El valle de la permanencia
Por Darío Lemos
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Max G. Sáez
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El valle de la permanencia - Darío Lemos
COLECCIÓN GRANDES ESCRITORES
El valle de la
permanencia
Darío Lemos
© Copyright 2015, by Darío Lemos
© Copyright 2015, by Editorial MAGO
Primera edición digital: Noviembre 2015
Colección Grandes Escritores
Director: Máximo G. Sáez
www.magoeditores.cl
www.facebook.com/magoeditores
Registro de Propiedad Intelectual Nº 257.366
ISBN: 978-956-317-283-6
Diseño y diagramación: Catalina Silva Reyes
Lectura y revisión: Constanza Valenzuela Flores
Imagen de portada: Fabián Andrés Paz Gómez
Edición electrónica: Sergio Cruz
Derechos Reservados
DARIOLEMOS, EL POETA NADAÍSTA QUE
TERMINÓ BAILANDO EN UNA SOLA PATA
Aspiramos, como posibilidad, a que el Escritor-Nadaísta sea un Escritor-Delincuente. O mejor, que la estética y la ética jueguen en el mundo de su elección como valores correlativos y complementarios. En tal forma que al elegir la belleza pueda elegir también el crimen, sin que en estos dos actos haya contradicción ni posibilidad de que el artista pueda ser juzgado o condenado con las leyes prohibitivas de una moral externa y Universal.
Gonzalo Arango
.
Primer Manifiesto Nadaísta.
Hay que salvar al país con máquinas robadas. Tendré que robar una.
Darío Lemos. Carta a Jotamario Arbeláez.
En 1958 se dicta una inquietante conferencia, «Primer Manifiesto Nadaísta», en un bar de la avenida sexta en Cali. Acabada de ser lanzada y publicada en Medellín, en el Bar los Olivos, con notable repercusión en el periódico El Tiempo: «Movimiento negativo de intelectuales surge en Medellín».
Aparecía en Colombia un movimiento sin programas académicos y de largas melenas, una renovación cíclica en la poesía, una libertad estética y una nueva oscuridad conceptual, una legítima rebelión contra el orden de los valores tradicionales, una respuesta violenta a la violencia de la época, una ruptura con la hegemonía conformista, tradicional y centralizada por la que ha atravesado la cosmología de la poesía colombiana y particularmente al piedracielismo, de ideario temático basado en el humor y la ironía, «lo demás, era literatura». Mientras en Estados Unidos se daba la Beat Generation, Gonzalo Arango (1931-1976) despeina a la «crítica» conservadora y funda el Nadaísmo, para su desconcierto «la única catástrofe
en este medio siglo que ha sido duradera» (con «la violencia»), junto a diez poetas menores de edad, «somos geniales, locos y peligrosos», es su slogan, entre ellos con diecisiete años nuestro Daríolemos, un poeta consecuente con el Nadaísmo: «Todo mundo cree que dice una gran verdad cuando declara que existe. Yo digo para contrariar la verdad, que yo no existo».
Gabriel Darío Lemos Laverde nace en Jericó Antioquía la mañana del 25 de marzo de 1942. Una vida marcada por detenciones, internamientos en diferentes centros y excesos que lo llevan, tras una gangrena que cultivó en la pierna derecha después de una operación en su pie a sus cuarenta años, a una silla de ruedas «Continúo fielmente los pasos de Rimbaud. ¡Tengo un pie gangrenado! Esta semana mutilarán mi pie derecho, el pie con que tanto carrizo hice en la vida, con el que bailé rock hasta los amaneceres de cocaína y vómito». Similar destino padecería el poeta Raúl Gómez Jattin (1945-1997), precipitado a las calles, sometido a un ostracismo crónico como programa de autodestrucción. Quiso morir de vida y la vida se lo tragó por un agujero diferente justo el día de su cumpleaños cuarenta y cinco, el 25 de marzo de 1987. «Me voy un poco triste porque dejo un paisaje desolador en la poesía colombiana».
Elmo Valencia (1926) escribe:
Cuando Darío Lemos andaba en silla de ruedas
la gangrena se le fue subiendo por el píe,
el pie con el que pisó la hostia en la Basílica,
según testimonio de una beata.
Él no la pisó, la guardó en el libro «La Náusea»
que estaba leyendo.
En todo caso la gangrena siguió subiendo,
hasta que tuvieron que amputarle la pierna
porque el dolor era intenso.
Si, Darío, yo estaba en Medellín cuando te la amputaron.
La envolvimos en uno de tus poemas y salió volando.
Salió volando tu pierna como un pájaro herido.
Pasó por encima de la Basílica donde sucedió el hecho
y desapareció.
Sus últimos años los pasó en silla de ruedas. Una bella mujer
de ojos claros, de nombre Sara,
lo paseaba por «Junín»
A veces yo lo empujaba hasta «Versalles», fuente de soda.
Hablábamos de los culitos de las bellas sardinas que nos habíamos
comido.
Una tarde me dijo: Elmo, quiero morirme.
Y se murió, porque cuando un poeta quiere morirse, no hay poema que lo
detenga.
Como no lo podían enterrar con la silla de ruedas
sus amigos más íntimos la vendieron,
sus amigos, tan queridos todos ellos.
