    —¿Qué ocurre? ¿Viene alguien? —susurró Bernat.

    Un fuerte golpe desde el exterior sacudió la puerta  y  el impacto arrojó al monje contra el suelo.

    —¿Qué sucede, padre? —gritó Bernat.

    —Rápido, dame los instrumentos, hay que destruirlos inmediatamente —le ordenó, señalando hacia el paquete que se encontraba sobre la cama.

    Bernat se lanzó sobre el lecho y cogió la caja, en el mismo instante en que la puerta de la celda caía por su enorme peso, golpeando al monje en el hombro, que se tambaleó pero sin llegar a caer. En el umbral de la puerta se alzaba una figura borrosa de negritud impenetrable y de la que emanaba un hedor insoportable.

    Su cuerpo era alto y carecía de extremidades, y su forma cambiaba constantemente. Su rostro era alargado y de rasgos indefinidos, pero una pálida luz rojiza emanaba de la oscuridad donde debían haber estado los ojos. La terrorífica visión paralizó momentáneamente a los dos hombres.

    La masa negra envolvió al malherido monje y lo derribó sin que éste pudiera oponer la más mínima resistencia. Comenzó a sentir un insoportable dolor que le recorría todo el cuerpo, como un salvaje latigazo que saliera de su interior, pero no podía aferrarse a su atacante pues aquel ser parecía estar hecho de humo y sus puños lo atravesaban como si se tratase de niebla matutina. 

    —¡Ahhhhh! ¡Bernat, huye hijo mío! ¡Protege los instrumentos con tu vida o destrúyelos con fuego sagrado, pero jamás se los entregues a nadie, sea quien sea, venga de donde venga! —gritó el Padre Arnau mientras forcejeaba con aquella masa negra que le desgarraba las entrañas.

    —Huir sí, pero ¿hacia dónde? —se decía a sí mismo el joven fraile, al ver la única salida de la celda bloqueada por aquel ser.

    Volvió la vista atrás y dio gracias a Dios al ver que aquella celda era una de las pocas que contaba con una ventana que daba al exterior del monasterio, aunque la altura hasta el suelo debía ser considerable.

    —¡Huye y no mires atrás! —gritó el Padre Arnau lanzando un desgarrador alarido que se convirtió a la vez en su último suspiro. Estaba en el suelo, con su abdomen abierto en canal y sus vísceras desparramándose. Aquel ser negro le estaba devorando las entrañas y no parecía prestar atención a nadie más.

    Bernat no desperdició la ocasión, envolvió de nuevo la caja de instrumentos en el paño, se lo introdujo entre los pliegues de su hábito y sin detenerse a pensar corrió a la ventana y saltó al vacío, confiando ciegamente en que Dios le ayudaría.

    Dios estaba de su lado y la caída no tuvo las consecuencias trágicas que podía haber tenido, gracias a que el terreno bajo sus pies era pendiente y muy cubierto de hierba, lo que no solo amortiguó el impacto sino que le permitió rodar cuesta abajo, disipando así parte de la energía acumulada.

    Al perder el conocimiento no pudo oír el escalofriante aullido que provenía de la ventana desde la que acababa de saltar y que recorrió los montes y valles de la zona. Tampoco pudo ver como una figura negra, vaporosa y de mirada rojiza escaneaba el horizonte en la oscuridad de la noche, buscando en vano al fugitivo.

    CAPÍTULO 2

    El sol del amanecer comenzaba a despuntar sobre las colinas cercanas y pronto la claridad de sus primeros rayos alcanzó el monasterio, descendiendo por sus milenarias paredes y pintándolas con un manto de luz dorada que parecía hacerlas inmunes a cualquier peligro.

    El sabor amargo y salado de tierra y piedras en la boca le hizo reaccionar. Volvió la cabeza y escupió sangre y no estaba seguro de no haber escupido también algunos dientes. Cuando Bernat abrió los ojos, se encontró tendido en medio del camino de acceso al monasterio, rodeado por un grupo de peregrinos que se dirigían a la entrada principal, montados en dos carretas tiradas por burros.

    —Parece que ya vuelve en sí —dijo uno de los peregrinos, un hombre que aparentaba tener ochenta años pero que en realidad no debía tener más de cuarenta y que vestía sencillas ropas de campesino.

    —Si esta es una muestra de la hospitalidad de los monjes, mejor nos volvemos por donde veníamos —le contestó su compañero, al tiempo que se agachaba a ayudar a incorporarse al joven fraile. 

    —¿Cómo estáis, padre? ¿Qué os ha sucedido? —preguntó, levantándole la capucha para descubrirle el rostro.

    —¡Pero si es solo un muchacho!

