Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Inefable: El Tentáculo y yo,  Alex y El Tosco (una historia de horror), Londres, cuando llueve
Inefable: El Tentáculo y yo,  Alex y El Tosco (una historia de horror), Londres, cuando llueve
Inefable: El Tentáculo y yo,  Alex y El Tosco (una historia de horror), Londres, cuando llueve
Libro electrónico561 páginas8 horas

Inefable: El Tentáculo y yo, Alex y El Tosco (una historia de horror), Londres, cuando llueve

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

“La Luz, como tal, es solo una corriente en el vasto océano de tiempo,”

Bajo un cielo negro sin estrellas, una compañía teatral de fenómenos harapientos y actores – guiada por el perverso y enigmático Maestro de Ceremonias – se abre camino hacia un pueblo asediado por la muerte y la enfermedad, con la intención de curar la tristeza, sufrimiento y enfermedad de sus habitantes con Luz.

IdiomaEspañol
EditorialC.Sean McGee
Fecha de lanzamiento17 ene 2019
ISBN9781547563470
Inefable: El Tentáculo y yo,  Alex y El Tosco (una historia de horror), Londres, cuando llueve
Autor

C. Sean McGee

"I write weird books."

Lee más de C. Sean Mc Gee

Relacionado con Inefable

Libros electrónicos relacionados

Ficción de acción y aventura para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Inefable

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Inefable - C. Sean McGee

    Este libro fue inspirado en el álbum ‘Demon’

    Por la banda noruega Gazpacho...

    ––––––––

    ... y está dedicado a mi esposa e hijos

    Gracias por su comprensión.

    I

    Faltando estaban los símbolos chocando, el golpear de tambores y las trompetas exaltadas que pudieran haber anunciado su llegada. Faltando estaban también los coros de cantos y aplausos jubilosos que pudieran haber iluminado su camino. De hecho, para toda la pompa y ceremonia que uno pudiera esperar de algo como esto, fue en realidad, un asunto bastante aburrido, y bastante cansado de observar.

    Había poco sonido, excepto, por supuesto, por el crujir de hojas secas bajo las ruedas de carruajes pesados, chirriantes. Eso y el golpear de rocas fragmentadas y grava, pisoteadas por cascos desgastados, y exhaustas, temblorosas piernas mientras la procesión lentamente se abría camino por el camino polvoso bajo un frío cielo sin estrellas.

    Aunque era la mitad de la noche, aún había montones de personas en fila por el camino tortuoso, observando a la compañía teatral mientras caminaban arrastrando los pies como los recientemente condenados (o próximos a departir); con escasamente tanto color y espíritu en sus ojos como los que usaban en sus pantalones de lunares, en los moños que ataban alrededor de sus brillantes camisas holgadas, y sobre sus rostros decorados, los cuales se agrietaban y descarapelaban con pintura tan seca y regresiva como el camino de piedras sobre el que viajaban.

    A la cabeza de la procesión, un pequeño hombre tatuado con bíceps tan grandes como rocas y una mirada cruel eclipsaba su estatura enana, sujetaba las bridas de una docena de caballos con una mano, y con la otra, saludaba regiamente a los montones de personas que se empujaban y aventaban unos a otros, compitiendo por la mejor vista del lugar – retorciéndose como gusanos en un nudo enredado de entusiasmo y ávida curiosidad.

    Sentada sobre el primero de la docena de caballos estaba Gaia, una hermosa mujer con una vid llena de espinas tatuada a un lado de su rostro, que corría hacia abajo por su cuello y desaparecía entre su amplio busto. Tenía uñas afiladas, enroscadas, que se veían como garras de color oscuro y cabello – tan negro como la noche – que trazaba un camino casi tan largo como la procesión misma, corriendo como un velo sin tejer, hacia abajo por todo lo largo de su espalda y sobre las ancas de su caballo, casi cortejando con las rocas y tierra empolvada debajo. Vestía una falda larga, plisada, negra, que cubría parcialmente sus pies con sandalias, mostrando sólo las estrellas y cometas que estaban pintados en la punta de los dedos de sus pies. Y sobre la manga izquierda de su blusa blanca de encaje, a diferencia de los otros miembros en su procesión, usaba un solo moño negro.

    Detrás de ella, y sólo apenas, cabalgaba un hombre bruto y sin forma con atuendo extravagante. Usaba un traje púrpura que estaba incrustado de diamantes y perlas, y de las mangas de sus brazos corría un espectáculo reluciente de borlas de colores brillantes. Estaba sentado alto sobre su corcel y cargaba en su mano izquierda, un largo bastón con una contera dorada, una manija de cristal, y una punta plateada. Y sobre su cabeza, usaba un sombrero de copa púrpura sobre el cual, un pequeño mono estaba sentado, cómodamente enroscado y durmiendo, mientras se mecía atrás y adelante por el suave balanceo del hombre con patillas sobre el segundo caballo más elegante.

    Y detrás de él, en sus otros diez corceles, cabalgaban sus cortesanas.

    Había quizás cincuenta carruajes en total. Algunos de ellos eran pintorescos y coloridos y otros, grandes y abultados – de formas y colores extraños, como grandes Frankensteins mecánicos. Y aquellos que marchaban al lado lo hacían en pasos agotados y desiguales; los dedos de sus pies saliendo por la punta de sus zapatos con sus suelas de cuero, tan delgadas como piel cremosa o leche recién hervida.

