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Seis
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Seis

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Información de este libro electrónico

¿Qué pasaría si pudieras tener todo lo que siempre has soñado
–y más–, pero para lograrlo tuvieras que hacerle daño a otro ser humano?

Las reglas del juego son claras: en cada ronda todos los
participantes deben lanzar los dados, y la persona que obtenga el mayor puntaje
tendrá el derecho y la obligación de causarle daño a alguno de los presentes.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 jun 2021
ISBN9789585162327
Seis
Autor

Alvaro Vanegas

Alvaro Vanegas, escritor bogotano. La mayor parte de sus historias se enmarcan en el terror y el suspenso. Autor, hasta el momento, de once novelas –«Mal paga el Diablo», «No todo lo que brilla es sangre», «Virus», La trilogía infantil y juvenil Mostruología: «Sebastián y los metamorfos», «Infectados» y «El llamado de las brujas»; la trilogía de Mujeres poderosas: «Virginia», «Violeta» y «Verónica»–, «Mesías» y «SEIS»; y dos antologías individuales de cuento –«Despertares Atroces 1 y 2»–, dos colectivas –«13 Relatos infernales», «Te amaría pero ya estoy muerta»–. Autor de varias obras de teatro. Ha escrito y dirigido seis cortometrajes, y una serie animada llamada Despertares Atroces, basada en sus microcuentos.

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    Seis - Alvaro Vanegas

    ANDRAS

    Tenía miedo. Hasta ese momento se empeñaba en negarlo, pero ya era momento de admitirlo. Un miedo mezquino que se deslizaba despacio por su espalda y se aferraba a su cuello, como si tuviera garras, casi al punto de impedirle pensar. Era necesario un esfuerzo consciente para no perder el control de sí misma. Fumó lo poco que quedaba de su cigarrillo y lo dejó caer en el piso del callejón con la intención de aplastar la colilla con uno de sus tacones –¿por qué carajos me puse tacones?, ¿con quién creo que me voy a encontrar? –; pero, justo en ese momento, un ruido a su espalda la obligó a girarse sobresaltada. Sonó como una persona riéndose, estaba segura. Pero ahí no había nadie además de ella. Nadie que pudiera ver, por lo menos. Y es que la oscuridad apenas era combatida por una luz mortecina que provenía de lo alto de un poste inclinado. Era una lucha desigual en la que la oscuridad tenía todas las de ganar. Se descubrió pensando en la posibilidad de que aquel poste cediera y cayera al suelo. Un cable eléctrico con quién sabe cuántos voltios de potencia la envolvería y moriría calcinada. Sus familiares, quienes jamás entenderían qué estaba haciendo ella en ese lugar, tendrían serias dificultades a la hora de identificar el cadáver. Lo mejor era huir, correr lejos de allí sin mirar atrás y olvidarse de todo ese asunto para siempre. No era la primera vez que tenía una cita con un desconocido de Internet, más de una vez había tenido encuentros casuales y fugaces con tipos de Tinder; incluso, por recomendación de una compañera de trabajo, lo había intentado con una aplicación llamada Bumble. «Es como Tinder», le dijo ella en uno de los breves descansos que solían usar para fumarse un cigarrillo y tomarse un café a toda velocidad, «pero con más clase, como de estrato seis». No tenía muy claro a qué se refería con eso de «como estrato seis», pero esa misma noche descargó la aplicación, y dos días después soportaba a un imbécil que no demoró dos minutos en empezar a alardear sobre su dinero. No podía negarse a sí misma que se alcanzó a sentir deslumbrada, y consideró la posibilidad de dárselo esa noche y comprobar más tarde si era verdad tanta belleza, si no mentía cuando hablaba de apartamentos y yates; pero el tipo era un idiota, cada palabra que salía de su boca encerraba una arrogancia y una superficialidad imposibles de ignorar. Después de una jarra de cerveza artesanal y una picada, lo despachó.

