Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Viene la loba, dijo la pastora
Viene la loba, dijo la pastora
Viene la loba, dijo la pastora
Libro electrónico151 páginas2 horas

Viene la loba, dijo la pastora

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Liv es pastora en un valle apartado y lleva una vida tranquila en su cabaña del monte, con su rebaño, sus perros y su rutina.

Cuando una bestia mata a varios de sus animales, la pastora decide encargarse de ella para que no se repita, pero pronto descubrirá que la loba es mucho más que eso.

Una historia sobre el encuentro de dos almas indómitas.

Una historia sobre la confianza que crece con el paso del tiempo.

Una historia sobre construir un hogar.

Aviso de contenido sensible: sangre, heridas, animales muertos.

Si no encuentras tu contenido sensible y no estás segure de si aparece en el libro puedes preguntarnos a través de nuestro formulario de contacto o nuestras redes sociales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 mar 2019
ISBN9788412021110
Viene la loba, dijo la pastora

Relacionado con Viene la loba, dijo la pastora

Títulos en esta serie (11)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Viene la loba, dijo la pastora

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Viene la loba, dijo la pastora - Julia Rupérez Gonzalo

    Portada de 'Viene la loba, dijo la pastora', de Julia Rupérez.

    VIENE LA LOBA,

    DIJO LA PASTORA

    VIENE LA LOBA,

    DIJO LA PASTORA

    Julia Rupérez Gonzalo

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del código penal).

    © Julia Rupérez Gonzalo, 2019

    © Ilustración: Crisbel Robles, 2019

    ©Ediciones Dorna, 2019

    C/ Duque de Alba 15, 28012, Madrid

    www.edicionesdorna.com

    ISBN: 978-84-120211-1-0

    IBIC: FM

    Aviso de contenido sensible: sangre, heridas, animales muertos.

    Si necesitas más detalles sobre contenido sensible contáctanos en nuestro Twitter @EdicionesDorna o nuestro Instagram @edicionesdorna.

    Hay mucha gente sin la que esto no sería posible. A vosotros.

    Gracias de todo corazón.

    La pastora se dio cuenta de que algo iba mal antes de abrir la puerta del establo por la mañana y encontrarse el desastre. Tras ella, Hebra gruñía y hasta ladró un par de veces; eso nunca era buena señal. Se le adelantó a la hora de entrar, como si quisiera asegurarse de que no había ningún peligro antes de que ella pasara.

    Era evidente qué había ocurrido: todo estaba impregnado del olor pegajoso de la muerte fresca.

    El establo era un caos. Las ovejas supervivientes, asustadas, hacían todo lo posible por mantenerse lejos de las dos muertas, amasijos de carne y lana sucia cubiertos de sangre, heno y alguna mosca verde brillante despistada que no había podido resistirse al festín pese al frío.

    Hebra se detuvo junto al cuerpo de Lanas y gruñó lastimeramente, con la cola y las orejas gachas. La perra dormía en casa porque había dado a luz poco antes de que empezara el invierno. Los cachorros eran pequeños, así que su dueña había decidido dejarlos dormir al calor del hogar con su madre mientras Lanas permanecía en la cuadra para velar por el rebaño.

    La pastora no se permitió perder el tiempo poniéndose triste: revisó el recinto de arriba abajo para comprobar que, contra todo pronóstico, no había ningún boquete por el que pudiera colarse un animal salvaje. Al hacer el recuento de las cabezas de ganado, un recuento largo y costoso, se percató de que, en realidad, las víctimas habían sido cuatro. La puerta estaba cerrada y todo estaba en orden, de modo que no había lugar por donde la tercera oveja que faltaba hubiera podido escabullirse durante el caos. Se fijó en los rastros de sangre en el suelo luego, al salir; subían inequívocos hacia el monte.

    Lo que fuera que hubiera entrado en el establo aquella noche había matado primero al perro, que podría haberla alertado con sus ladridos; después había matado y mordisqueado a dos ovejas, como si las catara, y se había llevado consigo a una tercera de la misma forma misteriosa en que había hecho todo lo demás: educadamente, sin romper más de lo necesario, sin apenas dejar rastro.

    Tenía a su cargo a un total de trescientas veintisiete ovejas pertenecientes a familias con posibles de la zona. Aquel incidente la dejaba con tan solo trescientas veinticuatro ovejas, con una montaña de trabajo por un lado y una montaña de explicaciones por el otro.

