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La reina oscura
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La reina oscura
Libro electrónico543 páginas7 horas

La reina oscura

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La reina Vania ha desaparecido en extrañas circunstancias y sus hijas, Ilanna y Angelia, son enviadas lejos. Cuando regresan al reino, muchos años después, se encuentran que Terám, su malvado tío y ahora rey, se ha hecho con el control y gobierna a favor de sus intereses sin pensar en el pueblo.
Al mismo tiempo, la oscura y deprimente ciudad de Lóan se ve envuelta en misteriosas desapariciones y asesinatos atroces. Los rumores hablan de sectas y del espíritu de la reina Vania, que aún vaga por el Gran Templo.
Las princesas tendrán que enfrentarse a la verdad de su pasado, al rey tirano y a unas fuerzas diabólicas que no comprenden.
Demonios de la noche, traiciones y una encarnizada lucha por el poder. ¿Quién ganará?

Sinopsis reducida atractiva: la oscura y deprimente ciudad de Lóan se ve envuelta en misteriosas desapariciones y asesinatos atroces. Los rumores hablan de sectas y del espíritu de la reina Vania, que aún vaga por el Gran Templo.
Las princesas Iliana y Angelia tendrán que enfrentarse a la verdad de su pasado, al rey tirano usurpador y a unas fuerzas diabólicas que no comprenden.
Demonios de la noche, traiciones y una encarnizada lucha por el poder.
¿Quién ganará?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jun 2021
ISBN9788412394801
La reina oscura
Autor

Albert Navarro Valenciano

Albert Navarro Valenciano. Pese a haber nacido en L’Hospitalet del Llobregat en 1983, nunca se ha movido de Castelldefels, lugar al que se siente profundamente arraigado. Centró sus estudios en el mundo tecnológico y, aunque actualmente se dedica a ese sector, desde bien pequeño se interesó por la literatura y el cine de fantasía y ciencia ficción. En sus ratos libres explora su imaginación a modo de afición y evasión. La reina oscura supone su puesta en escena y su propuesta formal para dar a conocer a los lectores los mundos, personajes e historias que ha creado.

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    La reina oscura - Albert Navarro Valenciano

    Preludio

    Ella solo era una niña de seis años que veía desde su inocencia cómo su madre, la reina, le mostraba un mundo mágico que cubría una verdad triste, un gran secreto, una realidad que determinaría totalmente su destino. Los recuerdos difusos trasladaron a la princesa Ilanna catorce años atrás, cuando su madre vivía aún. Su hermana, con tres años, no las podía acompañar. Cuando caía la noche, Vania cogía a su hija dulcemente de la mano y la sacaba al mundo. Entraban en el gran templo, diseñado por ella, y se perdían en sus innumerables salas y pasillos. Le mostraba las obras de arte que contenía: cuadros preciosos que ocupaban paredes enteras, bustos y estatuas enormes de ángeles, dioses y figuras mitológicas del mármol más blanco que se pueda imaginar. La sala central, colosal, albergaba un mosaico de cien metros y una bóveda enorme a gran altura, cubierta con un fresco. Las gárgolas, las tribunas, los rosetones coloridos y las vidrieras completaban la colección. Era un mundo mágico, lleno de color y, a la vez, de oscuridad que, de tanto visitarlo, Ilanna y Vania lo consideraban su casa y refugio particular.

    «Aquí tendrás las respuestas a todo, hija; el templo te protegerá siempre», le solía decir con su voz dulce.

    Salían a los jardines reales, donde le cantaba y recitaba poemas compuestos por ella. Más tarde la hacía adentrarse en el laberinto que cruzaba la verde explanada, donde la bella Ilanna guardaba la mayoría de traumas de su infancia. Las primeras veces entraban juntas de la mano y, entre risas e historias que su madre le contaba, llegaban al otro lado sin problemas. Pero más tarde, cerca del día fatídico en que la reina desapareció, pareció despertarse en esta la necesidad de que su hija aprendiera a salir de él, como si, de manera simbólica, intentara enseñarle que, cuando ella no estuviese, debería valerse por sí sola y encontrar la salida sin ayuda.

    «Sigue mi voz», le decía. Tras desaparecer en el primer cruce, la niña se adentraba a oscuras en el laberinto retorcido y se perdía en sus entrañas. Entonces los recuerdos se volvían turbios y oscuros.

    Primero surgían imágenes aleatorias sin sentido: la luna, las estrellas, pinturas y cuadros, sombras y luces, vida, muerte, lágrimas, miradas, arte y palabras. Paisajes que se mezclaban con poemas, poesías que se fundían con música. Una mirada profunda que desembocaba en una sonrisa cínica. El aire, las nubes, la sensación de volar y sentir la protección de alguien cercano, que la sujetaba y rodeaba con sus brazos. Caricias, besos, olor, los cinco sentidos provocando escalofríos placenteros en la piel. Sabor dulce y amargo, oscuridad pintada de colores, una noche negra de belleza inigualable.

