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Las noches pasadas
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Libro electrónico382 páginas8 horas

Las noches pasadas

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Bucarest, es el escenario perfecto para comenzar una historia fascinante.

Lian Munteanu, hombre proveniente de una renombrada familia de la Rumania del siglo XVIII, ve cómo después de la muerte de su padre la vida que gozaba comienza a desmoronarse, hasta que se topa con una seductora mujer que lo invita a vivir eternamente entre las sombras.

Las noches pasadas es el título de una novela que nos transporta en el tiempo y nos envuelve con esos sentimientos tan humanos como la venganza, la intriga, el romance, el terror y el misterio. Además de mostrarnos cómo el protagonista junto a su nueva familia, los seres de la noche, fueron armando un imperio que infundió respeto y miedo en cada lugar que habitaron.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jun 2016
ISBN9789563382112
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    Las noches pasadas - Hugo Riquelme

    manos.

    Capítulo 1

    La noche

    Bucarest, Rumania, 1760

    Las lágrimas que se vertieron aquella noche, bajo la mirada atenta de la luna menguante, se confundieron inexorablemente con las aguas del río Dâmboviţa. A través de este camino fluvial manchado de sangre, llegaron muchas de las familias nobles de la bella ciudad de Bucarest.

    Eran lágrimas hipócritas y descaradas, que fingían un pesar que no sentían.

    La campiña de mi padre, Gheorghe Munteanu, era una amplia extensión de verdes praderas rodeada de los milenarios bosques de encinas y hayas que crecen en Rumania como plagas. Aquellas veinte mil hectáreas nunca sirvieron para la agricultura, a pesar de encontrarse en una tierra fértil; la humedad habitual terminaba siempre por pudrir las cosechas. Esto último jamás lo entendió mi abuelo, quien prácticamente arruinó a la familia intentando sembrar y cultivar la tierra obsequiada por un señor feudal, quien, según la leyenda, era descendiente directo del mismo Vlad Tepes.

    Mi padre, un hombre violento e inescrupuloso, afortunadamente creció viendo los fracasos del viejo Munteanu. Cuando heredó las tierras, no dudó en dedicarse a la crianza de caballos para el ejército de Rumania. Con esta actividad logró pronto una gran fortuna y una posición de privilegio entre las familias nobles de Bucarest.

    Para mí, las tierras verdes y planas siempre fueron horribles. La abundante lluvia y las montañas brumosas formaron en mí un carácter depresivo y nostálgico, lo que nunca fue comprendido por mi madre, la vieja Anne Petrescu, mujerzuela de la aristocracia.

    Cada noche de sábado, la hermosa casona, la única señal de buen gusto de mis parientes, se iluminaba y envolvía en ambientes de fiesta. Cuando alcancé una edad madura, comprendí que estas fiestas a orillas del río eran solo una excusa para que mi padre realizara sus negocios. Después de todo, los caballos no fueron los que realmente nos volvieron ricos, sino el tráfico de esclavos negros que mi padre dirigía en la clandestinidad.

    Los miércoles, cerca de la medianoche, llegaba un barco por el Dâmboviţa y recalaba en el improvisado y destartalado muelle que los sirvientes de mi familia construyeron con más ingenio que talento. Desembarcaban ahí decenas de negros raquíticos a los que llevaban, bajo el amparo de la noche, a endebles casuchas al fondo de nuestras tierras; incluso, más lejos que nuestras caballerizas. Ahí sobrevivían estos esclavos por unos días hasta que el sábado los vendían en aquellas reuniones repletas de brandy y cigarrillos costosos, donde un grupo de hombres blancos jugaba a dominar el mundo. Jugadores de ligas menores, creía yo.

    Mientras, la fiesta comenzaba a descontrolarse con tanto alcohol y comida. Cuando mi padre se reunía con los nobles de Bucarest para negociar negros, mi madre llenaba su alcoba de invitados, jovencitos y jovencitas, la mayoría hijos o parientes de estos mismos señores de la ciudad. Entre las sábanas se revolcaba con ellos hasta quedar inconsciente a causa del cansancio o del alcohol. Lo que sucediera primero.

