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El fin del letargo
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Libro electrónico225 páginas3 horas

El fin del letargo

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Un colapso. Un hambre anciana despierta de su letargo en un rincón perdido de la civilización de Lenthe. Una certeza de que al fin dará con la llave que lleva tanto tiempo buscando. Así pues, la niña se levanta y, llamando a su jauría de bestias, se prepara para cazar.

Ariadna, la protagonista de esta historia, se ve envuelta de manera precipitada en un atropello de extraños descubrimientos acerca del mundo que la rodea en el día en que las temibles bestias, ya casi olvidadas, regresan con la sexta campanada para encontrar algo que es de vital importancia. Sacudida por los acontecimientos, su camino va tomando rumbo a la Torre Azabache, lugar de estudio de los extraños eruditos, gente que inspira más temor que confianza, en busca de una verdad que muchos ocultan en las sombras.
IdiomaEspañol
EditorialMalas Artes
Fecha de lanzamiento30 may 2023
ISBN9788419579997
El fin del letargo

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    El fin del letargo - Sergio Gálvez

    El_fin_del_letargo_web.jpg

    sergio gÁlvez

    EL FIN DEL LETARGO

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

    © Sergio Gálvez (2021)

    © Bunker Books S.L.

    Cardenal Cisneros, 39 – 2º

    15007 A Coruña

    info@malasarteseditorial.com

    www. malasarteseditorial.com

    ISBN 978-84-19579-99-7

    Diseño de cubierta: © Malas Artes

    Ilustración de cubierta: © Marta Muñoz Jiménez

    Diseño y maquetación: © Malas Artes/Yésica López

    I

    En el valle hay un pueblo. En el pueblo huele a humo, a pan, a risas. Cerca hay un bosque. En el bosque hay un campanario. La campana es negra, pesada y guardiana. En algún lugar lejos de ahí, donde no muchas personas han logrado llegar, una ciudad antaño profanada descansa. En el centro de la ciudad, una niña duerme. La ciudad tiene pesadillas, y la niña despierta con hambre tras percibir su olor. Sonríe. Ha llegado el momento de volver a cazar.

    Durante décadas, el reino de Vershint había gozado de paz. Aunque sombrías y oscuras, la gente del reino vivía en prosperidad, y dejando a un lado las cada vez más largas noches y la lúgubre atmósfera que embriagaba hasta el último rincón de aquella civilización, cualquier extranjero de las tierras de Lenthe que hubiera llegado a Vershint, habría visto un reino como otro cualquiera. Y, en parte, podría parecerlo: sus habitantes vivían sus vidas de manera normal y corriente. Podías escuchar risas en las calles, canciones en las tabernas, oraciones en los templos.

    Pero, si escuchabas bien, podías ver, oír, una nota oculta en aquella sinfonía aparentemente alegre. En las sonrisas de los ancianos, las comisuras se torcían; las canciones tenían un tono preocupado y las plegarias de los templos estaban avivadas por el fuego del temor. Efectivamente, el miedo invadía, silencioso, los corazones de la gente. Miedo a que volviera aquello que auguraban los vientos.

    Y aquel día, tras décadas de paz y tranquilidad, la campana negra resonó por sexta vez en su historia. Fue un tañido pesado, fúnebre, un adagio de aviso que se arrastraba desde las profundidades del bosque. En la villa, se escuchó como un trueno indeseado, era un invierno prematuro. Era una advertencia de lo que se acercaba. De que esas bestias con aspecto lobuno ya olvidadas habían regresado.

    A lo largo de los últimos años, los eruditos de la Torre Azabache habían advertido que las profecías presagiaban un tañido maldito de nuevo, que vendría con el colapso del fuego níveo, un augurio un tanto extraño y que nadie entendía. Así que, viendo que era imposible que de la nada brotara una llama blanquecina, la gente de Vershint los había ignorado, despreciando la ayuda de esos extraños eremitas. Ese día, sin duda, se pagarían las consecuencias.

    El tañido llegó al mediodía. En aquellos días, en la villa se celebraba la venida de la época de las cosechas prósperas. Ariadna, como la mayoría de la gente del pueblo aquel día, se hallaba en la plaza de la villa por este motivo cuando vio en la lejanía a estos seres saliendo de la frondosidad del bosque, corriendo con sus robustas patas hacia ellos. Ella, que siempre había tenido unos sentidos muy agudos, fue la primera en avistarlos.

