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Arnie
Arnie
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Libro electrónico287 páginas3 horas

Arnie

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Sinopsis Arnie:


Arnie Hammer era extraño y ya desde que nació, reveló al mundo, que algo dentro de él, había venido a este mundo. Chris sucumbe a su amistad y descubre el poder de la Telepatía en Arnie. En sus pesadillas ve a un Arnie malvado que siempre dice; Sé lo que necesitas. Chip y sus gorilas están detrás de Arnie hasta que son responsables de un acto que nunca perdonará Arnie. La nueva frase es; Las cosas están bien así. Entonces, Chris descubre además. que tiene poderes telequinéticos y la venganza está a punto de empezar pero no puede pararla, hasta que Arnie descanse al fin y siga su vida en otro lugar. Volviendo a ser él. 
 

Sobre el autor:


Crecí y empecé a escribir influenciado por el maestro del terror y el drama, Stephen King. Soy el autor de la biografía de su primera etapa como escritor. Además he escrito una antología basada en la caja que encontró la cual pertenecía a su padre que era también escritor. Ahora escribo antologías y novelas de terror, suspenses y thrillers. En Amazon ya he publicado "Los inicios de Stephen King", "La caja de Stephen King", "La historia de Tom" la saga de zombis "Infectados", "Miedo en la medianoche", "Toda la vida a tu lado", "Arnie", "Cementerio de Camiones", "Siete libros, Siete pecados", "La casa de Bonmati", "El Sanatorio de Murcia", "Otoño lluvioso", "La primavera de Ann", "El hombre que caminaba solo", "Tú morirás" y "El vigilante del Castillo".

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 oct 2018
ISBN9781386079156
Arnie

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    Arnie - Claudio Hernández

    Este libro es el primero que escribí cuando tenía trece años. Es evidente que ha ido evolucionando con el paso del tiempo y que ya está maduro. Ha llegado el momento de ver quién es Arnie y de agradecer a Stephen King que estuviera allí, en el momento de escribir esta historia. Así que, esta vez, brindaré por mí. Me lo dedico a mí mismo, con dos coj... Y mi Sheila...

    EL RETRATO DE ARNIE

    De la introducción del libro Realidad y Ficción de la vida y la muerte, por Steve Edwing...

    Existen muchos conceptos sobre el origen de la vida así como el yo propio. ¿De dónde venimos? ¿Qué hacemos aquí? ¿Adónde vamos?

    ¿Existe el alma?

    ¿Existe el espíritu?

    ¿Existe Dios?

    A estas preguntas hay que añadir dos más excéntricas:

    ¿Quién era Arnie Hammer?

    ¿Qué le sucedió en realidad?

    En mi libro Realidad y Ficción de la vida y la muerte quiero dar a entender o por lo menos intentar explicar qué le sucedió en concreto a Arnie Hammer el día en que nació. Entiéndase bajo mi punto de vista, claro está. En todas las siguientes líneas intentaré hacer ver por qué Arnie poseía tales impresionantes poderes ocultos, que —gracias a Dios— no llegó a emplear en su totalidad. Respeto la postura de los demás y los escritos que sobre Arnie Hammer se han hecho y se harán.

    La Iglesia Católica, por ejemplo, dijo de él que era el mismo demonio.

    Yo digo que no es así, que simplemente sucedió algo fuera de lo normal cuando nació y eso es todo. Algo que no encajó a la perfección en aquel momento, o quizá en las circunstancias en las que fue fecundado. Pero Arnie estaba allí.

    Hay una gran diversidad de conceptos acerca del poder de la mente y de su forma de mostrarse.

    Así que, amigos lectores de mis alardes científicos, lo que voy a decir de ahora en adelante en estas páginas es simplemente mi postura o creencia acerca de lo que era Arnie.

    Respeto opiniones y creo, vehementemente, que la mayoría de ustedes no me creerá. Es muy probable que el libro que acaba de comprar vaya a parar a la basura más próxima. Me da igual. Ahí queda lo escrito.

    Además, quiero añadir que estoy seguro de que no pasará desapercibido para otros. Así como que también, después de terminar este libro, ni siquiera yo estaré seguro si tiene lógica o es completamente cierto todo lo que recopilo acerca de él. Pero lo que explicaré está más cerca de la realidad que de la ficción.