    Estos son los recuerdos que tenía de mi familia. Era lo que veía al recorrer las verdes praderas y mirar los elegantes caballos pastando. Al menos uno de aquellos recuerdos quedó en el pasado.

    Casi todos los habitantes de las tierras de la familia Munteanu llevaban el luto como prenda de vestir esa oscura tarde. Noika, el ama de llaves negra que mi familia había engordado como al ganado, lloraba a mares la partida de su amado patrón. Los demás sirvientes, igual de oscuros, recibían y acomodaban a los visitantes que venían a entregar las condolencias a quienes habían amado en vida. Yo me excluía de aquellos deudos que lloraban por un hombre al que juraban bueno.

    El pórtico de la entrada estaba saturado de señoras que conversaban con el dedo empinado mientras bebían el té que Noika cosechaba en el jardín de su casucha junto a las caballerizas. Vaya uno a saber de dónde conseguía el abono. En la sala, un desfile de curiosos y oportunistas llegaba a saludar a mi madre y a mi tierna hermana menor, Rose Munteanu. Ella, con sus dos años, no entendía por qué había tanta gente en su casa. Tampoco notó que aquel regordete hombre de piel blanca y rostro rosado, al que llamaba padre, ya no podía jactarse de su sucia fortuna con los invitados. Ella había sido criada por Noika y estimaba muy poco a mi madre. Solo me tenía a mí como soporte y cariño. Amaba a esa niña.

    Entre pasillos escuché murmullos de amigos de la familia. Estaban discutiendo acerca del tiempo que consideraban prudente para comenzar a cortejar a la viuda Anne Petrescu y así hacerse con el negocio de la familia. Ilusos, si hubieran sabido que ella se acostaba con el primero que le servía una copa, no habrían gastado su tiempo.

    Fuera de mi cuarto, en el que estaba a puertas cerradas, escuché a algunos de los negros murmurar acerca de lo justo que encontraban la muerte de mi padre. No me importó, muy pronto estaría lejos.

    Reuní en un bolso de piel mis pertenencias, viajaría ligero. Me entregaría al mundo, a mujeres mundanas y sus tibias camas. El viejo Munteanu ya no enviaría a sus matones a buscarme.

    La puerta se abrió de golpe.

    –¿Qué crees que haces?

    Hasta mi nariz llegó el hálito alcohólico de mi madre,. No levanté la vista; simplemente, continué arreglando mi bolso.

    –Me voy, madre. No regresaré a esta casa.

    Con el bolso listo, la enfrenté. Ella, de pie en el umbral de la puerta intentaba impedirme el paso. Desde sus ojos asomaban unas lágrimas que corrieron su perfecto maquillaje.

    –No irás a ningún lado. Tu deber está en Bucarest, cuidando el negocio que tan esforzadamente levantó tu padre. Ya eres un hombre, tienes 25 años y debes asumir la responsabilidad con tu familia.

    –No es el plan que tengo para mi vida, madre. Como dices, he perdido la mitad de mi vida en este lugar. No perderé la otra mitad traficando negros y viendo cómo te encamas con la mitad del pueblo.

    Anne me golpeó con una furia que descargó sobre mi mejilla derecha, pero no sentí dolor alguno.

    –No me hablarás así, chiquillo insolente, aún soy tu madre.

    Observé por la ventana de mi cuarto, comenzaba a llover. Por la puerta de mi habitación, se colaba el ruido que hacían los invitados en mi casa. Como si fuese sábado por la noche.

    –Tomaré la parte de la herencia que me corresponde. No hay nada que puedas hacer para detenerme, madre.

    Con un fuerte empujón, logré abrirme paso por la puerta. Dos sirvientes estaban en el pasillo escuchando la conversación, pero los ignoré. Anne se puso de pie antes de que los sirvientes corrieran a socorrerla y me habló entre llantos.