    El calor del sol en su rostro hizo reaccionar al joven Bernat, y abrió los ojos por primera vez. No recordaba casi nada de lo sucedido, pero inspiró profundamente y el aire llenó sus pulmones como un torrente salvaje, trayendo de vuelta todos sus recuerdos.

    Estaba todo ahí, su trabajo clandestino en la iglesia, su visita nocturna a la celda del Padre Arnau, el inesperado ataque de aquella cosa, animal o ser maligno, y finalmente su huida desesperada saltando por la ventana. Nada más, ni nada menos.

    Se esforzó en recordar más pero la cabeza le iba a estallar si seguía intentándolo. Se apoyó en una de las carretas y sacudió inútilmente el polvo de su hábito.

    —¿Lleváis aquí mucho tiempo? ¿Qué os ha ocurrido, padre? ¿Os han asaltado aquí, tan cerca del monasterio? —preguntó uno de los peregrinos. —Estos son caminos peligrosos, llenos de bandidos, pero el monasterio está ahí, tan solo a unos doscientos pasos.

    —Gracias por vuestra ayuda —dijo Bernat sin volverse y comenzó a caminar en dirección al monasterio. Tan solo tres pasos después se desplomó, demasiado débil para mantenerse en pie.

    —¡Padre, por favor, acomodaos en la carreta! —gritó el más anciano de los campesinos.

    —Joan, hazle sitio, le llevaremos hasta el interior del monasterio y allí podrá descansar.

    El fraile se estiró entre toneles de vino y sacos de grano en la parte posterior de la carreta. La mezcla de olores familiares y el suave traqueteo del carro le devolvieron parte de su energía y con ella volvieron más recuerdos.

    Su mano se fue hacia su regazo y palpó el paquete de tela que contenía la caja con los instrumentos. ¿Cuál era la misión que el Padre Arnau le había encomendado? ¿Qué debía hacer con aquello? Y sobre todo, ¿porqué eran tan importantes unos simples utensilios de pintura?

    Estirado en el carro en posición supina, y mientras cruzaban el umbral de la puerta de acceso, vio como los altos muros de la torre principal del recinto avanzaban hasta colocarse sobre él, como si fueran a derrumbarse sobre su cabeza.

    Sus fuerzas iban regresando y ya se sentía bastante mejor. Se incorporó y de un pequeño salto puso los pies en el suelo. Tras comprobar que su sentido del equilibrio era aceptable, agradeció a los sorprendidos peregrinos su amabilidad y caminó hacia el interior del monasterio, sin saber todavía qué debía hacer ni a dónde debía dirigirse.

    Una llama desconocida comenzaba a arder en su interior, la sensación de que debía cumplir su misión aún desconociendo los motivos de la misma. Sentía que se lo debía a la memoria del Padre Arnau, su mentor y protector desde hacía varios años.

    Pero primero tenía que averiguar qué había sucedido la noche anterior; la muerte de su mentor no podía haber sido en vano. Tenía que regresar a la celda del Padre Arnau a investigar.

    CAPÍTULO 3  -  CRAC (Centro de Restauración de Arte de Cataluña). Sant Cugat. Hoy.

    El andamio metálico podía sostener hasta una tonelada de peso, o al menos esa era la impresión que daba desde la distancia. Con una altura de más de cinco metros, se encontraba en un lateral de la gran sala B del CRAC (Centro de Restauración de Arte de Cataluña). El Centro era una de las principales instituciones científicas del país, dedicadas a la restauración y conservación de bienes muebles, principalmente obras de arte, pero también libros y documentos antiguos.

    La gigantesca nave estaba siempre en semioscuridad, algo que Marc Sanfeliu nunca había llegado a entender pero que era una constante en este tipo de centros de trabajo especializado. La justificación de que se trataba de una medida para proteger las obras en restauración de los efectos nocivos de la luz nunca le había convencido.

    Abandonadas y expuestas a todo tipo de abusos e inclemencias climatológicas durante cientos o incluso miles de años, ¿qué daño podía hacerles unas semanas de luz artificial? No creía que fuera mucho pedir, pues los especialistas como él tenían que poder desarrollar su labor en condiciones mínimamente dignas.

    Marc acababa de cumplir treinta años, y tras unirse al CRAC cinco años antes, se había convertido en uno de sus especialistas más bien valorados. Por sus expertas manos habían pasado algunas obras de gran renombre, como retablos religiosos, valiosos lienzos centenarios o frescos enfermos trasplantados en bloque desde la pared de alguna iglesia y llevados a aquellas oscuras dependencias para ser devueltos a la vida.

    Sin embargo, su especialidad eran los libros del medioevo, enormes libros manuscritos durante años por los monjes de los conventos benedictinos del Císter. Eran obras divinas, fruto de la paciencia infinita de aquellos hombres santos, que consagraban su vida entera a reproducir textos sagrados, decorándolos con bellísimas y detalladas ilustraciones hechas a mano.