    Había todo tipo de extraños de todos tipos de formas, tamaños y colores, y de todas las esquinas del globo terráqueo y de la galaxia, al parecer. Era como si esta procesión fuera un arroyo moviéndose lento, que había pasado por las banquetas y a través de los desagües de las comunidades, llevándose con ellos, el desperdicio y lo no deseado que había sido desechado, o simplemente no encajaba con lo bueno y lo común.

    A un lado del camino, un chico joven pisoteaba nerviosamente un montón de hierbas y flores grises, sosteniendo flojamente la mano de su padre, mientras permitía que el peso de su curiosidad lo inclinara hacia adelante, resbalándose hacia la libertad. Mientras se movía para salir corriendo del lado de su padre hacia donde todos los demás se estaban reuniendo, su muñeca se atoró en algo tenso y preocupado, y el chico volteó incapaz de desmontarse de sus propias huellas lodosas.

    No, dijo el padre del chico. No sabemos sus intenciones.

    ¿Quiénes son? preguntó El Chico Joven, estirándose como un pétalo famélico hacia la luz de la mirada segura de su padre.

    No estoy seguro.

    ¿Por qué están aquí?

    Aún es demasiado pronto para que lo sepamos.

    Pero ¿cuándo lo sabremos?

    Sólo después de que se hayan ido, cuando podamos ver lo que nos han quitado. Sólo entonces sabremos qué era lo que querían desde el principio.

    Se ven tan diferentes, tan...

    Extraños, dijo el padre del chico fríamente.

    Sí, pero de un buen modo.

    No hay ningún buen modo en lo extraño.

    ¿Crees que nos puedan ayudar?

    Realmente lo dudo.

    Hay tantos, dijo el chico, perdiendo la concentración en la larga línea de pies marchando.

    Observó fijamente con tan ausente atención a los bordes que separaban a cada extraño de modo que parecían un colorido collage – inseparables unos de otros, y de las columnas de aire caliente que emitían con sus silbantes alientos. Eran, como pintura vertida sobre un río, inseparables del aire mismo.

    Vámonos, dijo el padre del chico, jalando el collar de su camisa.

    Sólo un poco más padre, ¿por favor? dijo el chico, retorciéndose para liberarse de la aprehensión de su padre.

    Te lo dije contestó el padre del chico, arrodillándose para ver a su hijo a los ojos, y apretando su brazo con la misma intención de amoratar de un director rechazado, o un iracundo criminal. Hogar es donde vivimos y fuera es donde...

    El resto viene a morir, lo sé, lo sé, pero, quizás no es tan malo como...

    Hijo, dijo el padre, sus ojos como escalpelos, cortando a través de la razón del chico.

    Pero son tantos, padre. Quizás hay...

    La procesión continuó por el polvoso camino empedrado, aparentemente en dirección al pueblo. Y aquellos reunidos bajo el cielo sin estrellas tenían pánico en la mirada cuando voltearon sus miradas hacia las puertas sin seguro de sus casas y sus teatros, deseando, pero incapaces, de espantar a los lobos que se arrastraban en la oscuridad ante ellos.

    ¿Qué le parece aquí Maestro? gritó el Pequeño Hombre Tatuado, señalando un descanso en el camino donde las hojas y el pasto se doblaban en un llano, casi un lecho. O más adelante, junto al viejo árbol moribundo.

    El Maestro de Ceremonias miró en la dirección a la que apuntaban los pequeños y regordetes dedos de El Pequeño Hombre Tatuado, asintiendo una vez en aprobación, y despertando al pequeño mono de su cómodo sueño.

    ¡Alto! gritó El Maestro de Ceremonias, enterrando las afiladas puntas de marfil de sus botas hasta las rodillas en el flanco de su corcel. Detrás de él, todas sus diez cortesanas se detuvieron al momento y sobre ellas cayeron las miradas de lujuria y envidia de los muchos grupos de hombres y mujeres que se habían reunido en el pasto, alto hasta las rodillas, en multitudes, habiendo sido atraídos desde la seguridad y comodidad de sus tibias camas para presenciar este espectáculo.

    Alto, gritó El Pequeño Hombre Tatuado, su voz viajando como un olor pestilente a través de la quietud de la noche donde, sobre un polvoso camino empedrado, y presionada entre dos líneas de expresiones preocupadas y dudosas, una famélica y exhausta procesión tiraba y jalaba los extremos de cuerdas de manila que arrastraban enormes carruajes que se mecían atrás y adelante, como si cualquier magia nefaria u horror bestial que estuviera enjaulado dentro, estuviera decidido a escapar.

    ¡Alto! gritó El Pequeño Hombre Tatuado de nuevo.

    Y esta vez, el crujir de madera desgastada y astillada, y el arrastrar y desmoronar de polvo y piedras bajo suelas de cuero se detuvo en absoluto.

    Las cuerdas cayeron al suelo, rompiendo el cansado e incómodo silencio y enviando un cúmulo de polvo al aire, haciendo que todos los pueblerinos se acobardaran; cubriendo sus ojos y bocas, para protegerse de la asfixiante arena y rocas.

    Y cuando el polvo se asentó, El Maestro de Ceremonias habló.

    Buenas noches, dijo, levantando su sombrero de copa mientras hacía una reverencia; muy ligeramente. Mi familia y yo, hemos viajado una gran cantidad de llanuras y nuestros pies, han sufrido por tantas marcas y dolores, tan pesados como el hambre en nuestras panzas.

    Mientras hablaba, El Maestro de Ceremonias trabajaba a su concurrencia, su mirada congelante prestando delicada atención a todos los pueblerinos, quienes ahora, en contraste con sus diabólicos bribones, se mostraban sin absolutamente ningún color.