    –Hablé con Tudor Coânda hace unos minutos. No podrás llevarte esa herencia.

    Tudor Coânda era el notario en la ciudad. Otro estafador de traje fino que había hecho fortuna con la ignorancia de la gente de Bucarest. También, era uno de los amores de mi madre, así fue que no me sorprendió.

    –Conozco la combinación de la caja fuerte, madre, no podrás impedirlo.

    –No tendrás esa herencia, porque tu padre no dejó nada. Solo deudas son ahora nuestro patrimonio. No tenemos más que esta tierra, esos caballos desnutridos y esta casa.

    No la escuché. Caminé hacia la habitación principal que estaba al final del pasillo y aparté la ridícula pintura que mi padre había mandado a hacer para su décimo aniversario de bodas y que ahora servía de pantalla sobre la caja fuerte de su cuarto. Tomé todo el oro que había ahí y una botella de brandy, a la cual di un sorbo antes de volver a la escalera.

    –Eso es todo lo que tenemos, Lian. Piensa en tu hermana.

    Empuñé mi mano con ira y volteé. Mientras intentaba calmarme, caminé hacia ella, la tomé por los hombros y la estrellé contra el muro de la entrada de la habitación.

    –Esta es mi parte de la herencia. A Rose y a ti les dejó la tierra, los caballos y los esclavos que el viejo Munteanu esconde en las chozas junto al bosque. Sin duda, eso es suficiente para ustedes dos. Confío en que sabrás encontrar pronto un marido que te provea de dinero y muchachos jóvenes para tu deleite. Vendré por Rose en poco tiempo, no la dejaré crecer a tu lado.

    Le di otro empujón a mi madre, quien cayó pesadamente de espaldas en el pasillo. Bajé por las escaleras hasta la sala principal y arrebaté a Rose de las manos de Noika. La miré a los ojos y le prometí que volvería por ella pronto. Tal vez, la pequeña niña de rizos dorados y ojos verdes no entendió palabra alguna, pero me regaló un tierno abrazo de despedida. No lo olvidaré jamás.

    Salí por la puerta principal, luego de haber escupido el cajón del hombre que odié en vida, y abandoné aquellas tierras llenas de malos recuerdos y rencores.

    Bucarest, Rumania, dos meses después

    Una enorme luna de color amarillo presagiaba la desgracia. Estaba clavada en medio del cielo y su brillo, aunque algo opaco, hacía palidecer al resto de las estrellas.

    Había estado vagando durante un mes completo, de ciudad en ciudad, por Europa. Lujosos hospedajes supieron de mi presencia y disfruté de la compañía de hermosas amantes. Los alcoholes para el más fino paladar embriagaron mis noches de juerga. Todo amparado por el oro sucio del viejo Munteanu. Conocí la noche, los prostíbulos y los secretos más sucios de las ciudades más pujantes del continente.

    Una mañana, abrí los ojos a la resaca.

    Una mañana, exactamente dos meses después de haber abandonado Rumania, desperté en la calle.

    Claire, una de las prostitutas, se había llevado el oro que me quedaba. Borracho, no lo noté. Estaba arruinado.

    Acudí con desesperación a los pueblos en donde creí hacer amigos, pero todos ellos me dieron la espalda al verme pobre y sucio.

    Me corrieron de otros lugares por mendigar monedas para beber licores de dudosa calidad. Las calles embarradas de aquel país reemplazaban las comodidades en las que crecí. Estaba solo, ebrio, mal oliente y humillado.

    Una noche inusualmente despejada recordé mi hogar. Las estrellas ya no brillaban exaltadas en el cielo. Aquella maldita luna amarilla las había apagado, y los grillos cantaban desenfrenados a la orilla del cauce del Dâmboviţa. Bucarest estaba irresistiblemente cerca.

    Con la mirada clavada en el barro, recorrí el camino que llevaba a las tierras de los Munteanu. Notaba en las casonas de alrededor que la gente murmuraba al verme pasar; otros más osados me insultaron. La noche se volvía cada vez más fría.