    Toda una vida para llegar a escribir o ilustrar tan solo unas pocas páginas, un perfecto ejercicio de baja productividad, pero que él siempre había entendido como un modelo a seguir en su vida. Era una muestra de humildad, de la importancia de disfrutar del viaje como objetivo final, cualquiera que fuera el destino. Lo había convertido en uno de los lemas en su vida.

    Levantó la visera con lentes de aumento que descansaba sobre su nariz y se pasó la mano por la frente, atrapando unas gotas de sudor que corrían por ella. Trabajar en semioscuridad casi permanente con una potente lámpara halógena a un palmo de su cara friéndole la mitad del rostro resultaba agotador, algo a lo que nunca había llegado a acostumbrarse del todo.

    Estiró los brazos para desentumecer los músculos de la espalda que, al igual que él, habían comenzado a dormirse y se revolvió un poco sobre la dura superficie metálica del andamio sobre el que estaba estirado.

    Se volvió a colocar las lentes de aumento sobre los ojos e intentó concentrarse en lo que tenía delante. Se trataba de un gran retablo de madera policromada, exponente del Románico catalán del siglo XII, un rarísimo ejemplar de más de cuatro metros de altura, que mostraba en el centro la Última Cena de Jesús con sus apóstoles y en los laterales  diversas escenas de los Evangelios. 

    Porqué el autor (o más probablemente autores) había decidido emplear también la parte superior de la pieza para reproducir otra escena evangélica era un misterio, pues era poco habitual encontrar retablos tan altos. De hecho, ni siquiera estaba seguro de que la escena representada fuera del evangelio. La pintura estaba muy dañada, pues su proximidad al techo de la iglesia la había expuesto a la humedad que penetraba por entre las piedras de la bóveda.

    —Déjame sitio, por favor —le dijo Sandra, estirándose junto a él y empujándole con fuerza para apartarlo.

    —Quieta, sin empujar, que aquí cabemos todos —respondió sonriendo mientras fingía rodar hacia el borde del andamio y casi caer al suelo.

    —Sigue haciendo bromas y uno de estos días acabarás en el suelo con varios huesos rotos.

    Sandra era una de las dos estudiantes en prácticas asignadas al proyecto. Había llegado desde las Islas Canarias, llevaba ya casi dos años trabajando en el centro y aspiraba a conseguir una plaza estable en cuanto cumpliera su tercer año de prácticas. Méritos no le faltaban, estaba a punto de conseguir una doble licenciatura en historia del arte y restauración de obras de arte y había hecho más cursos y seminarios de especialización que muchos de los profesionales que tenían una plaza fija.

    De pequeña estatura y complexión delicada, su negrísima y brillante cabellera estaba siempre recogida en una cola de caballo que apuntaba hacia el cielo. Su piel era blanca y suave y sus ojos pequeños y vivaces brillaban, especialmente cuando sonreía, mostrando una dentadura blanca perfecta.

    Despuntaba por su buena y permanente disposición para ayudar a quien la necesitara, sobre todo si era Marc. Trabajadora incansable, trabajaba casi veinticuatro horas al día y nunca parecía necesitar descanso ni vacaciones, a diferencia de la mayoría de sus compañeros en el centro. 

    —¿Cómo va el tema? ¿Has avanzado mucho en estos días? Déjame ver —preguntó Sandra mientras le empujaba suavemente en el hombro para hacerse sitio, a lo que él no ofreció resistencia.

    —La verdad, no estoy seguro. Es decir, desde que estuviste aquí, ¿cuándo fue, hace una semana? he podido limpiar todo ese cuadrante, el A1 y parte del A2. Si puedo seguir a este ritmo, me gustaría completar este otro antes del fin de semana —le contestó, señalando con el dedo toda la zona.

    Se volvió y tomó en su mano una hoja de papel plastificada en la que se veía una fotografía de alta definición del tercio superior del retablo, sobre la que habían dibujado una cuadrícula numerada que les servía de guía para situarse y planificar el abordaje del trabajo y  así monitorizar sus progresos. 

    —Pero lo que más me intriga es lo que representa esta escena de aquí arriba —siguió Marc, y extendiendo su mano cubierta con unos delgados guantes de látex, acarició con sumo cuidado la superficie de madera, sin tocar la pintura.

    La escena era pequeña pero verdaderamente extraña, y aunque no se distinguían bien sus trazos, se adivinaba a uno de los apóstoles sosteniendo en su mano un objeto pequeño, probablemente una caja de ofrendas. Sobre el apóstol se veía lo que parecía una nube y más allá un campo de estrellas amarillentas sobre un cielo oscuro, casi negro. Las estrellas tenían forma redondeada, como pequeñas cabezas.