    Ilanna buscaba a su madre en el laberinto angosto, flotando en mitad de la fría penumbra. Encontraba un espejo en el que miraba su reflejo y veía la luna y las estrellas como protagonistas, amenazadas desde la lejanía. De pronto la imagen desaparecía, el cristal se rompía en afilados trozos brillantes y todo cambiaba. Volvía el pasillo oscuro que parecía no tener fin y una amenaza comenzaba a perseguir la luna, bella, más blanca y reluciente que nunca. Lo notaba detrás, casi captaba su aliento en la nuca y el roce de sus largos y fríos dedos a escasos centímetros de sus hombros. Por fin divisaba el final; una puerta se abría y de ella surgía una larga y tenebrosa figura. No se distinguía el rostro, solo unos penetrantes ojos blancos que resaltaban en la oscuridad. Estaba atrapada por los dos lados, pero seguía corriendo hacia la silueta sin poder remediarlo. La mente de la luna, horrorizada por el pánico, quería parar, gritar y que todo eso no ocurriera, pero su corazón brillante la guiaba hasta el extraño.

    A escasos metros, la figura era mayor y casi estaba encima de ella. No lograba frenar a tiempo, el impacto era inminente y no había salida. Chocaban, provocando un destello oscuro y brillante al mismo tiempo, y todo se tornaba negro. No se oía nada, entonces abría los ojos y se daba cuenta de que todo había sido, aparentemente, un mal sueño.

    La luna estaba a salvo en su manto, cada día más oscuro, acompañada por la hermosa Estrella Polar, que nunca la dejaba sola.

    Al final, ella volaba muy alto. Con su madre cogiéndola con fuerza desde atrás, contemplaba el firmamento como si se tratase de su mundo, su vida, su destino, la noche que las envolvía desde las alturas. Y volaban y volaban…

    PARTE 1

    1

    La bella Ilanna se encontraba apoyada en la barandilla de su terraza, mirando hacia la noche estrellada, pensativa e hipnotizada. La luna llena, más grande que nunca, robaba todo el protagonismo a los demás astros. Su melena castaña ondeaba con la caricia de una brisa. Un manto blanco, largo y suave la protegía del frío. En su mano izquierda sostenía con fuerza el colgante que siempre llevaba. Una cadena plateada le rodeaba el cuello y le caía, dibujando la forma de sus pechos, hasta el centro del torso, donde colgaba el amuleto: una media luna de cristal azul con bordes de un precioso rojo añejo, tallada a partir de un mineral muy codiciado y casi imposible de conseguir. Su brillo era capaz de iluminar una habitación oscura. Se trataba de una pieza única de origen desconocido, convertida en un mito. Enamoraba a cualquiera que tenía el privilegio de observarla. Fue un regalo valioso que su madre le hizo de pequeña, instantes antes de ausentarse de su vida. Siempre lo agarraba con fuerza cuando estaba angustiada, dolida o le preocupaba algo; se aferraba a él porque era el único y más valioso recuerdo de su madre; así sentía como si aún siguiera a su lado.

    Algo perturbó ese momento apacible, una presencia detrás de ella la observaba. Justo antes de que decidiera darse la vuelta, una mano fría tocó su hombro y apretó con fuerza, cosa que, por un momento, la sumió de nuevo en la pesadilla. Pero los nervios y la tensión desaparecieron al ver que se trataba de Angelia. Su pequeña y hermosa hermana le sonrió pícara, con la cara totalmente blanca por la luz de la luna. El pelo azabache le caía sobre los hombros y sus enormes ojos azules parecían volverse, por momentos, negros por la oscuridad.

    —¿Te he asustado?

    Ilanna suspiró aliviada y la miró con enfado, aunque pronto suavizó el gesto y también le afloró una sonrisa de complicidad.

    —Un poco, estaba pensativa y no podía dormir…

    —Entiendo, ¿más pesadillas, tal vez? —preguntó Angelia, apoyándose en la barandilla.

    —Sí —respondió Ilanna con resignación—. Supongo que los recuerdos y las preocupaciones me persiguen hasta el subconsciente.

    —No estamos preparadas para esto, han llegado todos los cambios de golpe y no son para bien.

    —El cambio ha sido muy brusco; hemos pasado de vivir entre libros, con todas las facilidades posibles para convertirnos en grandes líderes y pensadoras, a vivir sometidas, a la espera de un futuro infame. Hemos pasado de vivir libres a que nos opriman y decidan nuestro futuro sin tener en cuenta nuestra opinión.

    —No podemos luchar contra los cambios, Ilanna.

    —Lo sé, nadie puede.

    —¿A qué te refieres?

    —No somos las únicas a quienes les ha cambiado la vida. La ciudad entera ha cambiado desde que la dejamos hace doce años, cuando mamá vivía. Esa ciudad resplandeciente era adorada y admirada por todo el mundo; los ciudadanos vivían libres y felices. —Ilanna hizo una pausa y señaló el horizonte, por donde se extendía la ciudad, oculta por el templo—. Observa y dime dónde está.