    El destartalado pórtico que antes oficiaba de acceso principal a las tierras de mi padre fue reemplazado por un hermoso arco de arquitectura marcadamente gótica, con estatuas de leones y gárgolas en sus extremos. Recordé de inmediato al malnacido Tudor Coânda, quien solía llevar emblemas de leones en sus ropas.

    No había avanzado más de diez metros cuando sentí un duro golpe en la cabeza. Caí de bruces en el barro y, a pesar de que todo se tornó nublado, no perdí la conciencia. Unas manos fuertes me dejaron tendido de espaldas. Las estrellas giraban sobre mí. Eran millones que fueron, poco a poco, dejando de dar vueltas para enrostrarme que solo era la luna quieta en el cielo. Las caras de anchas narices de dos negros corpulentos formaron un triángulo equilátero con la luna sobre mí. Cuando logré centrar la vista, noté que eran dos de los sirvientes de mi padre. Sin duda, les había ido mejor sin él.

    Me golpearon con puños y pies hasta que sus atléticos cuerpos se cansaron. Tal vez, fue el frío; tal vez, la borrachera, pero no sentí dolor alguno. Me vi nuevamente expulsado de las tierras de mi familia.

    Con el poco orgullo que me quedaba, herido, maldije aquellas tierras y juré una silenciosa venganza.

    La noche aún era joven, recorrí las callejuelas de Bucarest tan rápido como mis pies lo permitieron. Tropecé con los adoquines de piedra en reiteradas ocasiones, pero cuando se está borracho uno no nota esos golpes, simplemente se mueve adormecido. Al final del callejón, vi la cantina de Florian iluminada e, instintivamente, caminé hacia ella y crucé el umbral que separaba la noche de aquel ambiente festivo y maloliente.

    –Lian Munteanu… ¿Qué trajo de vuelta a tan grandísimo bastardo?

    Era una voz conocida que me llamaba desde la barra, hacia donde caminé con dificultad. Florian intentaba limpiar un vaso con uno de los paños que antes había utilizado para fregar el mesón de su taberna.

    –Solo tomaré un whisky.

    Entonces escuché las carcajadas. Varios hombres, muchos de ellos delincuentes, se burlaban de mí, mientras Florian avivaba las burlas con sus gritos. La frondosa barba rubia del viejo ocultaba su risa con dientes faltantes.

    –¿Tienes con qué pagar?

    –Ponlo en la cuenta de mi padre…

    Nuevamente, todos estallaron en risas. Las mujeres que acudían a ganar unas monedas se sumaban ahora a las burlas, pero yo continuaba sin prestar mucha atención.

    Florian se acercó a mí una vez que todos volvieron a sus asuntos y, bruscamente, me agarró del cuello de la camisa manchada con sangre y barro que llevaba puesta desde hacía días.

    –Tu padre está bajo tierra…

    –¿Me vas a dar el maldito whisky?

    Acto seguido, estaba nuevamente de espaldas en la calle mirando las estrellas. Todo giraba, y el cuerpo me dolía. No recordaba golpiza peor. Ya no tenía fuerzas para mantenerme consciente, todo se volvía peligrosamente nebuloso.

    Cuando entré en la taberna, apenas divisé a aquella mujer que ocupaba una mesa en la esquina junto a la ventana. No me percaté de que nadie parecía interesado en ir a hacerle compañía, aunque me pareció la mujer más hermosa de aquel antro. No recordaba con exactitud la belleza y elegancia de su vestido amarillo, pero sí con total lucidez aquellos ojos verdes y los cabellos rojos que adornaban su rostro pálido.

    Aquella noche de invierno fue mi noche de suerte.

    El umbral de la taberna de Florian comenzaba a desaparecer ante mis ojos, cuando una silueta emergió con armonioso paso y se detuvo junto a mí. No logré distinguir su rostro, pero sí el amarillo de sus ropajes y el intenso color fuego de sus cabellos. Extendió su mano y al viento susurró:

    –Ponte de pie, amor mío.