    Entonces se hizo el silencio. Un silencio tenso provocado por el terror. Un silencio que nace para morir en cuestión de segundos. El silencio que queda cuando el fuego ha consumido toda la mecha. Y fue cuando el caos se propagó. La gente comenzó a correr en diferentes direcciones, tratando de llegar a sus casas en busca de un refugio que apenas les serviría de mucho. En medio del bullicio y abriéndose paso entre la gente, Ariadna trataba de llegar a su casa, al este. No era el lugar más seguro, no había ninguno en realidad, pero al ser la herrería del pueblo, tenían herramientas que ella pensaba que le podrían permitir sobrevivir o, al menos, tener una posibilidad frente a las bestias. Y en su habitación tenía la espada que le había dado su padre. Con ello, podría defenderse. Frenó en seco. Aquel día, un erudito de la Torre Azabache había acudido al pueblo a tratar a su hermano pequeño, Yilian. Hacía varios días que había enfermado, y ella y sus padres habían contemplado cómo, con el sudor resbalándole por su pálida cara, sufría en su lecho siendo testigo de grotescas alucinaciones. En esos momentos, lo más seguro era que estuvieran en la clínica, hacia el oeste.

    Formando una fina línea con sus labios y sacudiendo la cabeza, Ariadna retomó la carrera hacia su casa. Sabía que su hermano estaba indefenso, pero se hallaba con un erudito y con el curandero, y tanto a él como a su familia, les sería más útil armada. Se metió por un callejón para poder correr mejor, pues las calles grandes estaban abarrotadas. Ya se podía escuchar, entre los gritos de la gente, horribles y hambrientos gruñidos de los seres de pesadilla. Pudo entrever desde el callejón cómo las bestias se abalanzaban sobre la gente, que en vano alzaban sus brazos para protegerse de la temible embestida de sus fauces. Algunas entraban sin dificultad en los hogares, una puerta de madera no era una gran ayuda en aquellos momentos. Vio con horror que aquellas criaturas, detrás de cada uno de sus ojos amarillos, tenían otro par. Aquellos cuatro ojos les conferían, si cabía, un aspecto aún más grotesco.

    Miró al frente, la siguiente casa era la suya. En cuanto entrara, giraría a la derecha para dirigirse al sótano: allí guardaban todas las herramientas y armas. En el instante en que pasaba por una calle que conducía a la principal, donde estaba teniendo lugar la masacre, pudo sentir cómo una bestia con las fauces ensangrentadas la veía pasar. Entró en la casa por la puerta trasera y cerró la puerta con pestillo, aunque fuera lo más inútil que podía hacer. Tomó aliento. Tenía que apresurarse.

    Cuando se giró, se detuvo frunciendo el ceño, extrañada. La sala principal estaba revuelta: mesas por el suelo, sillas rotas… Había pequeños restos de sangre, pero eso no lo había causado ninguna bestia. Con cautela, se asomó a la puerta que conducía al sótano. Contempló con desasosiego que también estaba revuelto, y lo que era peor, vacío. Así que buscó en la cocina algo que le pudiera servir. Pasos a su espalda. No tuvo tiempo de volverse antes de que sintiera el golpe en la nuca. Tumbada en el suelo y con la vista nublada, emitió un quejido, notando como poco a poco su consciencia se alejaba de ella. Antes de desvanecerse, pudo ver cómo un joven la miraba, con gesto de desesperación mientras huía hacia la puerta trasera. Reconoció los objetos que llevaba en su mano: su espada, fabricada por su padre y con inscripciones grabadas en la hoja, y un colgante que había forjado su madre, el cual tenía grabados decorativos. Finalmente, se dejó hundir en la negrura.

    II

    Despertó más tarde. El hocico de una bestia olfateaba su rostro, sin saber si estaba viva o no. Al levantar los párpados, vio los cuatro ojos que la devoraban con la mirada. La criatura empezó a gruñir y salivar, mostrando los afilados y podridos dientes, lista para comer. Su aliento olía a una digestión que llevaba años fraguándose. Entonces, un cántico sonó en el pueblo. Apenas cuatro notas que hicieron que la bestia mirase en su dirección, en el exterior de la casa. Indecisa, volvió a mirar a Ariadna, y volvió a abrir sus fauces para devorar a su presa, pero la melodía se escuchó de nuevo. La bestia finalmente desistió y salió de la casa.