    Era una escena muy extraña y por más que pensaba no podía identificarla como parte de ningún evangelio conocido. Cuando la restauración estuviese más avanzada estaba seguro de que descubriría algunos detalles más que probablemente le ayudarían a comprender mejor su significado, pero de momento le era una escena desconocida.

    Descubrir algo único e inédito era siempre uno de los mayores incentivos que cualquier investigador podía tener, y en el campo de la restauración de arte no era infrecuente que se diera esa situación. Era habitual descubrir dibujos ocultos bajo varias capas de pintura en cuadros de todo tipo, bien se tratara de bocetos preliminares que nunca llegaron a convertirse en realidad o diseños alternativos que el artista insatisfecho había modificado sobre la marcha.

    En algunos casos se llegaban a descubrir obras completamente distintas, ocultas bajo el tema principal, pues el artista necesitado había reutilizado la tela o soporte para pintar un cuadro sobre otro más antiguo, algo que siempre le hizo sonreír ante tamaña muestra de tacañería pictórica.

    El enorme retablo que ahora tenía entre manos era de gran valor y antigüedad por sí mismo, pero el descubrir en él una escena evangélica no catalogada y bien conservada, a buen seguro incrementaría mucho su valor y le otorgaría gran visibilidad mediática, por tratarse de una obra muy rara dentro del Románico catalán. 

    El lejano sonido de una puerta metálica cerrándose al fondo de la nave le hizo volver en sí. Se oyeron unos pasos avanzando entre la penumbra de la gran nave. Marc se detuvo y asomó la cabeza por entre las barras del andamio.

    —¿Quién anda ahí? ¡Identifíquese! —bromeó Marc con su frase habitual.

    CAPÍTULO 4

    —V eo que seguimos trabajando en el mismo cuadrante que hace una semana. ¿Hemos descubierto algo digno de mención o es que simplemente estamos siendo lentos?

    Era la voz de Miguel Pernau, el director científico del CRAC y uno de los coordinadores del proyecto, habitualmente bastante crítico con la labor de Marc, especialmente con su dedicación.

    Sandra miró a Marc e hizo rodar sus ojos hacia arriba soltando a la vez un suspiro de aburrimiento. Marc le devolvió una sonrisa y se incorporó,  sentándose en la superficie metálica de la plataforma, con los pies colgando hacia fuera.

    —No le digas nada sobre esta escena, necesito tranquilidad para poder desentrañar su significado —susurró Marc al oído de Sandra, quien asintió complacida ante tal muestra de complicidad.

    —Miguel, estoy siendo especialmente cuidadoso en estos cuadrantes superiores, porque están muy dañados por la humedad. Si quieres lo acabo esta noche deprisa y corriendo y mañana lo puedes entregar, pero sabes que no es mi estilo —dijo Marc desde las alturas.

    —Lo sé, lo sé. Lo que no sé es cual es tu estilo. ¿Te refieres a entregar todos los trabajos tarde y fuera de plazo, a no hacerte responsable ni de los timings ni de las quejas de los clientes? ¿Quieres que siga? —detalló Miguel, acercándose a la base del andamio.

    Desde su divorcio hacía un año y medio, Marc había estado muy descentrado y se encontraba en terreno desconocido. Tenía un hijo, Pau, con quien solo podía compartir varias semanas al mes y un desorden en su vida al que no estaba acostumbrado.

    —¡Este retablo tenía que haber sido entregado al Museo de Arte de Andorra hace un mes y medio, lo sabes perfectamente, y todavía estamos así! —gritó Miguel.

    —El concejal de cultura del Ayuntamiento de les Escaldes me está llamando al menos dos veces por semana, y ya no sé qué decirle —continuó gritando.

    —Tenemos que avanzar deprisa. Voy a subir, quiero ver yo mismo en qué punto del trabajo estamos verdaderamente —prosiguió Miguel mientras tanteaba la escalera metálica adosada al andamio.

    Marc comenzó a sudar ante la perspectiva de tener a Miguel tan cerca.

    —Miguel, a mi me gustaría saber porqué al hablar empleas siempre la primera persona del plural, cuando todo el trabajo lo hago yo —le espetó Marc desde las alturas.

    Sandra le dio un fuerte codazo y le miró con enfado.

    —Bueno, yo con la inestimable ayuda de Sandra —corrigió rápidamente.

    El andamio comenzó a zarandearse cuando Miguel inició su ascenso.

    —¡Maldita sea! —murmuró Marc—, ese inútil está subiendo.

    Marc se puso medio de pie, agachando la cabeza para no tocar el techo de la sala, y se asomó al borde del andamio.

    —No hace falta que subas, ya bajo yo —le gritó Marc y comenzó a descolgarse por el exterior del andamio.

