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Potenkiah la profecía
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Libro electrónico914 páginas10 horas

Potenkiah la profecía

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Cuando Aeviniah, la Piedra de la Vida desaparece, Potenkiah, la Piedra de la Muerte, se vuelve tan peligrosa que nunca nadie más puede volver a tocarla sin poner en riesgo la vida... salvo en una ocasión: el día en que Potenkiah escoge a Bridget Andier para cumplir la Profecía y enfrentar el reto de convertirse en la reina que su pueblo necesita, al tiempo que lucha contra los fanáticos que la responsabilizan de la catástrofe que se avecina.

IdiomaEspañol
EditorialAndrea Saga
Fecha de lanzamiento24 oct 2021
ISBN9781005934675
Potenkiah la profecía

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    Potenkiah la profecía - Andrea Saga

    PREFACIO

    Ciudad de Menantroad

    36.09.5101

    —Le diré a mi madre que lo has hecho tú —amenazó el pelirrojo, señalando con el dedo. 

    Kev se sintió confiado: comparadas con las suyas, las huellas del pequeño medían apenas una tercera parte. Su señora no se tragaría esa mentira. No obstante, tenía la sospecha de que era prematuro cantar victoria. Además de travieso, voluntarioso y precoz, el hijo de la condesa era vengativo y más astuto de lo que cabía esperar de cualquier infante de tres beltas. 

    Y no había recibido el doble de ración de postre, como exigió. 

    La sonrisa que el mocoso le dedicó fue tan hermosa como perversa. Kev se estremeció.

    —¡Mami! —El niño gritó mientras retrocedía muy despacio, sin apartar la vista del mayordomo—. ¡Mami!

    Llegó al borde del balcón del segundo piso, alzó el vuelo hacia el jardín interior. A la mitad del patio se armó de valor, cerró los ojos, replegó las alas color escarlata y se dejó caer al pasto, seis metros bajo sus pies. 

    —¡Hijo de pájara! —maldijo Kev con las plumas crispadas.

    Horrorizado, se lanzó tras él con tanta prisa que sólo hasta que los restos del huevo de colección crujieron bajo la suela de su zapato se dio cuenta de que acababa de destruir la única evidencia que podía salvarlo. 

    La criatura quedó desmadejada entre los arbustos, con las magulladuras suficientes para que su madre quedara ciega y sorda ante cualquier explicación. Ni ella ni nadie iban a creerle cuando argumentara que lo había visto desplomarse intencionalmente. Sería casi tan increíble como si afirmara que aguantó la respiración hasta la asfixia. Además, era demasiado tarde, la condesa apareció en el jardín en ese momento, corrió hasta el niño, se arrodilló y lo acunó en su pecho.

    «Pero qué conmovedor», iba a decir el sirviente aterrizando a unos pasos. Anticipaba lo que sucedería: sería despedido y el engendro se saldría con la suya otra vez. Ya lo había hecho con Dival y con Karla, y esos eran los casos más recientes que recordaba. El pequeño buitre era un manipulador de lo peor. 

    —¿Qué pasó, cielito?

    No tuvo que fingir el llanto de tan dolorido. Apuntó hacia el sirviente con su dedo sucio. Con ese gesto inocente terminó de inculparlo y selló su destino. 

    —¡Élazar! —gritó la condesa—. Despide a Kev, ¡no lo quiero en la casa ni un minuto más! 

    —No se moleste, mi señora. —Kev colgó los brazos y requirió de todo su autocontrol para no proferir insultos en voz alta—. Estaba a punto de renunciar de todos modos.

    Dio media vuelta y se marchó. Más noche volvería para cobrarse lo que considerara justo. Y haría una visita especial a la habitación del pelirrojo. Por él, por Dival y por Karla.

    —Te transferiré el pago de tu liquidación —agregó la condesa, para evitar futuras demandas. Se dijo que el inesperado retraso en su viaje había sido bueno, pues le había abierto los ojos con respecto a su mayordomo. 

    Cargó a su primogénito y con un fuerte batir de alas ascendió hasta el segundo piso. 

    —Activar domo —ordenó al centro de control ambiental de la casa: la cúpula translúcida del patio interior se oscureció. Otra de las labores que el sirviente debería haber he…

    Y ahora, ¿qué iba a hacer? En su exabrupto, la condesa no había considerado que Kev Blaust era el último de sus sirvientes, el tercero en ser despedido en la semana. A esa hora era imposible solicitar que le enviaran reemplazos. Y, por desgracia, no todo en la residencia funcionaba con una simple orden verbal. Con la cocinera de vacaciones, un huésped invitado y un viaje en puerta…

    Por el camino al dormitorio de su hijo vio su pieza de colección destrozada y una huella de zapato sobre una mancha de lodo. Maldijo entre dientes, pero había puesto punto final a la estupidez que últimamente exhibía la servidumbre.

    —Llegamos, cielito, ahora te curo —anunció depositándolo sobre almohadones—. ¿Te gustaría abrir tus regalos? 

    El niño asintió y la dama pelirroja fue a traer diez esferas multicolores y el botiquín, le dio una dosis de analgésico y se dedicó a limpiar los raspones.

    Desde la ventana les llegaba el sonido de gritos de protesta, chiflidos y petardos: una manifestación.

    —Mami, ¿qué es ese ruido allá afuera?

    —No es nada, Nickie, sólo gente necia —murmuró con su voz aflautada.

    El niño la observó con un reproche contenido. Ella era la única que usaba ese diminutivo para su nombre, lo que lo hacía sentir como un bebé:

    —Pues haz que se callen.

    —No puedo, cielito. Es su forma de expresar su miedo. ¿Te explicó papá?

    —Estaba ocupado, como siempre. —El niño mintió, sacando provecho aún más de su chantaje sentimental—. ¿De qué tienen miedo?

    —La verdad, temen que la princesa provoque algo terrible. ¿Tú crees? —Intentó ponerlo en términos que pudieran ser comprendidos por alguien de la edad de su hijo. 

    En realidad, los rumores eran tan alarmistas que algunos aseguraban que el fin del mundo estaba cerca. Un grupo de ministros de la Asamblea de Representantes dejó entrever de manera irresponsable que la hija de los reyes podría encarnar una antigua profecía debido al color excepcional de sus plumas. Y comola Corona se rehusó a anunciar su postura oficial y a publicar el contenido de dicha predicción, la población temía lo peor. 

    —¿Se va a acabar el mundo? —preguntó el niño.

    —¡No, cielito, no, no! La niña es una bebita de pocos días de nacida, ¿qué daño puede causar? No hagas caso a lo que escuches. Además, hacer ruido no les va a servir de nada. Lo que piden es imposible: que sus padres la sacrifiquen, ¿entiendes qué significa esa palabra?

    Lo hacía. A sus tres beltas sabía leer de corrido y entendía más de lo que ella lo creía capaz; no obstante, negó con la cabeza.

    —Como cuando tu cachorro de goldulp enfermó y lo entregamos para que el médico lo pusiera a dormir y no sufriera más —explicó su madre.

    —Ah, se murió —declaró, evitando la tentación de poner los ojos en blanco.