Cómo serían de queridos que con la plata compraron una libra de yerba
y por la noche se la fumaron toda frente a la tumba del poeta.
Si con Rimbaud se iluminó el camino de una poesía auténtica, con Daríolemos el Nadaísmo fabrica otro cielo: «El Nadaísmo no es institución, es un estado mental
, el espíritu desahogado». Un «santo» y un ángel de la tierra: «Pero los ángeles también ensucian sus plumas cuando pasan sobre las ciudades y se infectan de esas cosas de los hombres». Un poeta de diferente naturaleza, desnudo en las aceras: «Mi obra es mi vida, lo demás son papelitos». Y de quien entregamos, veintiocho años después de su última muerte, un avistamiento a sus abismos, a su poética como un tierno epitafio en este Valle de la Permanencia, título con que deseó llamarlo en una eventual reaparición de sus Sinfonías para máquina de escribir, compiladas por Jotamario Arbeláez (1940) y publicadas por Colcultura en 1985, complementadas en la presente con otro poemas y cartas a su hijo Boris, a Luz Ángela (Angelita), a Sara y a sus amigos de generación («Sólo en el caso del amor soporto ser un imperfecto»), rescatados de audios y manuscritos dispersos del poeta, desde su primer escrito a los once años hasta su poema póstumo.
Una obra que debe ser leída, no para reivindicar al poeta, sino para redimir al hombre y reivindicarnos a nosotros mismos: «Mi poesía es veneno, todos merecen morir envenenados».
Fabián Andrés y Paz Gómez
San Juan de Pasto, Agosto 2015
SINFONÍA PARA UN POETA QUE
NUNCA TUVO MÁQUINA DE ESCRIBIR
Poeta, aquel que se cultiva verrugas en el rostro.
Rimbaud
Mis poemas, poeta, nada que se pasan a
máquina. Tendré que robar una. Hay que
salvar el país con máquinas robadas.
Darío Lemos
(Carta a Jotamario, 1968).
Solo un diente le queda, para reírse de sí
mismo.
Eduardo Escobar
(«El Otro Poeta»)
Cuando aparezca este libro no sabrá nadie dónde está Darío Lemos, si en casa de un amigo piadoso, bajo un puente, en un hospital, o tal vez esté preso o esté muerto o esté borracho.
Supongamos que duerme. El hombre que al despuntar el Nadaísmo miraba al sol sin envidia, que hacía empalidecer los arreboles caminando por Junín con su chaleco rojo, que practicaba la indiferencia ante la adopción de las bellas, sus camisas inmaculadamente planchadas, sus dientes en una fila india impecable, descabeza sus sueños en un jergón mugriento o en un antejardín sin perro, con la pata que pateó al mundo podrida hasta la gusanera, sin un diente y quién sabe si duerme.
Si hay un poeta nadaísta que merezca con excelencia a la vez los títulos de poeta y de nadaísta ese es Darío Lemos, por la vida que le tocó vivir y de la que ahora tanto muere y tanto le duele. Un poeta que haya mamado y con esa avidez del dolor moral y del dolor físico, bien merece estar en la gloria aunque siga vivo. Mas qué digo la gloria, ¡paloma esquiva!; por lo menos bajo techo y con agua limpia.
Hundido en todas las ignominias, huésped de todos los infiernos, pasajero de todos los tormentos, jinete de todos los vicios, practicante de todos los delitos, víctima de todas las leyes, chivo expiatorio de su poesía, Darío Lemos es la cuota más dolorosa que le tocó al Nadaísmo pagar a Medellín por nuestro alzamiento. Ciudad donde vivió siempre a la enemiga, a pesar de amar sus veranos y sus verdugos, ciudad que lo deja morir lentamente de gangrena y de desamparo.
Un día que no durmió amarrado a ella, alguien le robó su silla de ruedas. Desde entonces unos cuantos fieles lo llevan en andas, en sillón de manos, y hasta roban por él para que no escaseen sus drogas y sus remedios. Él dilapida en aguardiente lo que consigue para la penicilina. Acelera como puede la combustión de su aniquilamiento. Y quienes más lo quieren lo quieren tener lejos, no quieren verlo.
Él mismo debe haber perdido la cuenta de las veces que ha estado recluido entre muros: la casa de menores donde dejó su infancia en un gancho, los calabozos de la Escuela Militar donde se negó a lucir el uniforme de soldado, las cárceles infames donde fue conducido por fumar marihuana, robar un libro, casarse con la chica que amaba y rescatar a su hijo, los hospitales donde ha ido dejando por pedazos su estómago y otras húmedas vísceras, las clínicas mentales donde lo confinaban su amigos siquiatras para nutrirlo y vitaminizarlo y de donde salía rebosante de esquizofrenia, los hacinamientos de mendigos bebedores de alcohol impotable a quienes además afanaba de sus limosnas. Y en todas estas partes, siempre, con su lápiz de sombra y unas hojas de papel periódico, dejando el testimonio lacerante de su paso por ese valle de lágrimas de Aburrá, pero siempre orgulloso y sin pedir perdón ni clemencia.
En 1959 comencé a recibir en Cali, en la redacción de Esquirla –la primera publicación nadaísta que dirigí con Alfredo Sánchez–, unos poemas asombrosos y unas cartas fresquísimas, rubricados por un poeta de diecisiete años que se