    Miguel ya había llegado a la altura del primer piso, mientras Marc bajaba por la escalera saltando los escalones de tres en tres, deslizándose apoyado en las barras laterales.

    El contacto entre ambos fue inevitable. Marc bajaba a ciegas y se desplomó contra la cabeza de Miguel, quien perdió el equilibrio y soltó una de las manos, quedando colgado en el vacío sujeto solo por la otra.

    Marc se aferraba con brazos y piernas a la estructura principal del andamio, que se movía de un lado a otro en arcos cada vez más amplios. Sandra estaba en cuclillas en la plataforma superior y gritaba intentando sujetarse a la barandilla para no caer al vacío.

    Los anclajes del andamio a la pared se habían soltado y éste estaba inclinado en una posición tan inestable que parecía que iba a partirse en cualquier momento.

    —¡Socorro, ayudadme, por favor! —gritaba Miguel, todavía con los pies en el aire—. Marc, eres un imbécil.

    Marc consiguió meterse dentro del andamio, pero los movimientos frenéticos de Miguel lo mantenían inclinado y a punto de volcar.

    Estirado en la plataforma metálica del segundo piso, Marc sacó la mitad superior de su cuerpo fuera del andamio estirando los brazos para alcanzar las manos de Miguel, pero la distancia que los separaba era demasiado grande.

    —¡Marc, ayúdame, hay que estabilizar el andamio! —gritaba Sandra.

    —¡Me voy a caer, maldita sea! ¡Como me mate, te voy a matar, Marc! —gritó Miguel, cuyas fuerzas comenzaban a flaquear.

    —Eso no tiene mucho sentido, ¿no crees? —le contestó Marc.

    Marc se incorporó como pudo y descendió por el exterior del andamio hasta llegar a la altura de Miguel. Con la punta de sus dedos lo sujetó por el cinturón pero el desdichado forcejeaba y pataleaba desesperadamente.

    Marc logró sujetarlo con ambas manos y tiró de él con todas sus fuerzas hacia el interior de la estructura, pero los movimientos compulsivos de Miguel habían llevado al andamio a una posición más inclinada que la de la torre de Pisa.

    Al sentir que la caída del andamio era inevitable, Sandra se aferró como pudo a la parte superior del retablo, que también se estaba viendo arrastrado en caída libre.

    El andamio cayó estrepitosamente, partiéndose en dos al golpear contra el suelo. El estruendo fue considerable, mezclado con los gritos de terror de Miguel, mientras Sandra se balanceaba colgada del vértice superior del retablo, que segundos después también se desplomó sobre los restos del andamio.

    Pedazos de madera volaron por los aires y los cuerpos de los tres especialistas se vieron cubiertos por una fina lluvia de escombros de madera de casi dos mil años de antigüedad.

    CAPÍTULO 5

    Durante la caída, Marc había conseguido arrastrar gran parte del cuerpo de Miguel y colocarlo tras la protección de la estructura metálica, pero una de sus piernas quedó fuera y se vio atrapada entre los tubos, fracturándose sin remedio.

    Los gritos de Miguel eran más bien aullidos y no podían distinguir si eran solo de dolor o más bien de desesperación al ver como el valioso retablo había sido destruido casi por completo. 

    —¡Sandra, ¿estás bien? ¿Dónde estás? —gritó Marc—. ¡Contesta, por favor!.

    —Estoy bien, creo que estoy entera todavía — contestó débilmente.

    —¿Y yo qué? Maldita sea, ¿nadie se interesa por mi? —aulló Miguel—. ¡Estoy muy malherido! ¡Quitadme toda esta mierda de encima!

    Marc abrió los ojos, apartó varias tablas de madera que le habían caído encima, y se palpó las partes principales de su anatomía, sonriendo al comprobar que, aunque magulladas, estaban intactas. Se levantó como pudo y salió de debajo del amasijo de tubos y tablones para caminar hacia los gritos.

    Miguel se encontraba a pocos metros de distancia, con su cuerpo atrapado bajo una enorme sección de andamio que permanecía íntegra. Marc consiguió llegar hasta él y analizó la situación.

    El principal problema parecía ser su pierna derecha, y no por estar atrapada bajo tubos metálicos, sino por la forma antinatural que había adoptado, signo inequívoco de fractura grave.

    —Veo que tienes una pierna mirando hacia el sur y la otra hacia el norte, apuntando hacia la estrella Polar —le dijo a Miguel con sorna.

    Miguel se revolvió inútilmente bajo los escombros, su rostro sucio y arañado, encolerizado y rojo de rabia.

    —¡Eres un maldito cabrón, Marc! Si salgo de esta vivo te estrangularé con mis propias manos. Aunque solo fuera por el placer de poder hacerlo personalmente, daría gustoso mi pierna derecha.