    —Así es. Quieren que sus propios padres hagan que ella muera. ¡Y eso jamás va a suceder! Si la aman tanto como yo a ti… 

    —Con su ruido me molestan, mami —rezongó, sin dejarse distraer del tema original.

    —Lo sé. Ten un poco de paciencia, al rato se cansan. —La condesa plantó un beso en su frente—. Tengo que irme ahora, cielito. 

    Nicah se sintió decepcionado. Siempre había algo o alguien más importante que él para su madre. Ya se había deshecho de los sirvientes, pero ella seguía anteponiendo otros asuntos… Ahora era un viaje, otras veces su padre. Pero de ése no se podía librar, ¿o sí?

    Aunque faltaban más de cuarenta días para su fiesta natalicia abrió todos sus obsequios. Había juegos de simulación, un montable ingrávido y una cámara de grabación holográfica con una lucecita parpadeante. Entre todos, el que más le llamó la atención fue el ProCom G21: una pequeña oblea plateada, apenas más grande que su mano. Puso su dedo sobre la fría superficie vacía y el aparato emitió una luz que capturó su huella digital para reconocer a su nuevo dueño. En seguida, tres haces emergieron del borde y proyectaron en el aire una pantalla holográfica translúcida con forma de arco. Le dio la bienvenida una voz asexuada que lo llamó por su nombre y apellido, sin necesidad de preguntarlo. Nicah se percató de que en el empaque había quedado un diminuto huevo de goma y una lámina circular, delgada como una hoja de cebolla. El huevo era un audífono inalámbrico que podía meter en su oído para que nadie más escuchara el programa ni a sus posibles interlocutores, si utilizaba la modalidad de telecomunicaciones del aparato; el disco era un dispositivo externo de memoria adicional. Al tocar con su dedo los objetos que tenía en derredor, Nicah comprobó el buen funcionamiento del equipo. En un parpadeo, éste los buscó en las redes de información, identificó cada uno por su nombre y le mostró los instructivos de operación; luego se conectó con el cerebroartificial de la casa y le desplegó un reporte de las existencias de víveres en el refrigerador, grabó en la agenda los números de los ProCom de sus padres, desactivó la alarma de seguridad de la residencia y dibujó un plano tridimensional de la misma, donde señalaba la ubicación de cada miembro, exceptuando a su tío, a quien tomó por un desconocido.

    —Demasiado aburrido —murmuró para sí mismo y aventó el ProCom a un rincón de la habitación. En seguida, tomó el estuche de la cámara holográfica y leyó—: «Batería nuclear, dura cien beltas». Para lo que me sirve…

    La lanzó con empaque y todo, y se arrellanó en su sillón favorito con los ojos apretados y haciendo pucheros. 

    —Apuesto a que habrías preferido una granada de fragmentación o, mínimo, un juego completo de bromas pesadas, astuto zorrito —escuchó segundos después. Abrió los ojos justo para ver desaparecer a su querido tío, su nuevo huésped, en el borde de la puerta.

    —Así que lo viste todo, tío —dijo mientras movía los deditos como si tirara de un gatillo imaginario—. Ahora tendré que «sacrificarte».

    Sonrió a medias y se arrastró a su cama. Mientras el sueño se apoderaba de su conciencia, su respiración se fue haciendo más lenta y profunda y su rostro se relajó hasta lucir verdaderamente angelical e inocente.

    Muy entrada la noche, cesó el clamor de la gente manifestándose y se escuchó una voz que provenía de la habitación más próxima.

    —Señor, no debió llamarme —decía el tío de Nicah a su ProCom; se había colocado el audífono para mantener la conversación en privado—. No debe preocuparse, los indicadores apuntan a una clara victoria, sin duda obtendré el cargo. Además, la coincidencia de fechas no podría ser más oportuna. Cuando me haya mudado a vivir al palacio…

    Interrumpió para escuchar a su interlocutor. No tenía que preocuparse por proteger su identidad, pues era de los que desactivaban por costumbre la función de transmitir la imagen durante sus conversaciones a distancia —por seguridad, claro, pero también por ocultar su ala deforme; incluso en persona prefería taparse con una capa—. Además, con el audífono puesto solamente él escuchaba su voz.

    Le llamaba el líder de la Orden Junpaih, lo que era de lo más inusual. Si lo había contactado no era para desearle suerte en los comicios; algo urgente o de suma gravedad había ocurrido. O ya se había enterado de que los reyes ocultarían la identidad de la princesa debido a un intento de asesinato. 

    —Las noticias vuelan, Treshreem —le escuchó decir; un susurro grave, potente, contenido, como el de un demonio—, y esto ha sido obra tuya…

    El tío de Nicah tragó grueso y se removió incómodo el collarín de la chaqueta. Treshreem no era su nombre, sino su alias en la Orden Junpaih.

    —Un imprevisto, mi señor —respondió—. Verá, la mucama de la reina intentó matar a la niña por su cuenta. Bueno, nuestro agente tenía tiempo sembrándole ideas, pero no fue nuestro plan.

    —¿Y ya hiciste limpieza?

    —Ha sido imposible, mi señor, la mucama desapareció sin dejar huella. —En ese momento agradeció que su interlocutor tampoco pudiera verlo, pues se le había encendido el rostro y diminutas gotas de sudor brillaban en su frente—. Si la atraparon intentándolo, ya debe de estar muerta. 

    Era lo más probable. Ni siquiera el Junpaih infiltrado en el palacio había averiguado su paradero. 

    Mientras escuchaba las amonestaciones y exigencias del líder supremo de la orden, Treshreem se preguntó qué pudo haber sucedido para que la mucama decidiera actuar por su cuenta. El anuncio de que los reyes mantendrían la identidad de su hija en secreto trastocaba sus planes.

    —No creo, mi señor —dijo al aparato—, no pueden tener a la niña oculta para siempre. Es la heredera al trono, tarde o temprano… 

    —Es el cumplimiento de la profecía, y ambos sabemos lo que eso significa.

    Por un momento, el miedo asomó a los ojos de Treshreem. Deambuló por la habitación con una mano sobre el audífono y la otra acariciando inadvertidamente el tatuaje tras su cuello. 

    —Entiendo, señor. La profecía jamás se cumplirá, yo me encargaré en persona.— Descargó tal puñetazo sobre la superficie del escritorio que volcó la réplica en miniatura del busto de Erol, el Sabio. Mientras lo devolvía a su posición original añadió—: Y despreocúpese, no dejaré huella. Por nuestra orden de los Junpaih. 

    Una corriente de aire le erizó el vello de la nuca, se volvió repentinamente y se dio cuenta de que la puerta se abría.

    —¿Aún despierto, hermano? —preguntó Élazar mientras entraba—. ¿Nervioso por las…?

    En un movimiento reflejo, Treshreem soltó el ProCom y desenfundó un arma.

    —¡Qué plumas! —Élazar alzó ambas manos frente a él en un gesto defensivo, de rendición—. Hermano… 

    —No debiste, Élazar, no debiste entrar sin llamar. 

    Élazar cayó muerto de un certero disparo. No hizo ruido, salvo el golpe sordo de su cuerpo al caer sobre el tapete.

