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Los herederos de Grace
Los herederos de Grace
Los herederos de Grace
Libro electrónico363 páginas5 horas

Los herederos de Grace

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Información de este libro electrónico

"Mi nueva vida comenzó de una manera accidentada, incluso antes de que el espejo se comiera a Trey". Así empieza está original historia llena de magia, de otra magia. Al fin, distinta.

A sus veinticuatro años, Bekah recibe una inesperada herencia de un desconocido, la cual incluye una enorme casa de montaña en Carolina del Norte y dinero suficiente como para vivir sin preocupaciones un año o dos. Lo que iba a ser un periodo sabático se convierte en una aventura que dará la vuelta por completo a la vida y a la visión del mundo de la protagonista. Con un tono divertido hurga en las relaciones familiares, en la búsqueda de tu lugar en el mundo y en los roles que asumimos.

"Tim Pratt está en la vanguardia de la nueva generación de grandes escritores de fantasía americanos". (Jay Lake)

"Entretenido y dinámico. Proporciona acción y grandes reflexiones a partes iguales de un modo muy jugoso". "Pratt exhibe auténtico talento. Un escritor a quien no hay que perderle la pista". (Publishers Weekly)
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 may 2021
ISBN9788412305128
Los herederos de Grace

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    Los herederos de Grace - Tim Pratt

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    LOS HEREDEROS DE GRACE

    Un libro de

    Tim Pratt

    Traducción

    Roberto Pino Botella

    Ilustración de cubierta

    Thierry Torres Rubio

    Edición y corrección

    Cristian Arenós Rebolledo

    Corrección de galeradas

    Santiago García Soláns

    ISBN 978-84-123051-2-8

    Publicado en mayo 2021

    Heirs of Grace – © 2014 by Tim Pratt

    Published by arrangement with

    International Editors’ Co. and Curtis Brown, Ltd

    The moral rights of the author

    have been asserted

    © de la presente edición

    La máquina que hace PING!

    La máquina que hace PING!

    Plaza Estación, 9 Bajo 12560

    Benicasim - Castellón

    España

    www.lamaquinaquehaceping.com

    maquinaping@gmail.com

    (+34).670.386.111

    Para Amily

    Espejo

    Mi nueva vida comenzó de una manera accidentada, incluso antes de que el espejo se comiera a Trey.

    No debería anticiparme. Antes de que mi mundo entrara en territorio imposible, digamos extremadamente extraño, este era simplemente anodino, así que permíteme explicarte las cosas con calma.

    Así empezó mi nueva vida como heredera de un legado imposible: Conduciendo once horas sin parar, desde Chicago hasta las montañas de Carolina del Norte, un viejo Honda que silbaba, carraspeaba, y hacía un ruido como de molinillo de café roto cuando enfilaba las cuestas empinadas de las montañas. Nada más llegar me encontré con la pesadilla de buscar aparcamiento junto a la universidad, en el centro de Boone. Al parecer, ese día se celebraba una reunión de fin de semana de antiguos alumnos, o un festival de bluegrass en el campus, o algo similar, de modo que las calles estaban abarrotadas y todos los aparcamientos ocupados, incluso los emplazamientos más inverosímiles de dudosa legalidad. Finalmente estacioné a cinco manzanas de la oficina del abogado, en medio de una colina tan pronunciada que si hubiera perdido el equilibrio me habría precipitado como una avalancha encarnada en mujer.

    Cuando al fin llegué a la oficina, exhausta, despeinada y, seguramente, oliendo a todas esas horas que había pasado en la carretera, una pequeña y amable mujer blanca, al estilo de una abuelita que mira la televisión en la sala de estar, me sonrió y me dijo:

    —Oh, bien, ¿qué eres, concretamente?

    Solo pude quedarme parpadeando, mirándola. No suelo hablar con desconocidos en las salas de espera, ni siquiera en las salas de espera acogedoras y llenas de muebles de madera oscura como esta, pero cada cual tiene sus propios límites. Busqué en vano una recepcionista para no tener que hacer caso a la anciana ofreciéndole una sonrisa algo confusa, y así poder seguir con mis asuntos, pero en el escritorio de la entrada no había nadie y las dos puertas que daban al interior de la oficina estaban cerradas. Puse una cara amable y dije:

    —No sé lo que quiere decir.