    —Creo que no vas a tener que esperar mucho para que tus sueños se hagan realidad —le contestó Marc mientras levantaba pedazos de metal y los lanzaba lejos de allí para despejar la zona a su alrededor.

    —¿Sandra, estás bien? —gritó, sin dejar de apartar escombros.

    —¡Detrás de ti, estoy aquí! —contestó ella, abrazándole por la espalda. Marc se giró y le devolvió el abrazo, manteniéndose así durante unos segundos.

    —¡No la toques más! Voy a añadir acoso sexual a la larguísima lista de denuncias que te van a caer cuando salga de aquí, desgraciado —gritó Miguel.

    Ellos siguieron abrazados, ignorándolo.

    —¿Estás bien? —insistió Marc.

    —Cuando el andamio estaba inclinado intenté bajar rápido, pero al notar que caía, tuve que sujetarme al retablo o me hubiera arrastrado con él.

    —Me alegro de que estés bien —contestó él, apartando unos mechones de pelo del rostro sudado y enrojecido de la joven asistente. Se miraron durante unos segundos, sin decirse nada.

    —El... retablo —titubeó ella.

    —Sí, ¿qué pasa?

    Sandra bajó la voz, acercándose a su oído. —Me quedé colgada de él y una gran parte se derrumbó conmigo. Tiene que estar destrozado.

    Marc miró a su alrededor. Un tapiz de pedazos de madera de formas y tamaños irreconocibles se extendía a sus pies, mezclado con escombros del andamio y diversos materiales de restauración.

    Marc lanzó un suspiro y sonrió. —Bueno, al menos no nos faltará el trabajo, a partir de ahora tendremos muchos pequeños retablos que restaurar.

    —¡Lo único que vas a tener que restaurar será tu cara, desgraciado! —gritó Miguel, incorporándose a coger pedazos de madera del retablo que arrojaba a la cara de Marc.

    —¡Te la voy a partir en pedazos más pequeños que estos, y cuando termine va a parecer un retablo prehistórico! —y tras decirlo, le arrojó dos pedazos de madera y se desplomó exhausto.

    —Sandra, ¿crees que puedes llegar a aquella salida de emergencia y pedir ayuda? —le preguntó.

    Sandra asintió y saltó sobre los restos para dirigirse a la salida.

    Marc tomó un tubo metálico y lo empleó como palanca para levantar el último bloque que atenazaba la pierna de Miguel, quien al verse liberado del peso despertó de su letargo gritando de dolor.

    —No te muevas, voy a intentar inmovilizarte la pierna con algo rígido.

    —¿Y desde cuándo eres médico? ¡No quiero que me toques! —gritó Miguel lanzando un chillido semi-histérico.

    Marc cogió la barra metálica y la apoyó de nuevo sobre la pierna de Miguel.

    —Si quieres, lo vuelvo a dejar todo como estaba. Tú decides —dijo Marc, aplicando suave presión sobre la barra, que se hundió en la pierna fracturada.

    —¡Noooo, cabrón!

    —Eso pensé —contestó Marc, aflojando la presión y recogiendo dos barras metálicas con las que inmovilizar la pierna fracturada.

    Al cabo de unos quince minutos, una cuadrilla de bomberos llegó hasta allí y dos de ellos evacuaron a Miguel en camilla.

    Al llegar a la puerta de salida, Miguel vio desde su camilla como un enfermero atendía a Marc y le curaba varias heridas en la cara. Pidió a los bomberos que se detuvieran y le hizo una seña a Marc para que se acercara.

    Cuando lo tuvo junto a él, apartó la mascarilla de oxígeno y esbozó una sonrisa, hablando con evidente dificultad.

    —Por cierto, nada me da más placer que decirte que... estás despedido —e hizo una seña a los bomberos para que levantaran la camilla y prosiguieran la marcha.

    Sandra llegó junto a él y le puso la mano en el hombro. —Lo siento —le dijo, lanzándole una mirada cariñosa.

    —Ese tipo debería haber vivido en la Antigua Roma, deambulando en su palanquín, llevado a hombros por esclavos. Hubiera sido un Nerón inmejorable —dijo Marc, moviendo la cabeza de un lado al otro.

    CAPÍTULO 6  -  Barcelona

    Del grifo seguía saliendo solo agua helada. Marc dejó el grifo abierto tres largos minutos. Las tuberías de la casa eran tan viejas que el agua caliente tardaba una eternidad en llegar hasta su cuarto de baño.

    Lamentaba no haber modernizado nunca la instalación. Erica, su ex-mujer, se lo había pedido en innumerables ocasiones, pero al principio de su matrimonio siempre había otras prioridades a las que destinar sus exiguos ingresos como restaurador.