    Sus rostros portaban el mismo matiz grisáceo que sus ropas y zapatos como si los pliegues en sus pantalones, agujetas, y piel hubieran sido sombreados con el mismo lápiz sin filo. Y su pueblo, no muy lejos a la distancia, se veía como si hubiera sido pintado con un puñado de carbón desmoronado; y estaba mal dibujado también. Las azoteas de las casas no tenían bordes definidos, aparentemente extendiéndose en manchones que parecían postes de luz o camionetas de entrega; y las calles estaban irregulares como si hubieran sido hechas a escala por un niño.

    Esto no perturbó a El Maestro de Ceremonias.

    Deseamos tan sólo descansar aquí por un tiempo, suficiente tiempo para que nuestros espíritus alcancen a nuestros cuerpos. Y en poco tiempo, nos habremos ido. Y no pedimos nada que no estén dispuestos a dar, pues todo lo que pedimos es lo que ya nos han prestado – su ávida atención.

    La expresión de los pueblerinos era ilegible, pero esto no hizo titubear a El Maestro de Ceremonias, había sido azotado por audiencias mucho más apáticas en el pasado. De hecho, florecía en su desconexión.

    Hemos venido desde una gran distancia, dijo, desde los más lejanos confines de la Tierra, y en nuestros viajes, hemos visto muchas cosas magníficas y superfluas – cosas que jamás creerían que son reales.

    Aun así, había poco asombro en sus ojos como si supieran lo que venía después.

    Magia, gritó El Maestro de Ceremonias, arrojando su abrigo púrpura, abanicando un juego de cartas en flor imperial en una mano mientras peinaba su larga y triangular barba de chivo en un extremo rizado con la otra.

    Pero aún nada. La gente no reaccionó, no como él pensó que lo harían.

    El Maestro de Ceremonias chasqueó los dedos dos veces, pidiendo su bastón. Una de sus cortesanas desmontó su caballo, gentilmente acariciando su crin y besando un lado de su cara antes de susurrar, Te amo. Por favor espérame mientras estoy ausente.

    Aunque solo iba a viajar un pie o dos, se sentía como una eternidad.

    Ella era la más extravagante de todas las cortesanas; con un porte de elegancia y belleza. Su nombre era Delilah y era la favorita de El Maestro de Ceremonias, su número uno. Usaba una larga falda negra que estaba decorada con grandes gemas azules, con forma de ojos que todo lo ven entre extendidos rayos de pétalos empapados de dorado sol. Sus pies eran escasamente visibles debajo, con apenas un átomo dividiendo la bastilla plisada de la grava beige debajo. Con su falda, usaba un corsé de terciopelo índigo, decorado con veinte botones dorados que difícilmente contenían su enorme busto y dos espejos plateados en forma de flor que brotaban de ambos lados de su collar doblado.

    Era la más insaciable de sus cortesanas y su barba era la más poblada y arreglada. Delilah le dio el bastón a su maestro y se quedó parada a su lado, mirando a los hombres en la multitud con aire lujurioso, pasando sus largos y delgados dedos por su gruesa barba tupida, y amenazando con levantar su falda de seda con su otra mano para exponer sus desnudos y descubiertos dedos de los pies.

    Disculpe.

    Una mujer joven dio un paso adelante, cargando a un niño dormido en sus brazos, envuelto en un sucio harapo. ¿Han encontrado algún doctor en sus viajes? preguntó. ¿O tienen uno en su compañía?

    Era gris y sin vida como el resto, pero a diferencia de los otros, quienes se veían alienados e inafectados por el asedio de El Maestro de Ceremonias, había algo diferente en ella; un pequeño espasmo de un nervio en su rostro, un ligero, y sin embargo apenas perceptible temblor en su labio inferior – esperanza.

    Les hemos traído algo mejor, dijo El Maestro de Ceremonias.

    ¿Qué es? preguntó la mujer joven, ahora meciendo suavemente a su hijo.

    Les hemos traído a El Sol de Dios, dijo El Maestro de Ceremonias, medio esperando un aplauso.

    ¿Qué es eso? preguntó confundida, pensando en algún deleite asiático. Es un condimento o algún tipo de moda?

    Pues, El Sol de Dios es su salvador, querida exclamó El Maestro de Ceremonias, su rostro alzado a los cielos y sus brazos en forma de V.

    ¿El salvador de quién? preguntó.

    Tú, por supuesto, y tu hijo. Y todos sus hijos gritó, eufórico.

    ¿Salvarnos de qué?

    De ustedes mismos.

    La mujer joven miró hacia abajo a su hijo dormido y después a sus conciudadanos que se arrastraban hacia el calor y el escudo de su valor, ahora tan enfocados como ella lo estaba, en el hombre que se veía bruto y sin forma en atuendo extravagante.

    ¿Qué he hecho o haré, preguntó, que me maldice?

    Has matado al único hijo de Dios, dijo El Maestro de Ceremonias, bajando la cabeza en respetuoso luto.

    El mono bajó su cabeza; como lo hizo toda la procesión, haciendo marcas extrañas sobre sus pechos antes de levantar las cabezas de nuevo.

    No puedo hablar por todo el pueblo, dijo la mujer joven, pero puedo afirmarle que ni yo, ni mi hijo enfermo, hemos siquiera puesto un cabello sobre otro ser vivo; sea persona o animal. Hay mucha muerte en este pueblo, más de la que cualquiera de ustedes debería soportar, pero si es un asesino lo que buscan, si eso es lo que los trajo a nuestro pueblo, entonces puedo decirles justo ahora, que no lo encontrarán aquí.

