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VIRUS
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Libro electrónico529 páginas10 horas

VIRUS

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Información de este libro electrónico

Iván, banquero y músico frustrado, se ve de repente en medio de una horda de zombis iracundos. Ahora su único objetivo es encontrarse con su esposa, pero comunicarse con ella es imposible y llegar hasta donde está es muy difícil cuando miles de personas están dispuestos a asesinarlo y convertirlo en su desayuno. Virus es una historia urbana que abo
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2020
ISBN9789585624740
VIRUS
Autor

ALVARO VANEGAS

Alvaro Vanegas. Literato, guionista y dramaturgo. La mayor parte de sus textos se enmarcan en el terror y el suspenso. Autor de 3 novelas, (entre estas Mal paga el diablo y No todo lo que brilla es sangre) decenas de cuentos que han hecho parte de varias antologías, (su primera colección de cuentos, Despertares Atroces, será publicada próximamente por Calixta Editores). Actualmente trabaja en su quinta novela, varios cortometrajes, series web y el guion de dos largometrajes.

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    VIRUS - ALVARO VANEGAS

    DEDICATORIA

    A Sonia Valencia y su incansable amor por la vida.

    Al Parche Lector, (Kelly, Rubiela, Gabriela, Lina, Laura B., Laura D., Rocío, Iván, Esteban, Rodolfo y Álex), por tantas noches llenas de felicidad y literatura. Esperemos que no terminen.

    Al Clan, (Alejo, Ana K, Catherine, David, Luigi, Juliana, Laura, Iván, Edwin, Hugo, Jeztoo, Susana, Emanuel y Mateo) por darme la oportunidad de crecer como escritor e incursionar en terrenos que jamás imaginé. Seguiremos soñando juntos.

    CARTA ABIERTA A QUIEN LEE Y CURSILERÍAS VARIAS

    Por razones que no vienen el caso, la segunda parte de Virus demoró mucho más de lo presupuestado en ver la luz, no obstante, aunque para muchos suene a patrañas de la nueva era, este es uno de esos casos en los que las cosas suceden en el momento correcto y para beneficio de todos: autor, editores y, con algo de suerte, lectores.

    Desde hace unos meses me preguntan frecuentemente por qué no aproveché mi cambio de editorial para presentar mis libros a una de las llamadas grandes, y mi respuesta es siempre la misma: por ahora opto por seguir siendo alguien para la gente con la que trabajo, no sé si estoy preparado para el trato frío y corporativo de las multinacionales, más adelante puede que cambie de opinión, todo puede pasar, pero en este momento estoy tranquilo, –y feliz, que al final es todo lo que importa– donde estoy. Por otro lado, nada me garantiza que esas grandes quieran publicar lo que escribo, tal vez algún día lo descubramos… o tal vez mi gigantesca inseguridad de escritor sea la que me impide darme a la tarea de averiguarlo. En todo caso, poco importa en este momento.

    Si, por las razones que sean –chisme, despiste, auténtico interés–, llegaste a este punto, te pido encarecidamente que leas hasta el final antes de embarcarte en la historia. Cuento contigo, mil gracias.

    No soy partidario de las sagas literarias, aunque respeto profundamente a aquellos escritores que se arriesgan a hacerlo, sin embargo, un gran porcentaje de los lectores de Virus me contactaron para contarme que les encantaría una segunda parte. Me negué por un tiempo, pero al final me enfrenté a mí mismo y llegué a la conclusión que ya debes haber adivinado: a mí también. Aún me quedaba mucho por decir y si como escritor no desentraño por completo mis historias, estas empezarán a atormentarme. Literalmente. Tengo pesadillas mínimo una vez por semana, y cuando siento que hay algo inconcluso, la frecuencia aumenta a tres o cuatro veces por semana. He aprendido a vivir con eso, pero no les voy a mentir, preferiría dormir como un bebé todas las noches. No obstante, fiel a mis convicciones, decidí, junto a la editorial, publicar un solo tomo que contenga los dos libros, conservando la primera parte casi intacta por respeto a los lectores que ya invirtieron tiempo y dinero en la primera parte.

    Todo lo anterior para que quede claro que no es un libro hecho de afán, (aunque nunca había tardado tan poco en escribir una novela) al contrario, es la historia más arriesgada que haya creado, cuyo final probablemente no le guste a muchos, pero que de un modo abstracto revela a cabalidad lo que pienso de mi vida, de la humanidad como raza y de nuestro paso por la tierra. Es una novela de zombis, claro que sí, pero también es, de lejos, mi novela más honesta hasta el momento. En ese orden de ideas, solo puedo agradecer a Calixta por arriesgarse conmigo, pero debo decir que la responsabilidad por lo que aquí se dice y no se dice es enteramente mía. Cualquier queja, reclamo o insulto, por favor háganlo llegar a mí, encontrarme en redes es muy sencillo.

