Salvador dio vuelta por una calle y siguió avanzando, tra-tando de encontrar la direc-ción que tenía anotada en el papel. Era un sitio peligroso, lleno de bares de mala muer-te. Observaba a los hombres sin camisa que conversaban en una esquina, “¿cómo mi madre pudo atreverse a venir a este distrito?”, se preguntó.
–Espera a que te encuentre, ya verás cómo te irá –murmuró, recordando que su mamá estaba en una clínica sufriendo las consecuencias de una mentira.
Al principio pensó que todo era idea suya, hasta que nombró a la gitana.
–Tu hermana peligra –dijo angustiada.
–Por favor, madre, no es la primera vez que Beatriz desaparece por semanas.
Le gustaba viajar y buscar aventuras, pero ya era hora de ponerle límites, su año sabático había terminado. O estudiaba una carrera o se ponía a trabajar duro, no iba a seguir pagando sus locuras.
–Lo sé, hijo, pero esta vez es diferente. Amara me lo dijo.
–¿Quién es Amara?
–La gitana que me leyó la mano.
Detuvo el auto y bajó malhumorado. Su madre lo manipulaba, pero ahora no podía hacer nada, sólo complacerla.
–Aquí es… –pensó, mirando el cartel: ¿Quieres saber tu destino?, deja que mis cartas te muestren el camino. Amara, tu gitana.
–Veremos si tus cartas te han hablado de mí –murmuró, mordiendo las palabras–, así que aprovechándote de mi madre.
Se plantó frente a una puerta mal pintada y tocó una y otra vez.
–¡Caramba!, ya paren con el golpeteo –dijo Amara desde el otro lado.
Salvador escuchó sus pasos y se preparó para enfrentarla, pero se quedó sin palabras y desarmado ante el brillo de sus negros ojos