    Deseamos tan sólo descansar nuestras piernas bajo la sombra de este árbol moribundo. Y quizás, si no les molesta, pudiéramos preparar nuestras carpas y, hasta que nuestros alientos hayan sido recuperados, podemos atentamente interpretar para su gente; haciendo lo que hacemos, nuestro propósito y nuestra premisa.

    Este Sol de Dios, dijo la mujer joven, ¿puede sanar al enfermo? ¿Pacta con la muerte?

    Lo hace, dijo El Maestro de Ceremonias sonriendo, jalando sus bigotes hasta enroscarlos.

    ¿Dónde está? ¿Podemos verlo?

    Está alrededor de ustedes. Está en todos lados y está en cualquier lugar también.

    Pero ¿podemos verlo? Mi hijo, está enfermo. Está muriendo. Necesita un doctor, pero si este Dios lo puede salvar como dice, entonces por favor, tiene que dejarlo ver a mi hijo.

    La mujer joven salió de las hierbas hacia el camino empedrado. Parada solo a una pulgada de El Maestro de Ceremonias, y bajo su venerable mirada, levantó la toalla del rostro de su hijo dormido.

    Dios mío, dijo El Maestro de Ceremonias, cubriéndose la boca y pasándose una bola de bilis. Póngala de nuevo, dijo, abanicando sus manos. Santo dios, ponga la toalla de nuevo. ¿Qué demonios?

    Por favor señor, mi hijo necesita medicina.

    Señora, dijo El Maestro de Ceremonias, cubriendo su boca y recuperando la compostura. Su hijo falleció hace mucho. No necesita medicina, pues la medicina es sólo para los enfermos y moribundos. Su hijo, al parecer, necesita un entierro decente, y pronto también, por el estado de su descomposición.

    Pero no está muerto. Aún se aferra a la vida. Es la enfermedad que soporta la que lo hace verse y portarse como si estuviera muerto.

    Su enfermedad, mi pobre dama, es la muerte. Como un hombre o un niño se vea o se comporte, muy seguramente es lo que es.

    Delilah se asomó bajo la toalla y bajo el refugio de su barba, frunció el ceño.

    ¿Cuál es el problema con sus rostros? preguntó, sus dedos nerviosos presionándose contra el hombro de su maestro, causando que excitación corriera por sus entrañas.

    El Maestro de Ceremonias observó a la mujer joven, a su complexión blanca y negra. Posó sus ojos sobre el repulsivo trapo que formaba el contorno de un niño pequeño, que tenía un rostro que sólo los gusanos y las lombrices podrían admirar y respiró pesadamente. No se atrevía a verlo de nuevo. En lugar de eso, miró a la multitud y enfocó su atención a la gris quietud que se derramaba de sus ojos como manchas de tinta en una nota mal escrita, observando en extraña fascinación, mientras un anciano frotaba su lagañoso ojo izquierdo, sólo para trazar una mancha negra y gruesa sobre un lado de su rostro donde su nariz y boca estaban antes.

    No debimos habernos detenido aquí, dijo Delilah, susurrando en el oído de su maestro. Quizás deberíamos continuar; encontrar otro pueblo.

    El Maestro de Ceremonias observó al pueblo frente a él, y después miró detrás de él, a la larga procesión que se extendía por dos horizontes. Estudió sus cansados rostros y aunque sabía que podrían marchar por mil días más, era él mismo quien necesitaba un descanso. Pero no era sólo su decisión. Volteó a ver a Gaia quien estaba sentada sin ser molestada sobre su corcel.

    ¿Qué opinas? sus ojos le dijeron a ella.

    Gaia observó el pueblo por largo rato, en las calles grises y cavernosas, y entonces se inclinó sobre su corcel y le susurró algo al oído, tiernamente acariciando su crin. Su caballo giró y caminó hacia el árbol moribundo.

    Si nos aceptan, dijo El Maestro de Ceremonias a los pueblerinos, nos encantaría quedarnos por un tiempo. Y si serían tan amables dijo, fuerte y confiado, para dejarnos curar a su pueblo de esta enfermedad impía. Les doy mi palabra. Y será hecho gritó, martilleando la punta plateada de su bastón contra el suelo causando un derrumbe en la tierra y un temblor en el corazón de su procesión, pues ellos eran manos viejas ante la visión de esta maravilla.

    Cuando volvía para reunirse con Gaia bajo el viejo árbol moribundo, Delilah se estiró en busca de su mano, acercándose como para presionar sus labios barbudos contra su grueso y bulboso cuello. Lleva a la madre y a su hijo muerto a mi alojamiento, una vez que haya sido arreglado. Aliméntala. Dale algo de alcohol. Relaja su espíritu dijo él, volteando hacia su cortesana favorita.

    La mano de Delilah se dejó caer como una hoja marchita. Aunque quería gritar y maldecir viles obscenidades, se compuso a sí misma, pasando sus largos y delgados dedos sobre el suave, redondo montículo de su barba, calmando sus nervios y su apetito vengativo. Y mientras El Maestro de Ceremonias se sentaba en su corcel, preparándose para hablar, ella tomó a La Madre en Luto en su delicado abrazo.

    Su atención, dijo él.

    Hubo una gran conmoción mientras una orden de silencio se abrió camino por todo lo largo de la procesión, sonando como el crujir de cien mil árboles.

    Silencio, gritó El Pequeño Hombre Tatuado.

    El crujir continuó.

    Dije que se callen, o los voy a golpear, gritó.

    Y el crujir cesó.

