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El demonio en el interior de Siriel
El demonio en el interior de Siriel
El demonio en el interior de Siriel
Libro electrónico490 páginas6 horas

El demonio en el interior de Siriel

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Información de este libro electrónico

Siriel es une agente de la Orden encargade de mantener el equilibrio entre los distintos planos cerrando brechas y combatiendo demonios de todo tipo. La misión que tiene que llevar a cabo parece rutinaria… hasta que se topa con la llamada Señora de los Demonios y esta divide su mundo en dos.

Atrapade en ese estado, Siriel deberá hacer frente a sus propios demonios con un enorme problema entre manos: ya no tiene el control de su magia.

Aviso de contenido sensible: misgender, deadnaming, maltrato infantil, mutilación, autolesiones/suicidio.

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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 nov 2019
ISBN9788412110234
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    El demonio en el interior de Siriel - Guille Jiménez Cantón

    Portada de 'El demonio en el interior de Siriel', de Guille Jiménez.

    EL DEMONIO EN EL

    INTERIOR DE SIRIEL

    EL DEMONIO EN EL

    INTERIOR DE SIRIEL

    Guille Jiménez

    No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del código penal).

    © Guille Jiménez, 2019

    © Ilustración: Sara H. Randt, 2019

    C/ Duque de Alba 15, 28012, Madrid

    www.edicionesdorna.com

    ISBN: 978-84-121102-3-4

    IBIC: FM

    Aviso de contenido sensible: misgender, deadnaming, maltrato infantil, mutilación, autolesiones, suicidio.

    Si necesitas más detalles sobre contenido sensible contáctanos en nuestro Twitter @EdicionesDorna o nuestro Instagram @edicionesdorna.

    Para Elena,

    porque sin ti no habría podido sacar las fuerzas para escribir esta historia,

    y para toda la gente no binaria,

    que por muy diferentes de mí que sean espero que puedan ver una pequeña parte suya en esta novela.

    PRIMERA PARTE:

    EL COMIENZO DE UN LARGO DÍA

    1.1

    Siriel era una mole de carne negruzca en forma de armadura. La piel que recubría su coraza parecía anticiparse a lo que le esperaba. Los tentáculos que nacían de su nuca estaban tensos, a punto de restallar, rodeándole el cuerpo como costillas retorcidas. Dentro de la coraza endemoniada, Siriel estiraba el cuello y las muñecas mientras calentaba los tobillos. Sentía los hombros rígidos, y le empezaba a crecer dentro del estómago ese nerviosismo que le recorría la segunda piel.

    Su superior aprobó sus preparativos inclinando la cabeza y le entregó la espada que le había estado sujetando.

    —Nuestras lecturas indican que es una brecha bastante pequeña, pero toda precaución es poca.

    Siriel respondió con un ruido vago. Completó sus estiramientos con unos ejercicios rápidos con la mano izquierda, la mano hábil. Sus dedos, apenas recubiertos por un guante fino y carne oscura, trazaron estelas de un morado brillante sobre el aire. Desvaneció aquellas líneas con un pensamiento y dibujó el conjuro sobre ellas, escribiendo en menos de dos segundos las claves en los bordes de dos círculos concéntricos de luz. Del pequeño portal salió una masa casi líquida que envolvió la espada corta y en un instante se solidificó a su alrededor, dándole al filo oscuro el mismo brillo morado de la magia. Los tentáculos de su armadura endemoniada afianzaron su agarre del arma y le envolvieron como una protección extra, lista para desplegarse en cualquier momento. Se sentía en forma y a punto para la acción.

    Se giró en busca del beneplácito de sus jefes, aunque el halo de ojos que le surcaba la cabeza le permitía ver sus caras incluso de espaldas. Asrant, su superior directo, asintió varias veces, conforme. Liyah, la superiora de todo el mundo en la Ciudad Maldita, le evaluó con mucha más dureza.

    —Ten cuidado, ¿vale? —le dijo, con un tono tranquilo. Siempre se preocupaba por su bienestar, aunque después de tantas misiones, de tantas brechas, aquella preocupación se había vuelto casi rutinaria—. No sabemos qué puede estar esperándote al otro lado.

    Siriel sonrió bajo el yelmo, con seguridad. Era un trabajo difícil y peligroso, pero, al fin y al cabo, era su trabajo. Sentía que había nacido para ello.

    —Estaré bien.

