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Ojos de Plata
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Libro electrónico349 páginas7 horas

Ojos de Plata

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Información de este libro electrónico

Si la bestia existe, seré su cazador. Voy a asesinar a Alexander Skartzia.

«El primer recuerdo que poseo, y al que me he aferrado con un odio casi enfermizo durante los últimos diecinueve años, es el de una masa gris, borrosa por el movimiento, cerniéndose sobre mí. Junto a la imagen revive un hedor de saliva y sangre. Esta es la única memoria que tengo de mi padre.»

El día en que descubre la verdad sobre la muerte de su madre, Evan jura dar caza a su asesino. Obsesionado, persigue su pista por todo el continente, adentrándose cada vez más en el monstruoso mundo de su padre.

¿Cuánto hay de verdad y cuánto de imposible en su búsqueda, y en las criaturas siniestras que lo acechan en el horizonte?

¿Cuánto de esa bestia lleva Evan consigo, y cuánto deja atrás en un reguero de sangre?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento22 oct 2020
ISBN9788418310966
Ojos de Plata
Autor

Emilia Díaz

Emilia Díaz siempre ha vivido en otro mundo, o la multitud de mundos que encuentra en el papel. Creció de la mano de la fantasía y la ciencia ficción, escribiendo ficción en su adolescencia, y no ficción en su juventud. En sus biografías serias, explica que estudió ingeniería y ciencias, y que fundó una empresa que manejó hasta su quiebra. En la realidad, escribe apurada en aeropuertos y anota frases a escondidas en reuniones de negocios, cuando sus colegas no la miran. Terminó su primera novela, Ojos de plata, dos días antes de cumplir dieciocho, por miedo a no lograr escribir ninguno de los libros que había en su cabeza si no completaba al menos una obra antes de aquella temida edad. Once años después, descubre que aún lleva más fantasía que realidad a cuestas. Esta vez, las publica.

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    Ojos de Plata - Emilia Díaz

    PRIMERA PARTE

    Berwick

    El primer recuerdo que poseo, y al que me he aferrado con un odio casi enfermizo durante los últimos diecinueve años, es el de una masa gris, borrosa por el movimiento, cerniéndose sobre mí. Junto a la visión revive un hedor de saliva y sangre.

    Esta es la única imagen que tengo de mi padre. Un apellido vacío — Skartzia—, la figura desdibujada y el olor.

    Mis abuelos nunca hablaban de él. Tampoco de cómo había llegado yo a sus manos. Claro que me habían contado una historia, una suerte de versión estándar: mi madre había muerto de una enfermedad, mi padre se había ido, me había quedado con ellos.

    Demasiado simple. Demasiado poco convincente. Sobre todo, luego de la brillante idea de esconderme bajo la mesa del comedor durante una de las interminables borracheras de Howard. Una verdadera avalancha de información que el alcohol desordenaba y trizaba, permitiéndome escuchar a duras penas cómo llamaba a mi madre «una imbécil», reprochándole un error mortal, la raíz de su propia perdición. Los cabos casi atados, pero sin comprender todavía. Faltaba un indicio esencial, una revelación, una idea.

    «Marianne, ah, Marianne», dijo mi abuelo una noche en que se encontraba peor que de costumbre. «Te advertí que era un suicidio. Hasta Grace coincidía conmigo, por mucho que dijeras que lo amabas. ¡Como si él pudiese hacer lo mismo! ¡Como si esa bestia sintiese algo más que hambre de destrucción, de sangre! ¡Era un monstruo, Marianne, y lo sabías! ¡Un energúmeno desgraciado! ¡Un asesino!», recuerdo el encogimiento en el pecho, la ansiedad. Era el momento. «¡Como si no lo hubiésemos sabido, Marianne! ¡Que tarde o temprano acabaría contigo! ¡Nunca debiste conocer a ese monstruo, Marianne! ¡Nunca debió tu boca pronunciar el nombre de ese maldito Alexander!».

    Quizás dijo algo más. No lo sabré nunca. Porque lo único que escuchaba era mi corazón, palpitando desaforado. Por eso yo estaba en aquella casa. Por eso mi madre había muerto. Alexander la había matado. Mi padre la había matado.