    —Yo era demasiado pequeña, pero puedo imaginar lo que dices. Llevo pocas semanas aquí y las dos únicas veces que se me ha permitido pasear me he encontrado con calles desoladas y personas que parecían vivir sin alma. Cabizbajas, enfermas y débiles. Se respira dolor y tristeza en los rincones de la ciudad; nostalgia, desamparo y soledad.

    —A esto es a lo que nos ha llevado Teram… —sentenció la princesa, bajando el tono.

    —¡¿Estás loca?! —exclamó su hermana alterada, cogiéndola del brazo—. Ya sabes que está prohibido y penado hablar en su contra.

    —Es un tirano, Angelia, y cada vez me queda menos aguante. —La miró fijamente—. Desde que llegó al trono todo ha cambiado a peor. Ha cambiado la vida de todos sus ciudadanos y ahora encima pretende cambiar la nuestra. —Le acarició su precioso cabello, negro y liso—. Y me da igual si cambia la mía, pero la tuya… No soportaría que te arrastrase a donde quiere conducir nuestras vidas. No quiero ese futuro para ti.

    —Sé que eres mi hermana mayor y buscas lo mejor para mí, pero no podrás protegerme siempre, Ilanna.

    —Es mi deber y mi responsabilidad hacerlo. Es lo que siempre me inculcaba, por encima de todo, nuestra madre: «Cuida siempre de tu hermana, sin ti estaría perdida», me decía.

    —Y me gusta que me cuides, te necesito; pero he cumplido los dieciocho y ya soy mayor para tomar mis decisiones.

    —¡Ese es el problema, Angelia!, que no las podrás tomar, las van a tomar por ti —exclamó con desesperación y agonía.

    —Pues entonces ya soy mayor para, al menos, aceptarlas.

    —Tienes razón, pero no debería ser así. Somos las herederas naturales del trono y, si Teram no hubiese cambiado las leyes, ahora mismo gobernaríamos en su lugar y todo volvería a ser como antes.

    —Pero no podemos hacer nada, Ilanna. —La joven le cogió la mano y la miró con pena—. Sé que intentas ayudarme, pero no podrás hacerlo si no aceptas antes nuestra situación, por muy dura que sea.

    Ilanna la examinó fijamente. Había crecido y empezaba a madurar. Aunque no quiso reconocerlo, comprendió que le estaba dando una lección. Su inocente y rebelde hermana parecía reunir más agallas y valor que ella al aceptar su futuro.

    —Lo siento, se supone que debería dar ejemplo y mostrar mayor fortaleza; con este pesimismo no creo que te ayude demasiado… —se lamentó Ilanna.

    —Siempre me ayudas —respondió Angelia con una sonrisa dulce—. Madre tenía razón, sin ti estaría perdida.

    —Vayamos dentro —propuso Ilanna, frotando los brazos delgados de su hermana para protegerla del frío.

    Entraron en su amplia, cálida y acogedora estancia, adornada con cuadros viejos pintados por Vania para Ilanna, armarios enormes y espejos de cuerpo entero. La iluminaban varias antorchas y una chimenea grande, situada en un rincón, caldeaba el ambiente. En el otro extremo se situaba la cama, alta y con una cabecera hermosa. Las habitaciones de las princesas se comunicaban por una puerta doble y por la terraza que compartían. Las primeras noches, asustadas y desorientadas por el cambio, habían dormido juntas. Pactaron seguir haciéndolo el tiempo que fuese necesario, pero los últimos días, Angelia —quien más lo necesitaba al principio—, regresó a su cuarto. Aunque a Ilanna le parecía bien, le asombró la capacidad de adaptación de Angelia ante un escenario tan hostil; como si hubiera madurado de golpe.

    La observó sentada en un diván mientras se colocaba delante de un espejo de mesa y se peinaba con delicadeza.

    —Estoy orgullosa de ti, Angelia —rompió el silencio, como si le hubiese salido directo del alma.

    —Gracias —respondió sonriente, mirando su reflejo—. Te preocupas demasiado, Ilanna, y te entiendo; pero no puedes hacer nada más, así que no te tortures. Además, siempre hay esperanza y todo podría cambiar de rumbo.

    —Eso decía mamá, «nunca pierdas la esperanza». —Sonrió y se acomodó en el diván—. Siempre me decía que en su mirada encontraría la salida, pero por más que la recuerde no encuentro el camino correcto. —Suspiró, con la vista en el techo—. Tal vez vivo demasiado en su recuerdo, en su rostro, su mirada y su sonrisa. Tal vez vivo demasiado en esos tiempos en los que se respiraba paz y libertad, en los que nuestra ciudad estaba llena de luz e ilusión; esos tiempos en los que el futuro no era oscuro, sino reluciente y brillante.

    —Todo puede cambiar, Ilanna; deja de atormentarte.

    —Lo que he de hacer es dejar los recuerdos y centrarme en la realidad; si no, no lograré ayudarte ni a ti ni a mí. Pero me está resultando difícil, me persiguen hasta en los sueños.

    —Descansa, lo necesitas —dijo mientras se dirigía hacia Ilanna y le daba un beso cariñoso en la frente.