    Se giró hacia el portal circular trazado en el aire, que aún no estaba abierto, y con un gesto hizo aparecer las especificaciones alrededor de los círculos de luz violeta. Se aseguró de que las coordenadas fueran las correctas (un páramo en algún punto indefinido del séptimo plano) y de que el portal solo permitiese el paso en una dirección.

    Todo estaba listo. Sus dedos infundieron luz al portal, y este se abrió mostrando la membrana gris que bloqueaba la salida. Inspiró profundamente dentro de aquella armadura estanca, extrayendo todo el oxígeno que pudo del demonio alojado en sus pulmones.

    Siriel cogió carrerilla y saltó hacia el portal. En un suspiro atravesó la membrana, que no opuso resistencia, y cerró la salida a su paso. Todo el conjunto de organismos que componía su ser se puso en guardia, espada a punto, mano hábil lista para conjurar, antes incluso de aterrizar al otro lado.

    Le recibió una loma vacía y tranquila con un cielo encapotado que no dejaba ver el color del firmamento del séptimo plano. Aun así, se quedó en tensión, esperando cualquier cosa, con todo el cuerpo listo para reaccionar ante el más mínimo movimiento.

    Tras un minuto sin más compañía que la de una brisa suave, destensó los músculos. Soltó el agarre de los tentáculos de su nuca y dejó que cayeran a su espalda como si fuesen una capa. Se echó la visera del yelmo hacia atrás, despegando de la coraza parte de la carne que lo envolvía. Desde fuera, se veía como si el monstruo que le estaba devorando se retrajese para dejarle mirar el paisaje con sus propios ojos.

    Todo estaba en calma. Ningún demonio gigante a la vista, ni siquiera se veían los pequeños demonios que la aldea más cercana había reportado. El tejido de la realidad estaba intacto, el aire era respirable, sus pensamientos seguían siendo suyos.

    Era como si no hubiera brecha alguna.

    Siriel se quedó en el sitio sin comprender qué pasaba. Era la primera vez que no le esperaba un infierno de caos y locura. Era la primera vez que no había un monstruo titánico y extravagante perdido fuera de su plano de origen desolando el mundo a su paso. Incluso las brechas más pequeñas parecían heridas del cielo de las que chorreaban pequeños demonios.

    «Vale... Esto es raro».

    Toda la anticipación de su cuerpo se había desvanecido, dejando en su lugar un pasmo que le llevó a investigar el lugar a fondo. Conjuró un órgano sensor que conectó a uno de sus tentáculos y comprobó la estabilidad del espacio entre los planos. El punto frente al que había aterrizado mostraba un pico de inestabilidad, aunque era el más bajo que había visto nunca. Era minúsculo, pero estaba ahí. La propia Ciudad Maldita tenía unos valores generales más altos que esa anomalía.

    Se apartó un poco. Todo lo que veía le hacía pensar que en ningún momento se había rasgado el espacio para hacer llover la influencia demoníaca sobre aquel plano.

    Todo estaba normal, y eso le inquietó.

    Al volver a ponerse el yelmo, su halo de ojos detectó una forma moviéndose entre las nubes. No era grande como una montaña, por lo que debía de ser uno de los pequeños. Pero, si no había brecha, ¿de dónde había salido?

    Frunció el ceño. Sin duda, estaba demasiado lejos incluso para atraparlo con un tentáculo conjurado.

    Desconcertade, Siriel echó a andar en busca de respuestas.

    1.2

    El pequeño pueblo que se veía desde la loma parecía el mejor lugar para preguntar qué estaba pasando. Siriel decidió que estaba lo bastante cerca como para no llamar a Abominación y caminó tranquilamente hasta allí.

    Consiguió atisbar pequeños trozos de cielo violeta entre los nubarrones. El demonio volador seguía planeando a mucha altura, de manera aparentemente inofensiva. Siriel no le quitó los ojos de encima, pero la criatura en ningún momento hizo amago de descender. Prestó atención a sus alrededores y vio campos bien cuidados que crecían según se aproximaba al pueblo. A lo lejos pudo ver un rebaño de ovejas, pastoreadas por unos cuantos perros.

    Al acercarse más a la población hizo que su espada se desvaneciera, engullida por uno de sus portales, y redujo el grosor y la potencia de su armadura endemoniada. La gente del séptimo y último plano todavía no se había acostumbrado a los demonios ni a las personas de fuera, por lo que también se quitó el yelmo, despegando las finas fibras rojizas que mantenían unida la carne del torso y la cabeza. Lo dejó colgando de uno de los tentáculos que formaban su capa y se presentó al pueblo a cara descubierta, con la esperanza de que su cabeza medio rapada y su nuca llena de tentáculos fuesen más amigables. También se sacó los demonios que mejoraban su cuerpo. El de los pulmones le arrancó una tos antes de desaparecer, pero, aunque fuese incómodo estar conjurándolos y expulsándolos continuamente, no quería que su cuerpo se acostumbrase a tenerlos dentro.