    Ahora, lo de siempre, algo que, estoy convencido, es una obligación de todos: agradecer.

    Mis padres y mi hermana de primeros, obviamente, gracias a ellos soy la persona que soy. Erica Nieto, mi amiga, la persona que más me conoce en este mundo, quien fuera la musa de mis tres primeros libros y que sigue siendo la mujer que más he amado. Mi querido Parche Lector y mis queridos miembros de la compañía teatral El Clan, todos ellos cómplices en la creación y en la vida. Catalina Duque, quien sin reparos se convirtió en apoyo incondicional y decidió creer en mí y en lo que hago a ojo cerrado. B2 Rolo y Lectores Bogotá, amigos y lectores constantes, sus aportes a mi carrera aún incipiente han sido y seguirán siendo muy valiosos, mi agradecimiento hacia ustedes es infinito. Néstor Rivera, de la editorial 531, quien creyó en mí y mis historias. Andrés Carvajal, la primera persona que leyó mis relatos y me convenció de que había potencial, en otras palabras, el principal culpable. A Andrés Ospina, colega escritor que sin pensarlo dos veces, y con toda la amabilidad que lo caracteriza, aceptó mi petición de escribir el prólogo. Y, por último, pero no por ello menos importante, tú, lector, lectora, mi razón de ser, gracias por apartar el celular unos minutos, darle tiempo a esa serie de Netflix, dejar la rumba para más tarde o para otro día, en resumen, gracias por tu tiempo y por vivir, durante unas horas, este universo que tengo en mi cabeza y que, en medio de mi arrogancia, pretendo que otros disfruten tanto como yo.

    Sin más ni más, te doy la bienvenida. Espero de corazón que ninguno de ELLOS te alcance.

    VIRALIDADES

    Por Andres Ospina

    Lo que leerán a continuación, si se atreven, será una historia envolvente, cinematográfica y psicológica. Contada con ironía, crudeza, humor cáustico y con esa sensibilidad particular que ya le conocemos al bueno de Alvaro Vanegas. O mejor: al perverso e ingenioso de don Alvaro Vanegas, quien a lo largo de l as páginas subsiguientes nos irá conduciendo con morbosa maestría –tal como a muchos nos encanta, admitámoslo de una vez– por los pormenores más íntimos de cierta tragedia urbana achacable a la propagación de un virus letal transmisible entre congéneres humanos mediante mordeduras.

    Sólo unos pocos habitantes de la ciudad se verán exonerados de contraerlo. Aquellas mayorías restantes en cuyos organismos se incube la pestilencia irán sumándose a una legión creciente de orates caníbales, concordantes con el perfil de esas criaturas a quienes los puristas preferimos deletrear como ‘zombies’, aunque la Real Academia Española se empeñe en imponernos su latinizado ‘zombis’. Dicho de otra manera, serán reclutados por ELLOS. O, todavía peor, se unirán a los abominables ‘merodeadores’. En caso de que aún no lo comprendan, por favor sigan hasta el final y lo harán.

    De regreso al autor, si me atrevo a tildarlo de ‘perverso’ no es por pretender ser yo irrespetuoso con él ni por alguna sospechada oscuridad en sus sentimientos, de cuya honradez y fines nobles estoy dispuesto a dar fe, sino porque solo de una pluma filosa como la suya pudieron provenir estos capítulos que desde mis caprichos he querido interpretar como metáfora sugestiva acerca de cómo nuestro entorno y nosotros mismos vamos degradándonos, haciéndonos monstruosos, pereciendo y dejando dolor y nostalgias en derredor, sin que ningún esfuerzo o batalla personal o colectiva basten para frenarlo.

    Justo ese pareciera ser el conflicto de fondo que Iván y los demás participantes de este drama épico de la ‘espantopedia’ gore local tendrán que afrontar por la fuerza, mientras alternan sus roles simultáneos de héroes, de miembros de la especie humana, de rivales o de sobrevivientes. Lo anterior enmarcado en un trasegar sobrecogedor de acontecimientos que atrapan, reforzado en su estructura por un cúmulo de situaciones y un elenco de figuras tan extrañas como fascinantes, fraternizadas entre sí por la marginalidad que les implica saberse miembros de una minoría de individuos sanos y razonables.

