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Un barco en el cielo
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Libro electrónico290 páginas4 horas

Un barco en el cielo

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La historia de la Capitana Sin Rostro ya ha terminado, pero la mujer bajo la máscara sigue viva. En su mundo, donde la mitad de los continentes flotan en el cielo y los barcos vuelan, se la ama y odia por igual.

Pero empecemos por el principio: Keane Tōṛanā está muy malherida después de una misión suicida y su barco volador ha caído en el puerto de Isla Calavera. ¿O ese era el final?

De hecho, ¿quién es y qué ha hecho Keane para ganarse el rencor de tanta gente?

Aviso de contenido sensible: violencia leve.

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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 mar 2020
ISBN9788412110272
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    Un barco en el cielo - Asra Chueco

    CAPÍTULO 1

    De un fantasma a nuestras puertas

    Las botas gastadas devolvían su propio eco sobre el pavimento en mal estado de la calle estrecha y vacía. El fuerte olor a pescado podrido, que emergía de varios barriles y charcos, intoxicaba la respiración entrecortada de una persona cansada que hacía tiempo que había dejado de ser joven. Gemidos ahogados surgían de sus labios con cada nuevo intento de hacer remitir la hemorragia de la herida de su abdomen.

    Era inútil.

    La dura brisa nocturna le cortó las facciones y ofuscó su orientación durante unos preciosos instantes. Sus pasos, ya torpes, se convirtieron en tropiezo. El choque contra el suelo fue más doloroso de lo esperado. La piedra, fría, sucia y mojada, arañó sus quemaduras. No pudo detener el grito agónico que brotó de su garganta en carne viva.

    Nadie lo escuchó.

    Quienes estaban despiertos iban tan borrachos como para ignorarlo, y los que no habían tocado el alcohol tenían que madrugar al día siguiente: no habría sombra maligna alguna que les privara de sus necesarias horas de sueño.

    En la calle principal la fiesta continuaba. La gente ignoraba el peligro que les acechaba, y que ya había derrotado a la figura deshecha del callejón. Disfrutaban de la música de taberna y el alcohol de las bodegas de la zona mientras los duendes danzarines y las luces de aceite alquímico titilaban al son de las enormes hogueras encendidas en medio de la calle. ¿A quién le importaba que, llegado mediodía, hubiera que limpiarlo todo? En aquel instante la celebración del año nuevo de Dokäntha no admitía réplicas. Solo existían ellos y sus efímeras vidas. Conforme caían al suelo, rendidos y extasiados, eran apartados e ignorados.

    El fardo sangrante logró incorporarse una vez más pese al dolor que recorría cada fibra de su ser. Rogó que llegase pronto el ansiado sueño eterno. Se impulsó, como pudo, hacia adelante. Las dos lunas llenas susurraban su nombre a través de los planos y alumbraban su camino, sutiles astros ajenos al sufrimiento.

    El rastro de sangre hubiera dirigido los pasos de cualquier curioso hasta el puerto secundario de la isla. Allí, el denso ambiente salado le hubiera recorrido la piel y se hubiera acomodado, pegajoso, en cada centímetro libre de ropa. Hubiera podido entrever los restos de una nave que, en lugar de atracar, había colisionado contra los tablones de madera, las cuerdas abandonadas y las redes rotas del muelle. Un sinfín de objetos extraños se esparcían alrededor del lugar del incidente y otros tantos flotaban sobre el pacífico oleaje nocturno. Los restos del navío destacaban entre las embarcaciones por tratarse de un modelo aéreo, pequeño y diseñado para surcar los cielos y llegar más allá de donde ningún marinero de Isla Calavera lo hubiera hecho jamás. No se veía nada parecido desde hacía, como mínimo, veinte años del calendario de Dokäntha.

    La persona tambaleante llamó a una puerta de madera vieja y roída. La primera vez sus nudillos se quejaron. La segunda, dejaron un rastro de sangre. No fue capaz de tocar una tercera. Se dejó caer al suelo, de rodillas, con el brazo izquierdo aún dislocado. Los sollozos se le acumularon en la garganta y se vio incapaz de continuar respirando.

    El cabello largo, recogido a duras penas en una coleta baja, se había ido soltando y le cubría el rostro manchado. No sabía cuánto tiempo le quedaba. «Al menos lo he intentado», se consoló.

    Escuchó los inconfundibles golpes de una pata de palo, pasos acelerados y pesados sobre madera maciza. La luz se derramó sobre su cuerpo como una cortina cálida y, al levantar la mirada, vio a un hombre muy grande con un delantal sucio y recio. Llevaba en sus manos una botella de licor que limpiaba con un trapo blanco.

