Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Las reliquias del cuervero
Las reliquias del cuervero
Las reliquias del cuervero
Libro electrónico472 páginas6 horas

Las reliquias del cuervero

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Elijah Cox tenía una vida de lo más normal. Acababa de empezar la universidad, compartía piso con su mejor amiga Deidre y cada uno cursaba la carrera que creía conveniente.
Ni siquiera la colección de objetos extraños de su padre le parecía interesante, aunque ahora es la única pista que tiene para resolver su brutal asesinato.
Así, Elijah comienza a investigar su legado, entre el que encuentra una libreta repleta de nombres desconocidos. ¿Quién es toda esa gente? ¿Se encuentra el asesino entre ellos?
Junto a Deidre y Julia, la hija del detective, Elijah pronto descubrirá que, como su vida, este no es un caso normal. Poco a poco la investigación los guiará hacia un mundo completamente distinto, donde, muchos siglos atrás, desaparecieron tres objetos capaces de conceder deseos: las Reliquias del Cuervero.
Aviso de contenido sensible: luto, agresión, entorno carcelario violento.

Si no encuentras tu contenido sensible y no estás segure de si aparece en el libro puedes preguntarnos a través de nuestro formulario de contacto o nuestras redes sociales.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 oct 2021
ISBN9788412389470
Las reliquias del cuervero

Relacionado con Las reliquias del cuervero

Títulos en esta serie (11)

Ver más

Libros electrónicos relacionados

Fantasía para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Las reliquias del cuervero

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Las reliquias del cuervero - Víctor Guez

    Tres jóvenes asomados a un pozo del que sale una luz amarillenta. El primero es un chico rubio de piel muy blanca, con jersey amarillo y mochila, de mirada perdida. La segunda tiene melena negra por los hombros y flequillo, con mechas rojas, y de piel blanca también. Lleva chaqueta beige y camiseta roja. La tercera lleva gafas redondas y pelo rapado, es negra y lleva jersey marrón claro y pantalones negros. Ellas dos también llevan mochila. Agachado frente al pozo está un hombre de pelo y barba morados, con un traje lila, de piel blanca y la mano apoyada en un relieve brillante del pozo. El fondo, un bosque oscuro, y alrededor de la escena una filigrana dorada y el título: Las Reliquias del Cuervero.

    LAS RELIQUIAS DEL CUERVERO

    LAS RELIQUIAS DEL CUERVERO

    Víctor Guez

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del código penal).

    ©Víctor Guez, 2021

    ©Ilustración de portada: Marina Speer (@nightmerss), 2021

    ©Edición y corección de texto: Elia Vela Laviña, 2021

    ©Ediciones Dorna, 2021

    www.edicionesdorna.com

    Impreso en España por Podiprint

    ISBN: 978-84-123894-7-0

    IBIC: FM

    Aviso de contenido sensible: luto, agresión, entorno carcelario violento.

    Si necesitas más detalles sobre contenido sensible contáctanos en nuestro Twitter @EdicionesDorna o nuestro Instagram @edicionesdorna.

    A mi abuelo Luis.

    Imagen de un escudo dividido en tres partes. En la superior podemos ver un pergamino, en la inferior izquierda una pluma y en la inferior derecha dos círculos que asemejan un tintero.

    PRÓLOGO

    El frío calaba sus pequeños huesos. Llevaba tanto camino recorrido que volver ya no era una opción. Tampoco es que antes hubiese sido una posibilidad; desde hacía semanas solo miraba hacia adelante. La vida que dejaba no podía ser peor que lo que le esperase al otro lado de la frontera. Se creía capaz de soportar cualquier contratiempo; la costra de humillaciones con la que cargaba era la armadura perfecta, aunque tras ella germinaran inseguridades un día sí y otro también.

    —¿Cómo vas a prosperar si ni siquiera puedes hablar? —le decía su padre en cada ocasión que se le presentaba—. Creerán que eres boba. Nadie confía en los bobos.

    Vera, al principio, solía responder. «No soy boba», se imaginaba diciendo, aunque lo único que su boca emitía fuesen balbuceos por los que recibiese, además, alguna burla de su madre. Dejó de intentarlo. Parecían culparla de haber nacido sin lengua.

    En su fuero interno, ansiaba demostrarles que se equivocaban, que sí podría prosperar, que sí habría quien confiase en ella, aunque para eso tuviera que escaparse. Que nadie merecía el trato que había recibido toda su vida.