    —¿Adónde vas? —preguntó al ver que Angelia se vestía con una blusa de seda roja.

    —A los aposentos de Crisia.

    —¿Quién es? Me suena el nombre.

    —Era mi mejor amiga de pequeña, cuando apenas teníamos tres años. Es la hija del consejero Alnar. —Su hermana lo desaprobó con el ceño fruncido—. No temas, Ilanna, está dos pisos más abajo; en ningún momento saldré de nuestra ala del edificio.

    —Ya sabes que Teram nos tiene terminantemente prohibido salir del palacio; y más de noche. No deberías ni salir de tus aposentos a estas horas.

    —No te preocupes, hermana, solo vamos a leer poesía. Llegaré antes de medianoche.

    —No es buena idea.

    —Ya nos han visto varios guardias y algún sirviente y no ha pasado nada, no salgo ni siquiera de esta parte del edificio. —Se acercó e intentó calmarla con su sonrisa inocente, encantadora y pícara a la vez—. Tú trata de descansar, que lo necesitas, y no te preocupes tanto por mí; ya haces todo lo que puedes y sin ti estaría perdida.

    Se besaron y Angelia desapareció por la puerta con un candelabro. Ilanna se quedó pensativa, mucho menos convencida de que su hermana hubiese aceptado su futuro. Tenía la sensación de que pensaba lo menos posible en él y se escondía bajo esa falsa madurez mientras se mantenía ocupada relacionándose con otras personas del palacio y la ciudad.

    «Tal vez eso debería hacer yo», reflexionó con la mirada perdida. Desde su llegada solo había conversado con Angelia y, de manera puntual, con los reyes. El resto del tiempo lo había ocupado en perderse por el templo, por sus largos pasillos y cámaras secretas, que recordaba a la perfección, y en rodearse de los miles de libros de la biblioteca del palacio. La abordaban una gran cantidad de recuerdos.

    «Por eso sueño con mi madre y mi pasado», concluyó.

    Miró su cama al otro lado de la habitación; sabía que, en cuanto cerrara los ojos, la volverían a invadir todos esos sueños sobre su madre, su infancia y su destino. Salió por última vez a contemplar la luna durante unos minutos más y pensó en lo fácil que les resultaba la vida en la ciudad universitaria, de donde provenían y donde habían pasado doce años. Recordó el fatídico momento en el que recibieron la carta firmada por el rey, con la orden de abandonar sus estudios y amistades para volver a Lóan, y lo que significaba eso: someterse a las crueles leyes del reino y rendirse ante un futuro gris e incierto.

    2

    Apartada de palacio, al oeste del reino, se encontraba la llamada zona militar. Estaba formada por una decena de cuarteles que se agrupaban en cuatro o cinco calles, en las que se concentraban torres de vigía, cuadras, prisiones, armerías, herrerías y áreas de entrenamiento. El ejército de Lóan era conocido como uno de los más efectivos y numerosos. Siempre había ocurrido así y, recientemente, con la llegada al trono de Teram, había ganado aún más poder y protagonismo.

    En esta ciudadela se situaba una de las tres puertas principales, la oeste, por donde entraban y salían las innumerables tropas. Al sur de la ciudad estaba la entrada mayor y más vigilada, que conectaba con la aldea donde vivía la población más pobre y numerosa. Y el último portón se levantaba del lado este, aunque se encontraba sellado. Se rumoreaba que existían dos puertas más subterráneas, pero nadie las conocía.

    La zona militar era la única donde, en una noche normal, se percibía ruido y movimiento; el resto de la ciudad permanecía en silencio, exceptuando las tabernas del centro, donde siempre se agrupaban borrachos, matones y prostitutas hasta altas horas de la madrugada.

    Esa noche fría, las calles que separaban los cuarteles se presentaban más tranquilas de lo habitual. Alguna patrulla las vigilaba entre las antorchas ancladas en las paredes.

    De golpe, algo perturbó la quietud. En el acceso, cuatro soldados giraban la enorme bobina que recogía las cadenas del puente. En el muro, a unos veinte metros de altura, un vigía les ordenó que se apresuraran.

    Tras bajar el puente entraron dos soldados a caballo, seguidos de una carroza con un conductor y otro par de hombres que sostenían a un herido grave, cuyos alaridos de dolor resultaban ensordecedores. A trote por las tres callejuelas solitarias, llegaron al cuartel general. De él salieron el primer capitán Lirus y Caramos, el tercero. Ambos se quedaron quietos, a la espera de que los jinetes desmontasen y se quitaran el casco. El carruaje se paró detrás de ellos.

    —¿Qué ha ocurrido? —preguntó Lirus con firmeza.

    —Es lo que queda de una expedición que enviamos hace un mes hacia el norte, señor — respondió el primer soldado.

    —¿Lo que queda? ¡Es imposible! ¿Y el resto?

    —Muertos, señor…

    Otro grito repentino surgió del carruaje y, ante las miradas asombradas de todos, uno de los que estaba dentro salió disparado y voló varios metros hasta caer violentamente.