    El posadero abrió los ojos de par en par, incrédulo, paralizado al encontrar semejante panorama en la puerta trasera. Durante unos segundos no fue capaz de ubicarla, arrodillada y herida, con la ropa desgarrada. Olía a pólvora, a gas, a carbón, a vapor, a sangre, a dolor y a sufrimiento.

    —Ivor… —murmuró.

    ¿Qué hacer cuando llama la misma muerte desde la trastienda?

    Se hallaba en presencia de un fantasma imposible. Jamás hubiera podido olvidar esos labios agrietados, la piel terracota, curtida por el sol y la inclemencia de los elementos, y los ojos atormentados con ansias de libertad que, frenéticos, buscaban una escapatoria.

    Se le escapó una maldición y dejó caer la botella al suelo. Se hizo añicos y pintó el suelo de alcohol y cristales fragmentados.

    —Pardiez, Keane, creía que no volvería a verte.

    Levantó el cuerpo del suelo y lo dejó reposar en sus fuertes brazos, amarillentos y pálidos. Una retahíla de gemidos ahogados resonó en su garganta, provocados por el dolor de verse manejada con tal brusquedad. Se adentraron en la taberna.

    —¿Cuántas veces has muerto? —preguntó, intentando mantenerla despierta.

    Subió por las escaleras tan rápido como le fue posible, tratando de no dañar el cuerpo maltrecho que sostenía, pero su pata de palo le hacía bambolearse de un lado a otro.

    «No es tan fácil librarse de mí», quiso decir, pero las palabras se atascaron en su garganta y no fueron pronunciadas.

    Sabía que no saldría viva de esa.

    El posadero interceptó a su hijo, que correteaba por un pasillo de tablones agrietados.

    —Pillastre, corre a buscar a mamá.

    El chico abrió los ojos ante la figura ensangrentada. No era la primera vez que veía semejante estampa, así que era consciente de la gravedad de la situación. Salió corriendo como alma que lleva un diablo de mar.

    La construcción era más grande de lo que parecía desde fuera. En la parte delantera estaba la taberna, que constaba de un gran salón con mesas, sillas y la barra. Botellas colocadas en estantes, vasos apilados y brillantes. Aquella noche habían doblado el número habitual de clientela. El rumor apagado que hubiera resonado cualquier otro día era, en ese momento, un estruendo ensordecedor. En el lugar que ocuparía el posadero se encontraba su mujer, hastiada, esperando a que él volviese de atender al visitante misterioso.

    Cuando apareció su hijo con una frase inconexa, Rosalinda maldijo como una pirata.

    ¡Mecagüen sus muertos! —Se dirigió a los presentes—: ¡Vosotros, asquerosas ratas barriobajeras…! —Antes de que terminase la frase el silencio reinaba en el lugar—. ¡Más os vale que cuando vuelva no haya ningún cristal roto ni un muerto fortuito! ¡Y a vomitar salís a la calle!

    Todos asintieron, algo asustados. Era bien sabido que la doctora detestaba lidiar con borrachos y, si tenía que hacerlo, no dudaba en sacar su faceta menos amable.

    Cuando desapareció en la trastienda las conversaciones volvieron a fluir, las canciones retomaron su alegría y las jarras las llenaron los propios clientes. Los marineros eran conscientes de que, si bebían sin pagar, Rosie se enteraría y lo lamentarían el resto de sus días, así que las monedas de oro repiqueteaban en los tablones de la barra.

    Arriba, sus pasos violentos se adentraron en la habitación que el posadero había escogido para la ocasión, y Rosalinda reclamó a su marido.

    —¡Habéis manchado las sábanas de sangre! ¿¡Tienes idea de lo que me va a costar limpiarlas!? ¡Las vas a limpiar tú, te digo!

    —Rosie —pidió su atención con calma.

    Ella se la concedió, expectante. Él, solemne, apartó el cabello de la mujer tendida en la cama con sudores y fiebres. Se agitaba, inconsciente.

    —Te presento a Keane Tōṛanā. No está en su mejor momento.

    Un helor recorrió el alma de Rosalinda ante el temido nombre que esperaba no volver a escuchar jamás hasta que fuera anciana y alguien le notificase que esa mujer endiablada había muerto. Una sarta de maldiciones pobló su mente junto al odio que había estado dormido los últimos años: la odiaba y odiaba que estuviera en su taberna y odiaba que su marido estuviera esperando de ella que utilizara sus grandes dotes médicas. Algo en su interior ardió con rabia. Ya la conocía, pero su marido no lo sabía.