    Era consciente de que las cosas podrían haber ido muchísimo peor y, de hecho, tenía que dar gracias a las bestias por no acabar con el rebaño al completo, pero la situación se le antojaba terrible de todas formas.

    Suspiró con resignación. Iba a ser un día muy largo.

    Sabía que dejar a Hebra metida en casa no había sido su mejor idea y que los afectados se lo echarían en cara, pero hacía mucho tiempo desde la última vez que algún animal salvaje había bajado del monte para alimentarse a expensas del pueblo. Entonces los pastores eran otros, ella era una niña que vivía con sus padres en una aldea más apartada y había oído las historias y visto a los cazadores desfilar y a su hermano seguirlos como un perro faldero.

    Había tenido muy mala suerte para que coincidieran el establo poco vigilado y la bajada de las bestias.

    Los cazadores se habían encargado de eliminar a todos los lobos del valle, pero los zorros no habrían tenido ninguna oportunidad contra su perro y las marcas en los cuerpos parecían de un animal más grande. Lo único que se le ocurría era que algún lobo solitario hubiera llegado desde más allá de las montañas. Estaría hambriento por la escasez del invierno y resultaba más sencillo atacar un establo lleno de ovejas adormiladas que acechar a otras presas por el monte.

    Eso seguía sin explicar que la cuadra no estuviera rota por ningún lado, pero, al menos, explicaba los cuerpos que tenía.

    Su única certeza era que le tocaba arreglar el desastre que el presunto lobo había organizado y tomar medidas para que no se repitiera. Lo primero podía hacerlo por su cuenta, sin salir de su territorio; para lo segundo tendría que bajar al pueblo y poner a la gente sobre aviso. Bastaría con hablar con su tío y él se encargaría de extender la noticia, aunque debería visitar personalmente a las familias afectadas.

    Había sido su tío Lars quien le sugirió hacerse pastora cuando no sabía qué hacer con su vida. No había muchas opciones dentro del valle y todo el mundo estaba pendiente de cada uno de sus gestos, todo el mundo se sentía con derecho de juzgar las decisiones que tomaba o dejaba de tomar. También juzgaron aquella, desde luego, pero para entonces ella ya se había instalado en su nueva cabaña a las afueras del pueblo y estaba contenta con lo que hacía, lejos de ellos. Su tío le había ofrecido la opción adecuada en el momento adecuado y no había dejado de ayudarla desde entonces.

    La gente la miraba con extrañez y cuchicheaba a su espalda cuando llegó, porque era una chica joven que debería buscar pareja o una labor que le permitiera estar en los pueblos, con personas, en vez de por los campos con los animales, pero terminaron por aceptarla y, mientras tanto, ella apenas tuvo que escuchar lo que decían porque estaba en el monte.

    Los pastores eran personas apreciadas por aquellos lares. Casi todos en el valle poseían alguna cabeza de ganado, pero también muchas otras tareas de las que ocuparse para salir adelante. Ahí era donde entraban ellos en juego: se ponían al servicio de las familias más adineradas, que tenían también un mayor número de animales, y cuidaban el ganado durante el invierno y se lo llevaban a pastar por los prados en las estaciones más cálidas.

    El trabajo venía con una pequeña cabaña en las afueras, junto al establo grande donde se resguardaban los animales y el corral, cerca del monte. No reportaba demasiado dinero en metálico, pero tenía todas sus necesidades cubiertas: en el pueblo le proporcionaban comida y cuanto necesitara, todo a cuenta de la gente a la que prestaba sus servicios.

    Nunca había necesitado demasiados lujos y aquel trabajo le aseguraba tranquilidad y estabilidad. No necesitaba nada más.

    Sin embargo, aquella vez no iba a pedir nada, sino a informar de lo sucedido. Todos los animales estaban marcados para saber a quién pertenecían, así que no había problemas al respecto. Por suerte, en aquella época del año ya no se ocupaba del ganado de los pequeños propietarios: los tres cadáveres eran parte de las ovejas que estaban siempre a su cuidado y pertenecían a familias pudientes. Dar explicaciones sería un engorro, pero agradecía que las cosas fueran así: la pérdida de algunas cabezas de ganado no significaba lo mismo para una familia de posibles que para una que subsistía a duras penas.

    También tendría que preguntar si había algún cazador por la zona, aunque estaba segura de que no. A esas alturas del año estarían todos al otro lado de las montañas, donde hacía menos frío y las bestias no siempre hibernaban.