    No tardé mucho en hacerles saber lo que había averiguado. Fue una noche, durante aquella hora muerta que se insiste en llamar sobremesa. La expresión de mi rostro debe haber sido su primera alerta. Con su tacto de siempre, la abuela se sentó a mi lado, pasando una mano arrugada sobre mi oscura mata de pelo.

    —¿Qué ocurre, Evan? ¿Te preocupa algo?

    Aún veo las arrugas sobre su frente y los surcos bajo sus ojos. No merecía que la cuestionara como iba a hacerlo. Pero eso puedo decirlo casi diez años más tarde. A esa edad solo importaba yo, yo y mis pesadillas, yo y mis sueños. Y lo que quería saber se movía tan cercano a ambos reinos que ya casi me desesperaba por completo.

    —Quería que me contaran cómo murió mi madre.

    El silencio trocó sus miradas por gestos hoscos.

    —Ya te lo he dicho varias veces, Evan, querido. —Aunque Grace mantuvo la compostura, no pudo reprimir el temblor de sus manos—. Marianne murió de una enfermedad horrible, de esas que atacan el cerebro y el corazón. Creí que no olvidarías algo tan importante, mi niño.

    —Eso no lo he olvidado. —Respiré profundamente y di la estocada final—. Ahora quiero que me cuenten la verdad.

    Una mirada de espanto a los ojos inquietantes del niño que tenían delante. Diez, quince segundos de silencio, y algo cambió en los viejos semblantes. Como si una pared gigante, engrandecida con los años, se hubiese venido abajo.

    —Sabíamos que ya no podía quedar mucho tiempo —Mi abuela suspiró. Howard escondió la cabeza entre las manos—. Está bien. Te lo diremos todo.

    —Pero tienes que entender, Evan —mi abuelo se levantó de pronto y tomó entre las suyas mis manos pálidas de niño—, que todo lo que te digamos, por extraño, demente o imposible que suene, es verdad. Es la pura verdad.

    No supe qué pensar. Preferí mirar a Grace, que entrelazó sus manos junto a los vasos de plástico, se acomodó en la silla y me dirigió una mirada de profundidad insospechada.

    —Tu padre, Evan —inspiró ruidosamente—, era un hombre lobo.

    Mi mente infantil colapsó sin previo aviso. Por un par de minutos, no logré decir nada. Ya tenía una idea muy definida sobre lo que me dirían; mis posibilidades variaban entre un psicópata y un asesino en serie, por lo que su respuesta fue un garrotazo a mi pobre lógica. Tuve que reponerme del golpe. Intenté calmarme, con esa madurez fría que tanto escandalizaba a mis abuelos, y comencé a lanzar preguntas como una ametralladora.

    —¿Qué es un hombre lobo?

    —Es una bestia que puede tomar dos formas, de humano y de lobo.

    —¿Son asesinos?

    —Sí.

    —¿Y mi padre era uno?

    —Así es.

    —¿Fue él quien mató a mi madre?

    Howard se volvió de golpe hacia mí. Pareció olvidar que se encontraba ante un niño. Comenzó a dar manotazos al aire, la cara roja de ira.

    —¡Sí! ¡Así es! ¡Tu padre la mató! ¡Esa bestia asquerosa la asesinó! ¡La volvió pedazos! ¡Cuando llegamos a sacarte, sus restos eran irreconocibles! ¡Ese hijo de…!

    —¡Howard!

    Silencio. Varios segundos después, los pasos de la abuela se me acercaron. Cuando levanté la mirada, me sorprendió ver cómo palidecía y daba un paso hacia atrás. Entonces escuché mi voz, un gruñido animal.

    —¿Dónde está?

    —Evan, querido…

    —¿Dónde está?

    —Evan…

    —¡¿Dónde está ese hijo de puta?!

    Grace tropezó con su silla y cayó al piso. Howard volvió a ocultar el rostro entre sus manos velludas, tiritando incontrolablemente. Sentía cómo mi pecho subía y bajaba mientras un torbellino de emociones afloraba en mi cabeza. En ese preciso instante tomé la decisión que definiría mi vida. No me permitiría seguir respirando el mismo aire que ese monstruo ni compartir la tierra donde mi madre yacía muerta. Si la bestia existía, me volvería su cazador.

