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Los Reinos de Gruhmnion. Las llamas de la rebelión
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Los Reinos de Gruhmnion. Las llamas de la rebelión
Libro electrónico364 páginas4 horas

Los Reinos de Gruhmnion. Las llamas de la rebelión

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El mundo no siempre ha sido tal y como lo conocemos. Antaño, los humanos convivieron con seres mitológicos en un ambiente de paz y armonía, hasta que llegó la Era de la Cacería. Como consecuencia, dioses y magos crearon un nuevo mundo para que las criaturas vivieran en paz: Gruhmnion.
«Los Reinos de Gruhmnion» narra la vida de los seres mitológicos un siglo después de la Creación. Todo parece encajar en su nueva vida; sin embargo, los líderes del nuevo mundo, los altos magos, reciben noticias aciagas del reino Decódeon: un grupo de sublevados ha iniciado una revuelta. Pronto descubrirán que no se trata de un simple altercado, sino del inicio de un conflicto de proporciones catastróficas que pondrá fin a la paz y la prosperidad de todos los reinos de Gruhmnion.

«La fantasía, lejos de ser una ilusión, permanece oculta a ojos de aquellos que la desterraron.»
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 dic 2018
ISBN9788494802294
Los Reinos de Gruhmnion. Las llamas de la rebelión
Autor

Soraya del Ángel Moreno

Soraya del Angel Moreno (Barcelona, 1984) studied Political Sciences but always knew her big passion was to tell stories. For this reason, she ended up becoming an expert in communication and storytelling, helping companies and people to connect with their clients through creative communication. Also, she participates in video game design as a game narrative designer. Despite her already making up stories at the age of four with her father, she began to write at school for contests and literary subjects. The kingdoms of Gruhmnion. The flames of rebellion was her first novel and the beginning of a wonderful journey at a personal and professional level. You can also find her in ‘Ecos de los 12 mundos’ (Echoes from the 12 worlds) with her short story ‘Adriel of Melater’s ballad’. More about her on www.sorayadelangel.es

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    Los Reinos de Gruhmnion. Las llamas de la rebelión - Soraya del Ángel Moreno

    Prólogo

    Hubo un tiempo en que hombres y criaturas mitológicas habitaron juntos en la Tierra. Tanto hace de ello, que se ha perdido en la memoria.

    Los niños solían adentrarse en los bosques a la caza de aventuras. Sabían que allí, en lo más profundo, encontrarían todo tipo de criaturas. En ocasiones se topaban con ninfas que jugaban alrededor de un manantial o descubrían cuevas donde los diminutos wergs escondían sus tesoros; aunque, solo los realmente afortunados podían ver a criaturas como Pegaso, el níveo corcel alado.

    Los campesinos también vivían una época magnífica. Aliados con los magos, se servían de hechizos para hacer más fértiles sus campos. Eran trueques excelentes; magia a cambio de trigo, huevos o leche. Por su parte, los seres acuáticos ayudaban a los marineros y pescadores a defenderse de los ataques de las bestias marinas.

    La relación de cordialidad y armonía entre especies, que se creía perpetua, duró hasta que un terrible suceso cambió el curso de la historia. Era el año 1350 d.C. y la pandemia conocida como «peste negra» devastaba Asia y Europa. Algunos opinaban que se había originado por una bacteria, aunque la mayoría de hombres sospechaba que surgió fruto de una maldición. Su confianza en los magos se vio mermada. Su obstinación no les dejaba ver la realidad: ninguna criatura era culpable de la epidemia; sin embargo, el odio hacia ellas aumentó con cada puesta de sol. Se cometieron auténticas barbaridades contra las criaturas y, pese a que podrían haberse defendido —estaban capacitadas para aniquilar a la especie humana—, no lo hicieron. Su nobleza les obligaba a afrontar con resignación cualquiera que fuese su destino.