    Virus parte de una secuencia unitaria, hilada mediante una superposición de perspectivas, tiempos, cotidianidades y personajes cuyos cursos vitales terminarán alterados por la desdicha compartida, y obligados a entremezclarse en una suerte de safari urbano atravesado inteligentemente por el horror, la tensión, el apunte brillante del narrador y la sorpresa. Nadie, repito, como Vanegas para acometer la paternidad de personajes tan dulces como la pequeña Martina, una niña muy poco inocente con quien ya tendremos el privilegio de incursionar en un par de crímenes y fugas inolvidables. No imagino a otro concibiendo con semejante grado de verosimilitud y gracia a aquella ibaguereña emprendedora en el ramo de la gastronomía con aficiones particulares e ingredientes secretos que quizá sería mejor ignorar, al menos por ahora. O incurriendo en la sutileza de pintar con tan delicado pincel el carácter de Azul, rostro animal de la esperanza a quien debemos algunos de los momentos más sensibles de esta entretenida novela.

    Pero las virtudes del siniestro experimento literario cuyo resultado ustedes ahora empuñan no se estancan ahí: Virus penetra con cámara HD de espía y primerísimos planos en una Bogotá distópica, sometida a la escasez y la barbarie. Es decir… no demasiado distinta de la presente. Por el camino, Vanegas va aromatizando con la dulzura del hedor cadavérico lugares tan representativos como la Séptima, la Autopista Norte, Monserrate, Teusaquillo, la calle 72 o algunas estaciones del sistema Transmilenio.

    Por demás, el discurrir del relato nos ofrece imágenes impresionantes, como aquella de la jovencita con una de sus cuencas oculares colonizada por un vestigio de botella, a quien el narrador asemeja a un cíclope muerto en batalla. También se permite licencias curiosas, como los muchos guiños a escenas de cine o a clichés del género, en una simpática autoparodia; o al describirnos esa ‘micción imposible’ desde la terraza de un vecino que por motivos truculentos se niega a prestar el baño a una pareja de necesitados. Y como tiene que ser, ciertas escenas hacen reconsiderar la idea de volver a consumir cualquier tipo de embutidos alguna vez en la vida. Ocurre, digamos, cuando unos intestinos son equiparados a una salchicha y también al ver resumido en ‘pulpa roja’ lo que antes fuera una cabeza femenina, ahora desfigurada.

    Ese estado de tensión y de predisposición a lo inesperado es la condición base a la que se mantendrán confinados los actores y lectores de estos párrafos, en un peregrinaje exótico y plagado de obstáculos: huyendo, procurando variar una dieta monótona de emergencia, sobrellevando las estrecheces de una epidemia, intentando no entregarse a las mieles del canibalismo, inventándose ilusiones, construyendo pretextos, blandiendo bolillos y armas de fuego para no caer, estableciendo pactos fugaces y trazando planes extremos para mantenerse resguardados de la población creciente de enfermos.

    En resumen, tenemos frente a nuestra vista un libro llamado a ocupar lugar de relevancia dentro del repertorio de textos aterrorizantes con la capital colombiana como escenario principal, cuya existencia de seguro nos hará en adelante volvernos en cada esquina para cerciorarnos de que ninguno de los infectos portadores de esa desdicha contagiosa tan bien descrita a continuación, ande por ahí al acecho. Eso se lo agradeceremos a Alvaro. A él y a esta legión de engendros suyos, inmortalizados por el influjo milagroso de la palabra en estas líneas que ya veo avecinarse para quienes hayan elegido el riesgo recomendable de seguir leyendo. La responsabilidad será de ustedes… eso sí. No todos somos inmunes…. –les advierto!–

    ACLARACIÓN

    No puedes pensar para siempre, tarde o temprano te deberás mover.

    El Gobernador - The Walking Dead.

    Ningún muerto viviente fue asesinado o tan siquiera herido durante la realización de este libro. La presente reedición y secuela de la historia original tienen el aval del Congreso Mundial Zombi, ubicada en las montañas de Romero Land, muy cerca, como todos saben, de Castle Rock.

    Todo cuanto aquí sucede está basado en hechos verídicos sucedidos en una realidad paralela. Los nombres de los zombis fueron cambiados para proteger su integridad mental y física (la que les queda).

    Respeto a los zombis del mundo.

    #PrayForZombies

    #JeSuisZombie

    LIBRO 1

    PRESENTE

    Vuelve a toser. Esta vez siente un ligero dolor en la garganta. Sus labios se curvan hacia abajo en una mueca que no puede evitar ante la perspectiva de lo que podría venir. No puede darse el lujo de enfermarse, no de nuevo. La gripa causa somnolencia y debilidad, lo vuelve lento. Además, no han pasado ni tres semanas desde la última vez. Hace tiempo se le acabaron las aspirinas y el último acetaminofén, probablemente vencido, se lo tomó dos días atrás, tratando, infructuosamente, de calmar una fuerte migraña. No se siente con ánimos para emprender una nueva búsqueda de medicamentos, bastante tiene con vivir en función de la comida, si es que a aquello con lo que se ve obligado a alimentarse merece tal apelativo.