    Tenía una voz suave que intercalaba su melodioso tono con un coqueto jadeo. Al oírla, sentí que mis piernas se llenaban de energía otra vez y mi corazón latió acelerado.

    Orgulloso aún, no acepté su ayuda y me puse de pie a duras penas, tambaleante hasta que ella tomó con fuerza mi mano. Sentí en ese primer contacto que un relámpago recorría mi brazo hasta hacer estallar mi corazón. La energía que irradiaba recorrió mi cuerpo entero. Me perdí profundamente en sus ojos verdes que, entrecerrados, me miraban con sensualidad.

    –¿Quién eres?

    No contestó a mi pregunta, sonrió coqueta, y un lunar en el extremo izquierdo de su boca terminó por hipnotizarme. Sentí sobre mis labios secos y partidos la humedad de su lengua y el calor de sus labios rosados. Sus brazos rodearon mi espalda y me apretaron con fuerza a su pecho, mientras yo continuaba inmóvil disfrutando de un beso apasionado como nunca había recibido uno. Fueron segundos los que estuvimos en contacto; unos segundos en los que sentí aquel calor húmedo del placer; unos segundos en que me sentí deseado.

    De pronto, ya no estaba borracho.

    –Ven conmigo.

    –Mujer, no tengo dinero para pagar por un trago, menos podría pagar por ti esta noche.

    Ella volvió a mirarme con sus ojos llenos de misterio y calmó nuevamente mis ansias.

    –No es tu dinero lo que deseo esta noche.

    No supe realmente cuánto tiempo transcurrió, pero de pronto me vi en su hogar: una lujosa casona en el centro de Bucarest. No recordé el camino recorrido, pero no pude sacarme de la mente las terminaciones tan delicadas en aquel edificio, más parecido a un palacio que a una casa. Ella subió las escaleras y, de vez en cuando, volteaba sobre su hombro para observarme. Yo, mientras, caminaba embobado con el candelabro de bronce que colgaba del techo en la sala principal, con la chimenea de mármol y con los relieves dorados que delineaban cada ángulo de las habitaciones. Seguí con la mirada la escalera. Cada escalón estaba cubierto por un trozo de alfombra persa, probablemente, y sobre ella resaltaban algunas prendas femeninas esparcidas hasta llegar al segundo nivel. Frente a una puerta de madera me esperaba, ya desnuda, aquella mujer.

    Ella poseía un porte noble y un cuello delgado. Sus curvas estaban marcadas con sensualidad y ofrecían el soporte perfecto para los ropajes, de los cuales ya se había despojado. Llevaba ahora el cabello rojizo suelto y caía ondulado sobre sus senos de marfil. No dijo palabra alguna, solo hizo un gesto y me invitó a su habitación.

    Las sábanas de seda oriental adornaban su cama; entre ellas, hicimos el amor apasionadamente. Su cuerpo ardía y el mío se fundía dentro de ella. Por primera vez, en semanas, me sentí deseado. Besos, roces, caricias, susurros y gemidos; todo era distinto a lo que había experimentado antes. Ella se deleitaba con mi cuerpo y yo me dejaba deleitar por el de ella. Entre tanta pasión, de reojo vi una silueta dibujarse con rapidez en el umbral de la puerta de su habitación, la que yo, en mi apuro, no había cerrado.

    –Veo que ya has dado el primer paso.

    Salí del trance de golpe. Con pudor me quité de encima de aquella mujer pálida y deliciosa, y ella, riendo, me liberó de entre sus piernas. Caí de la cama con la inoportuna sorpresa y cubrí con las sábanas mis partes íntimas. Al contrario de lo que esperaba, ella continuó desnuda y descubierta sobre la cama.

    –Diane, por favor. Dale un respiro al muchacho, mira cuán espantado está ahora.

    Diane se rio y como yo no volvía a la cama, se tapó algo molesta y, mirándome a los ojos otra vez, me hizo un gesto que yo entendí como una nueva invitación a acostarme junto a ella. Sin pensar, me metí bajo las sábanas; ella aún mantenía su cuerpo caliente y sudoroso.