    Los cinco siglos posteriores al origen de la epidemia fueron conocidos como: «La Era de la Cacería». Los humanos, que ya no recordaban el porqué de aquel odio, solo buscaban sus preciados trofeos: cabezas de hidra del Amazonas para decorar su salón, el pie de un bigfoot colocado a modo de mesita de noche, cenizas de brujas que servían como cura para las quemaduras, orejas de elfo que, mezcladas con fresones, eran un estupendo afrodisíaco…

    Las criaturas fueron sucumbiendo. Desaparecieron clanes enteros; especies que habitaban la Tierra desde el origen de los tiempos.

    —Escóndete aquí, cariño. Y no salgas, pase lo que pase… —La madre de Dodo acarició con el pico el plumaje de su pequeño por última vez, antes de emprender el vuelo. Intentaría despistar a los cazadores.

    —Mamá, ¡yo quiero ir contigo! ¡No me dejes aquí! —le recriminó la cría.

    La madre salió del pequeño hueco del árbol y comenzó a hacer piruetas aéreas mientras se alejaba de aquella zona del bosque. No tardaron en detectarla.

    La cría, asustada, perdía cada vez más plumas al encontrarse en estado de shock. No sabía qué ocurría ni por qué su madre había tenido que irse de su lado.

    De pronto, dos disparos la dejaron sin aliento.

    —¡Ha salido de ese árbol! ¡Debe de tener aquí el nido! —gritó uno de los cazadores mientras señalaba el orificio donde se encontraba el pequeño Dodo.

    —Aves parlantes… ¡Engendros del demonio! —exclamó asqueado el batidor, dirigiéndose a la apertura del árbol.

    Extendió su brazo y metió la mano dentro. Encontró un pico en forma de garfio y una criatura pequeña y rechoncha cuyo plumaje escaseaba. La agarró del cuello y la sacó de su refugio, ocasionando que la última imagen de Dodo fuera la de su madre estrangulada a manos del cazador.

    La situación era devastadora. Tras siglos de sufrimiento, las criaturas no podían aguantar más y pidieron auxilio a sus dioses. No lo hicieron por temor a su propia muerte o por miedo a la aniquilación de las especies. Lo hicieron porque rechazaban la idea de un mundo sin magia, un lugar triste donde sus habitantes prefiriesen la guerra a la cordialidad. No estaban dispuestos a que los supervivientes vivieran escondidos y atemorizados, así que oraron a los dioses e imploraron su ayuda para terminar con las atrocidades que sufrían a manos de los hombres.

    Hasta entonces, los dioses todopoderosos, que velaban por su pueblo desde la bóveda celeste, no habían tomado partido en la convivencia entre criaturas y humanos, ya que el favoritismo hacia unos supondría la aniquilación de los otros. Pese a que las criaturas conocían su existencia, los hombres no tenían claro quiénes eran. Inventaron tantas religiones, cada una con un supuesto dios auténtico, que lo más probable era que la verdad hubiese desatado una guerra teológica mundial. A los dioses no les resultó fácil encontrar una solución que satisficiera a todos. Meditaron largo y tendido y, años después, decidieron tomar partido. Así fue como, en 1893, descendieron para ayudar a los oprimidos.

    Fueron sumamente cuidadosos respecto al lugar donde asentarse. Tomaron tierra de noche, en una zona forestal repleta de árboles cuyas raíces destacaban en un suelo libre de vegetación. Las copas bloqueaban la luz de la luna y eso hacía que la zona fuese del todo oscura, perfecta para su cometido.

    Las dos primeras deidades en llegar fueron Damarcus, dios supremo, y Dana, su esposa y señora de la vida y la inmortalidad. Tras ellos descendieron los otros tres dioses: Dahlia, llamada Madre Naturaleza; Jan, dios de la luz y la oscuridad; y Afi, señor de la Vía Láctea. Antes de comenzar su tarea aseguraron la zona, comprobando que se encontraban a salvo de miradas curiosas. Los dioses incluían en su plan a los seres más poderosos que habitaban el planeta: los magos.