    Las primeras personas que se cruzaron con elle se apartaron rápidamente de su camino, con una mirada cautelosa. Siriel las estudió discretamente; parecían gente humilde del campo que jamás se había cruzado con agentes de la Orden. Todo lo que habrían visto y oído sobre demonios tendría siempre un subtexto oscuro, una advertencia velada. «No os acerquéis. No los convoquéis. Son el mal encarnado».

    No podía culparles por creer lo que les habían enseñado, pero a veces deseaba llevar a les sinverdad a la Ciudad Maldita para que vieran con sus propios ojos que eso sobre lo que siempre les habían advertido era en realidad una forma más de vivir.

    Las pequeñas casas bajas que podía ver eran inorgánicas, sin esqueleto ni piel, solo construcciones de ladrillo y piedra con tejados de paja o barro cocido. Un gran edificio de piedra que parecía un pequeño templo sobresalía cerca del centro de la ciudad. Se preguntó a qué clase de dioses adorarían en aquella parte del séptimo plano y cómo envilecerían a les conjuradores en sus creencias. A juzgar por las reacciones de la gente a su alrededor, fuera cual fuera el discurso de miedo, funcionaba de maravilla. Suspiró pesadamente para aguantar la frustración. Así no podía investigar nada.

    Siriel aprovechó que una persona estaba de espaldas y le preguntó a bocajarro.

    —Disculpe, ¿sabe usted dónde puedo encontrar a alguien que sepa conjurar?

    —¿Busca al mago? —respondió la mujer, que reparaba una azada a martillazos, con un mohín de disgusto—. Usted sabrá. Tiene el hospicio en el corralillo que hay detrás de la iglesia. Muy apropiado, está claro que los Ángeles le dan la espalda.

    Siriel se rio en sus adentros por lo equivocado de aquella suposición, pero se calló.

    —Gracias, muy amable.

    —No hay de qué.

    Y siguió a lo suyo. Siriel sonrió y atesoró aquella conversación tan poco hostil. Cuanto más se alejaba de la Ciudad Maldita, más difícil era encontrarlas. Se dirigió hacia el lugar indicado y se alegró de que la gente solo le rehuyera de manera más o menos disimulada. Era un buen cambio, y parecía que las gentes del lugar tenían cierto contacto con la conjuración, aunque la evitasen. No había horcas ni antorchas esta vez. No quería tener que sofocar un incendio descontrolado que les sinverdad provocaran sin querer intentando darle caza.

    Otra vez.

    Había sido bastante humillante y le avergonzaba recordarlo.

    Llegó enseguida a lo que parecía el patio trasero del pueblo, a pesar de estar casi en su centro. Al fijarse en los pequeños pedestales y los cimientos de algunos arcos se dio cuenta de que estaba ante el vestigio de una antigua plaza de portales. Lo que en otro tiempo debió de ser el centro neurálgico de aquel lugar ahora recibía el desdén de todo el pueblo, pues todos los edificios colindantes le daban la espalda. Solo uno de ellos se alzaba en aquel rincón olvidado, con el orgullo de quien resiste al paso del tiempo y con las puertas abiertas a cualquier persona, sin importar la condición. Siriel reconoció la piedra orgánica en su fachada y se sintió mucho más tranquile al ver la pintura en arco alrededor de la puerta. En aquel sitio al menos podría hablar con alguien que le entendiese.

    En el interior del hospicio encontró un montón de camas vacías y a un hombre grande atendiendo a un joven.

    —Disculpe, ¿es usted el mago?

    El hombre se giró a mirarle y durante un instante se asustó. Después soltó un suspiro de alivio y siguió con su paciente.

    —Un segundo, por favor. —Fue todo lo que le pidió a Siriel antes de dirigirse otra vez al muchacho—. Intenta no moverlo, ¿vale? Si me haces caso podrás estar corriendo muy pronto.

    El chico asintió con hastío y miró su tobillo vendado. Estaba bastante inflamado, pero no parecía más que una mala torcedura. Siriel pensó en lo rápido que podría resolverla con un simple conjuro de restauración.

