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NO TODO LO QUE BRILLA ES SANGRE
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Libro electrónico262 páginas3 horas

NO TODO LO QUE BRILLA ES SANGRE

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Información de este libro electrónico

Sergio, Diana, Marta Lucía y Esteban están viviendo el peor momento de sus vidas. Arrinconados y sumidos en los problemas económicos, deciden aceptar un negocio ilegal, convencidos de que será un crimen sin víctimas. Pero terminarán sumergidos en una maraña de mentiras y paranoia; ya no podrán retroceder, seguir adelante será la única vía para sali
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jul 2020
ISBN9789585624788
NO TODO LO QUE BRILLA ES SANGRE
Autor

Alvaro Vanegas

Alvaro Vanegas, escritor bogotano. La mayor parte de sus historias se enmarcan en el terror y el suspenso. Autor, hasta el momento, de once novelas –«Mal paga el Diablo», «No todo lo que brilla es sangre», «Virus», La trilogía infantil y juvenil Mostruología: «Sebastián y los metamorfos», «Infectados» y «El llamado de las brujas»; la trilogía de Mujeres poderosas: «Virginia», «Violeta» y «Verónica»–, «Mesías» y «SEIS»; y dos antologías individuales de cuento –«Despertares Atroces 1 y 2»–, dos colectivas –«13 Relatos infernales», «Te amaría pero ya estoy muerta»–. Autor de varias obras de teatro. Ha escrito y dirigido seis cortometrajes, y una serie animada llamada Despertares Atroces, basada en sus microcuentos.

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    NO TODO LO QUE BRILLA ES SANGRE - Alvaro Vanegas

    ©2012 Alvaro Enrique Vanegas Valencia

    Reservados todos los derechos

    Calixta Editores S.A.S

    Tercera Edición Abril 2020

    Bogotá, Colombia

    Editado por: ©Calixta Editores S.A.S

    E-mail: miau@calixtaeditores.com

    Teléfono: (571) 3476648

    Web: www.calixtaeditores.com

    ISBN: 978-958-56247-8-8

    Editor General: María Fernanda Medrano Prado

    Corrección de estilo: María Fernanda Medrano Prado

    Corrección de planchas: Nathalie Andrea Serna Gómez

    Maqueta e ilustración de cubierta: David Andrés Avendaño @davidrolea

    Diagramación: Juan Daniel Ramirez @Rice_Thief_Fotografía del autor: Harrym Ramírez – Memento Ph

    Impreso en Colombia – Printed in Colombia

    Todos los derechos reservados:

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño e ilustración de la cubierta ni las ilustraciones internas, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin previo aviso del editor.

    A mi padre.

    Esta es una obra ficticia y, como tal, cualquier parecido con personas o instituciones reales es mera coincidencia.

    MAGIA

    El dinero se multiplicó ante sus ojos. Tan simple y contundente como eso. Por un segundo, Sergio Valbuena pensó que solo era producto de un hábil acto de prestidigitación, pero su mente repasó lo que acababa de suceder y no encontró otra opción además de convencerse: conociendo al dedillo un procedimiento a todas luces muy sencillo y con los implementos indicados, era posible multiplicar billetes. Si la magia existía, y Sergio siempre estuvo más que dispuesto a aceptar que así era, entonces lo que acababa de ver era lo más cercano que hubiese presenciado a un verdadero acto de magia. No atinó a pronunciar palabra, muy en el fondo, su mente aún se negaba a creerlo. Apenas pudo sonreír mientras soltaba un sonido idiota y descontextualizado que sonó extraño aún a sus propios oídos.

    —¿Entonces? —preguntó David mientras sostenía frente a Sergio los tres billetes— ¿Qué le parece?

    En la sala reinaba un olor a alcohol antiséptico tan fuerte que los presentes fruncían el ceño a causa del escozor en los ojos. Mina, con su olfato canino, cuarenta veces más sensible que el de un ser humano, era la que más lo sufría, pero se mantenía sentada vigilante, mirando de frente a los visitantes; de vez en cuando fruncía la nariz y estornudaba, pero volvía a vigilar de inmediato. Sergio, para ganar tiempo, frotó sus párpados con el dorso de sus manos, consciente de que todos esperaban su opinión. Echó una mirada a Mina y por fin se decidió a hablar.