    —Llegó la hora de la congregación —anunció Damarcus.

    El dios de aspecto similar al humano, de ojos blancos y sin vello alguno en su cuerpo moreno y musculado, era capaz de contactar mentalmente con quien quisiera y, siendo el más poderoso de todos, podía hacerlo con millones de seres al mismo tiempo.

    Damarcus se preparó para la comunicación. Cerró los ojos y, de inmediato, un halo de luz rodeó todo su cuerpo. Buscó las auras de los magos; tarea nada fácil, ya que tenía que ubicarlas entre billones de luces. Una vez localizadas, inició la comunicación:

    «Magos de la Tierra, os habla Damarcus, vuestro dios. —La voz retumbaba en sus mentes como el eco en la profundidad de una cueva—. Acudimos a este mundo tras escuchar las súplicas de las criaturas y ver las atrocidades que ha cometido el hombre…»

    Los hechiceros, desconcertados, aunque albergando esperanza para su pueblo, recibieron con entusiasmo las palabras del todopoderoso.

    Damarcus los convocó en el bosque, al alba. Los cinco dioses esperaron, pacientes, sentados en unos lechos que habían formado agrupando las hojas caídas de los árboles.

    —Ya no recordaba qué se sentía al tocar hojas —reconoció Dana mientras acariciaba el lecho—. Es tan agradable…

    —Gracias, querida… —dijo Dahlia—. Fue difícil crear vegetación y fauna en este planeta. Y, después de tanto trabajo, ¡van y se lo atribuyen a otro! ¡Los humanos se merecen una buena azotaina en el trasero! —Hizo aspavientos con sus ramas. Siempre que lo hacía, tenía problemas con la corteza que envolvía su cuerpo. Además, cuando se enfadaba, perdía parte de las hermosas flores blancas que componían su melena.

    —Ya sabessss lo influenciables que son, madre… —apuntó Afi siseando, como era propio en las serpientes—. Ademássss, desconocen la verdad. Imagina que algún día descubriesen que yo lessss alejé de Andrómeda… ¡El choque entre galaxiassss era ineludible! Les aturdirían y sobrecogerían tantassss cosas que es mejor que sigan siendo unos ignorantessss.

    —¿Tú qué opinas, Jan? —preguntó la Madre Naturaleza, algo preocupada—. No has abierto la boca desde que llegamos.

    —No soy un gran orador, Dahlia. Ya conoces mi opinión… —Batió sus alas para ponerse en pie—. Siempre te obedeceré, padre —clavó la mirada en Damarcus—, pero, creo que quien debería marcharse de este planeta es el hombre; por su maldad.

    Damarcus, apoyándose en sus rodillas, también se irguió para acercarse a su hijo. Puso una mano en el hombro del ángel y se dirigió a él:

    —Lo acordamos en la bóveda, hijo mío. Lo mejor es que todo lo mitológico quede oculto para el hombre. No saben convivir con la magia, lo destruyen todo. No están preparados para lo sobrenatural ni para convivir con las bestias. —Hizo referencia a feroces animales colosales que también habitaban la Tierra—. Por eso, nosotros también partiremos junto a las criaturas. Y entonces, todo será diferente.

    Damarcus, con suavidad, colocó uno de los mechones rubios de Jan tras su oreja.

    Sin apenas darse cuenta, el sol empezó a salir y, con el resplandor de sus primeros rayos, comenzaron a llegar los hechiceros. Los dioses se levantaron para recibir a los mil doscientos convocados.

    Los primeros en aparecer fueron los magos que dominaban los encantamientos de transmutación y los que contaban con la ayuda de las aves para trasladarse de un lugar a otro. Los que se podían transmutar siempre permanecían en su forma animal para pasar desapercibidos a ojos del hombre, pero no era fácil dominar esa técnica, ya que requería mucho poder y experiencia.

