Donde callan las piedras
Por Ángela Vicario y Eicinic
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Donde callan las piedras - Ángela Vicario
DONDE CALLAN LAS PIEDRAS
DONDE CALLAN LAS PIEDRAS
Ángela Vicario
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©Ángela Vicario, 2021
©Ilustración y maquetación de cubierta: @Einic, 2021
©Ilustración de mapa de Tierra de Lara: Ángela Vicario, 2021
©Edición y corección de texto: Elia Vela Laviña, 2021
©Maquetación interior: Elia Vela Laviña, 2021
©Ediciones Dorna, 2021
www.edicionesdorna.com
Impreso en España por Podiprint
ISBN: 978-84-122853-9-0
IBIC: FM
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A mi tierra,
lugar de ruinas silenciosas
y leyendas que aún se oyen.
Mapa del Alfoz de LaraDe Gonçalo Nuñez Señor de Lara, que era ser Governador
de aquella tierra por el Rey, y no Señor propietario, nacieron los
del apellido de Lara, que tan estimado à sido.
Si èl era descendiente de los que llaman Infantes de Lara,
no hallo quien lo diga. Este Cavallero casò con
Doña Gota, y ambos à dos llamándose Dominatores
de Lara juntamente con sus hijos, que aunque
no los nombra, sè que fueron Don Pedro Gonçalez de Lara,
el favorecido de la Reyna Doña Urraca, y Don Rodrigo
Gonçalez de Lara, y Don Nuño Gonçalez, de los quales
ay harta noticia en las Historias, y hartos ruydos,
y trabajos en la tierra, por ellos, y sus descendientes.
-Prudencio de Sandoval,
recogido por Don Luis de Salazar y Castro-
PRÓLOGO
Mambrillas de Lara nunca ha sido un pueblo ilustre. Ni siquiera lo fue en tiempos sembrados de románico, cuando pequeñas aldeas como aquella eran dotadas de imponentes iglesias de ventanas pequeñas y ábsides cromados. Mambrillas de Lara siempre estuvo en la frontera del señorío, y nadie se preocupó demasiado por él cuando todas las poblaciones a su alrededor eran nombradas en las crónicas y se repartían entre vástagos de los Dones y Doñas del castillo. Como ese hermano mediano que pasa desapercibido, Mambrillas ha estado ahí, pequeño, regio y arcaico durante los últimos mil años, y ni siquiera sus gentes, sobrias como la Castilla en la que viven enraizadas, han amado el cuitado lugar más allá de su era y tradición. Más allá de la inmediatez de la matanza y las jotas volátiles que solo permanecen en el recuerdo cuando acaba la música. Más allá de todo lo que desaparece poco a poco cuando quienes vivieron antes que nosotros vuelven a ser polvo.
Ahora el pueblo yace carcomido y en silencio, y ellas, quienes otrora dejaran abiertas las puertas de sus casas en las noches sin luna, las cierran bajo cinco llaves acosadas por el miedo de estar solas en una población fantasma. Cuando cae el sol, puede escucharse el caño del pilón de arriba desde la iglesia de abajo, y la Trini, mujer octogenaria de arrugas firmes y ojos acosados por las cataratas, se despierta a veces de madrugada escopeta en mano al escuchar el eco espectral que recorre las calles cuando una oveja se ahoga en la fuente vieja emponzoñando el agua.
Por el día patrulla las inmediaciones del pueblo con su arma al hombro, rastreando como un sabueso cualquier indicio de intromisión. Recorre el camino parcelario hasta cerciorarse de que ninguna alimaña ha cruzado la frontera, y baja después al puente San Juan para encontrarse con la Perpe, vecina de nacimiento, que hace su guardia abajo tirando a Campolara. Allí, donde el río marca el final de las tierras de una población y el comienzo de las de la otra, se detienen, y sentadas en el murete del puente, miran el agua que separa los pueblos de Mambrillas y Campo. Los dos vacíos. Los dos solitarios. Los dos condenados al silencio. Los dos defendidos del pavor por las habitantes arcaicas que observan el tranquilo discurrir del Valparaíso.
El enemigo, que es aquel cuyo rostro no existía en sus soleados días de infancia, aparece repentinamente en los caminos en forma de cuerpos animales y seres de ultratumba. Es el terror solitario que arrasa con los pueblos de las que han nacido y morirán en el señorío que se convirtió en una ruina cruzada por asfalto viejo. En un Alfoz de tierra roja que aúlla por las noches y devora al peregrino descuidado.
―Cayó otra a la fuente vieja anoche ―dice la Trini, con un crujir de mandíbula―. Tendré que ir a Fuente los Caños a por agua, cagüen la os.
―Hay muchos desos ahí en la dehesa. ¿La llevas cargada? ―pregunta la Perpe.
―Que sí, que sí. Si uno se me acerca, muerto y enterrao.
―¡Aghhh! ―exclama la Perpe después de unos instantes de silencio―. Tendré que acompañarte, no estás pa morirte ahora. ―Las viejas se levantan con la espalda entumecida y las varices cargadas, pero empuñan las armas que las han convertido en defensoras de aquellas tierras de nadie, y echan a andar―. Voy delante tuya ―declara la vecina. Y siguiendo el arcén de una carretera descolorida, Trinidad sube hasta el pueblo seguida por Perpetua. Las jamoyeras, que así llamaban los de Hortigüela a las de Mambrillas, caminan a paso anciano, cansado, y cruzan un pueblo desierto y frío que augura un invierno más solitario que el anterior, cuando el Aureliano aún vivía en la casa roja de la esquina y cazaba liebres con las trampas que todos habían visto hacer a sus padres y abuelos. El terror que enloquece llegó a por él sin avisar, metido en un enorme can de esos que viven en Valdeloslobos, y se lo tragó a él y a las cinco liebres que traía para compartir con la Trini y la Perpe.
Ahora solo quedan ellas, dos viejas arrugadas contra la naturaleza corrompida, y Trini, marchando a Fuente los Caños con el arma cargada, ya solo mira al pasado, porque a su edad poco futuro puede haber ya. Pisa con cuidado las últimas hojas del otoño, tratando de que los seres que se ocultan en la vegetación no se percaten de su presencia, pero siempre que se internan en la dehesa aparecen, y esta vez, un jabalí vuelto monstruo se abalanza sobre ellas. No necesita pensarlo. Trini tiene la escopeta cargada, y con un pulso firme que nada tiene que envidiar al que tenía treinta años atrás, aprieta el gatillo. No hay tregua entre las criaturas mutadas en bestias y las últimas viejas de Mambrillas de Lara.
I
Mambrillas honrada y leal
Yo te pido por favor
Que perdones las ofensas
Y a todo el que te ofendió.
Cata cerró La Venganza de Don Mendo olvidándose del marcapáginas en el asiento y bajó del autobús con poco más que una maleta pequeña y una mochila. Cuando el autobusero arrancó y se llevó con él a los otros cuatro viajeros que la habían acompañado desde Burgos, Cata contempló la entrada del pueblo por primera vez en diez años. Los buses no entraban en Mambrillas de Lara, y siempre dejaban a sus viajeros arriba, en la Venta, en plena carretera nacional. Nunca la habían surcado demasiados coches, pero ya estaba tan vacía que Cata tuvo que controlar un leve escalofrío que hizo el amago de recorrerle la espalda. Se ajustó el cuello del abrigo antes de entrar en territorio jamoyero y bajó caminando la estrecha carretera que partía el pueblo por la mitad. Hundió un rostro de peseta bajo su