    —Dame un motivo para intentar salvarla.

    —Le debo la vida, Rosie. Conoces el código, sabes que tengo que ayudarla.

    —Ayúdala, pues. Te enseñé lo básico.

    —Sí, pero yo no soy médico y temo no ser capaz —rogó Ivor, con un nudo en la garganta y miedo de que su capitana no viviera para ver un último amanecer—. Hazlo por mí, amor mío, por favor. Devuélvele el alma.

    —Esta mujer hace mucho tiempo que no tiene alma.

    Su marido era incapaz de verlo y Rosalinda tragó saliva, nerviosa e indecisa.

    Si la revivía, la desgracia se cerniría sobre ella y su familia. Los remordimientos la consumirían el resto de su existencia por haber condenado a su progenie a la miseria. La odiaba y la odiaría durante los días que le quedasen y, aunque ella tenía clara su decisión (dejar que muriese en agonía, por muy en contra del código deontológico que fuese) algo tras los ojos de su marido le impidió negarle la ayuda.

    Tal vez fue la lástima que se acumulaba en recuerdos de los que ella no formaba parte o el saber que, sin esa mujer, su marido habría muerto antes de conocerla siquiera, antes de que Jak naciera.

    —Sal de la habitación y no me molestes hasta que te llame, Ivor. Voy a devolverle el aliento —aceptó, derrotada.

    Ivor cerró la puerta al salir y suspiró, aliviado, con una sonrisa amarga. Si había alguien en Isla Calavera capaz de detener el inexorable avance de la muerte, esa era Rosalinda. Su capitana, además, tenía ya práctica en aferrarse a la vida con todas sus fuerzas. Viviría y volvería a surcar los cielos.

    Su conciencia se revolvió, inquieta. Conocía el riesgo y lo había aceptado, pero temía haber errado al involucrar a Rosalinda en un destino que quizá truncase su existencia y le negase la paz que había reinado en su vida los últimos diez años.

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    CAPÍTULO 2

    De la Capitana Sin Rostro, la doctora, el posadero y dos cretinos

    Las voces resonaban en la estancia en la que se revolvía. El dolor punzante le invadía el abdomen y el escozor de las quemaduras no cesaba. No comprendía ni una sola palabra de la conversación que sucedía a su lado. ¿Era, acaso, alguna de las lenguas de Seifmêre? Bebió un líquido dulzón, ofrecido en una taza de latón, y notó el ardor en la garganta. Cayó dormida entre delirios de inmediato.

    —No fue mi culpa… —gimió, horas más tarde—. Perdóname, por favor, perdóname. Llévame al cielo, poderoso Yugeum’ui.

    Rosalinda sonrió satisfecha al ver cómo su paciente, inconsciente, rompía a llorar. Keane Tōṛanā suplicaba a los lejanos cielos que le perdonasen los pecados. Estaba más muerta que viva y no hallaba consuelo en brazos de un dios pagano en el que hacía años que nadie creía.

    —No pueden salvar tu alma, diablo —murmuró con rabia, aplicando una cataplasma marrón sobre la quemadura más prominente. Un aullido surgió de los labios de la Capitana Sin Rostro junto a un espasmo que sobresaltó a la curandera y la hizo levantarse de la silla, en guardia.

    Se relajó de inmediato. No había nada que pudiera hacerle en ese estado.

    —Pídame una prueba, mi Señor. Haré lo que sea para ascender a los cielos sobre vuestro lomo y permanecer a vuestro lado en Anshaksba.

    Sus palabras sacaron a Rosalinda del sopor en el que había entrado tras horas atendiendo su cadáver. Cosiendo y desinfectando heridas, se lo había arrebatado a la misma muerte de entre las garras. Había necesitado recordar hasta el último de sus conocimientos de medicina, desembocando en una retahíla de recuerdos de su tierra natal, Seifmêre, que la habían dejado al borde del llanto. El continente recortado y la Iglesia de la Canción aún reclamaban su vida tantos años después…

    —Tu simple presencia es un castigo, maldita pirata —escupió—. Si despertases no entenderías una mínima fracción de lo que estoy haciendo para devolverte el aliento. ¿Y le pides a tu dios pagano que te salve? No lo harán ni él ni la maldita Canción. Le deberás la vida a la medicina y a mis horas perdidas de sueño, gastadas en un ser inmundo como tú, solo porque yo sí que tengo conciencia.