    Los hechiceros que llegaban surcando los cielos no tardaron en unirse al grupo. Otros aparecieron a lomos de sus corceles y el resto sobre nubes, fuego o hielo que iban formando ellos mismos con su poder.

    Una vez los dioses tuvieron delante al gremio de magos al completo, se dieron cuenta de lo que habían evolucionado sus creaciones y se sintieron orgullosos.

    Entre los magos distinguieron al fundador del gremio, el venerado Viejo Cuervo; a los prestigiosos Tupak y Lenam, de aspecto reptil; a Dahon, el más joven de ellos; Român, Liv y Skip, con características de ave; y Aiko, la hechicera cíclope. Todos se saludaban entusiasmados. La mayoría estuvieron ocultos durante mucho tiempo y no se habían visto en años, así que se creó un gran alboroto por aquel feliz reencuentro.

    Damarcus dio un paso adelante y extendió sus brazos para que los convocados guardasen silencio. No había tiempo que perder.

    —Magos venidos desde los confines de la Tierra… Os halláis aquí para cumplir la voluntad de vuestros dioses. —Conocedor de todas las lenguas del mundo, se dirigía a ellos en korüm, la lengua oficial del gremio—. Sabed que el sufrimiento de nuestro pueblo acabará hoy, en este momento y en este lugar.

    Los magos permanecían en silencio, nadie quería interrumpir al supremo.

    —Os hemos reunido a todos para que, con vuestro poder, nos ayudéis a crear un nuevo mundo, lejos del hombre. En él conviviremos como antaño, en armonía, apartados de toda barbarie.

    Los magos aplaudieron de manera enérgica; no podían estar más de acuerdo.

    Damarcus volvió a levantar los brazos para hacerles ver que no había terminado su discurso, ya que debía explicarles los detalles. De nuevo, reinó el silencio.

    —Los dioses desplazaremos a todos al nuevo mundo cuando esté listo, pero necesitamos de vuestra magia para abrir un portal, un paso entre los dos mundos por donde hacer la conexión y el traslado. —Los hechiceros escuchaban con atención, nadie se atrevía siquiera a moverse—. Para ello, los dioses canalizaremos vuestra magia y lo construiremos. Lo más difícil será establecer el espacio vacío, «la nada» que habrá al otro lado, para después abastecerlo de todo lo necesario para la vida.

    Se acercó a su esposa, le cogió la mano y besó el dorsal con ternura antes de seguir:

    —Todos conocéis la potestad de Dana —apaciguó su voz—. Nació con un poder único: el de devolver la vida a los muertos y otorgarles la inmortalidad si lo merecen. En esta ceremonia, como sabéis, mi esposa ofrece su propia sangre al difunto, convirtiéndolo en ángel para permitirle vivir como ser inmortal. —Tomó aire—. Para poder abastecer «la nada» y permitir a nuestro pueblo vivir en ella, Dana tendrá que hacer justo lo inverso. Necesita el poder que contiene vuestra sangre para obtener la fuerza suficiente para tal cometido.

    Los magos comenzaron a entender que la diosa, al hacer su ritual de forma inversa, les extraería la sangre a todos. Probablemente terminarían convertidos en entes incorpóreos y, por tanto, a Dana le sería del todo imposible darles la inmortalidad como ángeles… Su sacrificio les llevaría a una muerte segura.

    —Tened fe, hijos míos; esa que nunca os ha abandonado —les pidió el todopoderoso—. No os asustéis ante la idea de la muerte, porque nosotros estaremos a vuestro lado. Este sacrificio y vuestra gesta acompañarán a nuestro pueblo hasta el fin de los días, permitiendo que otros disfruten de una nueva vida en el mundo que nacerá hoy… —Damarcus giró su cuerpo, dando la espalda a los magos—. ¡Aquí! —Señaló con su dedo índice hacia delante y surgió un agujero negro que iba brotando como el agua de una fuente. Permaneció suspendido en el aire y, entonces, gritó—: ¡Aquí emergerá el portal!