    Ahora era libre de su yugo y podía hacer lo que quisiera. Y lo haría.

    De aquello habían pasado dos meses. Vera había vagado sin rumbo y sin más amparo que el que le proveía la suerte, y era afortunada de seguir viva y entera. No todo el mundo podía decir lo mismo en aquella parte de Dumar. Los reyes descuidaban el sur como siempre lo habían hecho.

    Había pasado mucho tiempo en la calle antes de decidirse por huir a Matreq, el reino vecino. Cualquier distancia con sus padres le parecía poca. Solo se arrepentía de haber elegido una época como aquella para rebelarse. Había cambiado su abrigo por comida unos días atrás y nada de lo que hiciese parecía calentarla.

    El campo que atravesaba estaba lleno de viñas, aunque no parecían alojar todavía ningún fruto. Hubiera estado bien poder comerse un par de uvas en ese momento, pensó. Su menudo cuerpo de trece años empezaba a acusar el hambre de su acelerada marcha. ¿Cuánto quedaba? ¿Podría descansar pronto? No había señal alguna de que hubiese cruzado la frontera, aunque fuese estúpido pensar que habría una línea en el suelo.  Alguna indicación le sería de gran ayuda en ese momento.

    El grajeo de un cuervo la sobresaltó. Había sonado excesivamente cerca. Se percató de que llevaba mucho tiempo sin atisbar cualquier otro signo de vida, fuese humana o animal, y la presencia del ave, que ubicó por encima de su cabeza, la animó. Decidió obviar el mal augurio que el cuervo representaba y siguió su recorrido con la mirada.

    Lo vio desaparecer entre las ramas de lo que parecía ser un enorme olivo, un centenar de pasos más adelante. Vera inspiró con fuerza y contuvo el aire en su pecho. Era, quizás, el primer árbol que se encontraba en lo que llevaba caminado esa mañana. Podía ser una buena señal. Esperaba que fuera una buena señal. Aunó fuerzas y apuró el paso.

    En tanto que recortaba distancia, los graznidos aumentaron. En plural. El cuervo que había visto llegar no parecía ser el único huésped del extraño olivo. El sonido le puso la piel de gallina, si bien no se amilanó, convencida de que ese árbol le traería cosas buenas. Lo alcanzó con pies pesados, arrastrando y levantando el polvo de la tierra que lo rodeaba. En aquel punto, la discusión de las aves era ensordecedora.

    Vera se dejó caer a los pies del árbol, exhausta. La sombra que este arrojaba era fría, y supo que no podría quedarse allí parada mucho tiempo; de lo contrario, se helaría. Le vendría bien un plato caliente, una manta gruesa y un hogar vivo junto al que disfrutar de ambos. Le vendrían bien tantas cosas… Se conformaba con cualquiera que le hiciera olvidar lo que había dejado atrás.

    Miró a su alrededor. El paisaje cambiaba más adelante, aunque sutilmente. Ya no se distinguían viñas, sino una larga extensión de tierra en cuyo extremo parecía levantarse un montículo extraño. La niña entornó los párpados para enfocarlo y el corazón le dio un vuelco. No era un montículo, sino la estructura de una casa. Se incorporó como movida por un resorte, dispuesta a descubrir si su suerte cambiaba por fin.

    Le fue imposible controlar la emoción, así como el ritmo de sus zancadas. Ya no sentía el frío ni el hambre: su mente solo atendía a aquella figura cada vez más cercana. Las rodillas se le quejaron, los pies le ardían. La casa, hasta ese momento un edificio borroso, empezó a definirse ante su mirada ansiosa. Lo que pensó que era una pequeña torre resultó ser un molino carente de aspas, y anexado a él, como un apéndice secundario, una casa llena de ventanas. El conjunto se asemejaba a un monstruo surgido de la tierra, pero una bestia amable, como las que le gustaba imaginarse cabalgando cuando era más pequeña.

    El miedo a encontrársela vacía le atenazó el vientre. ¿Y si no había nadie que la ayudase? ¿Estaría bien colarse, romper alguna de esas ventanas?

    Casi no tuvo tiempo de hacerse más preguntas. Cuando le quedaban apenas diez pasos para alcanzar la casa, la puerta delantera se abrió de golpe. Vera se detuvo en seco y miró a la mujer que bloqueaba su umbral. El corazón comenzó a latirle tan deprisa que pensó que se desmayaría.