    El Pequeño Hombre Tatuado miró a su maestro y asintió.

    Esta noche, dijo El Maestro de Ceremonias triunfante, pausando para que su eco viajara hasta el último de todos los miembros de su compañía teatral. Esta noche celebramos, dijo, pues habrá un funeral.

    II

    En el absoluto borde del pueblo, donde un lado de una bifurcación del camino se desviaba hacia una maleza espesa, desapareciendo debajo de la maraña de ramas punzantes y pétalos afilados, ahí se erguía lo que alguna vez pudo haber sido un magnífico árbol de Sicomoro – un lugar quizás, donde los niños se reunían, y alegremente conspiraban contra sus madres y padres, o donde los amantes, como guardianes de su sombra, pudieron haberse imaginado a sí mismos con el valor para finalmente escapar su persecución y desaparecer sobre el horizonte juntos, detrás del sol poniente.

    Este árbol podría haber contado mil historias y estar grabado con las burdas iniciales de miles de amantes, sólo para mojar sus sedientas raíces en las lágrimas saladas de mil corazones rotos. Pudo haber oído mil promesas de nunca volver a hablar de mil secretos, y por más de mil años, pudo haber oído hablar de ellos, mil veces más. Pudo haber vivido por diez mil años y si estuviera en el absoluto borde de cualquier otro pueblo, podría haber vivido diez mil más. Pero aquí, a mil millas de cualquier lugar, este alguna vez increíble árbol de Sicomoro era la maldición de un pueblo sin nombre y sin lugar en el mapa, un pueblo atormentado por una voraz plaga de muerte y atrofia.

    No me amontonen, dijo El Maestro de Ceremonias, enfadado por el círculo de cortesanas barbudas encerrándolo en un círculo alrededor de él, y por un coro de acosos de un enano de tres piernas y Los Hermanos Pulpos – cuatro hombres unidos por los codos y los traseros. Cada uno maldiciendo con y contra unos a otros con amenazas tan violentas, mientras trataban de hacer una oferta desesperada, por los actos de apertura y cierre.

    Debajo del viejo y moribundo árbol, en el absoluto borde del pueblo, El Maestro de Ceremonias se sentó en su silla favorita, tomando whiskey de una pajilla mientras los grasosos mechones del cabello que le quedaba eran cuidadosamente peinados y trenzados, y sus uñas pintadas, del mismo tono verde de sus botas de piel de cocodrilo.

    Si me das tan solo dos minutos, dijo El Enano de Tres Piernas, y si no piensas que es el mejor acto que jamás hayas visto... dijo pausando, poniendo sus dos manos en una sorda disculpa o defensa.

    Mañana, dijo El Maestro de Ceremonias. Estoy cansado, es tarde, me duelen los pies y mi cabeza se siente como una vieja bolsa de té. Vamos a hacer el show como lo hemos practicado, como debe de ser; al menos por el primer par de presentaciones. Vamos a, tú sabes... dijo, girando su dedo índice en círculos rápidos, como si estuviera marcando un teléfono imaginario, vamos a planchar cualquier arruga en el show antes de empezar a hacer cambios. Hemos estado en el camino por mucho tiempo. ¿Qué te parece si primero aterrizamos y estabilizamos nuestros pies? Pero me gusta tu iniciativa. Me gusta tu levantarte e irte. Ahora, dijo enojado, levántate y vete.

    Mi nuevo acto, Maestro, es el más magnífico aún. Involucra elasticidad, fuego, un martillo y lombrices solitarias. Fácilmente puede abrir la noche. Lo sé... si tan solo me diera dos minutos yo podría...

    Eeeeeiitttt, dijo El Maestro de Ceremonias, mostrando el dorso de su mano.

    Pero, Maestro, tiene chispas y fuego. Tiene show. Tiene glamour.

    Mañana.

    Pero, Maestro...

    Lárgate, gritó Rex, el imponente gigante, con brazos enroscados y tan largos como el dedo medio de un bebé, y retorcidas manos esqueléticas, como los pies rotos de una garza. Puso una firme bota en el trasero de El Enano de Tres Piernas, enviándolo como bala de cañón, colina abajo hacia donde los carruajes estaban parados, esperando para ser desenvueltos y descargados.

    Maestro, dijo Rex, pausando para bajar la mirada, admirando las uñas pintadas y nudillos gruesos y abultados de El Maestro de Ceremonias, que con un solo capricho podría hacer añicos la quijada de un hombre, o romper incluso a la más obstinada nuez.

    Es grosero fisgonear, dijo El Maestro de Ceremonias, aunque no hizo ningún intento por cubrir sus uñas pintadas como una virgen ocultaría sus provocativas rodillas.

    Rex se puso rojo y sus pequeñas manos temblaron como gelatina.

    Maestro, dijo, todas las preparaciones han sido completadas.

    Tengo comezón, dijo El Maestro de Ceremonias, a mitad de mi espalda.

    Rex se equilibró estable en su pie izquierdo. No era un hombre pequeño, era un gigante, así que un acto de esta naturaleza no era una hazaña fácil de lograr, pero era un veterano en el circo y capaz de más de lo que su tamaño y fuerza aparentaban. Mientras se paraba como una gigantesca y musculosa grúa, sacó su pie derecho de su suela de cuero y lo elevó lentamente, hasta que su dedo gordo estaba apuntando a donde pensaba que la comezón de su maestro pudiera estar.

    Tenemos un problema en el escenario, Maestro, un problema con la iluminación, dijo Rex, rascando fuerte la espalda de su maestro.

    ¿Qué problema tiene la iluminación?