    Los magos, a pesar del estupor inicial, se concentraron en su misión. Conocían los detalles del plan y ahora les tocaba actuar para ayudar a las criaturas. El primer paso era el de lanzar su hechizo más poderoso para que los dioses lo canalizasen, dieran forma al portal y se hiciese «la nada».

    Todos se prepararon, cerraron los ojos y se concentraron. En medio de aquel silencio sobrecogedor, alguien clamó: «Eo in Librä!!¹». De inmediato, todo el gremio lo repitió alzando los puños, mostrando el honor de los magos. Mientras, los dioses se alinearon delante del agujero negro, listos para recibir el impacto de los hechizos que les lanzarían los magos.

    Pese al sol resplandeciente, la concentración de los hechiceros hizo que la zona del bosque se volviese oscura. La noche parecía haber llegado de nuevo, quedando todo en silencio. El tremendo poder que estaba a punto de liberarse hizo temblar la tierra con tanta intensidad que los árboles se desestabilizaron y comenzaron a caer, arrancados de raíz. Trozos de montañas cercanas explotaron, haciendo saltar por los aires rocas del tamaño de viviendas.

    De pronto, la oscuridad comenzó a disiparse gracias a los destellos de colores que causaban los hechizos a medida que los magos los lanzaban. Esferas de fuego chocaban contra el pecho de Damarcus; rayos de escarcha eran absorbidos por la diosa Dana; huracanes eran atraídos por el cuerpo de Jan; rocas del tamaño de montañas aparecían de la nada y eran arrojadas hacia el dios Afi; nubes tóxicas empapaban a Madre Naturaleza… Las divinidades atraían la energía hacia ellos y, de esa magia, emanó el poder para que el portal tomase forma. El pequeño agujero negro creció rápidamente hasta formar la estructura de un enorme pórtico. En el interior del arco, tras una pantalla acuosa, se apreciaba una luz blanca y cegadora. Era el otro lado, «la nada».

    El primer paso para crear un nuevo mundo había concluido.

    Damarcus percibió cómo muchos de los magos ya no desprendían aura. Sus cuerpos habían ido desapareciendo a medida que perdían su poder. Examinó a los que quedaban en pie, tal vez unos cien, y se acercó a ellos.

    —Valientes magos de la Tierra, los dioses hemos comprobado la magnificencia de vuestro poder. ¡Gracias a vosotros el portal y «la nada» son una realidad!

    Los magos supervivientes estaban agotados. Tras desprenderse de casi todo su poder, quedaron tan extenuados que ni los propios sanadores pudieron curarse. Pese a todo, no suponía un problema porque, lo que la diosa necesitaba para su cometido no era su magia, sino su sangre.

    Hubo un leve murmullo entre ellos cuando vieron que Dana se aproximaba, señal de que su muerte se acercaba.

    La diosa era muy bella. Sus grandes ojos verdes destacaban entre su cabello largo y rizado, rojo, igual que sus labios. Su cuerpo esbelto de piel lechosa brillaba y su toga color mármol la hacía parecer una de esas mujeres romanas que tanto la divertían cuando el imperio aún existía.

    —Valerosos magos —dijo, apacible—, aquí nos encontramos, ante uno de los sucesos más importantes de nuestra historia. Cuando dé comienzo el ritual, solo oiréis mi voz. Vendrá a vuestra mente el momento más feliz que hayáis vivido en la Tierra y quedaréis dormidos en un sueño bello y placentero; sin sentir ningún dolor.