    —¡Billem! —la oyó gritar; lo que dijo después no llegó a entenderlo.

    Entonces aquella mujer corrió hacia ella, de pronto incapaz de moverse. Sin embargo, nada más ver su expresión supo que no tendría que volver a pasar miedo. Las piernas le flaquearon.

    —¡Billem! Por las ramas del Cuervero, ¡tráeme la capa! —le instó, no supo a quién, mientras la sostenía entre sus brazos—. Hay una niña muerta de frío…

    Eso último lo dijo en un susurro, solo para ella. Vera se dejó abrazar. Un hombre apareció de la nada y la envolvió con una tela gruesa que olía a leña y azúcar. Solo entonces se permitió llorar.

    PARTE 1

    Imagen de un escudo dividido en tres partes. En la superior podemos ver un pergamino, en la inferior izquierda una pluma y en la inferior derecha dos círculos que asemejan un tintero.

    E

    Miércoles, 3 de octubre de 2018.

    Mientras atravesaba la acera alfombrada de hojas, Elijah calculaba el tiempo que le quedaba. Una hora era todo lo que tenía para llegar, cambiarse, comer e ir a la universidad. Si hubiera sabido controlar mejor sus pies, no habría caído sobre un charco reciente y, por lo tanto, no habría tenido esa urgencia por cambiarse de ropa. Con lo mal que se le daba combinar colores tardaría un rato hasta dar con el mejor pantalón.

    Por suerte, el apartamento estaba cerca del campus, circunstancia que jugaba a su favor en situaciones como esa. Lo compartía con su mejor amiga, Deidre, que estudiaba en la Universidad de Lassen por motivos muy similares a los suyos. El pequeño pueblo en el que se habían criado, Fillgrove, no tenía universidades, por lo que muchos jóvenes optaban por centros en ciudades vecinas. Ambos amigos habían decidido que vivirían juntos antes que inscribirse en alguna de las residencias.

    Lo que nadie le advirtió —y si lo hizo, no insistió lo suficiente— fue que a Deidre le gustaba retrasar a la gente que vivía con ella. «¿Has visto este vídeo de un perro persiguiéndose la cola? Es supergracioso. Mira, mira». «¿Vas a tu cuarto? ¿No te importa, ya que vas, traerme el cargador del móvil? No sé dónde está exactamente, pero mira en mi mesa». «Sí, me apetece pizza, pero más tarde, ¿no? Ahora no tengo hambre». Por eso esperaba no encontrarse con ella en ese momento. La quería, pero le iba a venir muy mal una conversación con ella, por muy interesante que fuese el meme que quisiera enseñarle.

    —¡Hola! ¿Tienes un minuto para hablar de la desnutrición infantil en países subdesarrollados?

    La voz del joven le distrajo, y su trayectoria se vio interrumpida por su cuerpo. Sus pies resbalaron sobre las hojas caídas y a punto estuvo de encontrar el suelo de nuevo. El chico llevaba una carpeta en las manos, una camiseta blanca con el logo de una ONG que había visto muchas veces anunciada en televisión y una radiante sonrisa en los labios. Claro que tenía un minuto para hablar sobre la desnutrición infantil, no solo de la que ocurría en países subdesarrollados, sino también de la que afectaba a niños de su propio país, y para aportar soluciones, y para criticar a los gobiernos. Pero no ahora, no cuando los minutos parecían durar la mitad.

    Resopló y agachó la cabeza. Tendría que ser en otro momento.

    —Lo siento, llego tarde —se disculpó, realmente arrepentido, rodeándole con prisas.

    «El karma es una mala perra», le habría dicho Deidre.

    Llegó al apartamento con la respiración acelerada y el sudor marcándole la camiseta bajo las axilas. Perfecto, ahora tendría que cambiarse esa también.

    Sin embargo, lo que terminó de arruinar su día fue una llamada telefónica. Calentaba una lasaña en el microondas, de las precocinadas para ahorrar tiempo, cuando su teléfono móvil sonó. Y la llamada llegó con la peor de las noticias posibles.

    Tardó unos generosos cuarenta minutos en llegar a la comisaría de Fillgrove. Tuvo suerte en encontrar un taxi libre frente al edificio en el que vivía, pues no habría podido ni hablar por teléfono para pedir uno. La comisaría, un edificio blanco demasiado grande para una ciudad tan pequeña, era el último lugar cuya puerta se imaginaba cruzar ese día.