    Por lo menos, me basaré en la Ciencia y en lo que realmente ocurrió durante toda su vida.

    De lo único que siempre estaré seguro es de que Arnie dominaba a la perfección la telequinesia y la telepatía, en todos sus extremos; y —sabe Dios— qué más.

    No estoy loco, creedme.

    Tampoco lo estaba Arnie Hammer.

    ...Parece que trato de justificarme, una vez más; es algo que me repugna, amigo mío, pero tengo que hacerlo. Ni siquiera estoy seguro de si terminaré este asqueroso libro de hechos y sucesos fatídicos que sucedieron de verdad...

    Después de todo lo que sucedió, he llegado a la siguiente conclusión;

    Arnie Hammer no tenía alma, que es la que limita la capacidad de nuestra más poderosa arma oculta, el cerebro —en toda su extensión— y lo que el subconsciente abarca sin saber de qué nos salvaguarda.

    ¿Te atreves a pasar la página?

    Steve Edwing.

    Nueva York, Diciembre de 1994

    Del mismo libro "Realidad y Ficción de la vida y la muerte". El caso de Arnie Hammer, por Steve Edwing, pág. 7.

    El bebe nació muerto.

    Media hora después, un llanto hizo temblar la planta dos del Hospital. El bebé había vuelto a la vida en extrañas circunstancias bajo una sábana color verde oscura, pero había vuelto sin algo. Y fue, a partir de ese momento, cuando algo terrible sucedería.

    El alma había abandonado su cuerpo, pero su espíritu seguía aun atrapado ahí, en un diminuto cuerpo de enano, con el corazón latiéndole desaforadamente bajo un frágil pecho; agarrándose a la vida con suma ansiedad y una mente imperceptiblemente distinta a las demás.

    Cualquier teólogo podría decir que eso sería imposible y, si así fuera, con toda probabilidad se trataría de algún animal con cuerpo humano.

    —¿Un primate? —diría un excéntrico científico con ojos terriblemente entornados.

    «El demonio en persona», explicaría un católico vehementemente.

    ¿Y quién puede definir todo eso? Solo Dios. Y en ese momento no estaba ahí para decir nada, a pesar de que siempre está en todas partes; pero, esta vez, no.

    El segundo llanto hizo que todas las luces estallasen en fuegos artificiales, esparciendo voluptuosas bolitas brillantes en todas direcciones, según una testigo presente allí mismo.

    Una vez, se convirtió en algo diferente a los demás.

    Aquel bebé, de aspecto reducido y encanijado, se hallaba ahora solo en el quirófano, donde antes su madre se debatía entre la vida y la muerte para parirlo, entre personajillos verdes con mascarillas que vociferaban ¡¡¡apretaaa!!! Carecía de algo que nos da la vida física, aquí en la Tierra, que nos hace diferentes de los animales, los cuales no tienen el privilegio del alma para seguir viviendo después de la muerte, en alguna parte del recóndito y extenso Universo repleto de dimensiones ocultas. ¿O quizás sí?

    Él carecía de ello.

    De sentimientos profundos. Solo los superficiales.

    De emociones, excepto el miedo: dibujado en su diminuta y arrugada cara extremadamente enrojecida.

    Del alma, la parte que Dios nos dio para verle a Él después de las pequeñas vacaciones que uno pasa inadvertidamente aquí en la pequeña y acogedora Tierra.

    Su primera reacción química con nuestro mundo fue el estallido de todos los focos del ala este del Hospital, bajo los atónicos ojos de los allí presentes.

    Y su primera expresión: la del miedo a enfrentarse a este mundo que le deparaba sorpresas.

    Le pusieron de nombre Arnie Hammer.

    Un niño extremadamente travieso, con poderes extraordinarios que aun nadie había descubierto; ni cuando en su primer cumpleaños le regalaron un lindo gatito, el cual —furioso mostrándole las uñas y el pelo erizado— se perdió calle abajo en una despavorida huida cuando Arnie quiso cogerlo con sus bracitos entre gagueos.

    Nunca más vieron al gato.