    —Voy a ver si me quedan unas muletas por ahí. No enfades al agente mientras tanto.

    El enorme curandero salió por una puerta trasera y a Siriel se le pasó por la cabeza la idea de que se estaba escapando de elle. El muchacho, que no llegaría a los quince años, le miraba.

    —¿Eres un caballero? —le preguntó, intentando ocultar su interés mirándole de reojo.

    —No. Agente de la Orden.

    —¿Y eso qué es?

    —Pues… como los caballeros, pero en todos los planos.

    —O sea que eres como un caballero.

    Siriel torció el gesto. ¿Qué imagen tendría de los caballeros? ¿Serían algo importante allí? Se preguntó hasta qué punto merecía la pena meterse en ese tema con un chaval desconocido del séptimo plano. Lo dejó pasar y se encogió de hombros.

    —Supongo.

    Aquello hizo que se le iluminaran los ojos.

    —¿Puedes hacer magia? ¿También haces bichos malos como la Señora de los Demonios? ¿Y es cierto que hay otros mundos con cielos de colores?

    El curandero apareció con un par de muletas blancas antes de que Siriel pudiera contestar.

    —¡Has tenido suerte! Creo que además son perfectas para tu altura.

    Le tendió las muletas al muchacho y este pareció olvidar el repentino interés que había tenido por Siriel. Cogió las muletas y se marchó a toda prisa tras darle las gracias a su salvador y despedirse de elle con una leve inclinación de cabeza, sonriendo de manera genuina.

    —Se las has conjurado ahora mismo, ¿verdad? Eso era hueso.

    El hombre le miró con cierta culpabilidad y vergüenza. Al mirarle de frente, Siriel se dio cuenta de que bajo aquella barba densa y poblada no había un señor, sino un joven muy grande que debía tener más o menos su misma edad. Como vio que no sabía qué decir, le quitó la carga de encima.

    —Imagino que vivir por aquí debe de ser duro.

    —No se lo imagina. —Como si se hubiese dado cuenta de repente de dónde estaba, el hombre se limpió las manos en el mandil y le ofreció la hábil para estrecharla—. Perdone mis modales, agente. Soy Feldon, soy… el mago del pueblo.

    A Siriel le hizo gracia que se presentase como mago. Supuso que estaría muy acostumbrado a la forma de hablar del lugar.

    —Yo soy le agente Siriel, de la Orden —se presentó elle—. Estoy aquí porque recibimos un aviso de demonios salvajes.

    Feldon abrió mucho los ojos con sorpresa.

    —Vaya, han respondido a mi aviso mucho más rápido de lo que esperaba —murmuró—. Aún no han hecho daño a nadie, pero uno de los vecinos no para de repetir que ya se le han llevado dos cabras para comérselas.

    —He visto a uno de ellos de camino hacia acá. No parecía hostil. Pensábamos que se había abierto una brecha por aquí, pero no parece ser el caso. Esos demonios tienen que venir de alguna parte. Alguien los ha conjurado.

    Siriel se llevó la mano al mentón y volvió a preguntarse por qué las lecturas eran tan bajas en aquella colina.

    —¿Hay más conjuradores por aquí?

    —¿En el pueblo? Ni uno. Al menos, si lo hay no lo conozco. Quizás haya sido… no, no puede ser.

    —¿Ese chico de antes? —intentó adivinar elle para tirarle de la lengua—. Sabe de la existencia de otros planos.

    Feldon se le quedó mirando sin saber si estaba bromeando. Echó un vistazo a la entrada, aunque ese chico ya no estaba.

    —¿En serio? Hablaré con él. Pero no, no puede ser, son muy complejos para alguien tan joven. Son demasiado inteligentes, casi no parecen conjuraciones. Se comportan como animales…

    Siriel tuvo una corazonada. Intentó formular la pregunta de modo que no quedase muy en evidencia si se equivocaba.

    —¿La Señora de los Demonios es un personaje de leyenda, o es una persona de verdad? El chico la ha mencionado antes.

    El curandero se quedó con la mirada perdida un instante, como si lo hubiera comprendido de repente.

    —No lo había mencionado antes porque me parecía imposible que ella pudiera hacer esto y pensaba que el título era una broma… pero sí, hay una conjuradora que vive en un castillo abandonado a unas horas de aquí y se hace llamar así.