    El extraño continuaba observándonos. Era un tipo más alto que yo, que tenía buen porte. Llevaba el cabello largo y oscuro, y estaba rigurosamente peinado. Era tan pálido como ella, pero con rasgos distintos: su mentón era fuerte y su quijada cuadrada. Tenía la nariz algo aguileña, aunque delgada, y sus ojos eran pardos y con una expresión más bien vacía. Lograba inquietarme. El rostro de Diane, en cambio, parecía estar tallado por un habilidoso escultor. Reunía en él una quijada triangular muy fina, labios rosados de generosas carnes y una respingada nariz. Estaba seguro de que sus grandes pómulos estaban cubiertos por pecas color miel, pero llevaba tanto rubor sobre ellos que era difícil notarlas. Y sus ojos, ¡Dios, esos ojos!, grandes y verdes como agua pura de manantial, con largas pestañas que los coronaban. Era una mujer hermosa.

    Luego de examinarlos a ambos, logré sacar el habla.

    –¿Quién eres tú? –pregunté.

    –Eres un chiquillo maleducado. Eres tú quien se encuentra en casa ajena. Debes ser tú quien conteste las preguntas –respondió él.

    –Él es Francis Ince. Discúlpalo, él es inglés –me susurró y se rio como lo haría una pequeña traviesa. Luego me rodeó con sus piernas otra vez y comenzó a lamer mi oreja.

    –¿Tienes un nombre?

    –Claro que lo tengo…

    Ella puso su dedo sobre mi boca y me hizo callar. Miró con ojos relampagueantes a Francis y contestó por mí.

    –Quien es ahora no es de importancia. Lo que de verdad interesa es quien puede llegar a ser.

    No alcanzó a terminar de hablar, cuando Francis saltó desde su silla y se paró al costado de la cama, iracundo.

    –¡Diane, habíamos acordado que…!

    –¿Desde cuándo debo pedir tu opinión para tomar mis decisiones?

    El tipo tragó sus palabras, pero no pudo hacer lo mismo con su creciente ira. Sentí sobre mí aquella mirada gélida y desgarradora. Me incomodó e intenté quitarme de encima a aquella mujer.

    –No ha sido mi intención entrometerme en su relación. Cualquiera que esta sea. Debo irme ahora –comenté.

    Diane me tomó del brazo. Nunca antes alguien lo había hecho con tanta fuerza. No quería dejarme ir, eso era evidente. Sentí de nuevo aquel calor recorrer mi interior, y la excitación se hizo otra vez presente en mí. Ya no temía, miraba a los ojos a Francis y estaba seguro de que él sabía que era así.

    –Quédate conmigo, Lian Munteanu.

    Jamás le dije mi nombre, podía estar seguro de ello. Comprendí en aquel entonces que esa mujer apasionada no me había observado solo desde mi entrada a la taberna; me había estado observando toda la vida. Esperaba por mí, esperaba a que la noche fuese lo suficientemente oscura.

    Francis abandonó furioso la habitación, tan rápido como llegó, y se perdió entre las sombras.

    Nuevamente, comencé a besar a Diane con deseo. Cada caricia que recorría su espalda, sus piernas y su cintura hacían crecer en mí las ganas de hacerla mía. Ella lo entendió con prontitud. A partir de aquel momento estábamos conectados y, sin pudor, subió sobre mí e hicimos el amor lentamente.

    La danza de sus pechos y el vaivén de sus caderas me llevaron pronto al borde del éxtasis. Cerré mis ojos cuando ella comenzó a besar mi cuello y a recorrerlo con su lengua sin dejar de moverse rítmicamente en una danza carnal de deseo.