    La capitana, sobre el camastro, gemía y lloraba, encogiéndose sobre sí misma, derrotada. En su mente resonaban voces crueles y recuerdos dolorosos. El delirio se había apoderado de ella, y el Dios alado Yugeum’ui, o su inconsciente, impusieron una condición: «Si una mísera gota de sangre inocente toca tu piel, arderás en mis llamas durante un millón de años y, después, vagarás como alma en pena por Arkäntha y Dokäntha durante toda la eternidad, Condenada al olvido».

    Despertó sintiendo el crujir de cada uno de sus huesos. Incrédula, notó que continuaba entera, de una pieza. Las heridas ya no le sangraban y el dolor era un latido sordo, un eco de otro tiempo, efecto de la anestesia. Estaba mareada y cansada, pero su sentido de supervivencia la levantó del catre con dificultad. Buscó algo de ropa por la habitación, en vano, así que tapó su desnudez con la sábana, anudándola en un improvisado vestido.

    Los pasos la guiaron por un pasillo estrecho hasta unas escaleras. La madera maciza amortiguaba el sonido del talón de los pies descalzos. Se dejó guiar por la tenue luz de un candil alquímico hacia la estancia que supuso que sería la taberna. El silencio interrumpido por una conversación desvanecida la dejó a la espera, escuchando.

    —¿… y dices que la Capitana Sin Rostro está aquí? ¿En tu taberna? ¡Imposible! ¡Está muerta! ¡Muerta, te digo! ¡Desde hace más de ocho años!

    —¡No puede morir, mequetrefe! ¡Hizo un pacto con un diablo de mar!

    —Claro que no puede morir, cabeza de alcornoque. ¿Os tengo que recordar quién es? Dueña de Isla Calavera y la pirata más temida de toda la historia, superando a su padre. Si la hubierais conocido cuando era joven… ¡Imposible imaginar a alguien más fiero y bello! Salvaje como las lunas llenas.

    Reconoció la tercera voz: Ivor. Se detuvo junto al marco de la puerta, sin dejarse ver.

    —Pero ese no es el tema, Franz. Puedo contaros las hazañas que esa mujer logró antes de cumplir los treinta y el asombro no desaparecería de vuestro rostro durante meses.

    —Hemos oído esas historias mil veces en las hogueras de Isla Calavera. No hay nada, ningún rumor o historia, que no haya pasado en algún momento por este lugar, y ni yo ni Stefano tenemos otra cosa que hacer que escucharlas. Ahórratelas.

    —¿De verdad has llegado a creer, Franz, por un mísero instante, que pudo morir hace ocho años en un simple naufragio aéreo? —Ivor parecía ofendido y contuvo la respiración antes de responder a su amigo—. La Capitana Sin Rostro podría asesinar a toda la población del Gran Desierto de Aritzú sin parar a beber agua o descansar, ¡sin un rasguño!

    —¡Sí, venga! ¡Y yo me tiro a Rosie todos los jueves mientras tú estás en el puerto buscando ron! —exclamó con sorna el primero que había hablado, Stefano, un hombre de piel dorada, ojos azules, chivo recortado, cabeza rapada por los lados y una trenza pelirroja cayéndole sobre el hombro.

    —Me consta que hizo algo parecido, pero no sé si fiarme de ciertas historias de tabernas… —dijo Keane, entrando en la habitación.

    Antes de salir de detrás de la barra, que era donde se encontraba el acceso a la posada, tomó una botella de ron. Con total desparpajo la descorchó usando los dientes. Se dirigió a los tres hombres sentados alrededor de una mesa de caoba con cuatro sillas y tomó asiento, ignorando el hecho de que lo único que tapaba su desnudez era una sábana que dejaba ver su figura más de lo que la imaginación de los tres hombres podía procesar y asimilar.

    Apoyó los pies sobre la mesa y reclinó la silla. La sábana se deslizó, dejando la mitad de su pecho al aire, cuando levantó la botella de ron para beber un trago largo. Parte del líquido le resbaló por la comisura de los labios y cayó sobre su cuerpo. No se inmutó.

    —Aunque me encantaría escuchar tu versión, Ivor —añadió Keane con una sonrisa irónica que el posadero llevaba años sin vislumbrar.

    Franz y Stefano adquirieron un tono carmín intenso mientras él se limitaba a enarcar una ceja.

    «¿A qué juegas, capitana?».

    —¿Desde cuándo tienes semejante joya escondida en la bodega, Ivi?