    No hay, dijo.

    Ese es un problema, dijo El Maestro de Ceremonias.

    Es el pedal del generador, Maestro. Parece que una parte muy importante fue olvidada en el último campamento.

    ¿Y cuál podría ser?

    El pedal, dijo Rex, tambaleando sus inútiles miembros uno contra otro.

    Bueno, entonces, sólo improvisa algo, dijo El Maestro de Ceremonias, extrañamente comprensivo. No necesita ser intrincado, sólo lo suficiente para que yo esté espectacular. Seguramente hay algo que puedas incendiar.

    Sí, Maestro, dijo Rex, jorobándose incómodamente bajo un montón de ramas y hojas del moribundo y viejo árbol. La dama, maestro, se rehúsa a beber o soltar el abrazo al cadáver. Dije ‘por favor’. Ella dijo ‘no’. No supe en realidad qué más podría hacer después de eso. Le pregunté, le dije, ‘¿Estás segura?’ y ella dijo que lo estaba, y me quedé con la idea de que quizás estaba en lo correcto, al no dejarlo ir, quiero decir.

    ¿Delilah todavía está con ella?

    Lo está, Maestro.

    ¿Y cómo se ve?

    Difícil. Quizás no sea fácil domarla esta vez.

    Todas las mujeres pueden ser domadas. Sólo necesitas alimentarles lo que más hambre les da, dijo El Maestro de Ceremonias presumido, retorciendo las puntas de su bigote en una enroscada y afilada punta.

    ¿Qué es eso, Maestro? ¿Rubíes? ¿Rosas? ¿Cinturones elásticos?

    Validación, mi gigantesco amigo. Es lo que todos ansiamos, cada hombre, mujer y niño, ambos, grotescamente normales y maravillosamente deformados; validación. Sólo hay dos tipos de personas, y sólo dos razones por las que alguien hace cualquier cosa – o para mostrarle a su padre que lo hicieron o para probarle a su padre que no lo necesitaban; que pudieron hacerlo por su cuenta. Pero ambos requieren ávida atención, dijo, jalando firmemente las puntas del faldón de su abrigo púrpura, sacudiendo la delgada capa de polvo que se había asentado en sus solapas por las patadas de los cascos de los caballos.

    Para ahora, el campamento había sido bien y completamente preparado. Lo que había sido, solo horas antes, un enorme y vacío cuadrado, cortado de interminables montones de matorrales y enredadas hierbas, estaba ahora ocupado, colorido y poblado, con cientos de carpas siendo erguidas por justo las mismas manos callosas. Personas de todos los tamaños y colores, de todas las formas y apéndices extras, danzaban y cantaban alegremente mientras martilleaban gruesas estacas de metal en la tierra roja, con el sonido de sus martillos estrellándose con cabezas bulbosas de hierro, guiando el ritmo de sus exuberantes coros.

    El más pesado de los carruajes estaba en los bordes de la espesa maleza, haciendo una pared impenetrable alrededor del campamento. Nada podía entrar y nada podía salir. Dentro de esa pared, estaban las jaulas de barrotes de elefantes y cocodrilos, osos negros y salvajes; seguidos por fila tras fila de hamacas y carpas. Los espacios entre ellas estaban iluminados con pequeñas fogatas que fueron cavadas en la tierra y rodeadas por un círculo de piedras. Hicieron poco esfuerzo por atender a la oscuridad, pero eran acogedoras contra el amargo frío de la noche.

    Al borde del camino, y cuidado por maniáticos empuñando machetes, ahí estaba una enorme carpa que era tan alta como un asombroso acantilado. Y a la entrada de esa carpa, colgaba un hombre sin brazos ni piernas, meciéndose atrás y adelante en una cuerda que estaba atada alrededor de su cintura. Sus ojos se movían al contrario del columpiar de su cuerpo, y su inercia nunca disminuía.

    Parado al centro de su campamento estaba el lúgubre y moribundo árbol de Sicomoro, con sus ramas torcidas, girando y dividiéndose como la columna de un anciano, viéndose como un villano mortal mientras se agachaba y se tambaleaba sobre El Maestro de Ceremonias y su compañía teatral que se reunían debajo. Sentada junto a sus raíces aparentemente cancerosas estaba Gaia, barajando un mazo de coloridas y diabólicas cartas, mientras la vid espinosa, que estaba tatuada desde un lado de su rostro, bajando por su cuello y hasta su busto, se movía como una serpiente deslizándose por su cuerpo, desapareciendo debajo de su chal mientras leía en voz alta – la historia de intriga astral que deletreaban las cartas extendidas ordenadamente bajo ella.

    ¿Qué dicen las estrellas? preguntó El Maestro de Ceremonias, ahora mirando orgullosamente a su campamento. ¿Es esto lo que estábamos buscando?

    Hablan solo de muerte, dijo Gaia. ¿Es eso lo que deseabas oír?

    Tú dime, dijo.

    El universo me dice, que estamos en el lugar donde sólo cosas muertas crecen.

    El Maestro de Ceremonias sonrió. Entonces hemos llegado, dijo, subiéndose a una pequeña plataforma y preparándose a sí mismo para hablarle a la algarabía de colores y coros que era su gente, con una mano estirada sobre lo que parecía un fémur de cristal y la otra, presionada cuidadosamente entre el segundo y tercer botón de su chaqueta púrpura, para que todo lo que dijera, fuera un juramento sobre su propio corazón.