    Algo salió mal. Estaba pronto a llegar al orgasmo, cuando sentí un pinchazo en mi cuello y todo comenzó a volverse oscuro. Mis brazos no pudieron seguir aferrados a sus caderas, cayeron debilitados sobre la cama. Mi respiración se aceleró, no por la excitación que aún sentía de manera animal; me faltaba el aire y todo daba vueltas. Solo el rostro sonriente de Diane se mantenía estático frente a mí. Sus labios ya no eran rosados; estaban rojos y brillantes. Comprendí que aquel calor húmedo que se apoderó de mi cuello no era el sudor de mi amante, era sangre, mi sangre, que se derramaba sobre la almohada.

    –No me dejes, Lian, te necesito junto a mí. Imagina todo lo que podemos conseguir juntos. Te haré el rey del mundo. En tus manos ahora tienes la posibilidad de ser siempre hermoso porque te traigo el obsequio de la inmortalidad. Mírame a los ojos y toma una decisión, quédate a mi lado para que nos amemos eternamente o continúa el camino por aquel túnel y piérdete en el olvido.

    En un instante reviví lejanos recuerdos. Mi hermanita y mi promesa de salvarla de mi madre. Recordé el odio y el desprecio de quienes me rodearon y luego se burlaron y aprovecharon de mí. Con los ojos húmedos y con las pocas fuerzas que me quedaban, tomé el rostro de Diane y la miré a los ojos.

    –Quiero… vivir…

    Diane sonrió satisfecha. Con su mano derecha enterró una uña en uno de sus voluptuosos senos. Fluyó desde él la sangre y clavé mi boca ahí. Al principio, lamí con asco y sin entender qué era lo que estábamos haciendo, pero rápidamente el placer comenzó a revitalizar mi cuerpo entero. Volvieron mis fuerzas, volvió mi excitación y comencé de nuevo a amar a esa mujer sobrenatural. Con fuerzas, sus piernas me apretaron entre ellas y el vaivén de sus caderas empezó a acelerarse. Mis energías estaban repuestas y sin quitar mis labios de sus senos continué entrando en ella, de manera desenfrenada hasta que ambos llegamos al orgasmo. Ella se aferró al placer y yo, lentamente, me desvanecí.

    Aún dormido, escuché una conversación cercana. Reconocí dos voces familiares. Diane y Francis parecían discutir, pero aún estaba algo agotado. El inglés parecía recriminarle algo. Algunas palabras se perdían entre mi aturdimiento, pero oí con claridad algunas frases.

    –¿Por qué lo hiciste, Diane?

    –Porque vi en él lo mismo que encontré en ti cuando te rescaté: odio. Es aquel odio puro, que nace del alma; ese odio poco común que corrompe los lazos sanguíneos; ese odio que lo volverá un miembro perfecto de nuestra familia.

    –¡Yo soy la perfección que necesitas! Él es un pozo profundo de rencor. Desde él solo nacerán los más oscuros problemas.

    –Oh, querido Francis, los problemas de este mundo nacieron hace eones. …

    Todo lo demás era confuso.

    Cuando abrí los ojos, algo en mí había cambiado.

    Percibí aromas que antes estaban ocultos. Las feromonas en el aire captaban mi atención y las sábanas olían intensamente a ella. Escuché los grillos que cantaban a la orilla del río Agres y nítidamente entendía lo que Diane y Francis conversaban. Sonaban como si estuviesen sentados a mi lado en la cama, pero no podía verlos. Aun así, distinguía en el aire sus particulares aromas. Vi los detalles de la habitación como si un velo se hubiera levantado de mis ojos, permitiéndome observar cosas que antes eran imperceptibles. Las grietas en la pintura de la pared, las motas de polvo que desfilaban en el aire frente al candelabro que iluminaba mi cuarto, las gotas de sangre que intentaron infructuosamente limpiar del piso de madera y aquella araña en el rincón de la pared que se preparaba para devorar una pequeña mosca atrapada en sus telas. Así era como me sentía, como aquella araña marrón dispuesta a depredar a quien cayese en su red. Escuchaba también, a lo lejos, las voces de todos los habitantes de Bucarest llamando mi nombre e invitándome a entrar en sus hogares.