    La anciana me hizo un gesto vago. Llevaba unos guantes blancos que se correspondían con su forma de vestir, pero iba vestida de forma más apropiada para ir a tomar el té, o la iglesia, que para estar ahí sentada. Me aclaró:

    —¿Eres alguna clase de mexicana?

    Eso era una novedad. A veces en los formularios marco «Otro» y a veces marco «Isleña del Pacífico», a menudo otras personas marcan Negra (así son mis padres adoptivos y, casi seguro, también algunos de mis antepasados biológicos), pero nunca me habían identificado como «alguna clase de mexicana».

    Bienvenida al Sur, claro. Llevaba poco tiempo en esta parte del país y la primera persona con la que hablé en mi nuevo hogar provisional no consiguió que esperara con ansias futuras interacciones humanas.

    —Claro —le dije—. Alguna clase de mexicana. Buenos días y vete a la chingada.1

    —Qué forma de hablar más interesante —mostraba unos dientes tan rectos y blancos que tenía que habérselos comprado en una tienda.

    La puerta que había a la izquierda se abrió, y un viejo de pelo cano y traje gris asomó la cabeza y dijo:

    —June, ¿podrías...? ¿Y ahora a dónde se ha ido? —me miró un instante, luego a la anciana, a la cual le dijo—: Doris, estoy contigo en un minuto, me sabe mal que te quedes ahí sentada. No sé adónde ha ido esa chica —giró la cabeza y me miró sin salir de detrás de la puerta—. ¿Puedo ayudarle, señorita...?

    —Soy Rebekah Lull. Tengo una cita...

    Justo entonces una joven delgada con vestido verde pálido entró, procedente del pasillo, abriendo los ojos al mirar la sala. Pronunció un ¡Oh!, corrió hacia el escritorio y empezó a hojear una agenda a la antigua usanza, impresa en papel.

    —Lo siento, lo siento, solo estaba... —se ruborizó tanto que sus orejas se pusieron rosadas. Hubiera sido tierno si no se hubiera mostrado tan aterrorizada. Debía tener veintiún o veintidós años, no era mucho más joven que yo, pero parecía que acababa de entrar en el instituto. Miró al viejo, quien asintió, y luego miró a Doris y dijo:

    —Puede entrar, el señor Howard le atenderá en seguida.

    Así que el viejo era el señor Howard, el abogado al que había venido a ver. Que le jodieran por dar dos citas a la misma hora. Había fundido los neumáticos para llegar a tiempo tras salir de Chicago un día después de lo planeado —el regalo habitual tras una fiesta de despedida es la resaca, y necesité el día de ayer para recuperarme—, ¿quizá la abuelita racista se estaba saltando su turno?

    Doris se tomó su tiempo para recoger su bolso y levantarse de la silla, luego pasó junto a mí, rumbo a la puerta que el viejo le mantenía abierta de forma caballerosa y paternalista, lo cual quizás Doris apreciaba. Al pasar junto a mí, me susurró:

    —Me encanta la música mariachi —y se fue dejándome esa útil información, además de los ojos llorosos por la intensidad de su nube personal de perfume de lavanda.

    Doris y el viejo Howard entraron en la oficina y la puerta se cerró. Me acerqué al escritorio de June y, aunque debería haber sentido algún tipo de afinidad con ella como compañera que lucha, tanto como puede, contra las constricciones del kiriarcado y todo eso, le lancé esa mirada mortal que aprendí de mi madre y le dije:

    —Soy Rebekah Lull. Tengo una cita con el señor Howard. Ahora mismo.

    Se alteró, en realidad parecía un conejo que miraba como se le acercaba un zorro rebosante de confianza, y hojeó la agenda, y luego se relajó visiblemente.