    Arnie Hammer podría ser lo más parecido a un niño con poderes extraordinarios. Un niño que pretendía lograr que los seres humanos danzasen al ritmo de su música, tirados por sus hilos invisibles, y que después los aplastaba, en un acceso de ira, cuando se resistían a seguir su baile o, simplemente, cuando descubrían la verdad.

    1

    Primero, el grito; y después, el frenazo. Más tarde, solo un instante más tarde, el murmullo de la gente y gritos desgarrados. ¡¡¡Está muerto!!! La calzada prácticamente se había llenado de curiosos, y otros más bien morbosos, por ver alguien muerto, con la barriga aplastada o un brazo fuera de su sitio, bajo las ruedas del vehículo.

    El conductor del coche estaba echado sobre el capó, llorando como un niño; sollozando algo que yo no podía oír, entre los gritos y exclamaciones austeras. Y algo que me llamó la atención: en el fondo, alguien estaba flotando bajo un enorme anorak azul; estaba rígido en el otro extremo del suceso. Las manos estaban enfundadas en un viejo pantalón vaquero; la cabeza, hundida entre los hombros, de forma extraña, como si padeciese una extraña enfermedad en el cuello y este se hubiera recortado, considerablemente, de longitud. Los ojos, inexpresivos, fijos en un punto, en el suelo; y, al mismo tiempo, como distantes. No parpadeaba, tampoco parecía estar impresionado. Un enorme acné invadía su rostro enrojecido, repleto de pequeñas alteraciones pudorosas. Llevaba gafas. Unas gafas de montura gruesa, y el pelo lo tenía rizado, aunque bastante graso; sucio, quizá, desde aquella distancia.

    Esa era la primera vez que vi a Arnie Hammer, claro que todavía no sabía en ese preciso instante que se llamaba así. Eso lo supe después.

    Me acerqué a él como pude, abriéndome paso entre la multitud. Una extraña fuerza me empujaba a hacerlo.

    —¡Yo lo vi todo! —gritó alguien desde algún extremo.

    —¡Oh, Dios, voy a vomitar! —dijo alguien delante de mí.

    —Pues no mires, que me vas a poner perdido —gritó el que le precedía.

    Finalmente, logré llegar hasta donde estaba él.

    —Estas pálido —le dije, intentando iniciar una presentación, mal momento para hacerlo, pues había mucho ruido.

    No tenía ni idea de si me había oído, ya que tardó algo en contestarme.

    —Qué va, estas cosas no me ponen malo, ¿sabes?

    De pronto, sentí un escalofrío repentino que me invadía el cuerpo.

    Alzó la mirada hacia mí, y lo primero que advertí fue que tenía un ojo marrón y el otro verde.

    Yo tenía especial manía en observar el color de los ojos cuando alguien me miraba en la cara fijamente, tal como lo acababa de hacer él. Por otro lado, sentí cómo se me erizaba el vello al oír aquellas palabras frías y cortantes.

    Miré hacia el coche y solo pude ver las extremidades inferiores de quien fuera, moviéndose espasmódicamente.

    —¡Mirad! ¡Se mueve todavía!

    —¡¡¿Dónde está esa puta ambulancia?!!

    Y el conductor del coche seguía llorando echado sobre la carrocería

    —Pronto morirá —continuó, volviéndose hacia el auto—. Los impactos craneales son terriblemente dolorosos, unos cuantos espasmos, y a la mierda.

    Volví a sentir un escalofrío. Esta vez más acusado. Le observé con miedo. Pero no lo vi como a un bicho raro, al menos de momento, sino como a alguien que estaba seguro de lo que decía, a pesar de todo y de la dureza de las palabras.

    —¿Lo conocías? —me pregunto él. Eso era más sensato, pero seguía tan rígido y estático e intocable como el primer momento. Daba la sensación de que estabas viendo a un forense haciendo su trabajo de autopsia, con su espantosa formalidad.

    —No, no le visto. No sé quién es —contesté. Ni tan siquiera sabía que tenía los sesos esparcidos por todas partes, pero eso era lo que decían todos—. Solo oigo chillidos y cosas asquerosas, pero no dicen quién es. Uno no reconoce a las personas solo por las zapatillas. —A lo lejos sonaba la sirena de la ambulancia acercándose a toda velocidad, haciéndose audible cada vez más, mezclándose y fundiéndose, entonando una mala sonata con la sirena de la policía

    —¿Oyes cosas como...? Mira, hay trozos de cerebro esparcidos por todas partes, ¿verdad? Eso es asqueroso, pero es así —Me sonrió —. Me llamo Arnie Hammer.