    Su matrimonio con Erica nunca había sido un modelo de convivencia y abnegación conyugal, pero los primeros tres años transcurrieron sin conflictos de relevancia. 

    Cuando Erica quedó embarazada de su hijo Pau, Marc pensó que el bebé sería el catalizador que les llevaría a una mayor compenetración como pareja. Tras el nacimiento del pequeño, pronto se dio cuenta de lo equivocado que estaba.

    Inicialmente, Erica se centró en el bebé con pasión casi febril, dejando a su marido en un más que modesto segundo o tercer plano.

    A Marc no le importó sufrir esa virtual indiferencia por parte de su mujer, pues ver crecer a su precioso hijo le llenaba de orgullo paterno.

    Al poco tiempo el bebé dejó de suponer la novedad que mantenía el menguante interés de Erica, y ella fue descargando muchas de sus tareas en Marc, que debía multiplicarse para llegar a todo.

    La vida social y laboral de Erica siempre era prioritaria y pasaba por delante de cualquier necesidad familiar, enervando a Marc y provocando numerosas discusiones conyugales, que solían acabar con Erica abandonándole durante días, sin dar explicación alguna.

    Las peores confrontaciones se producían cuando Marc le afeaba su conducta y le criticaba por no dedicar mayor atención al niño.

    Pasaron por todas las etapas clásicas en el desarrollo infantil, tales como los múltiples cambios de pañal diarios (a menudo urgentes por el riesgo de intoxicación olfativa que conllevaban), los sobresaltos nocturnos al oír berrear al niño en la distancia y las negociaciones para decidir quien debía levantarse a calmarlo (casi cada noche haciéndolo el mismo afortunado cónyuge), las interminables peleas por conseguir que el niño se acabara toda la cena en sesiones maratonianas en que había que poner en práctica todo tipo de habilidades artísticas (mimo infantil, canciones con letras sin sentido, contorsiones, balbuceos, bailes esperpéntico-epilépticos y demás expresiones artísticas solo practicables en la intimidad del hogar).

    Marc había estado solo durante esas etapas, y lamentaba que para Erica el niño pareciera ser tan solo una carga, un motivo de queja y un obstáculo para su ascenso y progresión social.

    La brecha que hacía tiempo los separaba se había convertido en el cañón del Colorado y amenazaba con engullirlos si no actuaban con rapidez.

    El divorcio no fue tan traumático como Marc había temido. Erica siguió valorando más su vida interior que la conyugal, y en ese interior no había lugar para Marc, aunque lo más triste es que  tampoco parecía haberlo para Pau.

    La juez no tuvo que meditar mucho y asignó la custodia a Marc, no tanto por ser él quien por entonces corría con la manutención del niño, sino ante la nula oposición de la madre. El generoso acuerdo ofrecía a la madre amplios derechos de visita y un régimen compartido que le permitiría ver a Pau tan a menudo como quisiera.

    Marc pronto comprobaría que no importaba lo que la ley hubiera dictaminado, las visitas de la madre se hacían menos frecuentes. Él tenía que sustituirla en las muchas ocasiones en que Erica le telefoneaba con excusas acerca de porqué no podía visitar al niño ese día, algo que a Marc le encantaba.

    La dejadez de Erica era lo que mantenía su relación ex-matrimonial dentro de los límites de la cortesía, pues Marc no solo tenía la custodia sino que podía pasar la mayor parte del tiempo con Pau. 

    Ese año estaba resultado ser uno de los peores de su vida. Se tenía que adaptar a su nueva vida como padre soltero, había perdido su trabajo como restaurador, y el eco de la muerte de su madre en un terrible e inexplicable incendio todavía le atormentaba.

    Desde que su padre abandonó a la familia cuando él era joven, su madre se había convertido en el único nexo que les unía con el pasado.

    Lo más doloroso para Marc fue no haber podido despedirse de ella, o decirle lo mucho que había significado en su vida, o haberle podido agradecer tantas cosas, tantas verdades no dichas que jamás verían la luz, sepultadas para siempre en las sombras del olvido, en la penumbra donde viven los sentimientos no expresados.

    Desde ese momento, se juró a si mismo aprovechar cada segundo de su vida y no dejar en el tintero nada digno de ser escrito, no silenciar ninguna palabra digna de ser pronunciada, sin tener que lamentar jamás no haber tenido el coraje de ser fiel a su corazón.

    Por ello se volcó en Pau, en demostrarle que su padre estaba a su lado, apoyándole, creciendo junto a él como padre, como amigo en la sombra, como ángel protector, tantos papeles para un mismo actor.

    Pero Marc estaba encantado. Iba a ser la obra de su vida.