    —¡Rápido, vosotros dos, traed al herido dentro! —ordenó Lirus a los jinetes—. ¡Caramos, tú ve a buscar al consejero Alnar y al capitán Konos!

    Lirus y el resto se encargaron de recoger al herido y acomodarlo en una camilla para trasladarlo a la enfermería del cuartel. Nadie podía esconder su preocupación; una tropa de reconocimiento perdida, atacada por algo o alguien. Llevaban años en paz y un ataque de otro reino o pueblo haría temblar esa época tranquila.

    Minutos después el segundo capitán Konos andaba apresurado por los pasillos estrechos e iluminados por antorchas del cuartel; a su lado, Caramos le informaba de lo sucedido. Se dirigían hacia la enfermería y, a medida que se acercaban, los gritos estremecedores se oían más.

    —Creo que se trata de la tropa que el consejero Alnar envió hacia el norte hace cinco semanas. Hacía dos semanas que no sabíamos nada de esa unidad, así que una patrulla de reconocimiento partió hace nueve días en su búsqueda —indicó Caramos con cierto nerviosismo.

    —¿Y qué pasó? —interrogó Konos con firmeza.

    —Todos muertos… De los seiscientos hombres que formaban el escuadrón, solo ha sobrevivido uno y está gravemente herido —contestó mientras señalaba al fondo del pasillo, hacia la puerta que los separaba del herido—. Lo ha traído otra patrulla que enviamos.

    —¿Y el resto del escuadrón? ¿Encontraron los cadáveres?

    —Según parece, sí; al a menos cuarenta y nueve; todos mutilados y empalados… El resto siguen en paradero desconocido.

    Se pararon y se hizo el silencio; el nerviosismo era incontrolable en esos momentos y, con cada alarido, crecía el temor.

    —Es extraño, ¿quién ha podido vencer a una tropa de seiscientos hombres de nuestro ejército y haberles hecho tal barbarie? Están entrenados para las peores situaciones, yo mismo entrené a muchos de ellos —dijo el capitán Konos confuso mientras reanudaban la marcha.

    Por fin llegaron a la puerta. Los gritos eran más agudos y aterrorizadores que nunca. Respiraron hondo. Konos abrió y, al otro lado, la escena resultó espeluznante. Tres médicos, los jinetes y dos celadores aguardaban alrededor de una mesa de operaciones, donde se encontraba, estirado e inmovilizado, el herido, que no paraba de gritar y sufrir convulsiones.

    —¿Por qué lo atan? ¡Se trata de un soldado! —exclamó Konos.

    —Es por nuestra propia seguridad, señor. Está fuera de sí, nos ha intentado atacar a todos —contestó Solias, el médico principal.

    —¿Qué tiene?

    —Tres heridas, una en el torso y otras más profundas en el costado y en el cuello. Se está desangrando poco a poco, aunque no entiendo esos impulsos que le dan. Saca fuerza cuando debería estar en las últimas, supongo que será por los mismos espasmos… Escúchelo, está agonizando, señor; no creo que sobreviva…

    —¿Cómo se llama? —preguntó Konos a Caramos.

    —Darkos, es un buen soldado.

    Konos se acercó, parecía haberse tranquilizado. Su respiración era irregular, tenía sangre por toda la cara y el cuerpo, los ojos entrecerrados y de la boca le salía una espumilla blanca. Konos se pegó a su oído, quería averiguar lo sucedido.

    —Darkos, soy el capitán Konos. Si me oyes, intenta hablar; necesitamos que nos ayudes… —El herido no se inmutó—. Dinos qué ha pasado y quién os ha hecho esto…

    De golpe, abrió los ojos, totalmente en blanco, arrancó las cuerdas y se abalanzó gritando sobre Konos. Ambos se derrumbaron y empezaron a forcejear. Los celadores y Caramos cogieron al moribundo y lo separaron del segundo capitán. El soldado enloquecido se giró. Los empujó contra la mesa. Se apartó del tumulto y los miró. Los demás, exceptuando al médico, sacaron sus espadas, esperando lo peor. Aguardaron a que Darkos volviera a arremeter contra ellos, pero en lugar de eso los amenazó con furia:

    —¡Vuestro fin y el de todo el reino está a punto de llegar! ¡Matadme antes de que lo haga yo!

    Perturbado, se dirigió hacia una de las antorchas; ante la mirada aterrorizada del resto, se prendió fuego a sí mismo. Empezó a gritar y a dar vueltas por la habitación, agonizando; tiró estanterías y armarios mientras chocaba con todo.

    Los celadores y el médico consiguieron derribarlo y cubrirlo con mantos. Konos y Caramos permanecieron atónitos, observando la espeluznante escena; nunca habían visto a un soldado comportarse así, y menos a uno de Lóan, entrenado para sobrevivir y luchar frente a cualquier cosa. En ese momento los dos pensaron lo mismo: «a saber qué atrocidades habría visto el pobre soldado para acabar enloqueciendo de esa manera».

    Lo peor era que el responsable estaba a cientos de kilómetros, al acecho.