    Iba a asesinar a Alexander Skartzia.

    Por aquella época comprendí que mis abuelos habían intentado mantenerme lo más aislado posible del mundo. Nunca salía. No iba al colegio y recibía toda mi enseñanza directamente de Grace, profesora jubilada, y de la amplia biblioteca que la casa albergaba, poblada de novelas de mi abuela y libros de medicina de mi madre. No conocía nada del pequeño pueblo inglés de Berwick, salvo lo que entraba por nuestras amplias ventanas. Sonidos de pasos y conversaciones en las angostas calles aledañas. El olor a mar que me había acompañado más de una decena de años.

    Como manera de congraciarse conmigo, Grace utilizó este aislamiento ofreciéndome por primera vez el mundo exterior. Su única condición me pareció en esos momentos extraña y estúpida. No podía dejar la casa sin un par de enormes anteojos de sol que ella misma me había conseguido. Lo dejé pasar. Todo fuera por salir y poder comenzar así mi búsqueda.

    Claro que no tenía ni la más mínima idea de cómo era un hombre lobo, qué lo diferenciaba de un ser humano común y corriente, ni cómo podía hacer para rastrear al que me interesaba. Alguien más racional habría ideado un plan para encontrar esta información o al menos se habría detenido a pensar qué requería exactamente y dónde podía conseguirlo. Ese alguien también sería insufriblemente lento.

    En ese entonces, conocía una sola fuente de información: libros. Durante las salidas con Grace, utilizaba todos los medios a mi alcance para obligarla a entrar a la biblioteca, donde preguntaba de golpe por libros sobre licántropos. Pasó tantas veces que ya me reconocían y se repetía siempre la misma rutina: el encargado de turno me miraba como si fuera un perro que hablaba, a mitad de camino entre molestia y broma, hasta que mi abuela pedía las correspondientes disculpas y me arrastraba a la salida.

    Dado que no podía dejar la casa solo y que con la abuela nunca conseguía permanecer más de medio minuto en la biblioteca, tuve que idear un plan. Mi doceavo cumpleaños llegó en el momento preciso para ponerlo en marcha.

    Me costó casi una semana de conversaciones cargadas de indirectas y alusiones poco veladas. La sutileza nunca fue, es, ni será mi fuerte. Pero, gracias a eso, logré comenzar la primera mañana de mis doce en el auto de Howard camino a la librería más grande del pueblo, que traía su mercancía directamente desde Londres. Una vez allí, prácticamente corrí por los pasillos buscando algo que pudiera servir, casi esperando que algún libro anónimo comenzase a brillar a un par de metros de distancia.

    No brillaba. Era un tomo negro, liso, sin título en la portada. Quizás lo encontré por olor porque estaba escondido detrás de una docena de tomos polvorientos. Abrirlo y ver la frase escrita con caracteres gruesos en tinta azulada fue suficiente para saber qué era lo que necesitaba: Crónicas licántropas.

    No me atreví a volver a abrir el libro hasta que los abuelos estuvieron acostados en su habitación, luego de haber pasado por el ritual empalagoso y sofocante del canto y la torta. Cerca de medianoche prendí la luz del velador y coloqué el reloj a mi lado, como única manera de saber a qué velocidad transcurría el tiempo. Mi habitación no tenía ventanas.

    Contuve el aliento y comencé. En la tercera página, grandes letras como las del título rezaban: Declaración de intenciones. «Se ha escrito mucho sobre criaturas seudohumanas…», decía aquella hoja a modo de introducción.

    … desde sirenas, centauros, ninfas, elfos y otros entes presentados por lo general como buenos hasta sus contrapartes: orcos, gigantes, demonios, vampiros. Los monstruos que alimentan pesadillas.