    —Es demasiado bueno… —no pudo terminar la frase.

    David, casi cien kilos de puro músculo, actitud recia y manos gigantescas, echó una rápida mirada a Mauricio, su socio, y luego, con severidad, miró a Carlos Quintero, la persona que los había contactado con Sergio. Cuando habló, lo hizo con la misma amabilidad que lo había caracterizado desde el momento del encuentro, pero ahora también se notaba una dureza que, por sutil, resultaba intimidante.

    —Carlos, le dije que no tengo tiempo que perder.

    Carlos ni siquiera pareció escuchar, se mantuvo alelado mirando los tres billetes, ajeno a la creciente tensión dentro del recinto.

    —No se trata de eso —replicó Sergio—, entiendan que es algo que no se ve todos los días.

    Ahora fue Mauricio quien habló. Su actitud solapada y su cuerpo diminuto no aportaban mucho a su credibilidad. Sergio escuchó sus palabras con atención, convencido de que debía fijarse en cada detalle de cuanto sucediera.

    —Lo entendemos, hermano, de verdad lo entendemos —dijo con su voz minúscula—, pero esto no es un engaño, ustedes lo acaban de ver —Sergio sentía cada vez más que se encontraba en alguna especie de realidad alterna—. Las cosas son así y como dijo David no tenemos tiempo para perder, todos podemos caer de pie en esta situación. ¿Se decide o no?

    De nuevo un pesado silencio, todos los presentes en espera de que Sergio dijera algo.

    —No sé, la verdad es esa, no sé qué pensar.

    En el rostro de David se notaba que empezaba a perder la paciencia, pero de algún modo se las arregló para que sus palabras fueran conciliadoras.

    —Hagamos esto —dijo y le dedicó una mirada fugaz a Carlos para luego volver a centrar su atención en Sergio—: usted se queda con su billete y con uno de los que acabamos de fabricar —dicho esto entregó dos billetes a Sergio, este dudó un segundo antes de recibirlos—. Yo me quedo con el otro, ¿algo me tengo que ganar no?

    —Claro que sí —se apresuró a responder Sergio.

    David continuó sin pausa, en realidad no esperaba respuesta, había sido una pregunta retórica, detalle que Sergio no pasó por alto.

    —Usted, dentro de un rato, gasta sus cincuenta mil. Constata que el billete no es falso para que esté más tranquilo y, cuando tome la decisión, nos llama. Es más, si puede, consígnelo en una cuenta bancaria, le aseguro que no va a tener ningún problema.

    —¿Seguro? —Indagó Sergio por quinta o sexta vez— ¿De verdad estos billetes no son falsos?

    Por fin, Carlos reaccionó.

    —No, Sergio, yo le dije a usted que nada de billetes falsos, ¿se acuerda?, estos manes son firmes.

    —Sí, pero es que…

    —Fresco, hermano —interrumpió Mauricio—, como le dijimos, lo que hacemos es extraer tinta de un billete normal, de los salidos de cualquier cajero automático, y se la ponemos a otros dos billetes. Lo que sí hay que tener claro es que ese billete del que sacamos tinta ya no lo podemos volver a usar para fabricar más, pero aparte de tener una vida útil menor que los otros billetes, los que fabricamos nosotros no tienen nada de raro, hermano. Este procedimiento no es legal, pero, si lo mira bien, hermano, no le estamos robando a nadie.

    Sergio miró de soslayo el papel moneda y los tres frascos rellenos de químicos que descansaban sobre la mesa.

    —Por lo menos a nadie que no se merezca ser robado —terció David al instante—, le estamos quitando a los malparidos del gobierno.

    Era un discurso enclenque y recalentado, un intento absurdo de apelar a su sensibilidad social, aparte del hecho de que acababa de escuchar la palabra «hermano» unas dos mil veces. Sergio, sin embargo, dada su situación económica actual, estaba dispuesto a pasar por alto lo evidente: que toda esa cháchara no era más que un desesperado intento por justificar algo que, fuera magia o una elaborada e inteligente manera de hacer dinero fácil, constituía un delito.

    —Me parece bien, Carlos tiene su número, él los llama en estos días.