    3

    El gran reino de Lóan había cambiado en cuestión de años, pero continuaba siendo fuerte, temido por los enemigos, respetado por los amigos y uno de los mayores y más poblados.

    La capital contaba con unas murallas de unos veinte metros de altura que la rodeaban por completo. Se decía que era impenetrable. Situada entre un bosque y una cordillera larga, para llegar a ella había que atravesar primero la floresta frondosa, vigilada por cinco torres ubicadas estratégicamente. Por la puerta principal, la mayor y más vigilada a todas horas, transitaban de forma constante ciudadanos, mercaderes, nómadas y súbditos de pueblos aliados. Una gran explanada se extendía a lo largo de casi dos kilómetros entre huertos y más de una cincuentena de casas, que formaban la aldea. Allí habitaban y trabajaban los más pobres, los que más economía aportaban gracias a su trabajo diario a lo largo de doce horas sin tregua; sin embargo, eran los que menos recibían y casi no tenían para comer. Plagados de epidemias y con unas condiciones deplorables, derivaban en un índice de mortalidad cada vez mayor.

    Pero nunca había sido así. Antes de gobernar Teram, la ciudad vivía momentos mejores y apacibles; la gente estaba contenta y los pobres no eran tan pobres; trabajaban menos y no pasaban hambre. Todo el mundo quería y respetaba al rey Lóan, descendiente de los fundadores del reino, hacía más de trescientos años, y a la bella reina Vania. Cuando ellos gobernaban, la denominaban la Ciudad de la Luz, y mucha gente deseaba mudarse allí. El mundo admiraba la tierra de las oportunidades, donde nadie se consideraba superior a los demás.

    Pero eso quedó atrás.

    La reina Vania desapareció en extrañas circunstancias y la ciudad entera entró en depresión. Muchos ciudadanos, que la envidiaban por su carisma y por la admiración que causaba en la mayoría, la acusaron de brujería, de practicar magia negra y rituales satánicos. Cierto que era muy mística y seguía varias doctrinas y ritos paganos, pero siempre actuó de forma bondadosa.

    Un gran número de ciudadanos bien asentados, nobles, condes, duques, parte del Consejo y de los sacerdotes se rebelaron contra ella en una noche conocida para la posteridad como la Noche de Vania, en la que el reino entero se dividió en dos bandos. Unos estaban a favor de la reina y la apreciaban: los aldeanos, la gente humilde, la clase media y el rey. El otro grupo lo constituían los acusadores. Se decía que Teram se había quedado, supuestamente, en un bando intermedio.

    Muy poca gente sabía con certeza lo sucedido aquella noche, pero todos aseguraban que el pueblo se rebeló contra los nobles que acusaban a Vania. Los ciudadanos se unieron y acudieron en masa hasta el palacio real al descubrir que pretendían capturar a la reina para quemarla. Se decía que el rey puso paz entre ambos bandos a fin de conseguir tiempo para que la reina escapara por una salida secreta. Los acusadores quedaron más o menos contentos y, a continuación, exigieron la abdicación del monarca. Pero no acabó todo ahí. El Consejo decidió tomar el mando sin que Lóan pudiera evitarlo y ordenó al ejército ejecutar a los ciudadanos que se habían sublevado y estaban a favor de la reina. Esa noche fue recordada como la más sangrienta de la historia del reino. De Vania no se volvió a saber nada más y Lóan abandonó el trono, enloqueció y murió un año después. Su hermano pequeño, Teram, lo sustituyó por decisión unánime del Consejo y los más poderosos, pese a que el pueblo estaba en contra. Las princesas Ilanna y Angelia, que por aquel entonces tenían ocho y seis años, fueron enviadas a la ciudad de Ilitus, conocida por sus excelentes universidades; allí permanecieron durante doce años, los mismos que Teram llevaba en el trono.

    Tras atravesar casi dos kilómetros, se llegaba a una muralla más pequeña que separaba la aldea de la ciudad y el palacio. Otra puerta menos vigilada controlaba a la gente que pasaba. En una torreta pegada a ella, vivía el conde Alesam, encargado de vigilar y meter miedo al pueblo; era la mano derecha de Teram.

    Después se atravesaba un río y, tras él, comenzaba la gran ciudad, una de las más modernas y bellas conocidas. A lo largo de otro kilómetro se fundían edificios antiguos, formando callejuelas alargadas. A lo largo de las calles se podían encontrar tabernas, herrerías, colmados, sastrerías y mercados. Allí vivía la clase media-alta. La riqueza, los caserones y palacetes abundaban en proporción a la cercanía del palacio. A las afueras, obreros y gente humilde habitaban en espacios pequeños, hacinados.

    En el centro se alzaba el monumento más impresionante y emblema del reino, el orgullo de todos y una de las maravillas del mundo: la catedral de Lóan, un edificio colosal cuyas siete torres la dotaban de una altura sin precedentes. Las dos laterales alcanzaban doscientos siete metros; otras cuatro, dos fronteras y dos traseras, medían cien y la central llegaba a los quinientos siete. La catedral era admirada por todo el mundo y se había necesitado más de un siglo para construirla. Se podía divisar a más de diez kilómetros de distancia.