    Maravilloso trabajo, mis queridos y fabulosos fenómenos. Dijo. Nunca dejan de inspirar y afilar mi pasión. Todos ustedes son mis hijos, mi familia, y mi corazón. Y amo a todos y cada uno de ustedes. Ahora, dijo pausando para torcer y enroscar sus bigotes, Sé que hemos recorrido un largo camino; muchas y bastantes millas. Tan lejos ciertamente que, para la mayoría de nosotros, la única vista que podemos recordar es la parte de atrás de los pies de nuestros hermanos y hermanas. Y algunos de ustedes se podrían preguntar, dijo. ¿Dónde en el nombre de Dios estamos? ¿Qué pueblo es este? ¿Por qué no aparece en ningún mapa? ¿Y por qué nos detuvimos aquí?

    Dejó que el drama de sus preguntas se asentara como polvo en sus pensamientos.

    No olvidemos el significado de la vida, gritó, enterrando su bastón en el polvo e inflando su pecho en un brillo pomposo.

    Servir, rugió la multitud frente a él.

    Ser útiles... gritó la mitad de la gente.

    Es definir el propósito de uno mismo, gritó la otra.

    Hemos estado caminando por tanto, tanto tiempo, dijo El Maestro de Ceremonias, quitándose el sombrero y bajando su cabeza hacia sus pies en un solemne saludo. Y hemos perdido a algunos queridos amigos en el camino.

    Toda la compañía bajó las cabezas, marcando símbolos sobre sus corazones.

    Pero les prometí su salvación. Les prometí dolor sagrado. Y dije esas cosas, gritó, su voz viajando sobre la compañía, y hasta los atentos oídos de la gente formada a lo largo del camino observando morbosamente. No para engañarlos, continuó. Dije esas cosas porque creo que son ciertas. Las dije porque creo que es nuestro propósito llevar el Mensaje de la Luz por todas las tierras. Es nuestro propósito ser los portadores de salvación. Y aunque es mi voz la que lleva la Luz, recuerden mis niños, ustedes son mis muchas manos. y sin ustedes, no podría cargar esta Luz más lejos que mi propio eco. Nosotros somos Luz, gritó El Maestro de Ceremonias.

    Y como tal, somos uno, gritó la compañía en alegre celebración.

    Les prometí salvación, hace mucho tiempo. les prometí que llegaríamos a las más grandes alturas, que escalaríamos las más grandes montañas, y que encontraríamos santidad. Les prometí prosperidad. Les prometí esperanza. Les prometí todas las riquezas que podrían imaginar. Les prometí un escenario. Les prometí aplauso. Y puedo decirles ahora, estando aquí parado, bajo la extensión de este árbol moribundo, todo lo que puedo ver es salvación. Ustedes, mis hijos, son los dadores de salvación. Ustedes no tendrán, porque es apenas ahora que puedo ver ese hecho, ustedes son. La salvación no es de ustedes. Ustedes son la salvación, todos y cada uno de ustedes. Son dorados. Son Luz.

    Y como tal, somos uno gritó la compañía de nuevo en alegre prosperidad.

    Y esto, gritó, girando como una bailarina de ballet sin equilibrio, con su mano izquierda sostenida contra su pecho izquierdo, y su derecha, extendiendo el mango de cristal de su bastón tan lejos como su alcance lo permitía. Este será... nuestro más grande acto final, dijo, su pirueta finalmente deteniéndose con su bastón señalando hacía el pueblo de apariencia grisácea no lejos de su campamento.

    Señor, dijo El Pequeño Hombre Tatuado, jalando el faldón del abrigo de El Maestro de Ceremonias. Maestro, señor, dijo.

    ¿Todos presentes? preguntó El Maestro de Ceremonias.

    Todos excepto la chica, contestó El Pequeño Hombre Tatuado.

    Siempre un problema, siempre la chica, dijo El Maestro de Ceremonias, malhumorado.

    ¿Quieres que golpee a alguien? preguntó El Pequeño Hombre Tatuado.

    ¿Qué?

    O... si hay algo más que pueda...

    No. ¿Cuál demonios es tu problema? ¡Rex!

    El gigante se escabulló hasta su maestro tan rápido como pudo.

    Sí Maestro, dijo el gigante, con la alegría de un cachorro desesperado.

    Pon a uno de los sabuesos tras el olor de la chica.

    ¿Sería mejor enviar a alguien a buscarla, maestro? Podríamos enviar a alguien a caballo. Sin duda sería más expedito. Estoy seguro de que no podrá estar muy atrás, pero aun así, pasamos muchas escenas desagradables que como usted sabe, no le haría ningún bien a una chica joven verlas.

    Envía a un perro.

    Sí, Maestro, dijo Rex, dándose la vuelta rápidamente antes de que el talón de su maestro lo hiciera por él de una patada.

    El Maestro de Ceremonias suspiró fuerte. Se sacudió el abrigo con el dorso de la mano hasta que una nube de lluvia seca, cayó como brisa bajo su pesado brillo. Mañana, dijo con una pausa, viéndose noble una vez más con su mano izquierda cuidadosamente metida entre el segundo y tercer botón de su abrigo. Mañana, nos presentaremos por primera vez. Traeremos salvación a esta pobre gente denigrada. Traeremos calor a su sangre, color a su piel, y Luz a sus almas. Los salvaremos a todos y cada uno de ellos; los vivos y los muertos. Mañana. Pero esta noche, dijo, desenroscando la pequeña tapa de una botella de veneno destilado. Esta noche bebemos y danzamos; peleamos y hacemos el amor. Esta noche enterramos a un niño muerto. Salvamos su gris alma. La coloreamos con Luz. Esta noche habrá un funeral, mis niños, y celebraremos, pues una vida ha sido vivida, una historia ha sido contada. ¿Y no es eso de lo que trata la vida? ¿No es eso lo que hace a la muerte un tema tan grande? Esta noche mis encantadores fenómenos, gritó. Esta noche vivimos.