    —Quiere decir con Trey. Un momento —se dirigió a la otra puerta, la que estaba a la derecha de su escritorio, y golpeó el vidrio—. Trey, quiero decir, señor Howard, su cita de las cuatro treinta está aquí.

    La puerta se abrió y apareció un hombre sonriente que vestía camisa blanca y tirantes. Era la primera vez que veía a alguien menor de cuarenta años llevando tirantes de un modo, seguramente, no irónico, y pantalones negros bien planchados. De repente me sentí más desarreglada que antes, y deseé encontrar tiempo para cambiarme los vaqueros y la sudadera del Instituto de Arte de Chicago que llevaba. Soy capaz de ligármelos, y de pasar de los chicos, pero cuando tienen la pinta de mi nuevo abogado, ligárselos parece mucho más apetecible. Era, claramente, un pariente del viejo señor Howard, ya fuese su hijo o nieto y, además, parecía bastante mayor como para ser un estudiante de posgrado. Era guapo, al estilo de un ex deportista rubio y robusto. Teniendo en cuenta mis quejas sobre el racismo en las salas de espera, no debería admitirlo, pero soy tan proclive a pensar mal como cualquiera, y de entrada le opuse resistencia a mi atracción porque probablemente sería un creído que pertenecería a alguna fraternidad, en el estado embrionario del tipo viejo amigo de la red, en la cúspide de su metamorfosis total. Me gustan los hombros anchos, pero tienen que estar pegados al tío adecuado.

    —Señorita Lull —abrió más la puerta y se echó a un lado—. Por favor, pase a mi oficina.

    —Gracias, June —le dije a la recepcionista, quien se sorprendió, probablemente no estaba acostumbrada más que a ser ignorada o tratada mal, así que asintió y bajó la vista hacia su escritorio después de mirar de refilón. Me pregunté si el señor Howard, el joven, se dio cuenta de cómo le miró. Con toda la reverencia maravillada de una cavernícola mirando el fuego.

    Él era claramente su tipo. Dejando a un lado mis reservas, podía entenderla.

    Entré en la oficina, era pequeña y estaba presidida por un escritorio de madera más viejo que el viejo señor Howard, las paredes estaban repletas de estantes que contenían los típicos tomos de jerga legal encuadernados en cuero. Sin embargo, tenía algún toque personal, y no era un balón de futbol firmado ni una foto de algún político republicano. En vez de eso, Trey tenía una hilera de vasos canopos en miniatura, alineados en el borde de su escritorio, diminutas vasijas con cabeza de águilas y chacales. Debió notar que yo los miraba, porque sonrió.

    —Usted es de Chicago, ¿verdad? Los conseguí en el Museo Field hace unos años, cuando hicieron una exposición sobre Egipto.

    —La vi —me senté en la silla de madera y cuero que me indicó, y él se dejó caer en el sillón de detrás del escritorio—. Cursé la universidad en la Escuela del Instituto de Arte de Chicago, justo al final de la calle del museo.

    —Uf —dijo de un modo que me pareció preocupación sincera—. La mayoría de las galerías de arte de por aquí están especializadas en vender fotos de las montañas a los turistas. Puede que se quede un poco hambrienta de cultura. ¿Ha venido aquí directamente desde Chicago?

    Asentí.

    —Me puse en camino a primera hora de la mañana.

    Silbó.

    —Un largo viaje. ¿Quiere un café? ¿Agua?

    —No, estoy bien —reprimí un bostezo—. Si no le importa...

    —Claro, por supuesto. Al asunto. Soy Stacy Howard Tercero, pero como los otros dos abogados de aquí también son Stacy Howard, puede llamarme Trey..., si quiere llamarme de alguna manera. Tengo para usted un cheque y las llaves de la casa de los Grace, y le llevaré allí de inmediato si quiere, pero primero, ah... —puso una mueca de dolor. Mierda. Incluso dio un respingo—. Como le dije en la carta que le envié, hay algo que debemos hacer antes de que reciba la herencia.

    —Una prueba.