    Tras ella finalizaba la ciudad y empezaban los jardines reales. El palacio poseía una belleza inconmensurable, flanqueado por un monte al este y la zona militar al oeste. El gran reino limitaba con la roca fría de la sierra.

    Una nueva mañana comenzaba en Lóan, con el sonido de las campanadas de la catedral y el de los gallos desde las granjas. Los trabajadores sumisos iban despertando para afrontar un nuevo día. Normalmente, los primeros eran los campesinos; un poco más tarde iniciaban la jornada los mercaderes, artesanos, herreros…; y, por último, los ciudadanos más ricos y acomodados. Pero ese día era especial, todo el mundo se despertó con las primeras campanadas y vistió sus mejores galas. Estaban obligados a reunirse dos horas después del amanecer en el centro de la ciudad, delante del gran monasterio, en la famosa plaza de la catedral. Se celebraba una de las ceremonias más esperadas, una tradición que duró muchos años hasta su abolición por la reina Vania. Unos manuscritos sagrados de más de mil años de antigüedad acogían una de las leyes que todo seguidor del superiorismo, la religión más extendida, debía conocer y obedecer al pie de la letra; de lo contrario, podía ser acusado de hereje, como la reina Vania. Solo se aplicaba a las hijas de los reyes. A las mujeres no les estaba permitido gobernar y tenían que casarse con un rey aliado al cumplir los dieciocho; debían llegar vírgenes a la boda y pasar por una ceremonia dirigida por el máximo sacerdote. Delante de todo el reino, este les leía unos pasajes antiguos y les daba de beber un licor tradicional, simbolizando su evolución de adolescentes a adultas y su disposición al matrimonio.

    La ley parecía sencilla e inofensiva; sin embargo, las novias eran desvirgadas por el sacerdote primero y, poco después, quedaban a total disponibilidad de sus esposos. Resultaba inútil a la vez que repugnante y, por ese motivo, la reina Vania la anuló. No quería que ninguna princesa, especialmente sus hijas, pasaran por eso. Con ello se ganó la enemistad de los sacerdotes, parte de la nobleza y Teram, que por aquel entonces ejercía de consejero. Al subir este al trono, volvió a imponerla bajo la aprobación, cómo no, de los sacerdotes depravados. Recuperó el superiorismo y todo aquel que negara la fe o practicara otra doctrina era condenado a muerte. La ley se mantenía inalterable en casi todos los reinados del mundo.

    Esa religión se basaba en la creencia de la existencia de un ser divino encargado de dar la vida y crearlo todo, pero se había ido endureciendo poco a poco, buscando el control del pueblo y el crecimiento del poder y las riquezas de los líderes religiosos y políticos. Antiguas leyes resurgieron, junto al descenso constante de la cultura. En los doce años que Teram llevaba en el trono, la libertad de opinión y credo que Vania había ofrecido desapareció y la ciudadanía se sumió en un océano de ignorancia.

    Ilanna ya había cumplido los veinte, pero decidieron esperar a que la menor, Angelia, alcanzara los dieciocho para celebrar una ceremonia conjunta; a todos les pareció bien, sobre todo al gran sacerdote Venictus. Dos mejor que una.

    La plaza estaba a rebosar; en los extremos se concentraban los aldeanos y, cerca de la catedral, los ricos y nobles se agolpaban bajo la entrada y las dos torres principales, que se alzaban hasta rozar el cielo con sus pináculos.

    La carroza real llegó junto a un gran desfile. Primero salió el rey, con su gran capa negra por encima de una túnica con diamantes incrustados, joyas colgando del cuello y una corona dorada. La ciudad entera se inclinó en silencio. Él alzó la mano y, hasta que se dio la vuelta, no se incorporaron. La siguiente fue Magra, la reina y esposa de Teram, más amable y humilde que él, pero sumisa y sin voto a nada. Por último, bajaron Ilanna y Angelia, con unos vestidos blancos y largos y peinados impresionantes, más bonitas que nunca. El pueblo entero estalló en gritos, silbidos y exclamaciones de admiración, ensalzando su belleza.

    Los mejores pintores se situaban cerca, tratando de capturar esa imagen preciosa e irrepetible; las princesas parecían ángeles caídos del cielo bajo el umbral gigantesco de la catedral. Los detalles y acabados, las estatuas, mosaicos imposibles y rosetones de decenas de colores demostraban la inmensidad del poder de la construcción humana. Si el cuello te lo permitía, podías seguir mirando hacia arriba y, si pasabas los tímpanos, llegabas al gablete. En él surgía, como con vida propia, una estatua de un ángel de facciones finas, ojos cerrados, expresión de lamento y con las manos en gesto de plegaria. Estaba situado bajo una inscripción dorada en la lengua antigua; se leía a pesar de hallarse a casi cincuenta metros de altura: «Nuestra divinidad está en la sangre».