    A mi raza se la ha colocado en esta última categoría, pero no se la ha tomado tanto en cuenta a la hora de coger papel y lápiz y comenzar la verborrea literaria. Nadie sabe demasiado sobre nosotros, quizás apenas suficiente para defenderse. Puede que algo hayas escuchado: centeno, muérdago, ceniza, balas de plata bendita o, sencillamente, no salir nunca en noches de luna llena. Pero muy pocos de estos métodos son efectivos si deseas defenderte de un verdadero hombre lobo. No pretendo dar un listado de maneras para acabar con uno, pero te recomiendo leer mi historia con atención, pues quizás encontrarás algo que te será de utilidad en el futuro si decides abrir los ojos y dejar de ignorar nuestra inexorable presencia.

    Volví a la primera página. Busqué bajo el título, pero no había nada. Ni luga r de impresión, ni autor, ni fecha.

    ¿Cómo saber que no se trataba de un simple escritor algo desequilibrado de novelas macabras? Había leído suficientes historias de Rice en mi infancia, escondidas detrás de portadas de Hemingway. ¿Qué me garantizaba que lo que decía era real? ¿Qué posibilidades había de que esas líneas hubiesen sido realmente escritas por un licántropo?

    Casi nulas. Cualquier bestia intentaría esconder su naturaleza. Escribir algo como eso equivalía al suicido si dentro de esos monstruos existía algo parecido a las reglas.

    Pero podría tratarse de alguien que intentaba hacer un velado llamado de atención a la humanidad, alguien que realmente creía en la existencia de los licántropos y que sabía necesario protegerse de ellos.

    O podía ser un escritor loco.

    Durante varios minutos no hice más que contemplar el libro con nueva suspicacia. Todavía no era capaz de aceptar que esos monstruos eran reales. Me parecía imposible que existieran sin que el mundo supiera de ellos. Por eso, encontrar aquel libro y leerlo, creyendo casi como acto de fe que el autor a su vez creía en lo que escribía, solucionaba muchos problemas. En particular, eliminaba un obstáculo primordial: la permanente idea escondida al fondo de mi cabeza que susurraba que mis abuelos estaban locos y que todo era una mentira.

    Si lograba ignorar esa voz, cobraba importancia otra interrogante. Y esta era cómo haría para reconocer a un hombre lobo.

    Lamenté en mi ingenuidad que no hubiese un índice en que buscar «cómo reconocer a un licántropo» o un título similar. En vez de esto, recorrí las páginas con los ojos, notando al poco tiempo que el libro no era una verdadera crónica y que los temas estaban esparcidos por doquier, como si se tratase de alguien intentando poner en orden sus ideas sobre algo de lo que sabía demasiado. El autor parecía ser una persona descuidada, que comentaba cosas sobre lo que él mismo decía y nunca quedaba demasiado claro si lo negaba o afirmaba. Un verdadero dolor de cabeza.

    A segundos de darme por vencido, una frase saltó a mi vista: «Solo la luna llena evidencia su transformación».

    Me detuve un momento para comprender la oración, sin lograrlo. No sabía qué demonios quería decir con «luna llena». La luna era para mí un círculo al que le faltaba un pedazo más o menos grande, según estuviera nueva, creciente o menguante. No existía la luna completa. Seguramente hablaba del sol.

    Esto hizo que le perdiera algo de confianza al autor. Comencé a pasar páginas casi sin mirarlas, lamentando haberles otorgado el beneficio de la duda un minuto de mi atención. Hasta que llegué a la penúltima hoja. Aún puedo ver las letras. Tenía como título «La única regla».

    Di una rápida ojeada a la página anterior, algo sobre agrupaciones de licántropos. Asumí que la regla sería algún tipo de norma de conducta, aunque dudaba que monstruos pudiesen siquiera acercarse a formar una sociedad con leyes y costumbres.

    La regla decía lo siguiente: «Un licántropo nunca podrá concebir con una humana su primogénito. De ser el caso, la mujer deberá ser asesinada antes del nacimiento».

    Pasé la página con la mente en blanco. La última hoja solo contenía una oración: «Si el hijo de un licántropo y una humana llega a nacer, debe ser eliminado inmediatamente».