    Recordar a aquel imbécil alardeando de la nada, no la calmó del todo, pero por lo menos logró mantener a raya el impulso de alejarse de allí como un animal asustado. No obstante, su corazón latía con fuerza, le gritaba que a esa hora debía estar en su casa preparando el almuerzo del día siguiente para llevar al call center. Nada tenía que hacer ahí, un jueves cualquiera, cerca de la medianoche, en un callejón oscuro que olía a mierda y en el que podrían violarla y asesinarla. Bogotá es una ciudad peligrosa, casi todos los días veía en televisión o leía alguna noticia en la que daban cuenta de la creciente inseguridad y el recrudecimiento de la violencia contra las mujeres. ¿Qué putas estaba pensando? ¿De verdad estaba dispuesta a creer en alguien a quien solo había visto por Facebook y con quien apenas si había cruzado unas cuantas palabras por el chat de Instagram?

    Ni siquiera podía estar segura de que fuera hombre.

    Intentó recordar las facciones de la persona que, supuestamente, llegaría en cualquier momento, pero aquel rostro era como bruma en sus recuerdos. Lo había visto incontables veces, lo había visto, de hecho, hacía unos minutos antes de salir de su apartamento, ¿por qué no lograba recordar?

    No le preocupaba tanto la opción de que fuera una mujer, eso no haría ninguna diferencia; el problema era que cabía también la posibilidad de que fuera un adolescente bromista y con mucha imaginación. Incluso podía ser el imbécil de su exnovio, con quien había terminado en los peores términos, y que todo aquello no fuera más que una elaborada venganza por tener sexo con su primo. ¿Cómo hacerle entender que ella estaba demasiado ebria como para oponer resistencia?, ¿cómo convencerlo de que, si lo analizaba con calma, ese primo al que tanto quería era en realidad un puto violador?

    En fin, lo mejor era irse.

    Se visualizó moviéndose, caminando de vuelta a su apartamento, resuelta a olvidar todo ese asunto; tardó unos cuantos segundos en comprender que seguía ahí, de pie y sin moverse un centímetro. No había nada que le impidiera partir y, sin embargo, no se decidía a hacerlo. No podía perder una oportunidad de ese calibre.

    Un par de hombres y una mujer, sucios y con la ropa harapienta, que venían caminando y conversando sobre algo que ella no pudo entender, pasaron frente al callejón y, al verla, se detuvieron. Se miraron entre ellos, primero sorprendidos, luego, al parecer, felices.

    Los hombres cargaban cada uno una especie de costal y la mujer llevaba unas cuantas cajas de cartón. Como si se tratara de movimientos ensayados –tal vez lo fueran–, uno de los hombres y la mujer se abrieron, eliminando cualquier posibilidad de escape.

    Me jodí, pensó, más resignada que asustada, por pendeja, ¿quién me manda?

    —¿Qué está haciendo ahí con este frío, Monita? —dijo la mujer. Tenía la voz grave, repleta de vicio y dolor.

    Ella contestó con la voz quebrada y se odió por eso:

    —Esperando a unos amigos.

    Los tres recién llegados se miraron entre sí una vez más y soltaron una carcajada.

    Izque unos amigos, dice la Monita… también es que estos gomelitos lo creen a uno güevón —dijo uno de los hombres. La voz chillona le causó un escalofrío.

    Ella pensó en asegurarle que sí, que sus amigos no demoraban en llegar, pero ¿de qué serviría? El tipo tenía razón, en su fuero interno consideraba que los habitantes de calle eran tontos y por eso había soltado aquella mentira idiota, que nadie en sus cabales hubiera creído. ¿Quién se citaría con los amigos en ese lugar, a esa hora?

    —¿Se va a tirar la liguita, Mona? —dijo la mujer.

    —No tengo —contestó y era verdad. No tenía nada además de la ropa que traía puesta y una cajetilla de cigarrillos que por casualidad había dejado en el abrigo.

    Sintió que una mano se posaba en su hombro y giró en esa dirección, sobresaltada. Pero no había nadie. Los tres habitantes de calle seguían a una prudente distancia. ¿Quién putas acaba de tocarme?, pensó.

    La mujer volvió a hablar y lo hizo con un tono definitivo que la estremeció:

    —¿Se va a hacer matar, gonorrea?