    —Lo llamé una prueba. Pero no sé si eso es lo que es exactamente. El señor Grace dejó algunas instrucciones, eso es todo, y se supone que debo seguirlas antes de entregar cualquier cosa. Probablemente se podría impugnar en el tribunal, porque las condiciones extrañas en las herencias no son tan frecuentes en la vida real como en las películas, pero la prueba debe ser bastante sencilla, así que si quiere intentarlo, podría resultar más fácil.

    —No sé cómo se espera que supere esa prueba, sea la que sea. Nunca supe de Archibald Grace hasta que usted me envió la carta.

    Asintió.

    —¿Es usted adoptada? ¿Sabe algo de su familia biológica?

    Negué con fuerza con la cabeza.

    —Nada. Me abandonaron. Literalmente me dejaron, recién nacida, en una cesta fuera del hospital. Tuve suerte, fui adoptada por mamá y papá antes de mi primer cumpleaños, y siempre me he sentido su hija. Tampoco les he dedicado muchos pensamientos a esos gilipollas que me dieron la vida y me abandonaron.

    Así fue, hasta que alguien que decía formar parte de mi familia biológica murió y me dejó su casa y todo lo que había en ella..., y suficiente dinero como para poder descansar de la realidad un año o dos, y averiguar hacia dónde quería dirigir mi vida.

    Trey asintió.

    —Bueno, esto es lo que se supone que debo hacer —sacó un papel, el cual tenía un bonito y flamante membrete, de un cajón del escritorio y comenzó a garabatear en él con un bolígrafo. Cuando terminó, me acercó el papel.

    En la parte superior, con letra apenas legible, se leía: «Haz tres preguntas». Y debajo se veía un círculo con el número uno, otro con el dos y otro con el tres, cada uno en una línea.

    —¿Qué?, ¿solo... cualquier...? ¿Cualquier pregunta? ¿Tienen los perros la misma naturaleza que Buda? ¿Cómo hacer que el amor perdure?

    Él sonrió.

    —Esas son buenas. Desearía poder darle alguna indicación, pero mis instrucciones son únicamente decirle que escriba tres preguntas.

    Qué prueba más extraña. ¿Qué querría algún pariente perdido que yo preguntara para entregarme las llaves del reino, fuese lo que fuese este? Pensé en Doris y su culo racista, me eché hacia delante y escribí.

    1. ¿Qué soy, exactamente?

    2. ¿Por qué mis padres me abandonaron?

    3. ¿Por qué has esperado a estar muerto para ponerte en contacto conmigo, gilipollas?

    Le devolví el papel a Trey, quien lo examinó un instante y resopló. Golpeó la hoja.

    —¿Qué soy exactamente?

    —Es lo que me preguntó la vieja de la sala de espera. Dedujo que alguna clase de mexicana.

    Puso una mueca de dolor. Aun así, era mono.

    —Doris. Disculpa. Ella es... Bueno, podría decirse que es de otra generación, aunque mucha gente de su generación se las apaña para montárselo mejor que ella. No todos somos como Doris por aquí, señorita Lull. Espero que se quede el tiempo suficiente para poder comprobarlo.

    Continué revisando la primera impresión que tuve de él. Tal vez no era tan chungo.

    —Me alegra oír eso. Entonces, tiene mis preguntas. ¿Y ahora qué?

    —Ahora abro esto —metió la mano en un bolsillo, sacó un llavero y abrió el cajón de arriba de su escritorio. Sacó un sobre amarillento y le dio la vuelta, revelando una firma garabateada en la solapa sellada—. Sé que es difícil de leer, pero ahí pone «Archibald Grace», su larga perdida... y todo eso. Nunca dijo qué relación tenían, al menos no a mí —Trey cogió un abrecartas y abrió el sobre, sacando un trozo de papel cebolla doblado. Lo consultó, refunfuñó, y dijo—: Qué bueno.

    —¿Qué bueno? ¿Qué bueno el qué?