    Tuve que correr con el menor ruido posible, conteniendo el vómito hasta llegar al baño. Debo haber pasado media hora tirado sobre el piso helado, pálido y tembloroso como nunca. Seguramente parecía el miedo personificado, pero no era lo que sentía. No, no era pánico. Era ira. Era de nuevo ese odio incandescente hacia la bestia. Era saber que ese monstruo había matado a mi madre por mi nacimiento. Era ver duplicadas mis ganas de atravesar su cráneo, de partir su cuello. Y también, en menor medida, era la rebeldía que se hinchaba en mí al comprender que seguía vivo, vivo, aunque esa regla me pronunciaba inexorablemente muerto.

    «Si el hijo de un licántropo y una humana llega a nacer, debe ser eliminado inmediatamente». No tenía fundamento alguno. En ninguna parte del libro se daba ni la más mínima noción lógica que pudiera llevar a esa sentencia. Salvo una cosa, claro: su concordancia con la única regla.

    «Eliminado». «Debe ser eliminado». ¿Por qué? ¿Qué importancia tendría para ellos un híbrido, mitad bestia, mitad humano? La regla era tan precisa, tan brutal. El hecho en sí tenía que ser un riesgo que se negaban a correr. Lo que significaba que un híbrido era para ellos un peligro.

    Yo era un peligro.

    Resoplé entre el enojo y el agobio. ¿Qué peligro podía representar para un puñado de esas bestias un enano como yo? No había en mí nada de especial. Al menos, no hasta donde podía ver.

    Jamás se me había ocurrido pensar que no había visto mucho de mí, «espejo» era una palabra que conocía solo por libros y todo lo que sabía de mi físico se ubicaba de mi pecho hacia abajo, además de unos cuantos mechones de pelo negro y desordenado. Nunca había visto mi rostro.

    Varios detalles se agolparon en mi mente: las superficies lisas cuidadosamente opacadas; los vasos de plástico; las ventanas permanentemente cubiertas por una ligera cortina blanca; una conversación de hacía años sobre ojos, en que mis abuelos habían callado de repente sin poder responder de qué color eran los míos.

    Todo tenía que calzar. Solo algo más y todo tendría sentido.

    Me abalancé sobre el volumen negro, buscando cualquier cosa que tuviese que ver con romper la regla y lo que ocurriría; pero solo encontré una palabra en una acotación a pie de página, como un recordatorio de último momento: «destrucción».

    Nada más que eso: «destrucción». Solo esa grotesca palabra me dio la certeza que necesitaba. Podía lograrlo. Mi venganza tendría un efecto devastador.

    Debo haberme encontrado en el limbo del sueño y la vigilia, pues el pensamiento me despertó de súbito, como un golpe en el estómago. Mientras me hallaba ahí, recostado, algo en mi mente comenzó a repetir algunas de las palabras que había pensado. Yo era un híbrido. El hijo de una humana y un hombre lobo. Después de todo, ¿qué tendría de imposible, de irreal, que yo fuese…?

    Me senté y eché los brazos sobre las rodillas en un intento de calmarme. Los hombres lobo se transformaban con luna llena.

    Yo no conocía la luna llena.

    Una vez al mes, Grace me acostaba temprano y me contaba historias o se quedaba a mi lado cantando. A la mañana siguiente, poco antes de despertar, creía escuchar el sonido del pestillo descorriéndose. Una noche al mes me encerraban, sin que yo lo supiese, en mi habitación sin ventanas. A la mañana siguiente, mis abuelos siempre se mostraban alegres y activos, pero había un dejo de preocupación en sus semblantes que nunca había llegado a comprender. Y, si ahora sí lo hacía, si estaba en lo correcto…

    ¿Y qué tenían que ver con todo esto mis ojos? Quizás mezclé ambas cosas gracias a una mente demasiado excitada o algo en mi interior se agitó de tal manera que no pude más que comprender. Mis ojos tenían algo, aquello era la clave; por qué nunca me habían permitido verme la cara, si era o no humano, por qué llevaría destrucción a los licántropos.

    Las imágenes se vuelven borrosas: mis pies bajando las escaleras de un salto, la mesa del comedor, el estante en la ventana y mi mano pálida descorriendo de golpe las cortinas.

    Entonces apareció frente a mí el reflejo de un chico de doce años, de pelo negro y ojos grises; no, plateados, ojos cruelmente plateados.