    1.3

    Mientras seguía el camino que le había indicado el sanador, se encontró a lo lejos una carreta tirada por mulos. El labriego que los dirigía desde el pescante parecía agotado, probablemente por una larga jornada de trabajo en el campo en una tarde tan fría, neblinosa y gris. Indicó a su montura que apretase el paso, y sus fuertes pisadas resonaron con fuerza contra la tierra dura. El estrépito en aumento alteró cada vez más a los mulos, y el labriego tuvo que contenerlos casi a gritos para hacerse oír.

    Siriel detuvo a su montura antes de que los animales se encabritasen. El hombre casi se cayó de la carreta cuando la abominación que había creído que era un caballo desplegó unos tentáculos rosáceos escondidos alrededor de su rostro, si es que se le podía llamar rostro. Era un demonio con forma de corcel monstruoso y deforme salido de las más oscuras pesadillas y, cuando esos cortos tentáculos se retorcieron hacia él, Siriel pudo ver cómo el labriego se quedaba paralizado por la impresión.

    —Quieto, Abominación.

    Con la mano enguantada en robusto metal cogió con delicadeza la cabeza de aquel ser retorcido y la giró para que mirase hacia otro lado. Los cortos tentáculos se desplegaron en todas direcciones, como si palpasen el aire.

    Siriel se quitó el yelmo antes de que el labriego tuviese tiempo de preguntarse qué clase de persona había debajo, dejando al descubierto su media cabeza rapada y una ola de pelo negro que se desbordaba hasta el hombro. El hombre parpadeó y se fijó en su rostro, un rostro frío que se arropaba con una cansada sonrisa de fingida amabilidad.

    —Estoy buscando a una mujer —dijo Siriel—. Bajita, regordeta. Pelo marrón, largo, creo que también lleva anteojos de esos que son redondos. —Como si quisiera resaltarlo, hizo un círculo en el aire con la mano izquierda, que vestía un sencillo y apretado guante de cuero negro en vez del guantelete metálico de su otra mano. El hombre parecía un poco aturdido por el contraste entre la terrible apariencia y la persona que se escondía debajo—. Tiene por mala costumbre dejar sueltos demonios peligrosos.

    Se escuchó un chillido renqueante sobre sus cabezas, como un cuervo afónico que aun así conseguía escupir una voz aguda y metálica. Alzaron la vista y se encontraron con una de las aberraciones voladoras que llevaban días aterrorizando al pueblo. Estaba envuelta por aquella espesa neblina, lo que dificultaba distinguir su forma.

    —Como ese.

    Siriel tiró el yelmo en el asiento del carro del labriego y apartó a su montura mientras desenvainaba su espada corta y oscura con un fluido movimiento de su mano derecha. Después alzó la mano izquierda, cuyos dedos desprendían estelas de luz rosada, y trazó con ellos unos símbolos púrpura en el aire. Encerró aquellos símbolos indescifrables en un par de círculos concéntricos y el conjuro giró sobre su eje. El interior del portal de conjuración se volvió oscuro, una negrura que nacía de la ausencia total y absoluta de luz.

    El portal se abrió con violencia y de él brotó una miríada de finos látigos bulbosos y llenos de espinas, que salieron disparados hasta la criatura voladora. La atraparon, la asfixiaron, y la arrastraron fuera de la protección de la niebla, de vuelta al portal aún abierto. Aquel demonio intentó escapar con aleteos desesperados, pero los tentáculos eran más fuertes. Terminó la lucha cercenando la cabeza del demonio volador con su espada. Los tentáculos arrastraron el resto del cuerpo al otro lado y después el portal se cerró. Mientras los trazos morados se desvanecían como arena arrojada al viento, la montura demoníaca persiguió la cabeza cortada con emoción y la devoró de una vez con una boca que, en vez de estar al frente del morro, se escondía debajo de uno de sus ojos, llena de dientes retorcidos como obeliscos partidos por la mitad de cualquier manera. La criatura gorjeó con evidente satisfacción y recibió unas palmadas en el cuello.

    El hombre había empezado a jadear, impactado y con cara de no saber dónde meterse. Siriel se le quedó mirando con una ceja levantada, ladeó la cabeza y movió la mano delante de su cara.

    —¿Hola? Puedes hablar, ¿no?

    Él asintió.

    —Sí, mi… —se detuvo un momento, dubitativo— ¿señora?

    Siriel puso los ojos en blanco.

    —Ahora no tengo tiempo para estas estupideces, así que ahórrate la cortesía. Esa mujer, la que se hace llamar Señora de los Demonios. ¿Dónde está? ¿Qué sabes de ella?