    Un zumbido, el recalentamiento del aire circundante y un débil olor a ozono fueron las únicas señales de que allí había ocurrido un asesinato.

    —Es una lástima. Ahora me forzarás a matar a tu querida esposa antes de que haga preguntas. —Hizo un gesto compasivo mientras daba vuelta al cadáver con la punta del zapato—. Aunque, la verdad, me facilitas las cosas, querido Éla, pensaba arrebatarte al pequeño Nicah y cuidarlo como si fuera mío. En vista de que la princesa ha sobrevivido, quizá pueda valerme de él…

    Hurtó la argolla que Élazar portaba en el dedo anular, antes de que la rigidez cadavérica se lo impidiera. La necesitaría. Pensándoselo mejor, ocuparía la mano entera… y un poco de cabellos y ropa. Encontró en el saco del difunto la lámina de plasma que le habían entregado como contraseña por el equipaje que documentó ese mismo día.

    —Otra vez me lo facilitas, Éla —murmuró mientras buscaba los datos de contacto de uno de sus mercenarios. No había tiempo que perder, con el perdón de los otros pasajeros que pudieran ir a bordo,una nave estaba a punto de sufrir un accidente.

    En seguida caminó hasta la habitación de su sobrino y se detuvo a contemplar su sueño tranquilo. 

    —Parece que tus papis viajaron de urgencia Nicah —le dijo—, y tú y yo tendremos que salvar al mundo.

    PRIMERA

    PARTE

    CAPÍTULO 1

    Palacio de Eloah

    01.10.5109

    «¡Que me desplumen!», pensó Bridget cuando vio a Terry Blasterier. El joven estaba en el potrero exterior terminando de ensillar un macho de largo pelaje negro y cuerno azul. Maldijo, no estaba de humor para que le arruinara otro día con sus burlas y prejuicios, y no quería que sus padres lo reconocieran. Por fortuna, el muchacho se mantuvo ocupado en lo suyo. Luego, tiró de la brida y guio al corcel hacia el sendero.

    «Perfecto, piérdete por ahí y que no vuelva a verte», Bridget suspiró de alivio. Cuando tocó de nuevo a su yegua, algo parecido a una corriente eléctrica la recorrió y por una fracción de segundo creyó ver una herida sangrante sobre su pelaje. Parpadeó asustada, pero en seguida descubrió la crin tan blanca como siempre.

    «Fue mi imaginación, no me estoy volviendo loca», razonó. Zinget alzó las patas delanteras y las dejó caer con violencia mientras relinchaba, como si su contacto la hubiera quemado. 

    El mozo que la ayudaba se apresuró a calmar al animal.

    —Debe estar inquieta, alteza. Si gusta, puede montar a Tartán, no es de raza enana, pero… 

    —No, Zinget está bien. —Bridget trató de no lucir nerviosa y controlar su respiración.

    —Ansiaba tanto que llegara este día, pequeña —dijo el rey sorprendiéndola con un abrazo efusivo—. No imaginas cuánto deseaba poder demostrarte ante los demás lo mucho que te quiero.

    La hizo dar dos vueltas, en un baile imaginario, justo como el día que se desveló su identidad.

    —Yo también te quiero, papá. —Se alzó en puntas y le besó la frente y las mejillas.

    Su madre se agachó junto a ella y, aunque se mantuvo dentro de los protocolos, su mirada húmeda y su sonrisa sincera le transmitieron a Bridget el amor que antes sólo compartían en secreto, cuando la visitaba en sus aposentos. La reina le estrechó ambas manos y le acarició la mejilla con la punta del ala.

    —Y yo estoy feliz de poder salir junto a ustedes, por fin —dijo Bridget—. No imaginan cuánto.

    Feliz y nerviosa por igual…

    Luego de montar, le indicó a la yegua que avanzara. 

    —Selva Negra, posición norte. Esmeralda al centro. Playa Azul va en la retaguardia —escuchó Bridget decir al capitán de la escolta. De inmediato, los ocho musculosos militares asumieron sus posiciones, formados en los flancos, al frente y atrás.

    —¿Todo bien, capitán Fóster? —preguntó el rey.

    —Listo, majestad, pueden seguir —le respondió y palmeó la funda de su arma—. Están seguros.

    Sin embargo, Bridget se sentía intranquila, no sólo por haber sufrido una alucinación —ya bastante problemático era lidiar con las voces imaginarias—, sino porque había algo inusual en la apariencia del capitán: lucía una fina capa de sudor sobre la frente, impropia de un clima tan helado como el de aquel día, y su rostro estaba pálido y ojeroso.

    —Es una lástima que ahora que por fin puedo mostrar mis alas en público haga tanto frío como para volar —comentó.

    —Sí… bueno… te recomiendo que practiques primero en el túnel de viento, mivién —dijo el rey con una nota de culpa en su voz. Ella lo comprendía. Qué otra cosa podría haber hecho sino prohibir que todas las jóvenes de su edad —un belta más y un belta menos— mantuvieran sus alas constreñidas en las erolas, al menos mientras su anatomía lo permitiera.

    —Sobre todo cuida tus aterrizajes, tu imagen es muy importante —agregó la reina.

    Avanzaron por el Sendero de los Antiguos Reyes, entre las sombras de los árboles y bajo la mirada de sus antepasados, capturada en las esculturas que lo decoraban cada cien pasos. Una delgada capa de hielo cubría las hojas de los árboles. La reina había ahuecado las plumas para mantener sus alas tibias. La inquietud de Bridget persistía. Al pasar bajo las copas de dos viejos elambures —árboles nativos de Eloah—, sintió como si estuviera cruzando un portal hacia un mundo desconocido: su respiración se aceleró. «Calma», se dijo, luchando por reprimir su temor, que era infundado, considerando la frecuencia con la que vagabundeaba por esa zona sin mayor novedad que un par de encuentros indeseados con Terry Blasterier.

    Siguió conversando con sus padres, segura de que hablar ayudaría. Pensó que tal vez su temor se debía a que no estaba acostumbrada a andar libremente junto a ellos, toda su vida había fingido ser hija de los Brister para mantenerse a salvo, al menos hasta que su mejor amiga cayó desde el balcón del décimo piso. O quizá era esto último lo que la ponía recelosa, la caída de Pat Osbriel no fue un accidente, alguien quería que usara sus alas o muriera al estrellarse, sólo así expondría el color de sus plumas y se descartaría que no fuera en realidad la princesa. Estaba segura de que fue debido a ese incidente que los reyes prefirieron cambiar de estrategia y ponerle una escolta. Alguien le había estado siguiendo la pista.

    Se esforzó en relajarse, estaba en buenas manos y por fin el sueño de toda su vida se volvía realidad, daba igual si implicaba que un puñado de uniformados la siguiera a todas partes.

    El camino describió una curva. Algunos guardias se adelantaron para asegurar el libre tránsito y la seguridad de susprotegidos. Rodearon la fuente y cruzaron el arco de piedra que salvaba uno de los afluentes del Manáas. Estaban todavía a unos ochocientos metros del muelle. Si alzaban la vista, sobre las copas de un millar de árboles sobresalía el palacio: blanco, esbelto, asimétrico, colosal.