    David y Mauricio se despidieron, siempre bajo la mirada atenta de Mina. Cuando por fin se fueron, Sergio notó por primera vez que, en realidad, no le agradaba la presencia de esos dos tipos en su casa. Carlos, por su parte, parecía un niñito que acaba de estrenar un videojuego. Sergio lo observaba en silencio y trataba de organizar sus pensamientos mientras él hablaba sin parar sobre la multiplicación de billetes.

    Carlos Quintero, un antiguo amigo de su familia materna, también pasaba por una profunda crisis monetaria debido a la pérdida de su más reciente empleo y el nacimiento de su segundo hijo. Era chef profesional, pero Sergio sospechaba que, en realidad, Carlos había nacido para ser delincuente, dada su tendencia a ese tipo de actividades. Sin embargo, no era una mala persona, Sergio lo tenía presente siempre, no podía olvidar las tres o cuatro veces que Quintero lo sacó de problemas por medio de pequeños préstamos. El punto era, en realidad, que lo que acababa de presenciar era algo tan bueno y fácil que resultaba difícil de creer. Cuando Sergio indagó por la manera en que Carlos había conocido a David y Mauricio, la respuesta había sido un simple «por una amiga que me los presentó», lo que bien podía significar cualquier cosa. No era la primera vez que Carlos le ofrecía involucrarse en actos ilegales, pero, esto tenía que admitirlo, nunca como ahora había logrado captar su atención.

    Sergio aún tenía algo de dinero en su cuenta bancaria, lo último que le quedaba y que no tardaría en acabarse. Si lo usaba para la multiplicación y todo salía bien, no tardaría en tener capital suficiente para montar algún negocio. Unas cuatro o cinco veces serían suficientes y de ese modo podría seguir haciéndose cargo de los gastos de su casa y abandonar el subempleo de mierda que tenía en ese momento para dedicarse de lleno a la escritura. Sí, lo merecía y era que no le estaría robando a nadie, solo a los malparidos del gobierno. En su pensamiento esa frase sonaba aún menos convincente que en la voz de David, pero decidió que seguía siendo útil para justificarse. Ahora bien, estaba la otra cara de la moneda: ¿por qué, si era tan fácil, David y Mauricio no lo hacían por su cuenta? ¿Para qué involucrar a más personas en un negocio sencillo y tan rentable? Sergio había indagado sobre esta cuestión y la respuesta, como tantas otras, fue vaga y evasiva.

    Terminó por cansarse de sus propias cavilaciones y de las palabras sin fin de su amigo.

    —¡Ya, Carlos, no más! —espetó, cortante.

    El aludido detuvo su perorata en seco, sorprendido. Mina, que ahora yacía tranquila a los pies de Sergio, levantó la cabeza con curiosidad.

    —Perdón, hombre —se retractó Sergio, apenado—, es que tengo hambre, después seguimos hablando de eso.

    Carlos sonrió complacido, resultaba obvio que de su mente no salía la multiplicación de los billetes y, por otra parte, sus deudas eran mucho mayores que las de Sergio. Sergio lo tenía claro, aunque Carlos actuara como si fuera un gran secreto.

    —Tiene razón, comamos algo.

    Carlos miró a Sergio a los ojos y se sintió un poco culpable por la forma en que había conocido a David y Mauricio. Una verdad a medias era lo mismo que una mentira. Pero no mencionó nada al respecto, sabía que si Sergio se enteraba de quién era su ‘amiga’, ni siquiera consideraría la posibilidad de hacer negocios con los dos hombres que acababan de irse.

    Pidieron arroz chino. Pagaron con el billete de cincuenta mil. No hubo ningún problema, el billete era auténtico. Ahora, claro está, persistía el dilema moral, pero Sergio no se mentía, esos dilemas se terminaban al mismo tiempo que la comida en la nevera.

    SERGIO VALBUENA

    Treinta años. Alto, delgado, de músculos fuertes, ojos miel, piel blanca, calvo por elección. En algún momento de su vida usó gafas, pero en realidad no las necesita, solo pensaba que lo hacían lucir «interesante». Le gusta creer que es una buena persona. Casi todos los días se observa desnudo en el espejo y no puede evitar pensar en el lento e inexorable deterioro que el tiempo y las circunstancias le propinan a su semblante.

    Hacía frío, mucho más que siempre. Sergio levantó los ojos hacia el cielo bogotano y sintió, por enésima vez en ese día, que era hora de volver a casa, pero, también por enésima vez, la visión del recibo de la luz y la incipiente sensación de vacío en su estómago lo persuadieron.