    Su corazón se hizo añicos cuando vio al hombre que le había criado tumbado en la camilla metálica, pálido como nunca le había visto. Su rostro presentaba diversos cortes y moratones, y sus ojos estaban tan hinchados bajo los párpados que se aferró a cualquier posibilidad que descartara que se trataba de él. No lo reconocía. O no quería reconocerlo.

    El golpe que se había hecho al caer no dolía tanto como el que constreñía su pecho en ese momento. Un dolor seco, ardiente, que exprimía sus pulmones. Que ahogaba. ¿Cómo podía haber cambiado todo en tan poco tiempo?

    —¿Q-quién le ha hecho esto? —inquirió con ojos llorosos, levantando la mirada del cadáver de su padre.

    En la habitación, además del forense, se encontraban dos personas más: una mujer menuda de piel tostada y pelo negro recogido en una coleta, y un hombre cuya barba plateada contrastaba con el gris pardo de su piel.

    —Conteste a las preguntas y le pondremos al tanto —dijo este último. Su cara le sonaba.

    —¿Qué preguntas?

    —¿Reconoce a este hombre? —formuló entonces el forense, carpetilla en mano.

    —¿Que si le reconozco? —El chico frunció el ceño—. Me habéis llamado vosotros.

    —Responda a la pregunta, por favor —insistió de nuevo el primer hombre.

    La presión de su pecho no hacía más que aumentar.

    —Elijah. —La única persona que todavía no había hablado pronunció su nombre. Los ojos de la mujer estaban clavados directamente en los suyos y parecían querer transmitirle algo de serenidad, de comprensión—. Son protocolos, los necesitamos para seguir.

    Tragó saliva y se obligó a serenarse.

    —Es mi padre —contestó al fin.

    El nudo de su estómago se estrechó todavía más, resaltando las náuseas.

    —Espero arriba, iré preparando el papeleo —susurró el policía de mayor edad dirigiéndose a su compañera, que no emitió sonido alguno ante el anuncio.

    Sus zancadas resonaron dentro de la sala, alejándose hasta salir por una puerta.

    No hubo más de dos preguntas después de aquella, ambas relacionadas con la identidad del cadáver. Cada una de ellas materializaba la idea que llevaba todo el rato intentado empujar al fondo de su mente: su padre había muerto y su mundo había quedado partido en dos.

    —Lamento tu pérdida, de verdad que sí —dijo la mujer. Sintió una mano en su hombro y tardó en advertir que se trataba de ella.

    Elijah no respondió. Dio por finalizado aquel ritual de reconocimiento y volvió a clavar la mirada en el cuerpo de su padre. Cientos, si no miles de preguntas se amontonaban en su cabeza, luchando por abrirse paso hasta su boca para ser entonadas, gritadas, desesperadas por una respuesta. Sentía desentonar en un escenario que solo había visto en televisión en compañía de un cubo de palomitas. Se había convertido en el protagonista de una escena que ni en mil años se hubiera imaginado tener que interpretar.

    Era una mierda, todo era una soberana mierda.

    —¿Necesitas algo más? —La policía habló de nuevo.

    —No, ya está todo —respondió el forense—. Te envío el informe cuando acabe.

    —Gracias, Carson, pasa buena noche. Elijah —de nuevo, aquella mano en su hombro—, ¿me acompañas, por favor?

    El corazón del muchacho dio un vuelco, el enésimo aquella noche.

    —¿Cómo? No… ¿Y mi padre? No voy a dejarlo aquí.

    —La muerte de tu padre forma ahora parte de una investigación. El doctor Carson le efectuará una autopsia para saber más. —El rostro de la mujer se contrajo en una mueca que parecía querer mostrar empatía—. Entiendo lo que debe de estar pasando por tu cabeza, pero te aseguro, Elijah, que lo mejor que puedes hacer es dejarnos trabajar. Resolveremos esto…

    ¿Cómo iba esa policía a saber lo que pasaba por su cabeza? Tenía miedo de irse, de separarse de su padre —o de lo que quedaba de él en esa camilla—, con la absurda idea de que permaneciendo allí el hombre no se iría, que mientras se quedara allí velando su cadáver habría alguna oportunidad de deshacer todo aquello.