    Charlaban de crisis y alianzas, aunque sonara un poco aburrido para una adolescente de nueve beltas recién cumplidos. Bridget esperaba que, por tratarse de su propia hija, los monarcas revelarían los secretos de la diplomacia y le hablarían llanamente de las prácticas de la Corona antes de que ella misma fuera víctima de la vileza de otros más experimentados.

    —Ya que hablamos de la Comunidad Galáctica —señaló el rey—, es importante aclarar que se ha retomado la iniciativa de la Ley de No Intervención y que nuestros vecinos del planeta Uloh quieren apoyarla para evitar que las eternas opiniones de terceros causen más estragos a su economía doméstica.

    «¿La Ley de No Intervención? ¿No era eso lo que se discutía en la sala del trono aquel día?», pensó mientras recordaba a los diplomáticos que espió tras las cortinas y el miedo que le provocaron, en especial el albino.

    —La discusión está muy pareja —agregó la reina—. Los ulohneses quieren que aceptemos, así que lo más probable es que condicionen los tratados comerciales al apoyo de esa ley.

    —¿Y ustedes la firmarán? —Bridget espoleó a Zinget para no quedarse rezagada. Hasta donde ella sabía, la comisión que redactaba la ley no había cambiado los términos que se prestaban a confusión y que eran la causa por la que su padre se había negado rotundamente a votar a favor la primera vez.

    —Sobre mi cadáver —declaró el rey con un guiño.

    —¿Te apoyan la… —Zinget relinchó nerviosa y giró sus orejas como si rastreara un ruido en particular, pero Bridget la instó a continuar—. ¿Te apoyan la Asamblea y el Consejo de Sabios?

    Aunque se esforzó en concentrarse en la respuesta de su padre, una sombra entre los árboles la distrajo; luego vio al capitán Fóster dar un beso al camafeo que pendía de su cuello y, además, estaba casi segura de haber escuchado a lo lejos un chillido agudo que le erizó el cabello en la base de la nuca. Su corazón se descompasó. Frenó a Zinget y volteó hacia el castillo con recelo.

    Todo ocurrió en una fracción de segundo. En medio de un ensordecedor estruendo, las monturas y sus jinetes volabanlanzados por una fuerza invisible y caliente. Zinget sangraba y se revolvía tratando de sacarse a la princesa de encima. Bridget se estrelló contra una roca: el aire escapó súbitamente de sus pulmones y sintió un dolor en el centro de su pecho que se fue extendiendo como lava incandescente hasta su garganta. Su mente se precipitó a un vacío negro, donde los sonidos no entraban y la agonía no teníacabida. Luego, su corazón se detuvo.

    Un instante antes Terry Blasterier estaba de pie, de pronto quedó postrado sobre la hojarasca a un paso del último árbol caído; sordo, excepto por un agudo pitido que le taladraba el cerebro. Parpadeó, aturdido. Primero vio una lluvia de plumas blancas, negras y marrones y en seguida se percató del cráter. Se incorporó asustado. De los guardias frontales no quedaba ni el recuerdo, donde antes había brazos y piernas, ya sólo quedaban masas de piel, huesos y charcos negros; conforme se alejaban del centro de la explosión, los cadáveres mutilados eran más reconocibles, los de los reyes se identificaban por los retazos de ropa y cabello que sobresalían bajo los amorfos restos de los cornios, algunas plumas, lodo y sangre coagulada; los del círculo exterior, entre ellos el de Bridget, yacían maltrechos, exánimes… ¿Muertos?

    Terry cayó al suelo de rodillas, como si las fuerzas lo hubieran abandonado de repente, conmovido y aterrorizado, a punto de hiperventilar.

    «Diosa, no lo decía en serio —pensó—. No le deseaba la muerte». 

    El pitido en sus oídos fue disminuyendo y poco a poco percibió el estruendo de las alarmas de emergencia, voces que ladraban órdenes, pasos acercándose, el batir de alas, gritos confusos en la distancia. 

    Decenas de guardias llegaron a la escena. Mientras unos aseguraban el perímetro, otros buscaban sobrevivientes, los demás se dispersaron en abanico por tierra y aire, buscando indicios de algún responsable de la tragedia.

    El estómago de Terry no fue capaz de contener el desayuno ni un segundo más; la carnicería de eloahnos que tenía enfrente era lo más espantoso que había visto. Cuando las arcadas cesaron, sus brazos y piernas temblaban, alzó la vista de nuevo y vio que un socorrista practicaba técnicas de resucitación en la princesa: comprimía su pecho varias veces y bombeaba oxígeno en su boca usando un respirador.

    Una mano enorme le rodeó el brazo y lo puso de pie. 

    —¿Quién eres muchacho? ¿Qué haces aquí?

    Confuso y todavía tembleque, Terry lo miró sin responder. Sus pupilas estaban dilatadas y su frente sudorosa. 

    El guardia lo registró en busca de armas u objetos ilegales o que lo involucraran en el magnicidio, como un detonador. Encontró huellas frescas pertenecientes a un cornio.

    —¿Había alguien más contigo? —preguntó, pese a que el fuste en la mano del chico era indicio de que el animal no llevaba jinete al momento de su huida.

    —No —farfulló y escupió un buche amargo.

    Al darse cuenta de que el lugar de la explosión era visible desde allí, el guardia comprendió por qué el muchacho estaba tan afectado.

    —¿Viste lo que pasó?

    Terry afirmó con la cabeza, luego negó con energía, se limpió el rostro con la manga, se percató de que estaba manchado de lodo y sangre que no eran suyas. Estuvo a punto de vomitar otra vez.

    —¡La princesa vive! —se escuchó un grito.

    Terry se volvió hacia la voz: era el socorrista que seguía comprimiendo el pecho de Bridget, en tanto que llamaba la atención de los dos médicos que acababan de descender de un vehículo delevitación descapotado.

    Mientras Terry observaba con morbo las maniobras de salvamento, el soldado solicitó instrucciones a sus superiores utilizando un minúsculo transmisor que llevaba en el oído.

    —Tengo órdenes de llevarte a interrogar, muchacho. 

    Lo condujo a pie por el bosque, rodeando el sitio del atentado, aunque no lo suficientemente lejos: Terry se detuvo de pronto junto a una pluma casi transparente y sabía que la única eloahna con ese rasgo era ella.

    —Vamos, no te detengas —le ordenó el militar y luego lo obligó a volar a una altitud moderada hasta la torre de seguridad, la más pequeña de las cinco. Su arma, sostenida por ambas manos, apuntaba al suelo lista para disparar a la menor sospecha de ataque. No sólo estaba allí para protección del testigo o para evitar que huyera: los reyes habían sido asesinados, hasta no esclarecer la identidad y el móvil de los perpetradores, sus órdenes eran estar preparado contra todo, desde una lucha entre facciones para ganar el trono hasta un asalto del exterior para destruir los restos del aparato de Gobierno. Aunque lo último era improbable, a menos de que los atacantes pudieran burlar de algún modo los escudosdefensivos del castillo, un clase diez, capaz de resistir hasta una explosión nuclear.