    Mientras El Maestro de Ceremonias hablaba, junto a él, Gaia estaba sentada de piernas cruzadas junto al tronco del árbol, y con lo que había cortado de un montón de sus ramas, que retorció juntas en pequeñas trenzas apretadas, hizo lo que parecía una pequeña bala arbórea.

    Bajándose de su podio, El Maestro de Ceremonias dejó a su compañía para que comenzaran sus celebraciones. El escenario aún estaba siendo preparado con mujeres y hombres de mentalidad mecánica y física, armando un extraño artilugio que estaba conectado a grandes bombillas que colgaban del escenario, y a un largo lente que estaba asegurado al techo de uno de los carruajes.

    En el escenario, muchas manos ligeras empujaban muchos objetos pesados, preparando mesas y altares y telones de fondo de vista increíble, todos adornados con cientos de símbolos de colores. El Maestro de Ceremonias caminó orgullosamente por su campamento, hacia su carruaje con su pequeño mono corriendo tras él, observando ambiciosamente la cómoda hendidura y curva de su sombrero de copa púrpura.

    Permítame la formalidad de presentarme, dijo, entrando al carruaje.

    La joven mujer estaba sentada al borde de su cama, su hijo en descomposición aún envuelto en cobijas y en su firme abrazo. Sentada a la mesa, estaba Delilah con un vaso de whiskey en las manos, considerando aplastar a un insecto que había sido atrapado en el aro mojado bajo su vaso. Miró a El Maestro de Ceremonias con una mirada despectiva.

    Delilah, dijo El Maestro de Ceremonias, arrodillándose ante ella y suavemente pasando su mano por el corte de su maravillosamente cuidada barba. ¿Nos darías un simple minuto a solas?

    ¿A solas? ¿Por qué necesitas estar a solas con ella?

    Mi querida Delilah. De todas las cortesanas que existen en este mundo, tú sabes que eres la única a la que amo. Tú eres mi número uno. Tú sabes que no significó nada. No sentí nada. Deberías saber eso. Tú eres la única. Tú eres la única cortesana que importa. Lo sabes ¿cierto?

    Lo sabía, pero eso no significaba que fuera algún consuelo oírlo.

    Ahora déjanos solos, dijo. Solo un simple minuto.

    Delilah miró a la joven mujer con repugnancia.

    Si hay cualquier cosa que pueda hacer, descansa seguro, no me detendré ante nada para hacerlo, dijo, parándose firmemente en frente de la joven mujer cuyas lágrimas constantes le hacían difícil ver el severo y obligado consejo que estaba recibiendo. Eres simple, dijo, antes de salir bruscamente del carruaje.

    Delilah, gritó El Maestro de Ceremonias, su plegaria descorazonada yéndose con ella por la puerta. Mis disculpas, dama mía. Somos personas apasionadas, y Delilah... dijo antes de pausar para arrodillarse frente a ella. Como lo has notado, está muy encariñada con su lugar en mi compañía. Y me disculpo si ella o cualquiera de mi familia te ha causado temor u ofensa. No deseamos perturbarte a ti o a cualquiera de tus conciudadanos.

    Afuera, bajo el vacilar de la sombra de las lámparas de gas y fuegos crepitantes, montones de manos jalaban los extremos de las sogas, elevando pancartas, banderas y todo tipo de artilugios equilibrados. Construyeron plataformas y escenarios e incluso un altar gigante, hecho enteramente de granito y oro. Y todo el tiempo, animaron, maldijeron y lanzaron insultos y órdenes mientras cantaban canciones acerca de la Luz y la salvación.

    Y apenas a una pulgada de su jalar y empujar, estaba un chico joven, habiendo apenas escapado de la tiranía de la protección de su padre, deambulando por el campamento solo.

    El Chico Joven nunca había visto color antes, no tanto como el que estaba pintado en las ropas de la compañía en patrones circulares y en remolino, e incluso en los rostros de muchos de ellos, que se veían más como lunas sonrientes que como personas reales. Miró sus propias manos, extendiéndolas como si estuviera rogando por unas monedas. Eran del mismo tono de gris como todo lo demás en su pueblo – como la gente y sus ropas, como sus casas y sus carros, como sus cuadernos y televisiones, y como sus lápices labiales, postes de luz e incluso la misma Luz.

    Entonces puso las manos en los bolsillos, muy casual, y salió de atrás de la rueda tras la cual había estado espiando. Se quedó parado ahí por un momento, esperando como siempre, a ser arrastrado por su padre, o ahuyentado por sus vecinos, maestros u hombres de la basura, pensando que él estaba enfermo como el resto.

    Esperaba que lo patearan o lo empujaran – ser aventado o golpeado de pasada. Esperaba ser encontrado y descubierto – ser maldecido y después gritado y señalado. Esperaba que le dijeran ‘vete a casa’ y le patearan la rabadilla y después le dijeran ‘lárgate’ como algún perro famélico y sarnoso.

    Medio esperaba banderas izarse y alarmas sonar – armas desenfundadas y que se hicieran ejemplos con él. Esperaba todo lo que su padre había dicho que pasaría si alguna vez deambulaba por ahí.

    El Chico Joven sacó las manos de los bolsillos y miró alrededor, esta vez sin desconfianza o conspiración. Observó en asombro silencioso mientras muchos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1