    Dos ojos que reflejaban la luna.

    De haber sabido qué ocurriría, ¿lo habría hecho de todas maneras? Lo lamenté muchas veces durante los años siguientes. Me consideré un imbécil por no haberlo pensado mejor. Pero, aun así, no me arrepentí ni lo haré nunca. Con tal de encontrar de golpe tantas respuestas, lo haría una y otra y otra vez.

    Aunque casi matase a Howard nuevamente.

    La transformación fue horrenda. Pude sentir cómo ardía cada centímetro de mi piel, mis huesos alargándose más allá de su potencial y el crujido de todos mis músculos rajándose en un intento vano de seguirlos. Aullé con todas mis fuerzas, sin saber que aullaba aún, y el sonido se tornó un gruñido de rabia. Otro tipo de revelación me había atacado en ese estado de frenesí: yo también era un monstruo. Me había convertido en lo que odiaba.

    Escuché voces. Un grito agudo y exasperante. Y luego mis puños, dos garras bestiales negro azabache impactando contra un cuerpo que fue a dar al piso con un estruendo de estantes.

    «¡Evan!», escuché como a través de una cortina. «¡Evan! ¡Evan!».

    Mis movimientos dejaron de ser mecánicos. La consciencia intentó despertar, desplazando por fin a la bestia que había tomado el control. No fue aquel monstruo quien escuchó el grito de mi abuela, sino yo. Mi nombre dicho como a través de una pared de cristal, como manos quemantes que me arrastraban, que me despertaban.

    Recuerdo el rostro desfigurado de Grace y a Howard sangrando en el suelo. Luego caí, y todo se oscureció.

    Desperté en la cercanía de un cuerpo caliente. Al abrir los ojos, me recibió la imagen de una Grace fantasmalmente blanca.

    —¿Por qué lo hicieron?

    —E-Evan… —La voz quebrada por el pánico. Un par de lágrimas.

    —¿Por qué nunca me lo dijeron?

    —Querido, no podíamos.

    —¡¿Te das cuenta?! —La ira consumió mi voz—. ¡No les bastó con esconder lo de mi madre, mintieron también sobre aquel imbécil y no, eso no es todo, no! ¡Sobre mí! ¡Me han mentido durante toda mi vida! —Un nudo en el pecho me cortó el habla. Ahora todo tenía sentido—. Por eso no había espejos en casa.

    —N-no sabía que habías averiguado que existían, Evan.

    —He leído mucho.

    Y era cierto. Todo lo que sabía de los espejos era que podías verte en ellos. Luego de la experiencia del ventanal, tenía una idea bastante clara de lo que eran.

    —No deberías haberlo hecho, Evan.

    —¿Había manera de evitarlo?

    Grace volvió a callar y se mordió el labio. No pudo mirarme a los ojos cuando respondió:

    —Intentamos de todo.

    Chasqueé la lengua. No sabían nada. ¿Por qué habría de confiar en ellos ahora? Quizás su voluntad no había sido mala. Pero, en términos de mi objetivo, no tenían utilidad alguna.

    Debe haber sido entonces cuando noté sobre la mesa los lentes que me hacían llevar. Anteojos oscuros. No eran tan estúpidos después de todo.

    —Los anteojos. ¿Eran para que no me viese reflejado por error?

    —Fue idea de Howard, querido. No podía soportar que no salieras. —Solo una manera de protegerse ellos mismos—. Además, temíamos que pudiese haber… otros.

    —¿Cómo?

    —Nos moríamos de miedo ante la idea de que te cruzaras con una de esas bestias en la calle y te atacara, mi pequeño.

    —¿Por qué habrían de…?

    Se transformarían. Mis ojos eran dos lunas. Cualquier licántropo que me viera se transformaría de la misma manera en que había hecho yo. No importaba que la luna llena no se alzara en el cielo; yo me había transformado con la mera visión de mis ojos, sin experiencia alguna. Como cualquiera de esos monstruos.

    Pasaron meses sin que pronunciase palabra. Mientras Grace hacía llamadas furtivas a psicólogos y psiquiatras y qué se yo qué cosas, mi cabeza palpitaba como una bomba de

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