    En el fondo sabía que no era posible. Daniel Cox ya no estaba y no había nada que le pudiera traer de vuelta. Aun así,  la hizo caso y se dejó llevar, no sin antes echar una última mirada al cadáver que, tan pronto como Elijah abandonó la habitación, fue cubierto por una sábana, a la espera de esa autopsia.

    Varias paradas de ascensor después y tras recorrer media decena de pasillos, el chico finalmente ocupó una silla, gesto que sus rodillas agradecieron. Llevaban tambaleándose desde hacía rato, peleando por sostener el cuerpo de su dueño y evitando que fuera al suelo. Miró a su alrededor tratando de ubicarse, y por el contexto de la sala en la que se encontraba concluyó que lo siguiente que escucharía serían preguntas. Las paredes estaban pulcramente pintadas de blanco y no albergaban ninguna decoración salvo la de un espejo rectangular en una de ellas. Una mesa del mismo color y bastante similar a la que él tenía en su propia cocina se ubicaba en el centro; Elijah estaba sentado detrás de ella y, frente a él, dos sillas más que no tardaron en ocuparse.

    El hombre que había visto en la morgue, de piel oscura y bastante mayor que su homóloga, desplegó una libreta, pero no dijo ni una palabra.

    —Elijah, este es mi compañero, el inspector Harold Hendrix, y yo soy la inspectora Raquel Suárez —habló ella—. ¿Estás preparado para responder algunas preguntas o necesitas más tiempo?

    El chico levantó la mirada, hasta ese momento clavada en la libreta del hombre.

    —Sí… Estoy preparado, supongo —murmuró.

    La policía esbozó una pequeña sonrisa antes de continuar, agradeciendo la confirmación.

    —Bien. ¿Tu padre vivía solo?

    Elijah se tomó unos segundos para responder.

    —Sí, desde hacía… Desde hace dos meses. Antes vivía con él, pero ahora estudio en la Universidad de Lassen y vivo con una amiga en un apartamento. —Tenía dificultades para ordenar sus pensamientos y no estaba seguro de estar dándole a los policías la información que le pedían—. Mi padre insistió, dijo que así… que así no tardaría hora y media en ir desde casa; no tengo carnet de conducir.

    —Pero, aun así, tardó cuarenta minutos en venir cuando le llamamos —confrontó el inspector Hendrix, como si aquellas preguntas no fuesen un trámite más para él. Pese a todo, Elijah estaba tan agotado mentalmente que no llegó a advertir esas intenciones.

    —Cogí un taxi.

    —¿Desde Lassen? Te habrá llevado un buen pico. —La inspectora Suárez trataba de relajar el ambiente; su tono daba a entender que no estaba del todo de acuerdo en tratar al chico como sospechoso.

    —Ya. 

    «¿Qué otra cosa podía haber hecho?», reflexionó en silencio. Los autobuses hacían demasiadas paradas y los horarios para los trenes estaban demasiado espaciados.

    —¿Cuándo fue la última vez que viste a tu padre?

    —El sábado pasado, creo… Sí. Bajé a Fillgrove para pasar el fin de semana con él.

    Solo hacía cuatro días de eso. Diablos. Si hubiera sabido algo de lo que iba a ocurrir, no se habría marchado. O, mejor, le habría insistido en que le acompañase a Lassen.

    —Tu padre daba clase de Ciencias Sociales en el River High, ¿no es así? —Elijah asintió—. Supongo que te acabó dando clase también a ti, ¿verdad? Debió de ser raro.

    El chico se encogió de hombros. Supuso que la inspectora solo intentaba ser amable, no encontraba otra explicación a por qué hablaba de eso en concreto; sin embargo, aunque agradecía el tono afable de su discurso, no le apetecía recordar esos días. Su padre estaba muerto, ya tenía bastante con aceptar el hecho y lidiar con su ausencia, a la que aún no sabía cómo acostumbrarse.

    —¿Sabes si se llevaba mal con alguien? ¿Enemigos, tal vez?

    —No sé, tal vez, no sé… —resopló.

    Sintió de repente los ojos húmedos y reparó en que hasta ese momento no había roto a llorar. Llevaba destrozado desde que lo había reconocido en la camilla del forense, pero solo ahora empezaba a exteriorizar lo que sentía por dentro más allá de la pose encogida o las frases torpes. La inspectora Suárez, que vio las primeras lágrimas mojar sus mejillas, extendió hacia él un paquete de pañuelos.