    —Suponía que yo solo debía confirmar que las respuestas de este papel eran adecuadas a las preguntas que usted ha escrito. Y no, no tengo ni idea de por qué un viejo ermitaño como el señor Grace ha querido montar un evento de mentalismo en Las Vegas desde el más allá, pero lo ha hecho, y ha ido bien. A menos que le enviara las preguntas correctas en algún momento, como un código, para comprobar que es la persona correcta —negué con la cabeza levantando una ceja—. ¿No? Bueno... ¿Quiere leer las respuestas?

    Asentí y me pasó el papel. Leí:

    1. Una pregunta amplia, pero sé lo que quieres decir. Tu madre era polinesia. Tu padre era difícil de definir, pero digamos que era, en gran parte, europeo.

    2. Para protegerte.

    3. Lee la respuesta número 2. Y, además, por vergüenza.

    Me desplomé en la silla.

    —Supongo que mejor que no haya preguntado ¿Cuál es tu color favorito? ¿Cuánto tiempo lleva este sobre en ese escritorio?

    —Oh, solo las últimas dos semanas. Antes estaba en una caja fuerte. El señor Grace se lo dio a mi abuelo hace casi veinticinco años, o eso me ha dicho. Yo estaba demasiado ocupado entonces jugando con camiones de juguete como para corroborar la historia personalmente.

    —Tengo veinticuatro años —le dije.

    —Tendría que preguntarle al señor Howard I la fecha exacta —dijo Trey—, pero supongo que fue alrededor de su nacimiento, sí.

    —Imagino que él no habrá echado cuentas, pero... ¿cree que Archibald Grace era mi padre? Siempre supe que tenía un padre, un donante de esperma, más bien; papá era mi padre, pero no era algo en lo que pensara mucho.

    Excepto porque ahora podría heredar la casa del donante de esperma y un montón de dinero.

    Trey se encogió de hombros.

    —Lo siento pero, realmente, no lo sé. Podemos ayudarle a averiguarlo, si quiere. Tal vez haya un cepillo con algunos cabellos en su casa, en la de usted, me refiero, y podríamos hacer una prueba de ADN. Era un hombre viejo, incluso hace veinticinco años ya era bastante viejo, pero eso no viene a decir gran cosa. Tal vez sea un tío, un abuelo... —negó con la cabeza—. De todos modos, esto es para usted —me pasó un sobre de una época mucho más reciente que el anterior.

    Miré dentro y vi un cheque bancario con un buen número de ceros. No era dinero para toda la vida, sino dinero para un año, tal vez dos, fácil. La carta original que me había traído de Chicago me informaba de cuánto dinero recibiría, pero sostener el cheque en mis manos era diferente; parece que todo esto no era una broma elaborada.

    —Vaya. Gracias.

    —Esa es la parte simple de la herencia —dijo Trey—. Puede gastarla. Ahora, la parte que es más complicada de tratar. ¿Quiere ver la casa?

    Me dio la dirección, pero me advirtió que mi GPS probablemente se reiría en mi cara cuando nos acercáramos, y me sugirió que siguiera su coche con el mío. Acepté y, mientras caminaba con él en la calle, esperaba encontrar un coche de lujo de alta gama o una camioneta de mierda. En vez de eso, tenía un pequeño Toyota verde que parecía un primo de mi propio coche modelo economía de universitaria. Supuse que, o bien no ganaba mucho dinero haciendo de abogado en una ciudad universitaria de montaña, o bien se gastaba el dinero en otras cosas.

    Había pasado la mayor parte de mi vida en Chicago, donde el terreno tiende a ser llano y urbano, y conducir por las montañas era algo nuevo, desconocido y, a veces, aterrador. No podía asimilar el paisaje por completo: había mucha más extensión de tierra de la que estaba acostumbrada a ver, llena de pliegues que hacía que ocupara un espacio mucho menor del que debería, pero una vez que salimos de la ciudad, apenas hubo señales de presencia humana en millas a la redonda, y pasé de ver pinos por todas partes a encontrar unas vistas abiertas hacia unas montañas azules. Esas vistas a menudo iban de la mano de angostos arcenes junto a abruptas caídas, y los constructores de carreteras del lugar habían colocado las barandillas de manera bastante descuidada. Combinados con mi agotamiento, esos hechos le conferían al viaje una cierta sensación de peligro épico en algunos tramos. El lugar era hermoso, sin embargo, las montañas eran redondeadas, erosionadas, como si fueran acuarelas.