    Alzó las manos con delicadeza. Los hechiceros no sintieron miedo. Los envolvió una sensación muy agradable antes de que sus ojos se cerrasen. Un leve cosquilleo, similar a una caricia, recorrió sus espaldas y los sumió en un sueño muy profundo. Cada mago soñaba con el momento en que había sido más feliz. Unos pensaban en sus hijos y cónyuges, otros en la primera vez que levitaron y los más jóvenes se acordaban de las aventuras que vivieron junto a sus amigos más queridos.

    La diosa fue absorbiendo la sangre hasta que aquella parte del bosque quedó plagada de cuerpos inertes, convertidos en sacos de piel.

    Las manos de Dana obtuvieron la energía que emanaba la sangre de mago. Había quedado envuelta en un aura de color carmesí, tan intensa que toda ella parecía bañada en sangre. Levitó unos metros y, dirigiendo su mano hacia el portal, disparó una onda de energía hacia «la nada». La luz blanca y cegadora que había en ese espacio desapareció.

    Damarcus atravesó el portal y, con la ayuda de las diosas, transformó el blanco en un espacio repleto de agua de la que brotaron seis vastas superficies de diversas magnitudes. Dos islas se definieron al oeste mientras un continente central, la más grande extensión de territorio del nuevo mundo, surgía de las aguas junto a otra isla al noroeste. El último en aparecer fue el continente oriental, con una pequeña isla al norte. Así surgieron los territorios que, más tarde, darían vida a los reinos.

    Hicieron que de la tierra seca naciera vegetación en abundancia. Fauna, ríos, montañas, desiertos… todo lo necesario para que las criaturas pudiesen retomar sus vidas con notables mejorías.

    Cuando su labor terminó, Dana retornó a su aspecto normal. Agotadas, ambas diosas se desplomaron en el suelo del bosque y el supremo se apresuró en comprobar que estaban bien.

    Ordenó a Jan y a Afi que cruzasen también el pórtico. La serpiente entró reptando y, tras alejarse de la entrada unos metros, comenzó a espirar. De su aliento nació una suave brisa que, poco a poco, se aferró por todo aquel espacio.

    Jan, en plena armonía con Afi, voló y comenzó a girar sobre sí mismo a gran velocidad. De su cuerpo surgió una luz intensa que dio paso al primero de los días. Como una pareja de baile bien acompasada, Afi lo usó para crear un sol que guiase a los futuros habitantes. Jan ondeó su cuerpo, creando así la oscuridad y dos lunas que brillasen en la noche y orientasen a las criaturas nocturnas. También nacieron estrellas que ayudarían a los navegantes en sus largas noches en alta mar.

    Con el trabajo concluido, ambos volvieron al mundo humano. Afi, agotado, inclinó la cabeza para confirmar al supremo que su cometido se había llevado a cabo con éxito. Damarcus devolvió el gesto agradecido.

    —Mi Señor, ¿no habría forma de usar mi poder para resucitarlos? —preguntó Dana al volver en sí.

    —Ya conoces las leyes divinas. Los difuntos incorpóreos, o con el cuerpo en tan mal estado, no pueden someterse a tu juicio. En este momento deben de estar ya en la Ciudad de los Difuntos.

    Damarcus guardó silencio. Abrazaba a su esposa con fuerza mientras observaba el bosque. De pronto, algo llamó su atención; detectó movimiento. Dejó a las diosas recostadas y se dirigió hacia los despojos. Apartó varios sacos de piel y vio con claridad la garra escamada de Lenam. Cerró sus ojos y se concentró, logrando detectar nueve auras; ¡nueve supervivientes!

    —Dioses, ¡aquí!

    Atendieron a los nueve magos que sobrevivieron al enorme desgaste de poder. Estaban muy desmejorados. Habían perdido mucho peso, parecían esqueletos; aun así, la fortuna quiso que el dios los encontrase con vida. Usó su poder para sanarlos, pero el desgaste sufrido había sido tan tremendo que seguían inconscientes.