    Tomé, desde los pies de la cama, unas ropas finas que probablemente eran para mí. Noté cada fibra de aquellas telas mientras recorrían mi piel; todo a mi alrededor parecía ocurrir en cámara lenta. Con todas esas nuevas sensaciones, abrí la puerta de la habitación y bajé la escalera, escuchando cómo la madera rechinaba bajo las alfombras persas que me parecían más vivas que nunca. La casa que la noche anterior me había maravillado, ahora no me parecía tan hermosa. Veía detalles en todos sus rincones: estaba vieja, descolorida, sin brillo alguno. El glamour se había alejado de mis ojos.

    Me asomé al salón principal y, junto a la chimenea de mármol, vi sentados a Diane y Francis, quienes, efectivamente, conversaban. Ellos dos y el fuego de la chimenea era lo único que brillaba en ese salón.

    –Al fin, has despertado. Más hermoso que nunca –señaló Diane.

    –Tengo hambre, Diane. Un hambre que no conocía –respondí yo.

    –Todos despiertan hambrientos, Lian. Has dormido por cinco días. No es algo de lo que debas preocuparte.

    –No me entiendes, Diane. Tengo hambre.

    Me miró directo a los ojos. Las palabras intentaron materializarse en mi mente, pero no distinguí ninguna, solo murmullos. Luego, miró a Francis y sonrió.

    –Trae a Abigail. Tu hermano desea desayunar.

    –¿Abigail? Ella ha estado tanto tiempo con nosotros. Pensé que tú la…

    –¡Tráela! ¡Me da igual el tiempo que lleve con nosotros! Lejos de Rumania no necesitaremos de ella.

    El inglés se levantó molesto, pero aun así obedeció las órdenes y volvió al salón con la esclava gitana de piel canela y curvas pronunciadas. Sentí que mi cuerpo se estremecía cuando vi los vellos de su piel erizarse. Ante la luz de la chimenea, su piel sudorosa pedía a gritos que la saboreara.

    –Buenos días, Abigail.

    Ella no habló, solo cerró los ojos y comenzó a llorar. Siempre había escuchado rumores que atribuían a los gitanos ciertos dones videntes. Jamás los creí pero, al ver a esta mujer orinarse de miedo, comprendí que tal vez podrían ser ciertos.

    Busqué su mirada con mis ojos que lucían un pálido color almendra y, cuando sus ojos aceituna se encontraron con los míos, el llanto terminó. La tomé entre mis brazos con propiedad y ella no dejó de mirarme, sin emitir palabra alguna. Puse mi mano frente a su rostro, y ella simplemente se durmió.

    Diane parecía seguir paso a paso mis movimientos, tal vez incentivándolos mentalmente y guiándome sin palabras; después de todo, estábamos conectados. Francis, por el contrario, me dio la espalda y permaneció mirando el fuego chisporroteante de la chimenea.

    Besé el cuello de la gitana y saboreé extraños y delicados gustos, distinguí diversos matices y me embriagué con el aroma de su sudor. Mi boca dolía. Recordé de inmediato el incómodo dolor que sentía cuando era un niño y mis dientes estaban recién creciendo. Con la punta de mi lengua, me los toqué y sentí algo nuevo. Los colmillos eran levemente más grandes, pero estaban más puntiagudos y afilados, concebidos para clavarse y rasgar. Recordé, entonces, días atrás, el pinchazo que sentí antes de que Diane derramase mi sangre e, instintivamente, supe cómo debía usarlos, dónde debía morder, pues ante mis ojos las venas de aquella mujer parecían marcarse. Me estaba llamando y, sin notarlo, mordí su cuello. Un líquido tibio llenó de calor mi boca cerrada sobre el cuello de la gitana; la presión de su corazón latiendo acelerado llenaba intermitentemente mi garganta y me obligaba a tragar con rapidez. Sentí sobre mi lengua un sabor metalizado que, al principio, no me gustó, pero al igual que con los mejores vinos franceses, al recorrer mi boca y descender por mi garganta, experimenté sabores ocultos que satisficieron mi hambre con rapidez. La sangre era pesada y espesa;

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