El Diario De Un Rico Hacendado: Era Más Fácil Que El Camello Entrara Por El Ojo De La Aguja
Por Rafael Ruiz
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La muerte se encarga de terminarlo TODO
As pas la hacienda Andaluca de ser una viva gloria a ser un vivo infierno. Ciento y pico de aos despus, aun se escuchaban historias de quienes por las noches decan haber escuchado pasos, ruidos de cadenas siendo arrastradas, y gritos de dolor en lo que antes era el florido jardn de la hacienda.
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El Diario De Un Rico Hacendado - Rafael Ruiz
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Fecha de Revisión: 25/03/2013
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Contents
LOS INICIOS
UNO
DOS
TRES
CUATRO
CINCO
SEIS
SIETE
OCHO
NUEVE
DIEZ
ONCE
DOCE
TRECE
CATORCE
EL AUTOR:
Al final del siglo de oro de las bellas letras, la vida junta a Rosaura y a Pedro, dos jóvenes españoles llenos de sueños y fantasías; Ambos viven deseosos de escapar de su realidad y dejarse llevar por la infinita hermosura del mar. El amor los agarra por sorpresa entre sus citas, poesías y risas. Echan a volar sus sueños y se escapan a Nueva España donde con el paso de los años, enraíza y florece su amor verdadero. Después de una gran herencia que recibe Rosaura, ambos se convierten en los ricos hacendados más reconocidos y queridos del pueblo humilde San Agustin de Hipona. En una gloria bien vivida, todo estaba perfecto, más después de la muerte de Rosaura, una nueva ambición de Pedro arrastra la desgracia en contra de su amor eterno y de su fruto más preciado.
La muerte se encarga de terminarlo TODO
Así pasó la hacienda Andalucía de ser una viva gloria a ser un vivo infierno. Ciento y pico de años después, aun se escuchaban historias de quienes por las noches decían haber escuchado pasos, ruidos de cadenas siendo arrastradas, y gritos de dolor en lo que antes era el florido jardín de la hacienda.
Un gran flujo de amor verdadero y una desafortunada desgracia.
Una novela que muestra la gran magia del amor verdadero, las trampas del destino, la cara negra de la riqueza material y la vulnerabilidad del ser humano.
Muy especialmente para el lector porque es él o ella la parte más fundamental para que este libro cobre vida. Para mis hijos: Alan, Eddie, Diego y Carlos por siempre creer en mí y por la felicidad que trajeron a mi vida. Para mis abuelos, mis padres y todos mis familiares, por su amor y su respeto. Para Flor C. Fierro Núñez por su cariño y su apoyo incondicional.
…y para Dios «Nadie tan grande como él»
Los Inicios
Del pueblo donde nací a la ciudad más cercana, eran quince minutos en camión guagolotero; Así se le llamaba a los autobuses que transportaban a la gente del pueblo a la ciudad.
Mi mamá solía ir a la ciudad a comprar las provisiones como una vez cada tres semanas. Casi siempre la acompañaba uno o dos de nosotros-sus seis hijos queridos-. Cuando yo tenía siete años, me comenzó a llevar a mí; esos eran unos de mis días más bonitos y un gran recuerdo mío, al día de hoy. Sabía que si hacia suficientes berrinches, mi mamá terminaría comprándome algún juguete; aunque también sabía que al regresar a casa, me esperaba una buena regañada.
Entre mi pueblo y la ciudad, hay una hacienda muy grande, olvidada y carcomida por los cientos de años pasados, seguramente construida por los primeros españoles que llegaron a México. Para mí, esa finca era el paisaje más disfrutable del viaje. Siempre la buscaban mis ojos desde antes que el autobús se acercara a ella. Es una finca muy antigua y seguro, en sus tiempos, muy hermosa.
Siempre que la veía al pasar, me preguntaba a mi mismo «¿qué pasado y cuantos secretos esconderá?», «¿quiénes en ella dejarían marcados sus buenos o malos pasos?», «¿cuántos momentos bonitos disfrutó y cuantas penas tuvo que ver?» Esas eran las preguntas que me hacía a mí mismo siempre. Así crecí, viéndola caerse en pedazos en su cara de tristeza y olvido.
Veinte años después nació en mí la historia de este libro y tres años después decidí soltarle la rienda a la inspiración para escribirlo y ponerlo en sus manos.
Recuerdo también que cuando yo era niño, mi abuela Nieves Perez Rincón, parte purépecha y parte española, de ojos de miel y piel blanca, me decía que el dinero no es de Dios, si no del diablo. Lo recordé una noche mientras leía el evangelio y mientras escribía este libro,
No se le puede servir a dos amos, porque se aborrecerá a uno y se amará al otro; o bien se entregará a uno y despreciará al otro. No se puede servir a Dios y al dinero al mismo tiempo
. Mateo 6:24.