    Y me tendió la mano.

    —Chris O’ Donnell.

    Y le estreché la mano. No podía negarme. «Mal momento para presentarse a alguien», pensé. Y pedí a Dios que me perdonara por ello, si eso era pecado.

    —¡Dejen paso! ¡Dejen paso! —gritó el policía asiendo los brazos. Uno de los hombres de la ambulancia arrugó la cara, en un gesto de creciente asco, y cuando se acercó al joven, lo suficientemente cerca, no pudo evitar vomitar allí mismo.

    Aquel fue mi primer día con Arnie Hammer.

    El cielo estaba cubierto de un gris oscuro y amenazaba con llover.

    Hacía frío. Un frío repentinamente adelantado a su época.

    Nos separamos sin mediar una palabra más, hasta que todo aquello terminó. Pero no tardamos en vernos otra vez.

    Arnie Hammer estaba condenado a ser mi mejor amigo y mi protector, de alguna manera.

    Sin embargo, no sería así para otros.

    2

    Esa noche, tuve un mal sueño. El primero de una serie de ellos, y siempre recurrentes. A veces sueñas con lo que ves durante el día. Eso ocurre a menudo. Pero el sueño era lo más parecido a una horrible pesadilla, preludio de un infierno inquietante que me avendría durante más ínfimas y eternas noches de mal sueño. De modo que me desperté sudando, con el corazón latiéndome en las sienes, alocadamente, y en la boca. Cuando estuve erguido sobre la cama, no vi más que sombras propugnadas por la imaginación en la pared de la habitación, a mi alrededor, danzando místicamente. Me alegré.

    Me alegré muchísimo, de veras. Te sientes repentinamente liberado de algo extremadamente malo que parece ser la propia realidad. Los sueños te agarran con una fuerza casi mística, de tal forma que sufres con ellos en la mayoría de las veces, como si sucediera de verdad, haciendo que tus constantes vitales funcionen al ritmo de la narración inter-subconsciente.

    En el sueño, Arnie Hammer estaba delante de mí. En el arcén de enfrente, con los ojos fijos en el suelo. Delante de él había mucha gente, pero podía verlo bien, a pesar de todo. Repentinamente, levantó la mirada y observé que tenía un ojo verde y el otro marrón. Estaba sonriendo. Una sonrisa de oreja a oreja. Y balbuceaba algo que yo no podía oír entre el murmullo de la gente. Súbitamente, alzó el dedo corazón de la mano derecha, en un gesto muy repetido, en muchas ocasiones, cuando alguien te manda a tomar por el culo, con un corte de mangas incluido, y realmente grotesco para quien va dirigido. En este caso, volvió a mirar al suelo y oí perfectamente lo que decía:

    —Jódete, imbécil de mierda. Ahora busca tus sesos por donde los tienes desparramados —dijo, mientras asía de arriba abajo el dedo corazón de la mano derecha sin desviar un ápice la sonrisa. Exagerada, además—. ¡Jódete! —repetía una y otra vez exclamando con vehemencia.

    En el suelo, podían ver moverse las piernas del accidentado espasmódicamente. Al mismo tiempo, el conductor del coche le hacía un corte de mangas y se echaba a reír. De pronto, todo el mundo comenzó a reírse.

    Todos se alegraban de que alguien estuviera bajo el coche con los sesos desparramados. Era algo absurdo, aterrador. En aquel momento, yo permanecía inmóvil. No podía moverme. Estaba rígido, como una estatua de piedra. Frío como las ráfagas de viento del invierno más helado del mundo, allá en el polo norte. No podía decir nada. Todo eran abucheos de un público ávido de violencia y morbosidad. Quería gritar.

    Los hombres de la ambulancia se acercaron al presunto moribundo, que a estas alturas iban con una camilla. Sus rostros estaban sonrientes y el policía gritaba.

    —Dónde está ese hijo de puta que está estorbando la circulación.