    —Mi padre era amable, si a eso se refieren, pero tenía sus cosas. Odia a las compañías telefónicas y a los racistas —agregó el chico, mezclando pasado y presente sin ser consciente.

    —Dígame, Elijah —El inspector Hendrix había vuelto a hablar después de pasar en silencio las últimas preguntas—, ¿hay alguien que pueda corroborar que estuvo en Lassen hasta que recibió nuestra llamada? ¿Su compañera de piso, quizás?

    —Sí, Deidre… Pero asistí a clases por la mañana —contestó tras enjugarse las lágrimas—. ¿Me van a decir qué pasó exactamente? Creía que por eso querían hablar conmigo…

    —Por supuesto, Elijah. —Suárez retomó la palabra, lanzándole una mirada reprobatoria a su compañero antes de seguir hablando—. Los vecinos de tu padre llamaron a la policía después de escuchar ruidos extraños en su casa. Una discusión, golpes… Cuando la patrulla llegó, se encontró la puerta abierta y a tu padre, ya fallecido, dentro de la casa. Hay algunos muebles rotos o movidos, pero lo poco de valor que había no se lo llevaron, lo que nos hace pensar que el agresor, o agresores, buscaban algo concreto.

    El chico apretó los dientes, los cuales sentía castañear dentro de su boca, y se pasó las manos por el pelo, del color del trigo seco. No había entendido mucho; de hecho, ese relato no lo identificaba en absoluto con su padre. ¿Qué podía tener él que otros quisieran tanto como para matar por ello? Cuando había estado en su casa el pasado sábado, todo parecía estar igual.

    —¿Puedo irme ya? —Pidió, sin mirar a ninguno de los inspectores en concreto.

    —Claro, Elijah. —La mujer le dedicó una sonrisa amable—. Si hay algo más de lo que quieras hablar, llámanos, ¿de acuerdo?

    Por enésima vez, asintió en silencio, y abandonó aquella sala en busca de un lugar más tranquilo en el que procesar todo lo que había vivido en las últimas horas.

    Lo encontró en una silla no muy lejos de allí, en una de las zonas de paso de la comisaría. Escuchaba a los funcionarios trabajar, los teléfonos sonar, pero era el tipo de calma que apaciguaba su mente.

    Se sintió ignorado por los demás y aprovechó esa sensación para poner en orden sus pensamientos. No entendía si la presión constante que sentía en el pecho era normal y deseó haber tenido experiencias anteriores con la muerte para comprender lo que le pasaba. Del mismo modo, se culpaba por no haber estado presente, como si de verdad hubiera podido evitar lo que le había pasado a su padre. Él, un chico bajito y más bien delgaducho, sin fuerza para dar la vuelta al colchón de su cama, capaz de parar una agresión. En días mejores se habría reído de esa ocurrencia.

    Dio gracias por conservar el pañuelo que había usado antes, pues ahora lo necesitaba de nuevo. En cierta forma, le aliviaba estar llorando. ¿Era lo correcto, no? Ya no sabía qué pensar; pero sí, se sentía mejor con los ojos vidriosos y las mejillas húmedas.

    —¿Elijah? —Una voz le sobresaltó y levantó la cabeza, secándose con premura las lágrimas—. ¿Elijah Cox?

    Era una chica de su edad. Llevaba la cabeza rapada y le miraba preocupada a través de los cristales de unas gafas de pasta verdes. Le costó reconocerla; la última vez que la había visto había sido antes del verano, en la ceremonia de graduación del instituto y, entonces, todavía tenía pelo, mucho pelo. Le sorprendió encontrarla allí, durante unos segundos, hasta que recordó su apellido: Hendrix. Había estado hablando con su padre hacía unos minutos. Bendita casualidad.

    —No sé si te acuerdas de mí —siguió hablando—. Soy…

    —Julia, sí. —Su voz sonó más apagada de lo que hubiera esperado, pero ni siquiera eso le importaba ahora. No le apetecía demasiado hablar con esa chica.

    Ella pareció intuirlo, porque no preguntó nada más. Simplemente se sentó a su lado, ocupando el asiento libre que quedaba de aquella pareja. La oyó respirar y, aunque no quisiese hablar en ese momento, agradeció algo de compañía libre de juicios.

    —He hablado con mi padre —anunció de repente—. Lo siento mucho, Elijah. 