    —Hay que hacer lo que hay que hacer —se dijo en voz baja.

    Acomodó su chaqueta lo mejor que pudo y se aprestó a continuar.

    Era viernes y faltaban unos pocos minutos para las siete de la noche. Estudiantes universitarios y oficinistas caminaban en grupos buscando dónde ir de rumba. Sergio, quien para ese momento llevaba un poco menos de diez horas trabajando, los observaba con algo de envidia. Aunque nunca fue una persona muy dada a salir de noche y gastar plata en licor, le gustaba al menos tener la posibilidad. Se consoló recordando que podría ser peor, por lo menos tenía algo de dinero. Según sus cálculos mentales no había sido un mal día, basado en el peso de su maleta, con algo de suerte tendría unos treinta mil pesos en monedas, eso sin contar unos cuantos billetes que también reposaban en la misma maleta. La visión de los billetes de cincuenta mil multiplicados por arte de magia quiso abordarlo, pero él, de manera deliberada, desechó el pensamiento. De eso hacía ya varios meses y, aunque a veces sentía un ligero arrepentimiento, pretendía sentirse orgulloso por no haber sucumbido a la tentación de invertir sus últimos ahorros en algo ilegal.

    En cuanto el semáforo cambió a rojo, tomó impulso de nuevo. Se acercó a una buseta que apenas llevaba unas pocas sillas desocupadas, perfecta. Miró por la ventanilla al conductor, un hombre joven que lo observó con gesto cansado y un dejo de hostilidad. Tal vez esa hostilidad no era contra él, tal vez era contra el mundo entero, en cualquier caso, hizo que Sergio dudara por un instante.

    —Señor, ¿me permite trabajar? —gritó a través del vidrio de la ventanilla cerrada, mostrando una colombina con su mano derecha, con la que pretendía ser un poco más convincente.

    El conductor no dijo nada, se limitó a volver a mirar al tráfico que tenía delante y con su dedo índice le negó la entrada. Quedaba claro que no le gustaban las colombinas.

    Sergio experimentó una familiar frustración, pero no había tiempo para nimiedades. De inmediato se dispuso a buscar otra buseta que pudiera servirle. Miró hacia el sur, pero solo vio autos particulares.

    En el carril más lejano a la acera había otra buseta parecida a la primera, pero con al menos quince personas de pie. Muy llena, pensó, y siguió caminando. Llevó su atención de nuevo al carril más cercano, vio un bus inmenso. Tal vez, volvió a pensar, esta vez mientras movía los labios en silencio, pero por experiencia sabía que esos buses constituían una pérdida de tiempo. Por su gran tamaño, la mayor parte de los pasajeros no lo escucharían y sencillamente seguirían con lo que fuera que estuvieran haciendo. Dejó el bus como última opción.

    En el carril central había una buseta a medio llenar, no parecía tan buena opción como la primera, pero era mejor que nada. Zigzagueó entre los carros, se acercó a la ventanilla del copiloto y dio tres golpecitos al vidrio. El conductor, un hombre de unos cuarenta años, de panza ingente y camisa abierta para lucir, con evidente orgullo, un pecho muy peludo y un crucifijo dorado colgando del cuello, lo miró inexpresivo.

    Sergio solo mostró la colombina, convencido de que no necesitaría más para hacerse entender. Por unos segundos el conductor no hizo nada, solo miró a Sergio a los ojos, como si estuviera tomando una decisión muy importante. Justo cuando el semáforo cambió a amarillo y Sergio estaba seguro de que también le negarían la entrada, con la cabeza, el conductor le señaló la entrada de atrás mientras de manera mecánica le abrió la puerta y volvió a mirar al norte, a la infinita carrera Séptima. Sergio corrió hacia la puerta, consciente de que disponía de unos pocos segundos antes de que el semáforo cambiara a verde.

    Subió al vehículo y caminó, mientras recuperaba el aliento paso a paso, hacia la parte delantera de la buseta. Luego echó una mirada rápida a los pasajeros e hizo un análisis relámpago del público al que se enfrentaría. Depositó la colombina en el compartimento diseñado para el dinero de los pasajes y se tomó otro par de segundos para repasar su retahíla ensayada mil veces. Un último suspiro y, volviéndose hacia la gente que ya estaba mirándolo, habló asegurándose de proyectar bien su voz. Sabía lo importante que resultaba llamar la atención y evitar a toda costa que los pasajeros miraran hacia otro lado.