    Y aparecía en su rostro una sonrisa de oreja a oreja mostrando sus feos y desalineados dientes, hasta el punto de parecer que se le estiraba la cara como si esta fuera de goma.

    De pronto, todos. Todo el mundo que allí estaba se dio la vuelta para volverse hacia mí. Hubo un instante de ominoso silencio. Solo un instante. Tras la cual, de forma inmediata, una larga e inexpresiva sonrisa se dibujaba en sus rostros, que se estiraban a proporciones exageradas hasta que se deformaban como chicles y explotaban como figuras de látex, esparciendo pedazos de piel por todas partes.

    Fue ahí cuando me desperté.

    Me senté en el borde de la cama y encendí la luz de la mesilla a tientas. Fuera, el motor de un coche rugía como un león salvaje. Estaba empapado en sudor. El corazón ya me latía con más tranquilidad. Todas mis funciones habían vuelto a la normalidad. Ya no jadeaba, pero me invadía la imagen de todo el mundo sonriéndome, de tal forma que hasta sus caras explotaban, y entonces sentía un nudo en el estómago.

    En ese momento, algo se me encogía en mi interior.

    Fuera, el rugido del motor del coche disminuía de volumen a medida que este se alejaba. Miré el reloj. Eran las tres y media exactas. Me puse en pie sobre el frío suelo y me dirigí hacia el cuarto de baño, encendí la luz y me miré en el espejo. De forma inconsciente, esperaba ver esa estirada sonrisa en mi cara. Pero eso no sucedió, como era de prever. Tenía la cara moteada de gotitas de sudor y una gran mancha oscura en el pijama a la altura del pecho. Era el mes de octubre, mes en el que las hojas mueren y caen flácidas en el suelo, a la espera de que una escoba las arrincone eternamente, y no era precisamente normal sudar en esas fechas de vientos racheados y helados, cuando bajaba el termómetro hasta hacerte temblar. Especialmente en Derry. Que no sé por qué razón climatológica o física se llevaba la palma en cuanto a la llegada prematura del frío y sus consecuencias.

    Eso ahora no importaba. No voy a entrar en detalles de climatología y del invierno más duro, ni de lo que sucedió un frío invierno a los Henderson. Ahora no voy a contar nada de eso.

    Me dirigí a la ducha mientras me quitaba el pijama, no sin antes mear durante una eternidad con el cuerpo encorvado hacia adelante; y cinco minutos después, estaba como nuevo tras una ducha caliente. Con la pesadilla como recuerdo. Mal recuerdo. Pero recuerdo, al fin y al cabo. Al salir del cuarto de baño, no pude evitar verme en el espejo mientras pasaba por delante de él. Todo estaba bien.

    El chico, en cuestión, murió allí mismo. Bajo las ruedas del coche. De eso me enteré después. Le cubrieron con una especia de gran papel de aluminio dorado por un extremo, como hacen en estos casos, hasta la llegada del médico forense y el juez. Se llamaba Víctor Dubois y lo conocíamos todos.

    Estaba en la clase del ala oeste. Era buen estudiante y no era precisamente el más popular de su clase. Casi siempre pasaba inadvertido. Ahora docenas de ojos estaban sobre él y era el chico más conocido de la escuela secundaria.

    Dos horas más tarde, limpiaron el asfalto con una manguera a presión; pequeños trozos de sesos nadaban entre el agua que se perdía en el desagüe más cercano. Allí abajo, las ratas probablemente tenían su propia batalla por pillar un trozo de tan exquisito manjar. La ley de la supervivencia. Unos mueren para que vivan otros.

    Eso fue por la mañana. Por la tarde, la noticia se había extinguido como la peste y la gente seguía hablando del accidente, con cierto morbo. Y por la noche ya casi se habían olvidado mientras se sumergían en algún concurso de televisión barato.

    Excepto yo.

    Mañana lo van a enterrar. Hay que asistir al entierro y me pregunto si veré a Arnie Hammer en el cementerio o en la iglesia. Él no tiene la obligación de ir. Lo sé. No es su compañero de clase, ya que nunca lo vi pululando por allí hasta ahora, y ni tan siquiera va a la escuela. Sé poco de él, o casi nada. Pero estoy deseando verle de nuevo para conocerlo más de cerca.

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