    La referida torre era sede de los juzgados de la Corona, prisión de alta seguridad, hogar de los guardias asignados al palacio, centro operativo y de comunicaciones del castillo y fuente de energía para todo el complejo. Terry jamás había puesto un pie en sus pasillos. Trataba, en la medida de lo posible, de obedecer la única regla que le dio su padre: mantenerse donde no pudiera meterse en más problemas, que ya bastantes tenía con que lo hubieran expulsado y no poderse matricular en otra universidad a medio periodo. No le había servido de mucho, en los jardines tuvo ese maldito encuentro con Bridget, junto al lago, tras el que se le acusó injustamente y su padre, perdida la paciencia, lo sentenció a terminar sus estudios en la Academia Militar Startos. Pero eso fue antes de que se desvelara la identidad de la niña «metomentodo» cuando él todavía pensaba que su apellido era Brister. 

    Tras pasar varios módulos de control de acceso, el guardia lo condujo por un corredor ancho en cuyas paredes había señalamientos y advertencias en lugar de tapices y decoraciones; lo metió a una habitación de interrogatorios. Aún estaba la puerta abierta cuando se escuchó un estrépito de pasos y un griterío confuso que se acercaba:

    —No tengo pulso de nuevo, Nance —maldecía una voz. 

    «¿Hablarán de ella?», se preguntó. El corredor también era el acceso al centro médico, como había constatado en uno de los letreros informativos que encontró por el camino.

    —Me parece que fue esa energía, colega. Sólo usted sabe dónde pinchar sin recibir un rayo —escuchó decir a otro.

    —Ya traigo el filtro especial para adaptarlo al escáner, intúbala —replicó el primero.

    Al imaginar la escena, Terry sufrió un escalofrío; apenas reparó en las palabras que parecían fuera de contexto. Los sonidos cesaron de pronto, lo que incrementó su ansiedad.

    —Su nombre es Terrem Blasterier, diez beltas y medio, testigo ocular —dijo alguien en la puerta y dejó pasar a un militar de alto rango.

    Terry no se molestó en indagar cómo habían averiguado su nombre, bien pudo habérselos dado él mismo y no recordarlo, estaba casi en shock. Después vio el ProCom en la mano del uniformado, cuya pantalla virtual exhibía sus datos personales y tres recuadros, el primero con su rostro y en los otros dos su huella digital y una representación de su ADN, respectivamente.

    «Los controles de acceso», dedujo.

    El militar que entró no era muy alto, alcanzaba a lo sumo unos 2.20 metros, pero sí tenía una musculatura prominente, la cara cuadrada y angulosa. Cuatro franjas bordadas en el cuello adornaban su uniforme.

    —Blasterier, Terrem. ¿Hijo de Vanessa Blasterier y Sefen Gacks?

    —Sí —replicó a su pesar.

    —Soy el general Orlando Seres, voy a hacerle unas preguntas.

    Terry asintió.

    —Comenzaré por una sencilla. ¿Qué hacía en el bosque?

    —¿Eh? Equitación… recreo…

    —¿Por qué precisamente en ese lugar del bosque?

    —Porque… podría ver a la… la reina cuando pasara —mintió.

    —¿Cómo sabía que pasaría por allí?

    No convenía explicarle que espiaba a la niña entrometida para desquitarse, no fuera a pensar que matarla era parte de su plan.

    —Me encontraba en las cuadras cuando ellos montaron. Los vi tomar el sendero de las estatuas. Encontré ese recodo en el camino para ver mejor.

    —¿Vio a alguien más en el bosque? ¿Alguien que pareciera estar fuera de lugar, alguien que como usted deseara ver pasar a la reina o a la princesa?

    —Había unas niñas pequeñas volando y unos sirvientes se acercaron a saludarlos, pero eso fue antes de que llegaran a los establos. No, el bosque estaba tan silencioso como siempre, hasta que la comitiva pasó.

    —¿Qué hacían la escolta real y sus majestades? Quiero saberlo todo, cualquier detalle.

    —Mmm… La escolta era bastante ruidosa, los cascos de los animales rompían las ramas, el rey estaba hablando, aunque yo no distinguía las palabras. Un guardia rompió la formación y se adelantó a baja altura…

    Un hombre entró intempestivamente. El custodio alzó el arma en actitud defensiva. Terry hizo una mueca al reconocerlo.

    —Lárgate, déjame solo, padre —le respondió con acritud.

    —Sefen Gacks —saludó el general. Hizo uso de alguna clase de lenguaje de señas que el custodio obedeció bajando el nivel de la amenaza—. Su hijo está ileso, duque, aunque muy alterado; le tocó presenciar una terrible escena y salvó milagrosamente su vida. Salga, por favor.

    —No estará pensando que mi hijo es sospechoso, general.

    —Claro que no, pero es el único testigo vivo. Si hubiera andado un par de pasos más no estaría aquí para contarlo. Sus majestades no suelen… solían… pasear por el bosque, lo decidieron de última hora. Es posible que el atentado fuera dirigido a la princesa.

    —¿Quién lo hizo? ¿Por qué?

    —Es muy pronto para saberlo. Vaya al gran salón para el anuncio oficial y que no le extrañe si es interrogado también. Se realizarán pesquisas en todo el palacio. —El general Seres señaló la puerta y esperó hasta que el padre del testigo se marchó.

    —¿Cuántos guardias vio, Blasterier? —Terry miró al general, haciendo un esfuerzo por recordar—. ¿Cuántos? —repitió éste impaciente.

    —Diez, creo que eran diez los uniformados. Dos iban muy avanzados, llevaban la cabeza rapada…

    El general frunció el ceño. A quince metros del lugar del atentado los agentes investigadores encontraron los restos de dos hombres completamente calvos y con el rostro irreconocible por la explosión, así como un detonador y un arma que, en conjunto, los señalaban como los autores materiales del magnicidio.

    —¿Puede describirlos? —preguntó esperanzado. Los peritos habían recuperado y enviado sus restos para análisis con la confianza de que los identificarían, pero se llevaron una desagradable sorpresa al abrir las bolsas herméticas en las que los transportaron: los cuerpos sufrían una irrevocable metamorfosis, producto de una persistente degeneración celular que sólo podía ser explicada si, previo al magnicidio-suicidio, hubieran ingerido un poderoso agente químico. Para cuando el general se presentó en el anfiteatro ya parecían babosas gigantes y no quedaba una sola célula inalterada en sus cuerpos para cotejar su ADN. Por si fuera poco, se cuidaron de dar la espalda a las cámaras de vigilancia. La descripción tal vez era su única esperanza de conocer sus identidades.

    —No recuerdo. 

    —Haga un esfuerzo, Blasterier.

    —Los vi por un segundo, en verdad.

    El general aporreó el escritorio en un gesto de frustración.

    —Dos uniformados en un rondín de vigilancia, ¿es todo lo que vio? ¿Va a decirme que puede distinguir un ratón en el campo si lo mira en pleno vuelo desde una altitud de cien metros, pero en los guardias no se fijó?

    —Es que yo… ya le dije, observaba a la… la reina.

    Algo en la actitud del joven le indicaba que no era del todo sincero.

    —¿Qué vestía su majestad? —preguntó con suspicacia.

    —¿Eh?