    Casi no había tráfico, así que fue fácil seguir a Trey mientras me guiaba por esas carreteras sinuosas y mal señalizadas. Mi GPS siguió confirmando cada curva durante un buen rato, hasta que pasamos por un puente de madera de un solo carril; entonces su amistosa voz robótica dijo «recalculando» unas cuantas veces antes de caer en un silencio que parecía casi contemplativo.

    Trey señalizó un giro hacia la izquierda donde no vi ningún camino, y su coche desapareció entre un par de rododendros tan grandes que arbustos no parecía la palabra adecuada para ellos, de ninguna manera. Sin embargo, había un camino de tierra no señalizado, tan estrecho debido al crecimiento desmedido de la vegetación que los arbustos rasparon ambos costados de mi coche. Se me pasó por la cabeza que, tal vez, me llevaba a la guarida del sádico asesino Trey... Puede que enviara cartas a chicas recién graduadas de todo el país diciéndoles que habían heredado una casa y algo de dinero, atrayendo a las más crédulas (como yo) hacía una turbia muerte. Por supuesto, él era bastante agradable, pero las chicas que han tenido una cita con un chico encantador que se convierte en un monstruo cuando las cosas no salen como él las ha fantaseado, saben que ser agradable no significa una mierda.

    Por otra parte, en lo concerniente a un plan de asesinato, éste sería bastante estúpido. Mi familia sabía que yo estaba aquí, y mucha otra gente me había visto reunirme con Trey..., a menos que estuviera dirigiendo un gremio de asesinos con su abuelo, June y la vieja racista Doris (vale, de ella me lo creería). En verdad no pensé que me encontrara en el escenario de una película de terror gótica del sur, pero te desafío a que pases once horas conduciendo y luego atravieses con tu coche un muro de rododendros, sigas por un camino de tierra y no especules con cosas oscuras.

    El nombre del lugar al que me dirigía no ayudó. La propiedad de Archibald Grace no estaba en el pueblo, en Boone, sino en las afueras, en una zona solitaria llamada Campamento de la Carne. Sonaba como un campamento de verano para caníbales, si bien Trey me aseguró después que la zona recibió ese nombre porque los cazadores solían acabar con sus presas allí.

    Muy reconfortante.

    Eché un vistazo a la pantalla de mi teléfono y me encontré con que estábamos completamente fuera del mapa, el pequeño punto azul de mi posición se desplazaba a través de una nada sin caminos. Me encontraba en una pista que no existía.

    Eso cobró un poco más de sentido cuando llegamos a la cima de una colina y vi la casa en la pequeña hondonada que apareció frente a mí. Esa carretera de tierra de tres millas, en realidad, no era una carretera, tan solo era el camino de entrada a mi nueva casa.

    Nueva para mí, por supuesto. La casa parecía más antigua que los árboles que la rodeaban, al menos parte de ella. Aparqué al lado de Trey, salí del coche y me quedé junto a la puerta abierta de mi coche, intentando comprender la escena que tenía delante. Trey salió de su coche y me miró, medio sonriente, esperando claramente ver cómo me tomaba la aparición de la casa de los Grace. Me acordé de esos videos donde le la gente le da limón a su bebé únicamente para ver cómo reacciona.

    La casa, claramente, nació como casa de campo de madera. La estructura principal tenía dos pisos de altura y una ventana redonda en la buhardilla que se asomaba desde el vértice del techo, pero con los años se fueron añadiendo habitaciones y más habitaciones y, en aquel entonces, la casa fue ampliada hacia ambos lados, cuyas alas, desparejadas, se alejaban hacia los árboles que se agolpaban a ambos lados.