    —Vive en un castillo que hay siguiendo este camino —se apresuró a explicarle, señalando hacia atrás—. No sé mucho más de ella, a veces viene al pueblo con sus monstruos…

    —¿Ha herido a alguien? —le preguntó con preocupación.

    Su tono pareció calmar un poco al hombre.

    —¡Gracias al cielo que no! Todavía no.

    Siriel soltó un suspiro de alivio y extendió el brazo izquierdo hacia él. El hombre se envaró, sin saber qué quería de él.

    —¿Me devuelve mi yelmo, por favor? —pidió con una sonrisa que le costó un evidente esfuerzo.

    Él asintió y se lo pasó con cuidado.

    —Gracias. ¿Entonces todo recto?

    —¡Sí, todo recto y, en el desvío, a la derecha! El castillo debería de verse por donde el cruce. Bueno, hoy quizás no, con esta niebla…

    Le ignoró. Enfundó su espada, se puso el yelmo y azuzó a su montura al galope, que volvió a asustar a sus mulos con el estruendo de sus cinco patas.

    Tras calmar a sus animales, el hombre echó la vista atrás y soltó un largo suspiro de alivio.

    Cuando ya se hubieron alejado, Siriel soltó una risa por lo bajo y acarició el lomo de Abominación.

    —¿Te lo puedes creer? Me ha llamado señora.

    Su montura permaneció impasible como la mole que era.

    —Yo habría jurado que iba a decir señor. Ha estado a un pelo.

    Se acomodó en su lomo, configurado como si fuera una silla de montar hecha de sus propios huesos y piel, y sonrió.

    —Ha dudado.

    Abominación bufó justo en ese momento como si pudiera entenderle, pero, aunque elle sabía que no, se lo tomó como una respuesta.

    —Perdona, pero para mí es muy importante. ¿Sabes lo que significa? Que ni llamarme señor ni llamarme señora le parecía la opción correcta. No estaba convencido de que fuese ni una cosa ni la otra. Yo creo que si supiese de la existencia de alguna otra opción, la habría dicho.

    La criatura no respondió, por supuesto, totalmente ajena a la conversación mantenía con ella.

    —Ya, ya sé, dudaba porque temía que le hiciese algo. No me seas aguafiestas. Déjame disfrutar de las pequeñas cosas y tener un poco de esperanza en la gente.

    1.4

    Su montura cargó por el camino con sus cinco patas, como un rinoceronte imparable que atravesaba los campos y las brumas con la delicadeza de una roca cayendo por una ladera. En poco tiempo se plantó en la entrada del castillo. Siriel detuvo a su montura antes de que se tirase al foso (no sería la primera vez) y desmontó de un salto. Trazó otro par de signos en el aire con la mano izquierda para devolver  a Abominación a su plano y este se replegó como si estuviese hecho de papel mojado hasta desaparecer por la pequeña abertura que había invocado.

    Siriel contempló el castillo antiguo a través de la visera de su yelmo. El puente levadizo estaba partido por la mitad y recogido, de tal forma que solo colgaba de las cadenas sobre la entrada totalmente abierta al otro lado del foso seco. Como si naciera de él, la neblina se concentraba sobre el edificio, que en otros tiempos más sencillos habría sido un poderoso bastión. En ese momento era una ruina que olía a demonios desde lejos, una ruina que se mantenía en pie casi de milagro.

    Sonrió, por fin le tocaba hacer lo que mejor se le daba.

    Sacó su espada y despertó el metal oscuro con un par de glifos. El hierro, extraído de toneladas de sangre de demonio, brilló con la luz violácea de las órdenes que lo habían despertado. Antes ya era capaz de decapitar a la mayoría de criaturas conocidas, pero despierta podía partir hasta los quistes más duros de cualquier clase demoníaca que conociera.

    Trazó en el aire un par de conjuros que le salían de manera automática. El primero expulsaba todo lo que fuera extraño, dejando su cuerpo y armadura limpios e intactos. El segundo desatóaba una secuencia de conjuración en la que invocaba todos los demonios que necesitaría en un enfrentamiento difícil. Al abrir los portales, los tentáculos se le echaron encima con fiereza tal como les había ordenado.

    Uno de ellos atravesó la visera y se metió por todos los orificios que encontró en su cara. Atravesó la boca hasta los pulmones, se le coló por las orejas, por la nariz, y abrió su propio orificio en la nuca para llegar hasta la columna. Siriel intentó controlar la reacción de su cuerpo pero se retorció un poco dentro de la armadura, que estaba siendo absorbida por otro demonio más lento y viscoso. Aguantó la respiración mientras esos organismos tan familiares invadían su cuerpo. Podía sentirlos bajo la piel, en la cabeza, abriéndose paso por su cerebro, e instalándose en sus pulmones, ahogándole momentáneamente desde el interior.