    La luz del sol es fuerte y picante, sin embargo, busca en su mochila nueva y saca una bufanda. Odia usarla, pero si aguantar el calor y la rasquiña en la piel de la cara y el cuello sirve para evitar enfermarse, bien vale la pena soportar la incomodidad.

    —Peores cosas has soportado.

    —Ya me puse la bufanda, deja de sermonearme.

    Sigue caminando, es lo único que puede hacer, y a cada paso siente la punta de su arma –un tubo metálico– dándole golpecitos en la nalga derecha, recordándole que está ahí en caso de que llegue a necesitarla.

    Azul camina a su lado, lo mira y ladra sin mucha fuerza, como si estuviera confirmando aquello de que ha soportado peores cosas. Él le devuelve la mirada al perro e inclina la cabeza, pidiéndole que no se ponga de parte de ella. Azul parece entender (o eso quiere creer el hombre) y continúa caminando con esa cojera que sufre desde que salvó su vida por segunda vez.

    El hombre tiene clara una sola cosa: necesita encontrar un refugio. Fue una estupidez abandonar en pleno día su pequeña cueva, más si consideraba que solo lo había hecho para orinar. Pero, ¿qué se suponía que debía hacer? ¿Hacerse en los pantalones?

    —Sí, tal vez eso debiste hacer; estás muy sucio, ¿cuál es la diferencia? —la voz de su esposa suele ser reconfortante, pero en momentos como ese desea que simplemente se calle de una buena vez.—La diferencia es muy grande; sé que piensas que no queda nada, pero a mí me gusta pensar que conservo mi dignidad.

    Su esposa lanza un bufido lleno de ironía, un bufido que él conoce de memoria y que logra pasar por alto, a pesar de lo mucho que lo odia. Azul vuelve a ladrar, él vuelve a toser, su cabeza vuelve a palpitar y ahora el dolor de garganta no es leve. Se convence de que es inevitable; en muy poco tiempo, la gripa hará de las suyas. Pero debería dejar de quejarse, una gripa no es nada.

    Sigue caminando, tratando de convencerse de que ya encontrará algo. Aún tiene tiempo, por lo menos tres horas más de oscuridad. Pero también tiene hambre, y cuando tiene hambre, su mente se empeña en amargarle la vida. Se imagina, sin poder evitarlo, una hamburguesa doble carne con tocineta y queso. Como los perros de Pavlov, empieza a salivar automáticamente. Intenta obligarse a desechar aquellos pensamientos, pero su mente a veces parece más decidida que él mismo. Es MI mente, se dice, YO la controlo. Palabras débiles, sin sustancia. Tiene hambre y anhela comerse una hamburguesa, o tres si pudiera. Como antes, cuando el mundo no había terminado de enloquecer. Mira a Azul, que camina a su lado con sus ojos en permanente vigilancia y su nariz olfateando cada rincón. El perro también debe tener hambre.

    En un edificio viejo, con una gran mancha verde de humedad en el costado derecho, nota que alguien lo observa desde un sexto o séptimo piso; pero que en cuanto él levanta la mirada, se oculta tras unas cortinas. Ni siquiera tiene tiempo de distinguir si es un hombre o una mujer, e igual la oscuridad reinante confunde las formas; pero, aunque siempre está la posibilidad de haberlo imaginado, le reconforta saber que hay más seres humanos por ahí. Ya varias veces ha recorrido edificaciones en las que no se ha encontrado a nadie; decenas de apartamentos inhabitados. Eso es bueno porque suele encontrar comida enlatada y uno que otro medicamento que se puede usar, a veces ropa limpia y agua potable, pero siempre agradece más el hecho de toparse con humanos. La mayoría están tan ávidos de interacción como él mismo, e incluso ha podido establecer cortas amistades. Nunca por más de dos días, al final siempre se convence de que prefiere la soledad. En ese momento, mirando la ventana en dónde vio–o creyó ver– a otro ser humano, se pregunta cómo lucirá para los demás. Ropa sucia, barba incipiente salpicando un rostro delgado, una mochila salida de todo contexto pues la tiene hace un par de días y aún está intacta, una lanza colgada de su espalda y un perro que lo persigue a todas partes. Una imagen de póster de película ochentera. Tal vez no es él el que decide irse, tal vez los demás simplemente no lo soportan por mucho tiempo.

