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VIRGINIA
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Libro electrónico116 páginas1 hora

VIRGINIA

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Información de este libro electrónico

Virginia es una monja con crisis de fe que, en su búsqueda de respuestas, termina abriendo las puertas del Infierno y desatando el apocalipsis demoniaco en el mundo.

¿Qué hay detrás de las cuatro paredes de un convento?

Virginia desafiará a la Iglesia Católica para mostrar la oscura verdad que se esconde detrás, a través de un libro misterioso qu
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 feb 2021
ISBN9789585481169
VIRGINIA
Autor

Alvaro Vanegas

Alvaro Vanegas, escritor bogotano. La mayor parte de sus historias se enmarcan en el terror y el suspenso. Autor, hasta el momento, de once novelas –«Mal paga el Diablo», «No todo lo que brilla es sangre», «Virus», La trilogía infantil y juvenil Mostruología: «Sebastián y los metamorfos», «Infectados» y «El llamado de las brujas»; la trilogía de Mujeres poderosas: «Virginia», «Violeta» y «Verónica»–, «Mesías» y «SEIS»; y dos antologías individuales de cuento –«Despertares Atroces 1 y 2»–, dos colectivas –«13 Relatos infernales», «Te amaría pero ya estoy muerta»–. Autor de varias obras de teatro. Ha escrito y dirigido seis cortometrajes, y una serie animada llamada Despertares Atroces, basada en sus microcuentos.

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  • Calificación: 1 de 5 estrellas
    1/5
    Me dijeron q era el referente del terror en colombia... Así de mal estamos?
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    me gusto mucho, fue facil de leer y con un buen final
  • Calificación: 5 de 5 estrellas
    5/5
    Rico en referentes del cine de terror. Es excelente, me encantó.

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VIRGINIA - Alvaro Vanegas

siempre.

1

En el espejo, el reflejo de Virginia mostró el que, imaginó, era su propio rostro. Algunas de sus facciones se conservaban, –su nariz pequeña, sus ojos grandes, sus pómulos marcados–, pero ahora los ojos no poseían iris, eran solo dos bolas blancas que no veían nada y lo veían todo, su nariz y su frente lucían enormes ampollas a punto de estallar y sus pómulos empezaban a pudrirse. Con un pánico más grande que ella misma, Virginia se echó hacia atrás y se dio un golpe fuerte contra la pared de atrás en el estrecho baño. Sintió un fuerte dolor en la parte posterior de la cabeza, pero su mente se encargó de enterrarlo, tenía cosas mucho más importantes de las cuales ocuparse. La imagen en el espejo volvió a ser la de siempre. Era ella nuevamente, con su expresión aterrada y sus ojos anegados en lágrimas. Se sacudió un poco, se acomodó de nuevo el hábito y, rogando porque no hubiera hecho mucho ruido, salió del baño.

En la tienda había solo tres hombres sentados en una mesa, tomando cerveza y comiendo salchichón, y tras el mostrador, doña Graciela, organizando productos en los estantes. Los tres que tomaban cerveza, –un campesino que, si no recordaba mal, se llamaba Osvaldo, su hijo adolescente, Pedro, y un tipo que jamás había visto y que probablemente venía de la capital–, ni siquiera le dedicaron una mirada, pero doña Graciela, sonriendo, la miró y le preguntó si se sentía bien.

—Sí, claro que sí… —contestó, y de inmediato notó que había subido la voz, así que corrigió, Gracias por prestarme el baño, doña Graciela.

—Faltaba más, hermana Virginia —respondió la dueña de la tienda, volvió a sonreír y siguió organizando— ¿Qué hay de la vida del padre Ernesto?, preguntó sin mirarla, pero Virginia apenas si la escuchó, apresurada, sintiendo que empezaba a quedarse sin respiración, salió del lugar.

Afuera la recibió un sol picante que su piel resintió y una brisa fría que sus pulmones agradecieron. Miró en dirección al templo de Nuestra Señora de las Mercedes, la iglesia del pueblo, a unas diez u once calles hacia el norte, se dio la licencia de dudar otro instante y emprendió el camino sin mucho afán. A su lado derecho, a pocos pasos de distancia, dos adolescentes grababan un video en un celular y reían como un par de dementes. Virginia las miró y en un segundo las imaginó muertas, así que se obligó a pensar en otra cosa, y en su mente apareció el sacerdote del pueblo. Tenía claro que debía hablar con el padre Ernesto, pero la sola perspectiva de mirarlo a los ojos y confesarle lo que había hecho, le causaba un hondo vacío en el estómago. Se sentía como una niña que acabará de cometer alguna travesura y esperará ansiosa el encuentro con sus padres. Su mente revolucionada buscaba razones para caminar hacia otra parte, incluso tuvo el impulso de huir del pueblo sin mirar atrás, pero se contuvo, con la certeza de que lo que sucedía la seguiría hasta el final del mundo. Lo mejor era enfrentar las consecuencias de sus actos cuanto antes, ya era hora de asumir lo que fuera que viniera.