    —¿De qué color era la ropa de la reina?

    El chico lo observó confundido.

    —Mmm… ¿Blanco? No, espere, plateado… creo. Sus alas eran blancas y…

    —¿Qué vestía la princesa? 

    —Azul, con capa y una boina.

    —Eso explica todo. Otro caso típico.

    Eso confirmaba sus sospechas. ¿Qué adolescente no había sentido vergüenza alguna vez por admitir que le gustaba una chica?

    —No es lo que está pensando, yo… 

    —Ya. Por supuesto, no lo es —dijo con una risita y añadió con un dejo de amargura—: No vuelva a mentirme, Blasterier.

    —Lo siento. —El chico colgó los brazos, agachó la cabeza con un gesto de frustración—. La… princesa… sobrevivirá, ¿verdad?

    El general suspiró y se volvió hacia la pequeña ventana de la habitación.

    —No sabemos si lo logrará, está luchando.

    La vida era irónica, pensaba, riendo con amargura mientras veía a través de la ventana los vehículos militares que sobrevolaban losterrenos del palacio y la lejana vibración del aire que le confirmaba que los escudos no dejarían pasar vivo ni a un insecto. De poco servían si los asesinos estaban del otro lado, eran un inútil derroche de recursos.

    CAPÍTULO 2

    02.10.5109

    El gran salón estaba lleno a reventar cuando las damas entraron: Adie y Daphne Brister encabezaban la marcha, Pat y Deana Osbriel las seguían a pocos pasos. Adie miró sobre su hombro a su amiga Pat.

    —¿Ves a Willem en algún lado? 

    Pat volteó en todas direcciones.

    —Allá.

    —Vamos, mamá. —Adie se adelantó a Daphne alzando la falda del suelo para no tropezar. Todavía llevaban puesto el abrigo; la guardia real las había entretenido una hora en la reja exterior bajo una fuerte tormenta de nieve mientras inspeccionaba su equipaje y confirmaba la autenticidad de su permiso. Y debían considerarse afortunadas por haber logrado su acceso en un tiempo tan «breve»; apenas se habían cumplido veinticuatro horas desde el asesinato, por lo que entrar en el palacio, incluso a las zonas públicas, como los juzgados o la sala de medios de comunicación, era prácticamente imposible.

    Mientras atravesaban el gran salón, Adie reconoció varios rostros, pero no saludó a nadie. Esa gente se congregaba allí para la ceremonia de cuarenta y ocho horas de vigilia previas al entierro real; sin embargo, dudaba que alguno sintiera por los difuntos o por su heredera lo mismo que ella y su madre sentían, puesto que fueron su familia sustituta desde que tenía memoria.

    Su madre estaba inconsolable, la noticia de la muerte de la reina le había impactado tanto que sufrió un desmayo: «Una bomba», Adie la había oído repetir toda la tarde anterior, «¿cómo es posible?». Más que su dama de compañía fue su amiga íntima durante el suficiente tiempo como para asimilar su pérdida. Lo primero que hizo fue ordenar al piloto que preparara la nave para volar al palacio; no obstante, una llamada al anciano Willem le hizo cambiar de planes. Luego de darle un informe más fidedigno acerca de la salud de la princesa, de quien en las noticias tan sólo se decía que estaba «grave, pero estable», el anciano le había sugerido que postergara el viaje hasta cumplidas las veinticuatro horas de la tragedia, ya que volar al palacio esa misma tarde sería inútil. Además, la princesa Bridget se encontraba en el pabellón de cuidados intensivos, bajo las más fuertes medidas de seguridad y no podía recibir visitas, ni siquiera la suya.

    —Mi señora Daphne —Willem la saludó con un abrazo y luego tomó sus pálidas manos y las envolvió con las propias, arrugadas y llenas de cayos—, que la diosa la colme de bendiciones y la pena que ahora le embarga sea pasajera.

    —Agradezco sus deseos, maestro —respondió con la voz quebrada. 

    Para Deana, su hija Pat y Adie misma, el anciano maestro otorgó una inclinación de cabeza.

    —Deana, señoritas. ¿Qué tal su vuelo?

    —Sin contratiempos, glah. Gracias por preguntar —replicó Deana—. ¿Dónde está mi señora Vaniah? Quiero presentarle nuestras condolencias por la muerte de su hermano el rey. 

    —Temo informarles que Vaniah Black se recluyó en sus aposentos. Quizá mañana se encuentre en condiciones de cumplir con el protocolo de la vigilia. 

    —Qué pena. 

    —¿Cómo sigue mi niña, maestro? —preguntó Daphne.

    —Aquí no puedo hablar de eso, mi señora, pero si gustan acompañarme… —Willem ofreció el brazo a Daphne e invitó a Deana a que lo siguiera también—. Niñas, me llevaré a sus madres por una hora. Aguarden aquí, por favor.

    —Pero… tenemos que verla, glah —protestó Pat.

    —Lo siento, por ahora no se puede, niñas —replicó el anciano dando pequeños pasos rumbo a la salida.

    —Mamá, por favor, a eso vinimos —insistió Adie.

    —Ya oíste al maestro Willem, cielo.

    —¡No es justo! —Adie apretó puños y dientes.

    —Al menos salgamos de aquí —sugirió Pat, tan molesta como Adie, y tomó su mano para conducirla hacia la puerta por donde vio desaparecer a Willem y a sus respectivas madres.

    Con un cabeceo saludó a un grupo de nobles que pasaban a su lado hablando de la escandalosa renuncia de dos importantes personajes: la primera ministra y el ministro de seguridad, quien no soportó la vergüenza de su fracaso al procurar la seguridad de los reyes. 

    Una vez en el balcón, junto al atrio central, Pat inspiró hondo y siguió al trío con la vista mientras que Adie, inquieta y ansiosa, caminaba en círculos, como fiera enjaulada. 

    —Vinimos a verla —dijo Adie—. Detesto esa actitud suya, no sé cómo lo soportas. Perdóname, es tu pariente, tu glah, pero…

    —No te preocupes. «El Prehistórico» es así… 

    —Ay, Pat, si te escucha llamarlo así…

    —¡Adie, mira! —señaló Pat, al percatarse de que Willem y sus acompañantes abordaban el ascensor y subían. Ése no era el camino al centro médico.

    —¿La habrán trasladado a las Nubes? —Adie se detuvo en seco.

    —¿Por qué otro motivo iban a subir? Para hablar en privado una oficina les basta. 

    —¿Y la guardia que custodia el centro médico? ¿Es un teatro?

    —Uno que no es del todo ilógico, si lo piensas. Ven, tengo una idea.

    —¿Segura? —preguntó Adie, al comprender lo que su amiga se disponía a hacer—. Nos colgarán de las plumas si nos descubren.

    La siguió.

    —Ay, Patie, no sé qué voy a decirle. Apenas comenzaba una nueva etapa junto a sus padres, después de tantos beltas de fingir que era mi hermana y de pronto… así, sin más… 

    —No creo que puedas decirle nada de momento. Y en todo caso, solamente… apóyala, escúchala y ten un poco de paciencia. Está herida, Adie, y tiene que sufrir su duelo. —Pat hizo un alto y llamó al ascensor.