    Ve un par de tiendas de comestibles. Si algo ha aprendido es a seguir sus instintos; así que a pesar de sí mismo y de los reclamos de su esposa, sigue caminando. Algo le dice que en esos lugares se esconde el peligro. Tal vez se equivoque, no es que su sexto sentido esté muy desarrollado, pero no vale la pena arriesgarse.

    —De haber alguno de ELLOS, estará dormido.

    Sí, puede ser, pero también podrían despertarlo sin querer. Ya sucedió una vez, apenas unos cuantos días después de que todo se fuera al carajo, mucho antes de que entendiera del todo la nueva dinámica del planeta. Antes de que decidiera que lo mejor era dormir de día y buscar alimento de noche. No fue fácil acostumbrarse, pero ahora no se puede imaginar otra forma de vivir. A veces extraña la luz, pero prefiere eso a la eterna incertidumbre de doblar una esquina y encontrarse de frente con la persona equivocada.

    Se detiene ante un autobús atravesado en la avenida. Enorme, de color rojo. Volcado.

    Sin saber por qué, siente que tiene que entrar.

    —Mala idea.

    La migraña, a través de una punzada en la sien izquierda, vuelve a recordarle que no tardará en hacer su triunfal entrada.

    —Yo asumo la responsabilidad.

    De nuevo aquel bufido irónico. Y, de nuevo, él actúa como si no hubiera escuchado nada.

    Con cautela, mira dentro del bus a través de un hoyo en el techo. No es muy grande, así que no es mucho lo que puede ver, pero al parecer, no hay actividad alguna ahí dentro. Vuelve la tos, esta vez se prolonga durante varios segundos. Se esfuerza por controlarse y, en especial, por no hacer mucho ruido. Aún no tiene idea de qué se pueda esconder dentro de ese bus; ELLOS podrían estar acechando en cualquier lugar.

    —¿Tú que piensas? —le pregunta al perro cuando por fin el ataque de tos remite. El perro solo jadea, como sonriendo —Voy a entrar —dice resuelto, y aguarda un momento en espera de que su esposa le recrimine de nuevo. La mujer guarda silencio.

    Lanza primero la mochila y espera. Silencio. Acorta las correas con las que carga el tubo metálico y en cuanto siente que está apretado contra su espalda, toma impulso, corre hacia el bus y salta lo más alto que puede. Sus manos se aferran al borde de una ventana. Por pura casualidad no hay un vidrio que lo lastime y se toma un segundo para recriminarse en silencio por aquella imprudencia, pero luego se olvida de eso y se sorprende de nuevo por la agilidad que ha adquirido en tan solo un año. Caminar sin parar, huir aterrado cada tanto y luchar por su vida todo el tiempo es mejor que ir a un gimnasio o practicar cualquier deporte. Usa la fuerza de sus brazos y un segundo después la de sus piernas, logra subir a la parte lateral del bus. Pocos segundos después, Azul aparece a su lado. El hombre se pregunta cómo hizo el animal para subir. Seguro encontró alguna manera que él simplemente no vio.

    —Te crees muy inteligente, ¿no es cierto?

    Otra vez aquella sonrisa canina.

    El hombre mira de nuevo el interior del bus, esta vez a través de una ventana, medio convencido de que verá a uno de ELLOS mostrando los dientes con expresión iracunda. Solo ve la mochila y unas pocas pertenencias –un libro, un cobertor, una navaja pequeña– desparramadas en el suelo. Pero no hay nadie. Nadie vivo en todo caso y, en especial, nadie que se mueva. Perfecto.

    La voz de su esposa le llega desde la derecha; ella también subió sin que él lo notara, por supuesto.

    —No cantes victoria, son muy inteligentes.

    No contesta, pero ella tiene razón. ELLOS evolucionan cada día. Debe ser más precavido. Mira con más atención, a la espera de alguna señal de movimiento, algún cambio en el aire, algún sonido.

    Azul luce tranquilo.

    Es el momento, piensa. Salta a través de la ventana procurando hacer el menor ruido posible. En cuanto sus pies tocan el suelo, se detiene de nuevo a escuchar y observar todo con atención. Azul lo observa desde arriba; si el perro empezara a ladrar en ese momento sería una clara señal de problemas.

    Los pocos cuerpos que hay aquí y allá están secos, no son cadáveres frescos. Pero si hay alguno de ELLOS agazapado y dormido, entonces es probable que haya despertado con el ruido de su caída. Pero una vez más no pasa nada. El hombre se permite sonreír y empieza a explorar sin tomarse el trabajo de recoger las cosas y guardarlas en la mochila. Se ocupará de eso después.