    Quedaban pocas horas para el anochecer y Damarcus, aprovechando que los magos dormían, decidió honrar a los fallecidos con un ritual del propio gremio. Las demás divinidades lo observaron con atención mientras descansaban. No tenían fuerza suficiente para unirse al supremo.

    —Hoy dejará de existir la magia en el mundo del hombre… Huirá cualquier ápice de magia, ilusión y fantasía de sus corazones. Lo que tanto amamos una vez, lo han destrozado en su inmensa crueldad. Finaliza la era en la que hombre, criatura y bestia conviven juntos.

    Apenado, comenzó el ritual.

    Sus ojos blancos apuntaron al cielo y los cuerpos ascendieron hasta las estrellas. En ellas arderían, transformándose en parte del cosmos y cerrándose así un ciclo.

    Ya había amanecido y los magos despertaron. Se sentían confusos, extraños y muy cansados. Aun así, no tardaron en recordar todo lo sucedido el día anterior. Parecía mentira que, en solo unas horas, sus vidas hubieran cambiado tanto.

    Damarcus, al verlos abatidos, se acercó a ellos.

    —Sabemos que ha sido duro, hijos míos, pero lo habéis logrado. Ya solo queda abandonar este mundo. El momento de la travesía ha llegado —anunció—. Los dioses queremos proclamaros, a los nueve, nuestros portavoces. Seréis conocidos como «altos magos» en el nuevo mundo y os encargaréis de que nuestras leyes se respeten en los ocho reinos. La maldad del hombre no traspasará este portal. Todo está listo para la travesía de nuestro pueblo… Ubicaré a las criaturas muy lejos del pórtico para que nadie sepa, nunca, dónde se encuentra; salvo nosotros.

    Ambos mundos estarían conectados durante el tiempo que durase la travesía y, una vez estuviesen todos al otro lado, se cerraría para siempre.

    Damarcus ordenó a los altos magos que fueran los primeros en cruzar el pórtico; todos salvo el mago Lenam. Los dioses le pidieron que se quedara para ayudarles a sellar el portal por ambos extremos, ya que ellos también habían perdido gran parte de su poder durante la creación.

    Con todos los cabos atados, el momento de anunciar la travesía a las criaturas había llegado.

    Damarcus usó una vez más la telepatía. Su poder era de tal magnitud que, pese a estar también exhausto, hizo que cada criatura le escuchase en su propia lengua.

    —Criaturas de la Tierra, os habla vuestro dios, Damarcus. Hemos oído vuestras súplicas y me hallo junto al resto de deidades ante un nuevo mundo creado para vosotros. Los magos de la Tierra os han dado un hogar y una nueva vida, aunque, lamentablemente, solo nueve han sobrevivido. Los nueve que os guiarán en esta nueva era.

    Las criaturas escuchaban al dios desde sus escondites y sintieron consuelo por primera vez en mucho tiempo.

    —Usaremos nuestro poder para transportaros lejos del hombre y de su persecución. Os acompañaremos y volveremos a observaros desde los cielos. Al acabar de pronunciar estas palabras, sentiréis frío y un leve mareo causado por la teletransportación. Dormiréis durante el viaje y, cuando despertéis, lo haréis en el nuevo mundo: ¡Gruhmnion!

    Sus palabras fueron como un bálsamo para los oprimidos; así lo percibió.

    Los dioses formaron un círculo, unieron sus manos y el éxodo de las criaturas dio comienzo. Paulatinamente, cada ser se desvaneció y, más tarde, volvió a emerger al otro lado del portal, en el lugar elegido por las divinidades. Esa localización era enorme, del tamaño de media Europa, ya que albergaría a decenas de millones de criaturas. A las feroces bestias las reunieron en el oeste, para que no hubiese problemas con ellas durante el periodo de adaptación. Una vez en Gruhmnion, los altos magos se encargarían de ayudar a todo el mundo a encontrar su lugar idóneo o localizar a sus

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