    Como siempre, acabó pronto. Donde antes hubo una persona envuelta en una armadura, ahora había una especie de ser tenebroso y palpitante: nueve ojos repartidos alrededor de lo que parecía una cabeza oscura sin boca ni nariz; múltiples zarcillos y tentáculos que se agrupaban como alas a su espalda. Su forma recordaba vagamente a un ser de pesadilla blandiendo una espada cuyo brillo destacaba aún más los detalles grotescos repartidos alrededor de su cuerpo, como los latidos de múltiples corazones a flor de aquella piel tan oscura como la sangre coagulada.

    Había tardado en acostumbrarse, pero tras muchas misiones ya le parecía una sensación reconfortante. Recibió la mejora corporal como una poderosa ráfaga de aire marino que le destaponaba los sentidos embotados. Siriel se estiró y sacudió las extremidades con ganas de entrar a la acción y sentirse útil.

    Después abrió todos los ojos a la vez y contempló los alrededores. No había ninguna amenaza a la vista, por el momento.

    Su mano izquierda se había reconfigurado en forma de estrella de mar, con los cinco dedos en simetría radial. Con ellos Siriel minimizó los portales hasta convertirlos en un pequeño punto invisible a la vista humana, para poder reabrirlos y devolver a los demonios a su plano con un gesto de su mano hábil. Con un suspiro cansado pensó que si la susodicha Señora de los Demonios hubiese hecho lo mismo, resolver el entuerto sería tan fácil como chasquear los dedos.

    Caminó hacia el foso y se dejó caer. Los tentáculos de su espalda adoptaron la forma de patas gigantes de araña y le bajaron por la pared. Al cruzar hasta el otro lado, subió de la misma forma. Cuando atravesó la puerta rota se dio cuenta de que el interior no estaba envuelto en niebla. Con un aspaviento deshizo el conjuro que la creaba, preguntándose si estaba ahí solo para darle un ambiente más tétrico al castillo.

    «Desde luego a la Señora de los Demonios le gusta el drama».

    El patio del castillo estaba bastante más ordenado y limpio de lo que Siriel esperaba. Sin necesidad de darse la vuelta, descubrió que la muralla que parecía rota en el otro lado había sido discretamente parcheada con carne y piel dura de demonio, las cuales se entremezclaban con la piedra de manera imperceptible para una vista normal. Siriel podía ver los latidos letárgicos propios de las estructuras demoníacas. Un movimiento llamó su atención. Dentro de una especie de pequeño corral, un par de ovejas pastaban en el interior de un círculo de hierba rodeado de glifos, lo que parecía un portal hacia pastos más verdes que lo que se podía encontrar por aquellas tierras. Una de las ovejas estaba intacta, pero a la otra le faltaba toda la mitad posterior del cuerpo, que había sido sustituida por unos apéndices retorcidos y rosáceos como la piel en carne viva. A Siriel le dio la impresión de que aquella oveja no seguiría viva sin ellos.

    «¿Es alguna clase de experimento, o es que le ha salvado la vida al animal?».

    Sacudió la cabeza y se dirigió a la entrada principal. No tenía tiempo para pequeños enigmas, tenía trabajo que hacer. Alzó la espada para iluminar el camino y se metió en aquel nido de demonios.

    Recorrió el castillo abandonado sin prisa, prestando atención a cada mínimo movimiento y detalle, con más curiosidad que precaución. Las armaduras oxidadas revelaban que era anterior a la llegada de los Ángeles, cuando aún se hacía la guerra, reflejada en algunos trozos mejor conservados de los tapices que colgaban mustios y deshilachados de las paredes de piedra. Paredes también parcheadas por demonios sin mente, masas de hueso y carne que reforzaban la estructura.

    Una de las armaduras se separó de su pedestal, con una pose nada humana, y contempló a Siriel. Las junturas de la armadura supuraron un humo blanquecino que envolvió el pasillo. Para elle el humo no era ninguna amenaza, ya que el demonio en sus pulmones le proveía del aire suficiente para respirar, pero Siriel no dio tiempo a la armadura de hacer nada más. Los tentáculos de su espalda se expandieron y aplastaron la armadura como si estuviese hecha de papel. El suelo se empapó del icor oscuro y aséptico del demonio que había dentro.