    Una niña lo mira desde sus cuencas vacías, sonriéndole con sus dientes eternamente descubiertos. Su piel marrón le recuerda la alfombra que tenía en su antiguo apartamento, pero eso pertenece al pasado, eones atrás. Una mujer del mismo color, vestida con lo que habría sido una blusa blanca alguna vez, le agarra la mano a la niña, como para asegurarse de que murieran juntas. ¿Sería su mamá? ¿Tal vez su hermana? Resulta muy difícil precisarlo. Tal vez simplemente fueran desconocidas que hubieran desarrollado un vínculo instantáneo en presencia del apocalipsis que surgía ante sus ojos. Sabe por experiencia que en momentos de dificultad era más fácil crear lazos afectivos que en otras circunstancias hubieran sido impensables. Pero, ¿por qué no muestran señales de haber sido mordidas?, ¿por qué no habían intentado salir del bus?, ¿cómo era que este se había volcado en primer lugar? Son preguntas que requieren demasiadas conjeturas, un rompecabezas que no tiene intención de armar en ese momento. ¿Y tus ojos?, piensa mirando las cuencas vacías. Solo se le ocurre que, cuando ELLOS la encontraron, era lo único medianamente comestible. Tal vez la carne seca no les gusta. Todos estos pensamientos inútiles pasan por su cabeza en un segundo, sin que le afecten en realidad, ya no. Busca en cada rincón sin estar muy seguro de qué es lo que pretende encontrar. ¿Comida? Muy poco probable, a menos que se trate de una rata despistada. ¿Refugio? Tal vez, pero no deja de ser un lugar del que sería difícil salir en caso de requerirlo, mucho más para Azul. Por otro lado, también es difícil entrar, lo que siempre constituye una ventaja.

    —¿Te parece que fue difícil entrar? —dice ella.

    —Bueno, pues…

    —ELLOS se mueven rápido y con una agilidad impresionante; como gatos con esteroides, tú mismo lo dijiste. Los has visto dar saltos de…

    El hombre no sabe qué responder, así que la deja hablar. Su esposa logra dejarlo sin palabras con una facilidad pasmosa. Mientras ella habla, se deleita con sus curvas pronunciadas y su actitud arrogante; todavía la ama a pesar del tiempo y las circunstancias con una intensidad infantil que a veces lo sobrepasa. Cuando por fin deja de hablar, se mueve otra vez.

    Decide sentarse a descansar un rato, a sabiendas de que es una imprudencia. Pero si algo pasa, seguro Azul se dará cuenta antes que ellos y los pondrá sobre aviso; además, necesita cerrar los ojos y concentrarse en demorar el momento en que la migraña ataque. Encuentra un espacio en medio de unas sillas y una pared. Se acomoda lo mejor que puede –con la lanza improvisada, apoyada contra una pared, al alcance de la mano– y suspira. Quiere descansar una media hora, tal vez sesenta minutos. Le pide a Ximena que guarde silencio por unos minutos mientras empieza a sentir los efectos de la gripa que ha querido negar a toda costa y aquella ligera sensación de mareo que siempre precede a sus migrañas. Intenta poner su mente en blanco. Azul parece compartir sus intenciones, da un par de vueltas sobre sí mismo y se acomoda en el piso con la cabeza sobre las rodillas del hombre.

    Al cabo de unos minutos, siempre cansados, se sumen en un adormilamiento que, sin embargo, no disminuye la alerta en que permanecen todo el tiempo; aunque, eso es inevitable, hace que el hombre pierda la noción del tiempo.

    De pronto, se da cuenta de que está a punto de amanecer. Se levanta de un salto, dispuesto a recoger sus cosas y salir a buscar refugio, pero entonces su mirada se posa en algo blanco que parece estar adherido al resquicio entre la ventana más cercana y el marco. Aquel objeto diminuto llama su atención y, aunque sabe que lo mejor es apurarse, decide que quiere averiguar qué es antes de irse. Vete ya, no seas estúpido, piensa mientras vuelve a sentir las palpitaciones dolorosas en su frente. Aproxima el rostro a la ventana. ¿Menta? No, seguramente es su mente anhelando aquellos sabores que jamás volverá a disfrutar. Tiene que apurarse, pero la curiosidad puede más. Sí, es un chicle de menta. Lo toma con los dedos y lo acerca a su nariz. Increíble, pero ahí está el olor. Lejano, casi imperceptible, pero aún presente. Aspira profundamente procurando atrapar cada partícula de aquel aroma. Cierra los ojos, complacido. Vuelve a sonreír.