Aunque mi libro y el evangelio no se relacionaban directamente, desde entonces esta cita se encarnó en esta historia.
UNO
La Hacienda vieja que en día yacía en ruinas, abandonada y carcomida por los ciento y pico años pasados, había sido en sus tiempos, la viva gloria y el vivo infierno de Don Pedro Ariza Machain, quien después de ser la persona más honrada y respetada de San Agustin de Hipona, pasó a ser nada más que un alma en pena sin descanso eterno; Don Pedro Murió atado a una profecía a la que lo rendó su propio hijo único- Laurencio Ariza Rivadeneyra, en el día ultimo del mismo. De nada habían servido las intercesiones del espíritu de Doña Rosaura ante San Nicolás de Tolentino y la santísima virgen María. Años después aun se escuchaban historias de quienes por las noches, decían haber escuchado pasos, ruidos de cadenas siendo arrastradas y gritos de dolor, en lo que antes era el florido jardín de la hacienda
Ante las continuas quejas y miedos de que en la hacienda vieja vivía un fantasma, los ciudadanos de San Agustin le habían solicitado al párroco de la iglesia local que fuera a rosear agua bendita en las paredes que la rodeaban, pues nadie aparte de las lagartijas, los tecolotes y las ardillas, se atrevía a entrar por miedo de no salir vivo. El mismo párroco tenía miedo acercarse, pues guardaba en secreto que la primera vez que fue, empezó a escuchar voces al momento de empezar a rosear las paredes y las mismas no pararon hasta que dejó de rosear. Hacía ya ocho meses y días de su última visita a las paredes de la hacienda y aun en veces entre sueños escuchaba aquellas voces tan llenas de dolor que lo despertaban bañado en sudor frio y con un miedo intenso. Su arma contra ellos era rezar el padre nuestro hasta quedarse otra vez dormido. Una de esas noches había rezado el padre nuestro setenta y siete veces antes de volver a caer dormido.
Durante la misa del último domingo de julio, casi un mes antes de la fiesta de San Agustin, el párroco se dio cuenta que a once bancas de distancia entre el altar y el fondo de la iglesia, se sentaba siempre un hombre viejo, de pelo y barba completamente blanco, a quien nunca había tenido el gusto de conocer por nombre, ya que nada mas lo veía a distancia en la misa cada domingo y después se desaparecía como había llegado, sin pasar a comulgar y después de la bendición, sin esperar el canto de salida.
Refugio, una servidora de Cristo quien voluntariamente trabajaba en la limpieza de la parroquia, le supo decir cómo encontrarlo y el párroco ante su curiosidad de conocerlo más de cerca, se encaminó a buscarlo ese mismo domingo por la tarde.
Cuando llegó a donde le había dicho Refugio, lo miró a distancia sentado en las afueras de su casa de piedra y lodo. Estaba a un lado del fogón asando unos elotes y una ardilla en las brazas. Junto a él estaba su amigo infiel, un perro viejo pastor alemán, único en San Agustin por ser de color totalmente blanco. Desde donde estaba echado y sin levantarse, el perro le aventó al párroco y al viento dos ladridos roncos y ásperos a medias fuerzas. El viejo apenas levantó la cabeza ante los ladridos y su mano derecha para limpiarse el sudor que le escurría de la frente a los ojos por el calor y el humo que salía del fogón.
«¿Quién vive?» preguntó el viejo. «Jesucristo, eternamente» Contestó el párroco como una confirmación de su fe. «Bendecido sea usted» le dijo el párroco y se presentaron. Hasta entonces lo reconoció el viejo y le dio las gracias por la bendición, y la visita. Después le invitó un elote asado y un pedazo de la ardilla que había cazado su perro un día antes. «Pensé que Dios ya se había olvidado de mí», «ni vivo, ni muero» dijo el viejo en un tono sarcástico. «Dios nunca se olvida de sus hijos, más bien sus hijos nos olvidamos de él» contestó el párroco.
El viejo era nadie más que Don Rodrigo Sandoval Albero nacido en San Agustin, de noventa y tres años, quien a su edad se veía veinte años menor. Viudo desde los cuarenta y dos y soltero por gusto y miedo a los misterios dolorosos del amor que por experiencia propia había logrado sobrevivir después que su amada prenda muriera a los treinta y cinco años de edad, víctima del cáncer y sin poder darle un hijo por lo mismo. Así habían concluido los dieciocho años de un matrimonio feliz y una pareja que había encontrado el amor verdadero. Desde entonces, Don Rodrigo usaba mucho la frase-ni vivo, ni muero. Los últimos años los había vivido solo, con su perro infiel y con una burra vieja con la cual se hacía llegar hasta la iglesia. Era el hombre más viejo de San Agustin.