La primera gota de lo que a la postre sería un aguacero, salpicó su rostro. Virginia no le prestó atención, ella y todos los habitantes estaban acostumbrados al clima cambiante y caprichoso del pueblo. Continuó caminando y entonces una voz gutural, que parecía provenir de todas partes, pronunció su nombre. La monja se detuvo en secó, el corazón palpitando a toda velocidad, la piel erizada, las pupilas dilatadas. Despacio, volteó y volvió a mirar hacia el frente. Luego desandó un par de pasos, convencida, de repente, que el dueño de aquella voz estaba frente a ella. Pero no, el que la miraba confundido era don Parmenio, dueño de una casa a unos dos o tres kilómetros del pueblo, un hombre amable y casi siempre sonriente. Don Parmenio era un hombre con casi ocho décadas en su espalda, que vivía solo desde que su esposa, cuatro años atrás, había muerto, solía ir a la iglesia para confesarse y llevar jalea de guayaba a la madre superiora que ella, a veces, repartía entre las hermanas, pero casi siempre se comía sola en su cuarto, de eso estaba segura Virginia.

—Hermana, ¿qué le pasa?, ¿qué tiene en la cara?

Virginia no entendió la pregunta y optó por sonreír. Pero a juzgar por la expresión de Don Parmenio, lo que fuera que haya hecho con su rostro no fue una sonrisa.

De nuevo aquella voz: Virginia, es tiempo.

—¿Escuchó eso, Don Parmenio?

El anciano, cuya expresión de desconcierto no desaparecía, solo atinó a mover su cabeza de lado a lado.

—¿Está seguro? —insistió Virginia.

—Hermana, ¿quiere que la acompañe a la parroquia?

Un poco de lluvia cayó en el rostro de Don Parmenio y Virginia se quedó mirando aquella gota roja y espesa con los ojos muy abiertos.

—¿Qué es eso? —preguntó Virginia.

—¿Qué es qué? —preguntó el viejo.

—Eso… eso rojo que tiene en la cara.

—Es lo mismo que le pregunto yo a usted.

Otra gota en la cara de Virginia y otra más en la de don Parmenio. Luego, poco a poco, decenas de gotas por todas partes. Era aún una ligera llovizna, pero suficiente como para que Virginia comprendiera. Miró sus manos que poco a poco se teñían de rojo.

—No es posible —susurró.

El olor metálico no dejaba lugar a una conclusión distinta.

—¡Está lloviendo sangre! —gritó don Parmenio y entonces alguien, una mujer, tal vez doña Graciela, gritó también y Virginia sintió cómo sus huesos se convertían en plomo.

Don Parmenio miró en la dirección de donde provenía el grito, pero Virginia sencillamente no se atrevió a hacerlo.

—¿Qué… es… eso? —balbuceó don Parmenio.

Virginia, de nuevo, empezaba a perder la respiración y cuando lograba aspirar algo de aire, el aroma de la sangre le causaba nauseas.

El anciano, con sus 80 años a cuestas, gritó con toda la fuerza de sus pulmones ¡Corra, hermana!, tuvo una arcada, probablemente causada por la sangre que ingresó a su boca, luego siguió su propio consejo y se alejó de Virginia lo más rápido que pudo.

Pero ella necesitaba ver, necesitaba saber. Era eso lo que la había llevado a ese punto, su incesante y obsesiva curiosidad. Tomó aire como pudo, reprimió las ganas de vomitar y mientras sentía cómo la sangre la empapaba, miró hacia atrás.

Doña Graciela le sonreía y la monja, durante un segundo, sintió alivio, pero se fijó en el brillo rojo y malévolo que se desprendía de los ojos de la dueña de la tienda y entonces supo, ahora sí sin duda, qué estaba sucediendo. Supuso, muy dentro de sí, que debía alegrarse, finalmente era lo que había estado esperando, pero en la superficie de su mente se empezó a abrir paso un miedo como nunca había conocido.

—¿Eres tú? —preguntó alguien desde el cuerpo de doña Graciela y se relamió la sangre alrededor de los labios —¿Virginia?

Virginia no hubiera podido responder de querer hacerlo, estaba demasiado asustada como para musitar palabra. La boca de doña Graciela se siguió extendiendo en una sonrisa imposible, como si de repente se hubiera convertido en plastilina, pero Virginia tuvo una razón para dejar de mirarla, detrás de ella se desplegaba un pandemónium.

Cuando un ser alado

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