    De repente, lo asalta un deseo absurdo de masticar el chicle. Es, a todas luces, la peor idea que se le haya ocurrido en mucho tiempo. No hay manera de conocer el origen de ese chicle, en qué boca ha estado, cuánto lleva en ese lugar. Podría estar infectado. La sola idea, el simple hecho de estarlo considerando es un asco. Pero ha comido cosas peores, mucho peores. Pájaros pequeños con la mala suerte de caer en las fauces de Azul que el perro le lleva como una especie de regalo, no sin antes dar cuenta de su parte del botín. Ratas de alcantarilla desmembradas con sus propias manos; la sangre chorreando por sus dedos y la comisura de sus labios. Ni hablar de los insectos que ha devorado con un ansia impensable. El hambre es un monstruo amorfo y brutal.

    —Hoy es tu cumpleaños —afirma su esposa sin demasiado entusiasmo.

    Él frunce el ceño, turbado ante la intromisión en sus pensamientos, pero hasta cierto punto agradecido por la presencia de la mujer.

    —No es cierto, cumplo años dentro de tres días —dice.

    Pero no está seguro. Tal vez sí sea el día de su cumpleaños.

    —Ya cómetelo, date ese gusto —dice ella y sonríe. No la está mirando, pero por el tono de voz sabe qué cara hace. Y es la misma sonrisa que a él lo convence de cualquier cosa desde el día que la conoció.

    Duda un instante más, apenas el tiempo suficiente para considerar el hecho de que su regalo de cumpleaños sea un chicle que ya fue masticado por un extraño. En un movimiento rápido pone el chicle en su boca. El sabor a menta casi inexistente estalla con fuerza en cada – uno – de – sus – sentidos.

    Lasensacióndeplacerestanintesaquelaspalabrasquesucerebroseempeñaenencontrarparadescribirlasesuperponenunasaotras. Una leve descarga eléctrica le recorre las piernas. Deja de importarle cualquier cosa; el hambre, el cansancio, el dolor de cabeza, la soledad lacerante que le carcome el alma cada segundo.

    Si ese es su momento de morir, lo recibirá con los brazos abiertos. Y con una sonrisa. Nada importa. Tal vez Azul, no puede negar que se ha encariñado con el perro. Mejor no me engaño, amo a ese perro, se dice. Ni siquiera su esposa es motivo suficiente para aferrarse a la vida, al fin y al cabo…

    Azul suelta dos ladridos que nada tienen que ver con aquellos amistosos intentos del perro por llamar su atención. Estos ladridos, acompañados por cortos aullidos, están llenos de urgencia. El hombre ha aprendido a identificarlos. Su corazón, de un momento a otro, duplica la velocidad de sus latidos. Se levanta y, de manera automática, lleva sus manos a la lanza. Aguza el oído, pero por ahora no escucha otra cosa además de los ladridos de Azul.

    Y de pronto, ahí están. Pasos rápidos sobre el bus. Son dos de ELLOS, tal vez tres. Escucha sonidos guturales y medio idiotas que salen de aquellas gargantas putrefactas. No tardarán en verlo a través de la ventana. Da igual, es obvio que ya saben que están ahí. El hombre se prepara para volver a luchar. La verdad es que empieza a hartarse del asunto. Tal vez sea momento de simplemente entregarse y rogarle al cielo que lo maten. Lo último que desearía es transformarse.

    PASADO

    BROTE

    UNO

    Era la enésima vez en dos semanas que se preguntaba por qué había comprado automóvil. Además de ser más costoso que el transporte público, demandaba más tiempo en cada trayecto. En últimas, había cambiado eficiencia y economía por una comodidad relativa y un supuesto estatus que, ahora se daba cuenta, era una falacia. A nadie le importaba que tuviera automóvil. A nadie. Es más, aquellos que se desplazaban en bicicleta y llegaban al banco siempre a tiempo miraban al resto del mundo por encima del hombro, como si hubieran descubierto alguna clase de verdad universal e inapelable negada a todos los demás.

    Sintió ganas de gritar. No era algo nuevo, de vez en cuando tenía una que otra crisis existencial; odiaba su trabajo y estaba convencido de haber elegido el camino equivocado. No obstante, aquellas crisis no eran frecuentes y generalmente las daba por terminadas echándole una mirada a su esposa. Pero últimamente le pasaba con mucha frecuencia, más desde que había adquirido el automóvil. Trató de respirar profundo y calmarse, pero lejos de lograrlo, su molestia aumentó. Lo peor era que, además, no sabía a quién achacarle su enojo. ¿A su jefe? ¿A los clientes del banco que jodían por cualquier pequeñez? ¿A sí mismo por haber ido en contra de todos sus instintos y haber escogido una profesión llena de números y aburrimiento? Su vocación era la música, y tal vez no tenía buen oído y estaba muy lejos de ser un genio, pero el arte era lo que lo movía.