    Eran más difíciles de observar los detalles superiores. El rosetón sumaba veinte metros de diámetro y, cuando el edificio parecía acabarse, continuaban, imperiosas, sus siete torres; desde ese punto solo se divisaban las dos principales, conocidas como las de las Princesas.

    Entraron en desfile en la catedral, a través de la entrada principal. La custodiaban una puerta doble de madera de unos diez metros de ancho y quince de alto, estatuas y gárgolas de bronce. Grabados y detalles preciosos en oro por el marco acababan en un frontón imponente con las tres palabras que lucían con orgullo, desde que Teram subió al poder, todos los escudos y banderas del reino: «Lealtad, sacrificio y fe».

    Teram caminaba en cabeza; después, las princesas, detrás Magra y todo el séquito de sirvientes y consejeros. Recorrieron el gran pasillo entre los bancos innumerables, donde solo se sentaba la flor y nata de la ciudad. La luz del sol penetraba a través de las vidrieras, creando haces verdes, rojos y violetas. Avanzaron hasta el centro, gobernado por una cúpula a unos cincuenta metros del suelo, cuyo diámetro era de casi el mismo tamaño. En el techo abovedado se expandía un fresco precioso y espectacular que escenificaba los sucesos más relevantes del reino, protagonizados por Lóan, Vania, las princesas en su nacimiento, Teram, los sacerdotes y otros personajes importantes.

    Llegaron al gran altar, donde aguardaba Venictus bajo los cánticos de los coros, profundos y siniestros.

    El rey y la reina tomaron asiento en los tronos a la derecha. A la izquierda, permanecían los consejeros y los pretendientes de las princesas, dos reyes viejos y gordos que les triplicaban la edad; intercambiaban golpes de complicidad mientras miraban, babeando, sus atributos. Ellas, inocentes, aguantaban de rodillas delante del sacerdote, mientras este les leía unas oraciones.

    Venictus les acercó la copa con el licor dulce tradicional; después les secó los labios con un pañuelo de seda, acompañado con una sonrisa pervertida y asquerosa.

    La ceremonia duró casi una hora. Coincidía con las fiestas populares de Lóan, las únicas permitidas, una vez al año. El pueblo entero entró en alegría, todos salieron a festejar. Excepto dos princesas jóvenes y sin esperanzas, que veían que su futuro estaba decidido en contra de su voluntad. Las esperaban unas semanas realmente duras.

    4

    Siney había sido gran sacerdote durante el reinado de Vania y Lóan. Al principio se mostró contrario a sus ideas, pero el mantenerse más moderado y comprensivo muchos años le había hecho cambiar la manera de ver las cosas y se convirtió en uno de los confidentes de la reina. El resto de sacerdotes se volvieron contra él.

    En cuanto Teram se adueñó del trono, Siney fue retirado de su cargo y Venictus cogió su puesto; el sacerdote anciano se opuso y defendió públicamente las creencias de la reina Vania, algo prohibido y mal visto, así que lo tildaron de loco. Se salvó en la Noche Sangrienta porque la misma reina le pidió que se retractara y la acusase en público. Confiaba en él; Vania sabía que acabarían con su reinado y, posiblemente, con su vida, pero Siney continuaría con su legado, con su filosofía de ayudar a los débiles y lucharía contra la corrupción y los poderosos.

    Siney trabajaba de maestro en la Universidad de Lóan, situada en la catedral, y hacía a la vez de historiador, pero se había vuelto huraño y solitario. Todos pensaban que había perdido el juicio porque su fe en el superiorismo había menguado. Se sentía liberado a raíz de haber conocido a Vania, tras dedicar cincuenta años de su vida a una religión y a unas teorías que cada vez veía más retrógradas y manipulables; había abierto su mente a otras culturas e indagado en la ciencia.

    Siney esperaba en un pasillo que daba a uno de los innumerables claustros. Por él paseaban estudiantes y futuros sacerdotes. Iba vestido con el atuendo típico, una túnica marrón con el emblema dorado de la catedral bordado en el pecho. Los años pasaban factura en su figura, de ahí su postura jorobada, su faz delgada, castigada y poblada por las arrugas, y la calva.

    Una de las puertas se abrió de golpe y Teram apareció seguido de dos criados a cada lado. Con rostro severo, se plantó delante del anciano y, de manera despectiva, le dijo:

    —Está bien, Siney, espero que sea importante; dentro de media hora tengo una reunión urgente con los consejeros y la nobleza, y no presumo de tiempo… ¿Qué quieres?

    Ambos comenzaron a caminar delante de los dos criados.

    —Verá, señor, he oído que, de madrugada, llegó una patrulla con un herido, el único superviviente de una tropa que enviaron al norte a…

    —Estás bien informado…, ¿y qué? —lo interrumpió el rey de forma maleducada.

    —Bien, señor, me gustaría saber, si no es mucho pedir, qué opinan usted y el Consejo de lo que pudo pasar, quién debió de acabar con nuestros hombres y qué van a hacer al respecto…

    —Precisamente la reunión de hoy trata de eso; tenemos que debatirlo, pese a que la cosa está más que

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