    —¿No tenías suficiente con secuestrar a la hermosa Rosalinda de Seifmêre? ¿Tenías que añadir una mujer aritzeña a tu colección? ¿Os lo montáis los tres a la vez o cómo va esto?

    —No secuestré a Rosie… —murmuró Ivor, confuso por la actitud que estaban mostrando sus amigos—. No sé qué estáis pensando, pero no tenemos nada.

    —En tal caso, si no es familiar tuyo y no la tienes de concubina, ¿por qué no nos la has presentado antes? A esta buena moza le daríamos el amigo Stefano y yo lo que nunca le han dado. La ataría a mi cama y no dejaría que saliese de allí.

    Franz, con sus ridículos rizos castaños, hablaba como si no estuviera presente. Ella no comentó nada, limitándose a beber otro trago de ron.

    —Desde luego, yo me arrodillo ante semejante diosa. Si la tuviese para mí la haría gozar como nunca. No necesitaría cuerdas, acabaría la señorita tan rendida que no querría moverse y, si pudiera hacerlo, no se iría con tal de repetir.

    Ivor tragó saliva y paseó la mirada de la capitana a sus amigos y de nuevo a la mujer, que en menos de dos minutos había arrasado con media botella de ron sin ayuda. Trató de mirarla como si acabasen de conocerse, como si no hubieran compartido momentos de una intimidad y familiaridad increíbles, como si no hubieran sido ellos dos contra el mundo tantas veces.

    Keane Tōṛanā era una mujer adulta que sobrepasaba la treintena. Apenas una docena de arrugas se extendían por su cara, aún joven. Profundas bolsas se habían acomodado bajo sus ojos por la falta de descanso y la pérdida de sangre. Sus labios, casi siempre agrietados, habían recibido la misericordia de Rosalinda, que los había untado con alguno de sus mejunjes y les había devuelto la vida y el color olvidados durante años navegando. Sus ojos continuaban siendo grises como el cielo tormentoso, y su melena, caoba oscuro y de rizos rebeldes, caía en cascada sobre sus clavículas. Un mechón desbocado reposaba sobre su nariz y cubría la evidente rotura que había sufrido el puente. Era de constitución fuerte y músculos definidos y entrenados. Le surcaban el cuerpo, a su vez, miles de cicatrices, algunas más olvidadas que otras. Las que más destacaban a simple vista eran las que tenía en la cara. Una le cruzaba la ceja izquierda y la otra era un corte desvanecido sobre los labios.

    Destacaba sobre su piel marrón un cierto brillo dorado que evidenciaba que había sido marcada por la magia. Se trataba de un secreto que ellos, ajenos a los misterios de los más recónditos parajes y sus habitantes, jamás podrían intuir. La única pista que tenían era la fascinación sobrenatural que ejercía sobre ellos, magnética.

    —¿Por qué pierdes el tiempo con un tabernero, diosa salvaje? ¡Ni siquiera se preocupa por tu placer! ¿Qué tiene que hacer un hombre como yo para conseguir que una mujer como tú se le siente encima? —clamó Stefano.

    Ivor sabía que sus amigos solo veían una belleza salvaje y fuerte, una mujer con aspecto de haber vivido infinitas aventuras y que, en la flor de la vida, era una joya; perfecta para trabajar en alta mar y proporcionarles placer en las horas muertas, una amante furtiva cuya constitución aseguraba que jamás estaría demasiado cansada. Keane desprendía pasión por cada poro de su piel oscura. Ivor se preguntó cuánto tardaría en reaccionar ante la insultante mirada misógina a la que la estaban sometiendo. Por su mente pasó, por un instante, una posibilidad: ¿y si Rosalinda no la había podido curar del todo…?

    «Voy a decir algo antes de que vaya a más».

    Chicos.

    Pero Franz, sonriendo como el canalla que era, tenía otros planes.

    —Venga, preciosa, vamos a echar un polvo arriba antes de que sea hora de cenar.

    La Capitana Sin Rostro bajó las piernas, apoyó un brazo sobre la mesa y dejó la botella en la madera con un golpe. Sin mirar a ninguno de los presentes en particular, usó el pulgar para secar el líquido acumulado en la comisura de sus labios. Levantó la mirada entonces y la clavó en los hombres sentados frente a ella. Se echaron a temblar, confusos.

    —Decidme, bribones, ¿quién quiere morir primero?

    Fueron tan frías sus palabras que incluso Ivor se estremeció pese a haber sabido de antemano que la reacción de su capitana no iba a ser pacífica.

    Debía intervenir antes de

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