    Miró para todos lados. Muchos carros de un lado, buses articulados del otro. Todos los conductores, en especial los de los automóviles, con la misma expresión agotada y llena de resentimiento que seguro él también ostentaba. Gritaría, claro que sí. Un grito de vez en cuando no podía hacer daño, ¿verdad? Su mente no contestó, pero eso no lo desanimó. Finalmente era 26 de agosto, faltaban tres días para su cumpleaños número 35. Si quería dar un buen grito, lo merecía. Cerró la ventanilla y miró de nuevo para lado y lado, como esperando que alguien lo detuviera. Llenó sus pulmones de aire y lo retuvo por un segundo. Pero justo cuando iba a soltar un buen grito, sonó su teléfono celular. Expulsó el aire, decepcionado, y contestó.

    Era su mamá. Desde que se había ido a vivir con s u padre y su hermana menor a Australia, lo llamaba, por lo menos, una vez a la semana. Increíblemente, cuando vivía en Bogotá, podían pasar semanas enteras sin contactarse.

    —Hola, mamá —dijo Iván.

    —Hola, nené —respondió su madre.

    Iván ya era un hombre hecho y derecho, pero su mamá se empecinaba en llamarlo nené, tal y como lo había hecho desde que Iván tenía memoria.

    —Estoy manejando, mamá —explicó, consciente de que a su mamá eso le importaría muy poco.

    —Sólo quería saludarte —explicó ella —¿Cómo estás? ¿Y Ximena? ¿Todo bien en el trabajo? ¿Qué vas a hacer en tu cumpleaños?

    Iván sonrió, por alguna razón su mamá siempre hacía lo mismo: formular varias preguntas, una detrás de otra. No había poder humano que la convenciera de hacer una pregunta a la vez; es más, cuando se le mencionaba el tema, su expresión era de total sorpresa, como si le estuvieran hablando de otra persona.

    —Todo está bien, mamá. Y para mí cumpleaños aún faltan tres días, no tengo idea de qué voy a hacer, pero lo más seguro es que vaya a trabajar, como siempre. ¿Cómo están ustedes?

    Alcanzó a escuchar la voz de su mamá contestando, pero solo fue una sílaba antes de que la comunicación se cortara. Siempre sería más fácil hablar por Skype, pero su mamá apenas manejaba el teléfono celular. Ni modo, era problema de ella; si quería seguir gastando su dinero en llamadas, él no se lo impediría. Ni él ni nadie. De eso estaba seguro.

    Suspiró mientras imaginaba a sus padres y su hermana disfrutando de un país desarrollado mientras él tenía que soportar los trancones típicos de Bogotá. Suponía que trancones había en todas partes, sin embargo, no dejaba de ser frustrante. Pero era tiempo de dejar de soñar con un viaje al exterior que obviamente tardaría en hacer, lo mejor era volver a lo que estaba. Tomó aire de nuevo y esta vez sí gritó con fuerza.

    ¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!

    Se sintió muy bien y al parecer nadie lo había escuchado. Volvió a tomar aire, esta vez un poco más.

    ¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!

    Bien, muy bien, pensó, va de nuevo.

    ¡Ahhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhhh!

    Era suficiente. Por ahora. Sonrió y poco después soltó una carcajada. Hasta ese momento no conocía las propiedades terapéuticas de un buen grito. Definitivamente lo haría más seguido, tal vez todos los días. Por fin una ventaja clara y contundente de tener carro propio. Se aflojó un poco la corbata y se dispuso a seguir esperando a que el pesado tráfico se diluyera.

    Avanzó unos quince metros y se volvió a detener. La fila delante de él parecía eterna. Pero no había nada que pudiera hacer al respecto, era mejor no amargarse. Música, pensó. Oprimió un botón y de inmediato las notas musicales de Son of a Preacher Man se propagaron por el vehículo. Adoraba la banda sonora de Pulp Fiction y casi siempre la tenía puesta. La música y el cine eran hermosas maneras de entender la vida.

    Su teléfono celular timbró una vez más, sacándolo de sus propias digresiones dignas de libro de autoayuda. Se suponía que era contra la ley contestar un celular mientras se conducía, pero en este caso daba igual, ni siquiera se estaba moviendo y ya lo había hecho unos minutos antes. Bajó el volumen a la música justo en el momento en que Dusty Springfield contaba que el único hombre que alguna vez le enseñó fue el hijo de un predicador. Le contestó a su esposa casi escuchando los golpes

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