    Y allí estaban las primeras condolencias, aparte de las de la inspectora Suárez. Sus ojos se humedecieron de nuevo y bajó la mirada, sin fuerzas para responder.

    El primer pésame oficial.

    —Puedo llevarte a donde necesites, tengo el coche fuera.

    Vaya, ni siquiera había pensado en cómo volver al apartamento. De hecho, tener que pensar cualquier cosa a partir de ese instante se le hacía cuesta arriba.

    —Gracias —musitó, finalmente.

    Se levantó, notando sobre sus hombros un peso que no había apreciado hasta ese momento. Pese a no querer moverse, sabía que debía hacerlo. Se percató en ese momento de que Julia le sacaba media cabeza, y el detalle, lejos de intimidarle, le reconfortó un poco.

    Imagen de un escudo dividido en tres partes. En la superior podemos ver un pergamino, en la inferior izquierda una pluma y en la inferior derecha dos círculos que asemejan un tintero.

    D

    Miércoles, 3 de octubre.

    ¿Dónde se había metido? Ni un mensaje, ni una llamada. Solo una lasaña fría dentro del microondas. De espinacas, por supuesto. No entendía cómo a su amigo podía gustarle tanto lo verde; si hubiese sido de carne todavía se la habría comido ella, pero Deidre no tenía buena relación con la verdura. Cuando vivía con sus padres era una constante en su dieta, pero desde que estaba en la universidad y el techo paterno no dictaba las normas, la había relegado a un maravilloso segundo plano. Maravilloso para ella, claro. Precisamente, de no ser por Elijah, los vegetales habrían acabado justo de donde salían: bajo tierra. Y era por eso que su ausencia se hacía más notoria, sobre todo a esas horas.

    Se coló en el cuarto del chico, en cuya puerta colgaba el regalo que le había hecho las pasadas Navidades. «Libres, iguales, justos». La chapa había perdido color en los últimos diez meses, pero el lema por excelencia de la famosa saga fantástica se podía leer a la perfección. Elijah, como ejemplo de la buena sintonía entre ambos, le había hecho un regalo similar: un letrero en el que se leía «A113», en referencia al aula de Artes en el que se formaron muchos de los animadores de Pixar, que, hasta que se habían mudado a aquel apartamento, había estado pegado a la puerta de su habitación en Fillgrove.

    Para ambos, el anterior había sido un año difícil. La abuela de su amigo había sucumbido al Alzhéimer y a ella le habían diagnosticado una enfermedad rara, una distrofia muscular que le haría perder paulatinamente la fuerza en los brazos y los hombros. Esos carteles eran más que un detalle, eran un recordatorio de todo lo que les quedaba por vivir.

    Encendió la luz y se acercó a su escritorio, en busca del calendario que señalaba las fechas de sus exámenes; se lo había visto más de una vez, así que no sería difícil encontrarlo. Lo ubicó justo delante de sus narices, clavado con chinchetas al panel de corcho que colgaba de la pared. El próximo examen de Elijah era en dos días: Bioquímica. ¿Biblioteca? No, le constaba que odiaba el espeso silencio que allí reinaba. Quizás estaba en una cafetería. Sin embargo, eso no explicaba que se hubiera dejado la cena en el microondas.

    Giró la cabeza para buscar algo en el cuarto que le diera respuestas y, al hacerlo, el pelo del flequillo le acarició las pestañas. Debía recortárselo, se recordó. Le gustaba llevarlo largo hasta cubrirle las cejas, pero empezaba a ser incómodo. Quizás podría pasarse al día siguiente por la peluquería, pensó. No le vendría del todo mal arreglarse las mechas —los mechones rojos que contrastaban con el negro de su media melena se habían aclarado hasta parecer desgastados o enfermos—. Eso tampoco le gustaba. Decidido, antes de su sesión de fisioterapia se pasaría por la peluquería.

    Volvió sobre sus pasos, apagó la luz y salió de la habitación de su amigo. Se encerró en la suya, con el teléfono móvil bien visible sobre su escritorio por si Elijah le contestaba al mensaje que le había enviado, y encendió su tableta gráfica. Solo había trazado una línea cuando escuchó la puerta del apartamento.

    —¿Enano, eres tú? —preguntó mientras se levantaba y salía al pasillo—. Espero que seas tú o pareceré una idiota.