    Y sí, así sería. Al salir de su apartamento no se le había ocurrido llevar dinero y ahora que lo pensaba, no entendía por qué. Era algo básico, nunca se sabe, aunque fuera un billete de dos mil pesos guardado en una media, pero no, nada de nada. Al final moriría, pero en manos de tres habitantes de la calle, y todo por no tener unas monedas. Se convertiría en una estadística más, en una ciudad tan grande y acogedora como hostil.

    —No —dijo y sintió que le faltaba el aire—, les juro que…

    El hombre, que hasta ese momento se había mantenido en silencio, se acercó con una velocidad pasmosa y puso un puñal oxidado en su vientre. Ella pudo percibir el olor de ese tipo, a sudor, a basura, a mugre acumulado durante días, tal vez semanas; a miedo, a desesperación enquistada. A sangre.

    Sintió ganas de vomitar y, por alguna razón, unas palabras salidas de todo contexto se formaron en su mente, enormes y brillantes:

    El vómito será el inicio.

    Las palabras desaparecieron al instante y se las arregló para aplacar a su estómago, aunque no pudo evitar una arcada. Tomó aire para hablar y se arrepintió de inmediato.

    —Vea, gonorreíta, o suelta lo que tenga o se jode.

    —Le juro por Dios que no tengo un peso.

    Y entonces lo supo, lo vio en los ojos de aquel tipo maloliente que ahora tenía tan cerca y que ocupaba casi todo su campo visual. La apuñalaría, no una vez, ni siquiera tres o cuatro; este tipo entraría en una espiral de maldad que la dejaría a ella como un colador, y si por alguna clase de milagro no la mataban las heridas, la mataría el óxido y la suciedad de aquel puñal. O, incluso, si tenía suerte, moriría en ese instante de miedo. Deseó que así fuera.

    De repente, las expresiones de los tres indigentes cambiaron. Al mismo tiempo, fijaron su mirada en algo detrás de ella que, al parecer, los asustó hasta los huesos.

    —Tranquila, Monita —dijo el tipo del puñal—. Nosotros nos vamos… —Levantó las manos en señal de no agresión. Soltó el puñal.

    —¿Qué? —preguntó ella con sincera confusión.

    Los tres habitantes de calle se fueron por donde llegaron, apresurados, casi corriendo.

    Ella miró detrás de sí, con el corazón desbocado palpitando con fuerza en su garganta, pero no encontró nada. Se quedó observándolos alejarse sin entender qué carajos había pasado. Estaba aliviada, claro, y su nariz agradecía no tener que seguir soportando aquel hedor inmundo; pero, muy dentro de sí, tenía claro que personas como esas no huían por cualquier cosa, eran personas acostumbradas a vivir con miedo y seguro habían visto las peores atrocidades en sus recorridos nocturnos por las calles más peligrosas de Bogotá. Lo que fuera que los había obligado a huir, tenía que ser aterrador.

    Se acomodó mejor el abrigo y suspiró de nuevo con la intención de mermar un poco su ansiedad. Se quedó mirando, alelada, el vaho que salió de su boca. Hasta ese momento, era apenas consciente del frío que arreciaba. ¿Acaso la temperatura había bajado? Decidió que esperaría otros cinco minutos y se iría. El malparido ese no era más que un bromista, quiso convencerse.

    De nuevo la risa, solo que esta vez más cerca.

    Mucho más cerca.

    Miró para todos lados, pero seguía sola en ese lugar.

    —Esto es ridículo —dijo en voz alta, con la esperanza de que escuchar su propia voz le ayudara a calmarse.

    —¿Estás asustada?

    Sintió que su corazón se detenía, luego se desprendía y caía con estrépito dentro su estómago.

    Frente a ella, de pie e inmóvil, se había materializado alguien, ¿o algo?, no podía estar segura. Esa persona, o lo que fuera, era mucho más alta que ella y parecía fundirse con la oscuridad, como si se tratara de una sombra y no de algo tangible, algo que en sí mismo constituía

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