    —Por herida te refieres a… —susurró con voz temblorosa.

    —Ay, Adie, no. No verás sangre, lo juro —suspiró—. ¿Cuándo lo superarás?

    —Señoritas —saludó Terry Blasterier con un gesto arrogante y entró con ellas al ascensor.

    Adie y Pat se sumieron en un silencio incómodo. No esperaban que el camino al condominio de los Brister estuviera vacío, pero tampoco esperaban compartir el viaje con él. 

    Tras bajarse en el mismo piso, el chico caminó indiferente tras ellas. Para alivio de Adie, se detuvo un par de puertas antes de la suya, utilizó una tarjeta-llave y desapareció de su vista. 

    —Menos mal, pensé que nos seguía —murmuró Pat. Por encima del hombro verificó que el muchacho hubiera cerrado su puerta y entró al condominio Brister.

    CAPÍTULO 3

    La puerta de Terry Blasterier no estaba del todo cerrada, quedaba una abertura para espiar a las jóvenes. Terry no estaba tan sorprendido de descubrir que, una a una, sus sospechas se confirmaban. 

    Qué golpe de suerte haber estado en el balcón cuando el anciano Willem y la damas que lo acompañaban salieron, y tras ellos las chicas inconformes. Adie Brister, la peliverde, y Pat Osbriel, la pecosa. Las recordaba del baile de presentación de la princesa. Se la pasaron cuchicheando en el oído de cada cual, al menos hasta que llegó el momento en el que Bridget apareció del brazo de su padre.

    Tras verificar desde la rendija a qué puerta entraban, corrió a su habitación, vació el contenido de una mochila hasta que encontró aquel pequeño artefacto que le había salvado la vida una vez, regresó sobre sus pasos, atravesó el corredor de pocas zancadas y usó el aparato para anular el código de seguridad de los Brister, casi seguro de que las jóvenes no lo estarían esperando al otro lado, ése era sólo el camino hacia su verdadero destino: los aposentos reales. Abrió apenas lo justo para corroborar su teoría.

    En el fondo de la sala oscura vislumbró el momento preciso en el que una sección de pared se deslizaba a la derecha.

    «¡Ajá! Un pasadizo».

    Aguardó un momento, volvió a comprobar que nadie lo estuviera viendo y se metió en el condominio de los Brister. La sección de la pared no había cerrado por completo, ya que las niñas interpusieron un broche metálico en el sensor. El estrecho pasaje estaba oscuro, pero a su izquierda una luz blanca recortaba las siluetas de sus guías en ese laberinto.

    Antes de avanzar Terry miró a la derecha. A pocos metros debía estar la entrada al condominio Blasterier. 

    «Así que así fue como entraste, niña». Recordó el momento en el que la descubrió en su habitación; más se había tardado en gritarle improperios que en cubrir la distancia que los separaba y estamparla contra la pared mientras la sujetaba por el cuello. En aquel momento pensó que ignorar sus súplicas de silencio por su intromisión le haría pagar, aunque fuera un poquito. 

    El ruido de cristal roto a sus pies lo cambió todo. Intencional o accidentalmente, ella había encontrado el retrato de Miranda, el que ella le dedicó. Ahora conocía la verdad sobre su origen.

    —La viste, ¿verdad? —La inquietud se había reflejado en su mirada—. ¡Promete que nunca lo revelarás a nadie! 

    —¿Y por qué debería?

    —¡Promételo! Si tú no expones lo que viste, no hablaré nunca de que entraste aquí sin permiso, ¿es lo que deseabas?

    Claro que lo era, la necesidad de la princesa de asegurar su silencio y que desistiera en buscar una explicación a la forma en la que entró era en verdad de vida o muerte, sólo hasta ahora lo comprendía.

    La explosión en el bosque retumbó en sus recuerdos y se estremeció. Tenía la imaginaria sensación de la sangre de los reyes muertos sobre su piel, casi podía olerla de nuevo. ¿O es que se había mordido un labio?

    Volteó a su izquierda, donde las amigas se alejaban. Avanzó en esa dirección amortiguando sus pisadas. 

    —No me importa que nos hayan dado tres días de permiso en la universidad, Adie, me quedaré en el palacio todo el tiempo necesario. El director lo tiene que entender —escuchó decir a una—. ¿Me apoyas?

    —Convenceré a mamá de que nos deje aquí hasta que Bridget mejore. Deana Osbriel no es tan intransigente como «el Vetusto», meescuchará.

    «Sigan hablando», las invitó Terry. Le servían de guía a la vez que disimulaban, sin saber, el sonido de sus pasos, sus feroces latidos, su respiración superficial.

    Terry pegó la espalda a la pared y esperó. Las señoritas subían por una escalera vertical y diez o doce metros más arriba saltaron a un corredor. Él subió rápido y asomó la cabeza con cuidado.

    ¿Por qué las seguía, por qué intentaba ir a verla?, se preguntó. ¿Acaso no odiaba a la princesa por haberlo condenado a estudiar bajo un infierno de reglas? ¿No había dado injustamente a su mascota en adopción debido a que ella o alguien, pues ella aseguraba inocencia, no contuvo su lengua? ¿Y qué culpa tenía Troy, por cierto? Solamente era una cachorra de goldulp, muy obediente y juguetona. De acuerdo, tenía el tamaño de un potrillo y la cola le medía ya unos tres metros, pero seguía siendo un bebé.

    Apartó ese pensamiento. Detestaba a esa niña entrometida; sin embargo, no podía dejar de pensar en lo ocurrido, ¿era lástima, era empatía?, ¿su condición de víctima cambiaba su percepción sobre ella o era el morbo junto con la certeza de que no iba a presentarse jamás otra oportunidad semejante?

    Al terminar su recorrido, Terry encontró una pared con un boquete abierto a golpes de cincel por el que las señoritas entraron. Estudió lo que había al otro lado y pasó, primero una pierna y un brazo, luego, con una contorsión, el grueso del cuerpo y la otra pierna. 

    —¿Viste a la humana y a su padre? —les escuchó decir—. No sé cómo se atreven a quedarse en Eloah todavía.

    —Ni a vestir de esa manera para un acontecimiento como la muerte de una reina. Vaqueros y cazadora de material sintético, qué superfalta de clase…

    Allí estaba la confirmación de sus prejuicios: las niñas de alcurnia, siempre especialistas en el chismorreo, agrupándose como buitres y hablando mal —cuando no destruyendo las vidas— de los demás sólo por diversión. Por supuesto, Bridget se creía distinta. Pues muy inocente no era si revelaba cuanto sabía de él para salir de apuros. 

    El último trecho era otra larga escalera, justo por el exterior de un cubo de ascensor. Sus guías se habían detenido antes de escalarla.

    —Significa que Bridget lo usó para subir —escuchó decir a la peliverde.

    —Bueno, considéralo el ejercicio para entrar en calor, Adie —replicó la otra, la pecosa, con un suspiro largo.

    Oculto tras una columna, Terry vio que la chica acercaba una vara a la malla metálica externa del aparato.

    —Sin energía. Es seguro —declaró y tomó el pasamanos. Tres peldaños más arriba se detuvo—. ¿Todavía quieres continuar?