    Ariadna se levantó con dificultad, frotándose la cabeza y el antebrazo. Al hacerlo, sus labios formaron una fina línea: la pata de la bestia había desgarrado la tela de su manga izquierda, y la abertura dejaba ver una marca negra en su antebrazo. Pasó su mano por ella, como si aquello pudiera borrarla. «Ojalá», pensó. Miró hacia la puerta. ¿Qué había ocurrido? La bestia había ignorado a una presa por influencia de un cántico. Reprimió su curiosidad unos instantes para buscar a su familia. A la carrera, subió a la planta de arriba, inspeccionando habitación por habitación, llamando a su padre y a su madre con susurros angustiados. Pero no había nadie. «Eso no es mala señal, mejor que encontrarlos sin vida», pensó, deseando que estuvieran a salvo. Cuando empezaba a descender por la escalera, detuvo sus pasos. Arqueó una ceja. Retrocediendo, entró rápidamente en su habitación y cogió una de sus posesiones más valiosas: su capa de viaje morada. La tela era suave, pero firme, y siguiendo el consejo de un amigo, le había cosido bolsillitos en el interior. Sonrió, nostálgica, y regresó a las escaleras. Una vez abajo, se vendó rápidamente el brazo izquierdo. No porque tuviera ninguna herida, sino para tapar la marca negra que se dejaba ver. «Vuelve a dormir, Santa», pensó con una pequeña mueca. Finalmente, cogiendo un cuchillo que había sobre una repisa, se asomó al exterior. Los cadáveres cubrían el suelo, y un penetrante olor a hierro de la sangre flotaba en el ambiente. Se tuvo que sostener en el marco de la puerta, la sangre le hacía flaquear las piernas. «Así que era verdad. Las bestias han llegado, están aquí. Ellas han hecho esto». Claro, que ella era muy joven, esta era la primera vez que las veía, pero había oído hablar de ellas. ¿Y quién no?

    Un ruido captó su atención, y se ocultó más extremando precauciones. Las bestias se arremolinaban en torno al origen del canto: una niña. De pelo como el carbón, tez blanca y ojos amarillos, las acariciaba como a sus mascotas, y avanzó calle abajo con una sonrisa. Ariadna volvió a esconderse, con gesto extrañado. Esa niña le resultaba familiar, la había visto en algún sitio antes, estaba segura. Pensó, devanándose los sesos.

    No era del pueblo, eso podía descartarlo. ¿De los alrededores? «Imposible», pensó. «Apenas conozco gente de fuera». Fuera como fuese, tenía que ver adónde se dirigía. Se asomó al exterior. Las alimañas correteaban de manera aleatoria alrededor de la niña. Ella seguía avanzando, posando la mirada sobre la gente que había perecido. «¿Por qué no la atacan a ella?», se preguntaba. Ariadna quería verla más de cerca, pero era imposible aproximarse a ella por la calle, de modo que subió al piso superior, y se encaramó al tejado desde la ventana. Se palpó el bolsillo, asegurándose que el cuchillo seguía ahí. Tras corroborarlo, se agachó y empezó a caminar. Los tejados eran de piedra y los callejones que separaban las casas eran estrechos, con un pequeño brinco le bastaría para cruzar de uno a otro.

    Avanzó con cuidado, yendo de chimenea en chimenea como si fueran trincheras. Que tuviera la ventaja de la altura, no significaba que no la pudieran ver. Llegó a un tejado que le daba una posición más adelantada a la peculiar niña, que seguía caminando mientras acariciaba a las bestias el hocico y canturreaba de vez en cuando. En ese momento, Ariadna vio algo que la dejó descolocada: esa niña portaba en su rostro la marca de su familia materna, la cual ella no tenía.

    Claro que aquella chiquilla le sonaba. Estaba en el retrato familiar de la familia de su madre en el desván, de antes de que esta naciera. Se vio obligada a retirarla del salón cuando Ariadna era pequeña y no paraba de tener pesadillas con la gente retratada. Esa pintura podía tener fácilmente ochenta años, puesto que aparecía su abuela cuando era muy joven, y en esa pintura aparecía, junto a su abuela, su hermana menor, desaparecida cuando era pequeña: la niña que ahora se hallaba ahí mismo.

    Cuando llegó a la plaza, la niña se detuvo. Empezó a mirar a un lado y a otro, olfateando el ambiente y Ariadna se escondió aún más detrás de la chimenea. Pero no parecía que la hubiese notado a ella. Más bien buscaba algo.

    ―¿Dónde está el chico pelirrojo? ―habló. Su voz no era dulce en absoluto, sino un bramido gutural y grave. Las bestias le respondieron con gruñidos―. ¿Cómo que no lo habéis encontrado?