    La distrofia tampoco le permitía sonreír del todo, pero la curva de sus labios se levantó mínimamente ante su ocurrencia. Sin embargo, cuando vio a su amigo se le quitaron las ganas de seguir bromeando. Tenía la espalda apoyada contra la puerta principal, los hombros caídos y la expresión abatida. Era una de esas veces en las que sentía que algo no iba bien sin necesidad de preguntar.

    —No me llames así… Sabes que soy mayor que tú —dijo Elijah de forma casi automática, como parte del repertorio habitual de frases que ambos solían dirigirse.

    Pero aquella vez, a la vista saltaba, no era como las demás.

    Deidre se terminó de acercar hasta él. En sus gestos, un intento de escudriñar lo que la mirada de su amigo escondía, lo que su alma parecía estar gritando sin que ella atinara a escucharla del todo. Sí, algo iba mal, muy mal.

    —Mi padre… Ha muerto.

    Las palabras del chico, enunciadas de sopetón, fueron apenas un murmullo, pero tenían la fuerza suficiente para calar hasta ese rinconcito de su corazón que reservaba solo para la gente que le importaba. El calor se adueñó de su cabeza, que reverberaba al ritmo de sus latidos.

    —Madre mía, Elijah. —Recortó la distancia que los separaba y lo abrazó, rodeando su cuerpo por debajo de los brazos—. Lo siento muchísimo.

    Se quedaron un rato así, abrazados, hasta que Deidre notó que sus lágrimas empapaban la chaqueta de su amigo. Había poca gente por la que guardase un cariño especial; desde que era una cría le habían dicho que era una desapegada, pero no era cierto, sí era capaz de amar, y de llorar, y de preocuparse. Como ahora hacía, justo como hora. El señor Cox siempre se había portado bien con ella a pesar de lo poco que disfrutaba de sus clases de Ciencias Sociales en el instituto.

    —¿Cómo…? ¿Cómo te has enterado? ¿Qué ha pasado? —inquirió llena de preguntas.

    Elijah le contó a su amiga lo que sabía. Lo miraba con semblante serio, más del que solía lucir normalmente. Su relato la retorció por dentro.

    —Es una putada, El, de verdad que sí, pero no quiero oír cómo te culpas —le advirtió Deidre, pasándose el dorso de la mano por una de las mejillas, quizás para aliviar un picor, quizás para secar una lágrima que el chico no parecía haber visto.

    —Pero si hubiese seguido en casa… Si no hubiera venido aquí…

    —¿Qué? ¿Lo hubieses evitado? No puedes parar de hacer tu vida.

    —Dre... 

    —Ya sabes a qué me refiero. —La chica se adelantó a agarrarle de la muñeca antes de que se levantase del sofá en el que se habían sentado para hablar del tema—. Tu padre te quería, no te iba a atar. Y, a menos que hubieses estudiado desde casa, seguiría pasando solo la mayor parte del día.

    Esperaba que Elijah la entendiese. Ella misma hubiera rehusado aceptar otra opción, así de bien le comprendía. Quizás al día siguiente lo vería de otra forma.

    —¿Tienes hambre? —Deidre parpadeó lentamente; sentía los ojos hinchados.

    —No creo que pueda comer nada ahora mismo.

    —Te guardo entonces la lasaña en el frigo. Yo igual sí como algo.

    —Puedes comértela tú. —Elijah se acomodó en el sofá, abrazando un cojín.

    —Sí, y luego me hiervo una coliflor. O, mejor, me voy al campo a pastar.

    En otras circunstancias, ambos habrían reído la gracia, pero el rubio apenas logró curvar la comisura de sus labios en una sonrisa tan pequeña como fugaz. Se le notaba cansado, abrumado por todo lo que se le venía encima. Deidre solo podía pensar en estar a su lado, en apoyarlo como humildemente pudiese.

    —Te puedo ayudar en lo que necesites, El. —No estaba ni segura de saber reconfortar como era debido, no recordaba haber tenido que afrontar una situación similar. Sí, se le habían muerto familiares, pero siempre habían sido lejanos y sus pérdidas no le habían impactado en la misma medida. ¿Qué venía después?—. Hablar con tu familia, el funeral… Le puedo preguntar a mi madre, hace poco murió una tía suya y se encargó de toda la… burocracia, ya sabes.

    Buscó su mirada, incluso una respuesta, pero intuía que el chico la escuchaba solo a medias. Se levantó para

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1