    —Buenas noches a todos y todas —Hizo una pausa en espera de que alguien contestara el saludo. En esta oportunidad, tres personas lo hicieron, una abuelita y dos colegialas que no podían tener más de trece o catorce años—. Gracias por contestar. Ante todo, ofrezco disculpas si a alguien le molesta lo que estoy haciendo, créanme que no es mi intención. Les aseguro que no me demoro. Mi nombre es Sergio y estoy desempleado. No les voy a decir que soy un drogadicto recién rehabilitado o que tengo una enfermedad terminal; la verdad es que, gracias a Dios, mi drama personal no es tan grave, pero también tengo que comer y pagar arriendo y servicios, por eso decidí subirme a los buses a vender mis escritos.

    Como casi siempre, esta última frase captó la atención de varias personas, acostumbradas como estaban a que les vendieran maní, dulces o películas piratas. Con rapidez, pero con diligencia, Sergio inició la entrega a cada pasajero de un pequeño papel con un poema escrito.

    —Sé que esto es muy raro, que siempre nos venden comida o tocan guitarra y cantan boleros, pero igual les pido que, aprovechando este trancón, se tomen la molestia de leer lo que tienen en la mano; son cuatro escritos distintos, repartidos al azar.

    La mayoría de los pasajeros llevó sus ojos a las letras que tenían en sus manos. Algunos, en especial las mujeres, sonrieron. Sergio sintió una calidez muy agradable en su estómago, algo muy parecido a la felicidad por la implícita aceptación que esas sonrisas suponían, sensación que no desapareció ni siquiera con la fría indiferencia de uno que otro pasajero.

    —Ese papelito que tienen en la mano solo vale doscientos pesos, pero, si quieren llevar los cuatro escritos, entonces la inversión será solo de quinientos. Si lo piensan bien, no es nada caro y uno de esos poemas les puede servir para su próximo levante.

    Risas generales.

    —Eso es todo por ahora, mil gracias a aquellos que me puedan colaborar y a todos por escucharme, que tengan un buen viaje.

    Sergio caminó por el pasillo central del bus mientras tomaba lo que los pasajeros le entregaban. Casi todos le devolvieron el papelito, pero varios le pasaron una moneda de doscientos pesos. Las dos colegialas, que lo miraban con una sonrisa que parecía más de pesar que de solidaridad, le entregaron quinientos. «No me tengan lástima, niñas», quiso decirles, pero recogió el papelito con una sonrisa y les entregó el librillo compuesto por los cuatro poemas.

    —Muchas gracias.

    Se sentó en una de las sillas traseras y miró por la ventana. El bus solo había avanzado unas cuantas cuadras, y pasaba por la esquina de la 45 con séptima, en ese momento repleta de vendedores de todo tipo, incluyendo aquellos que, al igual que Sergio, ofrecían sus productos en los buses.

    —Bendito trancón —murmuró y cerró los ojos. Decidió esperar un poco para bajarse en un semáforo menos competido.

    Se desperezó y tomó un poco de aire. Cayó en la cuenta de que tenía un hambre enorme. No había comido nada desde el desayuno y después de todo el día de correr, hablar y aguantar las airadas reacciones de algunos conductores y pasajeros, se encontraba agotado y moría por una buena comida caliente.

    Sergio visualizó a su mamá, que seguro también tendría hambre y sonrió al imaginarse su rostro cuando llegara con el dinero suficiente para pagar el recibo de la luz y comer algo. La vida no está tan mal, reflexionó, con una agradable sensación de sosiego, disfrutaba el simple hecho de tener los ojos cerrados sin sentirse preocupado por su futuro próximo. En ese momento sentía que todo saldría bien, que de una u otra forma lograría salir del bache en el que se encontraba.

    Escuchó un grito femenino. Alarmado, abrió los ojos y vio a un hombre con una navaja que amenazaba a una de las pasajeras ubicada en una de las primeras sillas de la buseta. Luego escuchó algo que no logró entender del todo, pero intuyó que esa voz se dirigía

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