    Si estaba en lo cierto, le tocaría decidir si hacía llamar a uno o tomaba cartas sobre el asunto. Aún había mucho invierno por delante y no podía quedarse quieta esperando que el lobo fuera bueno y no irrumpiera de nuevo en su establo a por otro festín.

    En realidad, era una decisión fácil. Era una persona responsable y la gente confiaba en ella. No permitiría que mataran a una sola más de las ovejas que tenía a su cargo.

    Por lo pronto, invirtió toda la mañana en poner orden en el establo: retirar los cuerpos, limpiar, tranquilizar al rebaño en la medida de lo posible, alimentarlo y rellenar los bebederos en los que el agua se helaba durante la noche. La inquietud flotaba en el ambiente como una enfermedad contagiosa, así que aquel día no sacó a las ovejas de allí: lo último que le faltaba era que alguna se perdiera por el monte. Hizo varios viajes con la carretilla para llevar los cadáveres hasta el comedero de los buitres; así, al menos, alguien sacaría provecho de todo aquello. Echó de comer a Hebra y sus cachorros, se dio una ducha rápida que le dejó los dedos entumecidos, y solo entonces se permitió descansar y comer algo.

    Al terminar, se cambió las botas de faenar por otras que solo estaban un poco menos gastadas, se enfundó el abrigo y emprendió la marcha hacia el pueblo. En invierno los días eran cortos y la gente se organizaba para terminar sus quehaceres pronto y recluirse en casa antes de que bajara demasiado la temperatura, de modo que tenía que cumplir con todos sus deberes antes de que anocheciera. Procuraría que le quedara luz suficiente para regresar; siempre llevaba una navaja a mano, pero prefería no arriesgarse, sobre todo a sabiendas de que había algún animal peligroso por la zona.

    El camino se hacía mucho más largo en aquellas fechas. La nieve se pegaba y se helaba en la suela dura de sus botas. Se aseguró de sacudirlas bien antes de entrar en la posada de Lars. No todos tenían aquella cortesía, pero ella evitaba mancharle el suelo más de lo inevitable.

    —¡Hombre, Liv, dichosos los ojos que te ven! —saludó el hombre desde detrás del mostrador. La hora de las comidas ya había pasado, así que el local estaba tranquilo y él podía quedarse a montar guardia en la entrada. Sus labios se curvaron en una sonrisa bonachona—. ¿Qué hay de nuevo? ¿Tienes tiempo de quedarte a tomar algo?

    —Me temo que no. Esta noche me han matado a tres ovejas y un perro —anunció con gravedad.

    A su tío le empezó a cambiar la cara en cuanto dijo que no porque rara vez declinaba sus invitaciones, así que enseguida imaginó que tendría motivos de peso, pero probablemente no esperaba algo así.

    Había pocas emergencias en invierno. Generalmente se trataba de animales enfermos. Era la primera vez que Liv se enfrentaba a algo así y procuraba, ante todo, mantener la calma.

    —¿Tres? —repitió él. Se pellizcó el puente de la nariz con el índice y el pulgar, angustiado solo de pensar en los problemas que podía tener su sobrina y en todo lo que tendría que hacer—. ¿Has hablado ya con…?

    —Y un perro —puntualizó la pastora con una ceja alzada. Quizá para los demás fuera lo de menos, pero para ella tenía la misma importancia que el ganado o incluso más, porque era una ayuda fiel de la que ya no dispondría. Las ovejas eran propiedad de otros y su deber, pero el perro era suyo, su compañero—. Iré ahora. Antes quería pasar a preguntarte si ha habido cazadores por aquí últimamente. ¿Hay alguien que pueda encargarse de esto?

    El hombre hizo un gesto de negativa.

    —Hace un par de meses que no viene ninguno. No tienen trabajo hasta primavera, así que se quedan al otro lado de las montañas.

    Liv chasqueó la lengua, disgustada. Se lo imaginaba. Los cazadores nunca estaban cuando se los necesitaba de verdad. La gente de los pueblos podía encargarse de cazar liebres y venados, incluso jabalíes cuando eran demasiados; de hecho, era una fiesta. Sin embargo, era entonces cuando los profesionales se dignaban a aparecer para apuntarse el tanto y venderles el producto ya cazado. En cambio, los pueblerinos no tenían los mismos recursos para encargarse de los zorros o, en el peor de los casos, de los lobos.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1