    CAPÍTULO 7

    Incluso la luz de la mañana estaba congelada, pero él ni siquiera se había fijado en la gente a su alrededor,  todos portando bufandas alrededor de sus gruesos sweaters. La ilusión por ir a recoger a su hijo ese fin de semana actuaba como calefactor natural.

    Aparcó a dos bloques de distancia de la casa de Erica. El paseo le sentó bien y su cabeza estaba más despejada que el día anterior.

    Pulsó el timbre y esperó en la calle. El chasquido metálico de la puerta al abrirse le sobresaltó, y se apresuró a dirigirse hacia el ascensor. Cuando la cabina se detuvo en la planta baja, de ella salieron Pau y Erica.

    Marc sonrió al verlos. Erica se había apresurado en bajarle ella al niño, ni siquiera le había dejado subir hasta su piso, ni mucho menos llegar hasta la puerta. No quería verse en la situación de tener que perder tiempo esperando a que Marc se marchara, o tal vez había alguien con ella arriba en el piso, pensó. Decidió preguntárselo a Pau más tarde, aunque solo fuera por curiosidad.

    —Que os divirtáis mucho —dijo ella lanzando un beso a Pau.

    —Así lo haremos. ¿Verdad campeón? —dijo Marc, dando una palmada a su hijo en el hombro y ayudándole a cargar la mochila.

    —Sí, papá. Tengo que explicarte muchas cosas. ¿Iremos al zoo? ¿Comeremos salchichas? —preguntó el niño sin apenas detenerse a respirar.

    —Bueno, poco a poco. Tendremos tiempo de hacer muchas cosas, pero antes vamos a ir a desayunar. ¿Has desayunado ya?

    —No, solo un yogurt, unas madalenas y zumo de naranja —contestó riendo.

    —¿Y eso no cuenta como desayuno? —dijo Marc sonriendo.

    —No exactamente, porque lo he comido mientras te esperaba, para matar el tiempo —contestó con seriedad el pequeño.

    —¿Matar el tiempo? Lo que hay que oír. Bueno, no hay problema, vamos a hacer que este pobre niño hambriento desayune como Dios manda.

    —Adiós, Erica. ¿Todo bien? —dijo, volviéndose hacia su ex-mujer.

    —Sí, todo bien. Ah, no tengas prisa en devolvérmelo el jueves, tal vez te llamo y te pido si puedes quedártelo un par de días más. Tengo que salir de viaje de trabajo, ¿sabes? —dijo ella desde el ascensor, manteniendo la puerta abierta.

    —No te preocupes, podré arreglármelo —le contestó, prefiriendo no comentarle nada sobre su reciente despido para evitar discusiones o explicaciones incómodas.

    Padre e hijo se dirigieron al coche y pusieron en práctica el programa que Marc había planeado minuciosamente para el fin de semana.

    Un buen segundo desayuno con abundante suministro de salchichas de Frankfurt en un bar cercano, seguido de un paseo por el parque, donde estuvieron jugando a fútbol casi dos horas. Tras otra comida, por la tarde Sandra les unió y fueron a visitar una exposición sobre cocodrilos del Amazonas en el Museo de Ciencias Naturales, seguida por una abundante merienda.

    El programa para el domingo siguió un patrón similar, visita al zoo, comida en un restaurante chino tipo buffet libre (para comer hasta reventar, según la particular escala de restaurantes hecha por Pau), sesión de cine y palomitas por la tarde, y merienda abundante, con la compañía de Sandra que estuvo con ellos hasta la hora de la cena.

    —Papá, ¿me quedaré contigo esta semana o tendré que volver con mamá? —le preguntó Pau con una voz que le salió mezclada con un divertido bostezo.

    —¿Tú qué prefieres? —se atrevió a preguntarle Marc. Intentaba evitar ese tipo de preguntas, pues sentía que estaba manipulando a su hijo, pero esta vez no pudo resistirse.

    —Yo quiero quedarme aquí, me lo paso mucho mejor contigo. Con ella no estoy mal, pero te echo mucho de menos.

    La respuesta lo desarmó. Marc dejó las dos cucharas de madera y abrazó a su hijo con fuerza por encima de la ensalada que estaba aliñando para la cena. 

    Lo único que le pedía a Dios era que le diera claridad de pensamientos y le enseñara a ser un buen padre para Pau, nada más, pero tampoco nada menos.

    Se quedaron abrazados en el sofá viendo una película y cayeron dormidos casi al mismo tiempo. Momentos así le compensaban con creces de todos los sinsabores, la muerte de su madre, la pérdida de su trabajo, la soledad.

    Marc nunca perdía la esperanza ni dejaba de seguir luchando para buscar la felicidad.

    CAPÍTULO 8

    Erica había nacido para los negocios. Su vida no había sido más que una larga sucesión

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