Después de presentarse y mientras comían, el párroco dio a ver a lo que había ido. «¿Que sabe usted de la hacienda vieja que está en la loma?» le preguntó el párroco. Don Rodrigo soltó una risa entre los dientes. «Lo que sé» dijo él y pausó mientras le daba una mordida al elote, «es que no hay que acercarse mucho a ella» «cuando era yo niño, mi abuelo hablaba de los mismos fantasmas que la gente de hoy escucha, los mismos ruidos de cadenas siendo arrastradas y los gritos como de la llorona. Me decía que su abuelo le contaba que un día llegó el diablo a San Agustin en una carroza negra, jalada por cuatro caballos del mismo color, tocó la puerta de la hacienda y le abrieron. Desde entonces, hizo de esa hacienda su morada. «Es lo que se.» Para terminar dijo pensativo, «nunca nadie se ha atrevido a entrar que yo recuerde» El párroco cambió de tema sin regresar a tocarlo. Habló de su devoción y le regaló un rosario y un libro de oraciones antes de despedirse. Don Rodrigo los recibió con aprecio y cuando el párroco se alistaba para retirarse, Don Rodrigo soltó una pregunta que a nadie más le había hecho. «¿Qué piensa usted del amor padre?» «¿Es bueno o malo?» preguntó cómo invitándolo a una larga y tendida conversación, pero el párroco le contestó según su fe, sin más detalles «El amor hijo mío, es Dios y Dios es bueno» «Si has amado, conoces a Dios- primera carta de Juan» dijo el párroco con su pasión espiritual «Que la paz del Señor reine en tu corazón, In nomine Patris et Filii et Spiritus sancti, amen» y se fue, pensando más que nada en lo que aquel viejo le había dicho de la hacienda y sin darse cuenta de la paz y tranquilidad que le dejaba a un corazón que después de cincuenta y un años, seguía sangrando sin encontrar respuesta a su porque.
Rosaura Rivadeneyra de Ariza dejó atrás el apellido materno cuando huyó con Pedro Ariza Machain, a los diecisiete años cumplidos y a escondidas de sus padres. Nació en Andalucía, casi al final del siglo de oro de las bellas letras. Mientras que Caravaggio pintaba Cesto con Frutas y Baco, ella andaba haciendo travesuras por doquier. Era hija única de padres eternamente ricos, soñadora, bella y coqueta desde niña. Les hacía más caso a las sirvientas que a sus padres, quienes poco tiempo le dedicaban pues viajaban de un lado a otro por sus grandes negocios. Tenía todo el corte de reina; a los catorce, ya lucía un cuerpo perfecto y virgen cubierto con una piel blanca, un cabello rubio hasta media espalda y unos ojos azules que le ganaban al mar en competencia. Era carismática, extrovertida y le gustaba en ocasiones embarrarse de lo que sus padres le prohibían.
Conoció a Pedro, a los dieciséis años, en una de las escapadas de su casa para ir al puerto a mirar el mar. Llegó al puerto poco antes de la caída el sol, levantó los brazos y suspiró profundo en pos de libertad infinita. Con el espíritu inspirado le aventó un piropo al mar. «Oh belleza infinita que me das libertad con solo verte, ¿por qué no me llevas contigo?». El mar le contestó con un par de olas que le empaparon el vestido blanco que llevaba puesto. «Llévame ya pues» le reclamó. Su inspiración fue cortada por una voz juvenil «vente conmigo» le dijo, «Estoy juntando plata para irme a Nueva España muy pronto». Pedro estaba a unos metros, arrodillado limpiando un barco de pescadores y había escuchado todo. Cuando se puso de pie, la vio empapada en su vestido blanco casi transparente por el agua, su belleza estaba expuesta al descubierto. A ella pareció no importarle su postura y Pedro, quien era un joven poeta amateur, sin fijarse en su físico si no en el color de sus ojos, soltó un atrevimiento inocente. «Tus ojos son de mar y al mar han de volver en un atardecer como este» Las mejillas de Rosaura cambiaron de color y no encontró que decir.
Pedro la invitó a quedarse a ver el sol caer, se sentaron y se presentaron. Le contó de su empleo limpiando barcos, sus planes de ir a Nueva España, su pasión por la poesía, y sus sueños locos de vivir libre y explorar el mundo. Ella le contó lo poco que conocía el mundo, las soledades de estar encerrada y vigilada por la servidumbre a todas horas, lo poco que veía a sus padres y su obsesión por el mar; se creía estar enamorada locamente de la belleza del mar. Se quedaron callados cuando bajó el sol y el horizonte pintó una mezcla de colores fenomenales, combinando