    Los nodos olfativos de los tentáculos le revelaron que el humo era alguna clase de somnífero suave. Pensó que había reaccionado de manera muy drástica, aunque siempre era mejor prevenir.

    Siriel abrió un portal que aspiró los restos y el humo, y se fijó en los pequeños demonios como babosas que aparecieron de entre las grietas de las paredes para absorber la sangre del suelo. Se quedó un rato mirando embobade cómo chupaban la sangre con sus boquitas diminutas. El batallón de limpieza fue rápido, y se marchó nada más terminar, dejando atrás un suelo impoluto. Con una sonrisa por lo adorables que le parecieron, Siriel les dejó estar y siguió su camino al interior.

    Más adelante se encontró con una serie de vigilantes trípodes, demonios vegetales que sacudían el aire con finos látigos azules y rojizos. Al acercarse, los restallidos se intensificaron como advertencia.

    Frunció el ceño. Esos demonios sí que parecían peligrosos y agresivos. Y, por supuesto, tampoco seguían conectados a su plano de origen. Siriel dudaba que fuesen capaces de hacerle daño en su armadura, pero se imaginó que harían trizas a cualquier incaute que se les acercase. Chasqueó la lengua con fastidio y abrió otro portal que se los tragó sin piedad, como había hecho con la criatura voladora de antes. Volvió a chasquear la lengua al pensar en cuántos demonios podría haber en un sitio tan grande.

    Invocó un pequeño sensor, una bola de ojos totalmente azules que detectaría cualquier presencia de otro plano, y se conectó a él con los tentáculos de su nuca. La visión del demonio se superpuso a sus propios sentidos y vio el mundo vacío, pero lleno de color. Siriel se vio verde, con los demonios tiñendo su figura de negro, y pudo distinguir más manchas negras por todo el castillo. La mayoría se mantenían inmóviles y se habían fundido con las columnas, los techos y el mobiliario, casi todo criaturas sin sistema nervioso, totalmente inofensivas. Había algunas funcionando como lámparas o chimeneas. Pero el resto de demonios estaban sueltos y podrían ser peligrosos, a juzgar por los centinelas que ya había visto. Había demasiados para encargarse de ellos uno a uno.

    Y luego estaba la presencia teñida de color amarillo, probablemente la Señora de los Demonios.

    Como le daba mucha pereza revisar a fondo el castillo, buscó una forma de encargarse del problema sin mucho esfuerzo. «Deja las cosas sencillas y repetitivas para los demonios y tú encárgate de lo importante», recordó que le decía siempre su madre. Conjuró y combinó varios distintos en uno solo, separándose del sensor y uniéndolo a la mezcla. El resultado fue una especie de bola hueca de filigranas huesudas y púas retráctiles con miles de ojos azules y una boca en el núcleo. Se conectó a ella en vez de trazar todas las órdenes por escrito con la mano izquierda. Mandó a la amalgama grotesca a por el resto de criaturas con la orden final de volver a su plano cuando hubiese limpiado el castillo, y la esfera flotó, diligente, en busca de su primera víctima.

    Antes de proseguir su marcha en dirección a la presencia amarilla, Siriel se encontró con una bola con ojos llena de brazos, que acababa de pasar bajo su propio demonio sin ser detectada y que llevaba una copa y una botella entre sus dedos. Lo atrapó con los zarcillos de su espalda y lo observó detenidamente.

    —Pero bueno, ¿quién eres tú? —le dijo—. Vamos a ver qué secretos escondes.

    Con un floreo de su mano izquierda dejó al descubierto los glifos que gobernaban su comportamiento. Había una orden de docilidad estándar, un simple«obedece» sin mucha floritura, y luego un complejo lexicón para que el demonio pudiese reconocer todas las cosas del castillo e interpretar las órdenes de su creadora.

    En comparación con las órdenes intuitivas que había implantado mentalmente en su pequeño rastreador, las de aquel sirviente retorcido estaban escritas a mano, de forma bastante ingeniosa, procurándole una especie de intuición propia artificial. La última orden activa consistía en llevar hasta su ama una copa de cristal limpia y vacía, y una botella de vino sin derramar su contenido. Y eso era lo que intentaba hacer la pequeña criatura, que se movía con cuidado de no romper la copa o verter el vino, ignorando a Siriel y a los tentáculos que le aprisionaban.

    —Qué interesante…

    Tras admirar de nuevo los glifos durante un breve momento, dejó a

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