    «El chico pelirrojo». A Ariadna le recorrió un escalofrío. Solo había un chico pelirrojo en todo el pueblo: su hermano, Yilian. ¿Lo estaba buscando? ¿Por qué a él?

    Ariadna se sentó detrás de la chimenea, se sentía confundida, con mil preguntas en la cabeza. En ese momento vio, fuera del pueblo, el inconfundible color blanco de la toga de un erudito, que parecía llevar al hombro un saco en dirección a la Torre Azabache. No, no era un saco, era una persona, y llamaba la atención su característico pelo rojo. Ariadna maldijo por lo bajo. Si se escabullía e iba tras ellos, podía alcanzarles antes de que llegaran a esa fortaleza, probablemente impenetrable si la cerraban ante las noticias del regreso de las bestias.

    Sin embargo, observó un movimiento al otro lado de la plaza. Eran personas aproximándose al pueblo, sigilosamente, vestidos con armaduras de cuero. Y estaban armados. ¿Planeaban atacar? «Es un suicidio», pensó estremeciéndose. Para su asombro, fijándose en las personas que conformaban el grupo, pudo distinguir a su padre, que iba a la cabeza, liderando el avance con señales. Ariadna no entendía nada.

    Con cuidado de que no la escuchasen, Ariadna se deslizó hacia el suelo, y se dispuso a ir hasta sus padres. Por suerte, las bestias estaban centradas en la niña. Sin embargo, llegar al otro lado de la plaza, iba a ser difícil. Una mano se posó sobre su hombro. Sobresaltada, se volvió con el codo en alto dispuesta a propinar un golpe a quien estuviera detrás, mecanismo que tenía interiorizado de sus lecciones de lucha. Dado su aún pequeño tamaño, debía aprovechar su velocidad y el factor sorpresa cuanto pudiera. Sin embargo, lo que su codo encontró, fue la mano de su madre, parando el golpe a medio camino entre ambas. Esta le indicaba con un gesto de la mano que guardase silencio. Ella también llevaba una armadura de cuero, y tenía detrás a otros hombres con la misma prenda.

    ―Madre ―dijo Ariadna en un susurro―, ¿qué es todo esto? ¿Padre y tú lideráis a esta gente?

    ―Es complicado de explicar, Ariadna ―respondió en el mismo tono―. ¿Y tu hermano? ¿Sabes dónde está?

    ―Acabo de ver cómo un erudito se lo llevaba del pueblo ― señaló en la dirección en que lo había visto―. Parecía dirigirse a la Torre Azabache.

    ―¿Llevárselo? ―la mujer maldijo por lo bajo, mirando a las bestias. Parecía meditar algo―. Ariadna, tienes que ir tras él.

    ―Pero, ¿y vosotros? ―preguntó asustada.

    ―No te preocupes por nosotros, sabremos arreglárnoslas ―su voz sonaba firme, segura―. Nuestra tarea está aquí, ya habrá tiempo para explicaciones. Pero tu deber es alejarte de aquí, buscar a tu hermano y mantenerle alejado de estas bestias… y de los eruditos de la Torre. ―Ariadna asintió, aunque le costó hacerlo: dejar atrás a sus padres no era una idea que hubiera concebido―. Sé que puedes hacerlo. Y sé que esto te sonará extraño, pero debes confiar en mí. Ahora, ve, rápido. Y ten cuidado ―su madre se despidió de ella con un beso en la frente.

    III

    Así que, tensando la mandíbula, Ariadna se obligó a girarse y dejar a sus espaldas a su madre, partiendo en pos del erudito que había huido con Yilian a cuestas. Dejaba atrás a sus padres, pero aquella niña buscaba a su hermano, y no sabía dónde estaba… aún. Necesitaba anticiparse a ella. Cruzaba una de las calles que le conducían a las afueras de la villa cuando se detuvo. Miró de reojo una de las casas, las paredes de piedra salpicadas de sangre aún húmedas. Entró por la ventana, obligando a sus ojos a no posarse sobre los cuerpos de gente que había conocido descansando grotescamente sobre el suelo. Aún así, aquella visión le trajo un efímero toque de dolor en la cabeza.

    Hurgando entre las pocas cosas de la casa, encontró lo que había entrado a buscar: un farol por si le pillaba la noche. Acto seguido salió de la casa, y se encaminó rumbo a la dirección en la que había visto dirigirse al erudito. Examinó el instrumento, por si estaba dañado, pero estaba intacto. En aquellas tierras, en todas las casas había uno. Y hacían bien.

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