    La peliverde se había quedado abajo, pensativa, alumbrando el espacio con la pantalla virtual del ProCom.

    —¿Escuchaste algo, Pat?

    El corazón de Terry latió ferozmente mientras se agazapaba en un rincón, encogido.

    —Mmm… Nop. 

    —Debe ser mi ansiedad. Habría jurado que vi una sombra.

    CAPÍTULO 4

    Terry resopló de alivio y, considerando sus opciones, decidió aguardar. Les dio alcance justo cuando deslizaban una tapa y salían a un corredor gris. Una luz se filtraba por el borde inferior de una puerta frente a él. A su derecha, tras otra puerta, un guardia vigilaba el acceso desde el ascensor, pero Terry se encontraba dentro de una pared, dentro de una alacena. Sin proponérselo, había evitado la seguridad del piso.

    «Grandioso, ¿y las niñas?».

    Asomó la nariz. La evidencia sugería que se encontraba dentro del cuarto de la servidumbre. Había tres posibles puertas para investigar. Salió, procurando no emitir ningún sonido, hasta la primera de ellas y alargó la mano hacia el pomo.

    —…Merezco saber la verdad —escuchó de pronto una voz femenina.

    —De acuerdo. Bertaliz, señoritas, por favor, salgan —replicó un hombre mayor. 

    Un ruido de pasos que se acercaban lo forzó a buscar escondite bajo una mesa, donde se ocultó, pálido y sudoroso por lo cerca que estuvo de ser descubierto. Canceló los planes de husmear las diferentes rutas para averiguar cuál habían utilizado las niñas. Ahora todo lo que quería era poder volver a la alacena y al décimo piso de la torre de huéspedes, antes de meterse en un gran problema. 

    Una mujer de negro entró a la habitación de la servidumbre y se soltó a llorar.

    «Que me desplumen, ¿y ahora qué voy a hacer?».

    La mujer hizo algo que Terry no tenía previsto: dejar la puerta abierta. Desde alguna parte le llegó el sonido de varias voces.

    —Están allí —musitó Adie, aterrada—. No podemos quedarnos.

    Más allá del juego de sillones, tras una imponente cortina que en ese momento se encontraba recogida hacia un costado, se apreciaban dos médicos, una enfermera, la nana Bertaliz y… 

    La predicción de Adie se cumplió a medias: Daphne Brister era la única cerca de la cama, Willem se había quedado rezagado a la mitad de la estancia, en tanto que a Deana Osbriel, la madre de Pat, no se le veía por ningún lado.

    Pat señaló la biblioteca: sus puertas estaban abiertas y su luz interior apagada, estarían más lejos de Bridget, pero no tenían muchas opciones, en cualquier momento el guardia podría volver o los médicos voltear en su dirección y descubrirlas. Se deslizaron sigilosamente.

    —Willem, ¿por qué no me hablaste de esto? —exclamó Daphne de pronto, dio la espalda a la cama y avanzó en su dirección. 

    —¿Pasa algo? —el viejo replicó, nervioso. 

    —Tú dímelo.

    Willem dio media vuelta y caminó como huyendo de Daphne. 

    Al ver que el maestro se acercaba a su escondite, Adie contuvo el aliento, sin saber qué hacer.

    —No sé de qué me habla, mi señora —dijo Willem.

    Daphne dio alcance al maestro y se le enfrentó:

    —Ocurrió una explosión frente a ella. Hablaste de heridas por esquirlas y una inflamación de su cabeza, por la caída. ¿Para qué necesita una bomba de circulación extracorpórea? ¿Qué le pasa a su corazón? 

    —¿Qué es una bomba de…? —susurró Adie. Pat cubrió su boca con la mano mientras le rogaba, mediante gestos, que guardara silencio. Adie asintió. Willem y Daphne estaban muy cerca, cualquier movimiento en falso y su presencia sería advertida.

    —¿Bomba de circulación extracorpórea? Está confundida, mi señora. Eso que vio…

    —¡No insultes mi inteligencia, Willem! —replicó Daphne enfadada—. No se trata de ninguna unidad de transfusión de plasma. Mi padre se sometió a un transplante de órganos hace varios beltas y los médicos usaron en él un artificio similar para sustituir por unas horas la función de su corazón.

    Pat se asomó por un momento. La madre de Adie había atrapado a Willem intentando ocultar algo. Eso tenía que verlo.

    —Le pido disculpas, mi señora —suspiró el anciano.

    —No quiero tus excusas, lo que pido es una explicación. Hasta hace una semana fui su madre sustituta. ¡Merezco saber la verdad!

    —De acuerdo —aceptó resignado—. Bertaliz, señoritas, por favor salgan. 

    La nana abrazó su propio cuerpo y fue la primera en dar media vuelta y dirigirse, al borde del llanto, hacia el dormitorio de la servidumbre. Las enfermeras, en cambio, abandonaron por completo la habitación. Desde su escondite, Pat alcanzó a ver el perfil de los guardias apostados tras las puertas principales, que tomaron nota de su partida.

    —Tiene razón, mi señora, pero hay un motivo importante para que me haya atrevido a mentirle y tratara de aplazar este momento.

    —Querías que no me enterara. ¿Por qué? ¿Qué le pasa a mi niña Bridget? —preguntó Daphne al borde de las lágrimas.

    —Si se lo dijera, comprendería que sus lesiones no parecen tener relación con la explosión, entonces tendría que explicarle el porqué ocurrieron y al hacerlo… tendría que revelarle un secreto. 

    El anciano y Daphne se miraron en silencio, él tratando de elegir las palabras adecuadas, ella entristecida por no haber sido considerada digna de confianza para resguardar la información, o eso supuso Pat, quien más de una vez escuchó a la madre de Adie decir que temía que hubiera algo distinto en la princesa además de su color de plumas, pues varias veces habían ocurrido caídas inexplicables de objetos cuando la niña lloraba.

    —Será mejor que nos sentemos. Venga, escúcheme y juzgue usted los motivos que tuvieron sus majestades para ordenar que no lo revelara a nadie.

    Caminaron hasta los sillones y se acomodaron uno junto al otro.

    —La caída es la que la tiene tan delicada. Además de provocarle la inflamación de la cabeza, es la causa de graves lesiones internas, principalmente en su corazón.

    —¿Qué clase de lesiones, hemorragias?

    —Quemaduras.

    —Eso no tiene sentido. 

    —Lo sé. —El anciano hizo una pausa, miró de reojo a los médicos—. El cuerpo de la princesa posee un sistema nervioso secundario, una especie de cableado bioeléctrico por el que circula la energía que no fue almacenada para reserva en el tejido graso. Energía pura, mi señora, como la que emplearía para poner en órbita una nave. —Guardó unos segundos de silencio para permitirle asimilarlo—. Ahora… estoy seguro de que entiende lo que le pasa a un ser vivo cuando, durante una tormenta eléctrica, un rayo le cae encima.

    —Se… quema por dentro —farfulló Daphne.

    —¿Qué? —gritó Adie, revelando su escondite.

    Pat palideció. Antes de que se diera cuenta o pudiera intervenir para evitarlo, Adie había salido

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