Famulus
Por Romina Paredes
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La presión de las expectativas familiares y la amargura en la que se disuelven los sueños adolescentes, en "Exhala"; la tóxica dosis de accidente y obstinación que mantiene unida una familia, en "Hogar"; la irresoluble ecuación de una sociedad en putrefacción, en "Basura"; la ironía que sostiene la maternidad, en "Palabras"; la brutal nitidez que conservan ciertas heridas de infancia, en "Rata"; la delirante lógica que encierra hasta la asfixia al cuerpo femenino, en "V."; y el testimonio de amor y supervivencia del trípode abuela-madre-hija, en "Kintsugi", son las piezas de este engranaje que narra el dolor y el abuso, las relaciones humanas y lo que significa ser mujer en un país como el Perú.
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Famulus - Romina Paredes
Dickinson
E
xhala
1
Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua
John Keats
Libre llegó tarde al entrenamiento.
—Ni se te ocurra. Ni una palabra durante los estiramientos —gritó la entrenadora.
Se aproximó a nosotras cabizbaja y tiró su maletín. Mariposa se comía las uñas. Yo presionaba fuerte el antebrazo contra el codo para soltar el deltoides. Seguimos con los ejercicios en silencio mientras la entrenadora vociferaba sobre la ineptitud de los nadadores del primer grupo. Su cuerpo regordete vibraba con la intensidad de sus gritos.
—¡Ustedes! —nos apuntó con el dedo — ¡Tienen tres minutos para estar en el carril 8!
Mientras nos alistábamos, Libre comentó que se sentía mal. Tenía la cara roja y sus movimientos eran torpes. No parecía ella.
—¿Estás con la regla? —preguntó Pecho.
—No. Me duele la cabeza… Creo que tengo fiebre.
Un delfín adulto puede nadar diez metros por segundo si no percibe alguna amenaza en el océano. A Libre le tomaba veintisiete segundos nadar cincuenta metros. No solo era la más rápida, sino también la que tenía mejor técnica y el biotipo perfecto. Su tronco era pequeño en comparación con sus extremidades, inusualmente largas, como un pez pulmonado gigante en una piscina municipal.
El programa de entrenamiento consistía en realizar ejercicios que elevaran al máximo nuestro consumo de oxígeno: diez series de doscientos metros, con un minuto de descanso.
En la primera serie, Libre no hizo el tiempo que la entrenadora exigía. Mariposa y Pecho se mantuvieron detrás de ella, con una lealtad innata. Yo no aguanté su lentitud; tuve que pasarlas. «Oye, afanosa. No vayas tan rápido, pues. No nos cagues», me dijo Mariposa cuando pasé a su lado, después de la segunda serie. Yo seguí bajando el tiempo. No podía desperdiciar mi energía.
La entrenadora nos controlaba buscando el error, la demora, la milésima de segundo que justificara su violencia. Cogió unas boyas y se las tiró en la cabeza a Libre. Luego le ordenó cambiar de carril y, durante los descansos entre cada serie, la presionaba para que haga la marca.
Sentados en la tribuna, los padres de familia susurraban de costado como colegiales con miedo a una reprimenda. Pertenecían a la generación que vivió la primera final de voleibol y la tercera medalla olímpica del país. Eran los que aplaudieron el rendimiento extraordinario de las chicas y al genio responsable detrás de la hazaña: un hombre que las maltrataba pero era endiosado porque sacaba campeonas.
Cuando terminamos las series, la entrenadora expulsó de la piscina a Libre.
—¡Esta es tu última oportunidad! Te doy tres minutos de descanso, más que suficiente. ¡Mediocre de mierda!
La golpeó con la tabla en la cabeza. Las demás salimos de la piscina y nos quedamos al costado para darle ánimos. Mientras aplaudía a mi amiga, también imaginaba que ella no hacía el tiempo. En el fondo, fantaseaba con ser la campeona absoluta de esa temporada. Un oscuro deseo, casi insoportable, mientras veía cómo la maltrataban.
En el primer intento estuvo a cinco segundos de la marca. La entrenadora la amenazó con no incluirla en la posta. Sumergida, con el agua por encima de la nariz, Libre hacía burbujas y la miraba directo a los ojos. Partía con algo de impulso pero su ritmo se desvanecía a los pocos metros, hasta que tuvo que detenerse por completo.
—Es en serio. Me siento mal.
—¡Vas a nadar esos putos doscientos metros hasta que hagas la marca!
No pudo terminar la tercera serie. Salió de la piscina y, cuando la entrenadora se acercó con una tabla para obligarla a volver, zafó el cuerpo y corrió a los camerinos.
—¡Déjame! No puedo seguir.
—Entonces estás fuera de la posta.
—Vete a la mierda.
2
El miércoles siguiente, mi madre confirmó por teléfono que sí habría entrenamiento. Y me dijo que después de la sesión iríamos al velorio.
—No quiero ir a nadar, mamá.
—¿Cómo que no?
Mi madre se paró frente a mí. Su mirada felina me impedía expresarme.
—No me quiero ahogar.
—¿De qué estás hablando? Mira, hijita, esta es una tragedia, todos lo sabemos. Pero… hay que ver el lado positivo de las cosas.
Tragó saliva y se acomodó un mechón de cabello detrás de la oreja.
—Ya no tienes rival en el país. Puedes ganar el continental.
Con más parsimonia de lo normal, me puse la ropa de baño y alisté mi maletín. Mamá parecía titubeante. Aspiraba por la boca como para decir algo pero se desanimaba.
Me asustó ver tanta gente llorando afuera del club. Se tapaban la cara y negaban la situación. Escapé de los lloriqueos de mis compañeros e ingresé a los camerinos. La señora de la limpieza también lloraba. Dijo que tenía una hija de la