    Una torre cónica se alzaba por encima del tejado. Se veía una plataforma con barandillas sobre este, y balcones en las paredes, junto a una profusión de pararrayos, veletas con forma de animales de fantasía y lo que parecían ser púas de hierro forjado puramente ornamentales. La vivienda estaba rodeada por un porche. Gran parte de este había sido cerrado e incorporado a la casa, pero quedaba una zona abierta frente a la puerta principal, con un par de mecedoras y un columpio con viejas cadenas negras de metal.

    Lo que no pude soportar de la casa fue su inmensidad. Crecí en una urbanización cerca del centro de Chicago, aunque no es que nunca hubiera estado en casas grandes, tenía amigos que vivían en casas gigantes de cinco pisos en Oak Park, pero esta construcción se desperdigaba y tenía la impresión de que seguía haciéndolo allá a lo lejos. No era exactamente una casa de campo inglesa enorme, porque esas grandes mansiones que ves en la televisión están construidas de una sola vez, de forma unificada, a conciencia. Este lugar era más como una cáscara de nautilo, donde la casa se había ido haciendo cada vez más grande a lo largo de los años de un modo orgánico.

    Los terrenos delanteros y laterales estaban atestados de..., bueno, chatarra, por ser amable. Electrodomésticos viejos, montones de palés de madera, bidones de aceite, montañas de varillas oxidadas enmarañadas, una antigua lavadora con polea de mano en la parte superior, neumáticos de tractor... Mi mente renunció a la idea de hacer cualquier tipo de inventario minucioso.

    —Sí, es cierto, todo esto puede ser suyo —la voz de Trey fluctuaba entre divertida y apagada, y mostraba una media sonrisa que podría haber acabado en sonrisa pero, en cambio, se las apañó para que quedara encantadora. Me señaló un par de vehículos aparcados a la sombra, a la izquierda de un imponente roble: un viejo camión Studebaker, con su pintura roja desteñida hasta acabar de color rosa, y un polvoriento pero intacto roadster negro de alguna época, con la capota abierta y grandes faros abultados—. Lo último que escuché, es que ambos funcionan, aunque la camioneta parece algo ruda. Tengo los papeles para dárselos. Si quiere vender el Allard, podría sacarle bastante dinero, aunque no tanto como podría sacarle si el señor Grace lo hubiera cuidado mejor.

    —Yo, solo... Esto es demasiado como para poder asimilarlo.

    Trey asintió y rodeó su coche para acercarse a donde yo estaba.

    —Me lo imagino. Tengo las llaves. La electricidad está conectada, y el teléfono, y he comprado unas cuantas provisiones básicas para la cocina. Si hay algo más que necesite, puede ir a la ciudad. Una vez que llegue al final del camino de entrada, su GPS debería funcionar bien; la casa en sí está en una especie de zona sin cobertura. En realidad puede tener conexión por cable aquí, lo crea o no, lo que significa que puede tener Internet. Puedo ayudarle a organizar todo eso, si quiere—. Me puso en la mano un pesado aro con llaves.

    —Eh... ¿Así que esto es todo? ¿Soy propietaria de una casa?

    Se rio.

    —Esto es todo. Tenemos la escritura y todo lo demás en la oficina; puede tenerla cuando quiera, o podemos seguir guardándola en nuestra caja fuerte. El señor Grace contrató a mi bufete durante décadas, y nos pagó bien para asegurarse de que usted se instalara aquí, si decidía quedarse. Pero ahora que ha visto el lugar... —se apartó.

    —¿Qué?

    Parecía un poco incómodo. En realidad, muy incómodo, como si se hubiera tragado una avispa.

    —No es asunto mío, en verdad...

    —Oh. ¿Quiere saber si quiero que usted venda esta propiedad y que me envíe un cheque?

    Asintió.

    —Mi abuelo quería que le hiciera la oferta, pero ha estado conduciendo demasiado, probablemente no es el momento adecuado para tomar una decisión como esa.

    Miré la casa. Era como algo sacado de un cuento infantil, de esos que tienen lobos que hablan con voces humanas, secretos escondidos en el ático y, puede que algún que otro fantasma.

    —Lo pensaré. Pero si el señor Grace era realmente parte de mi familia, podría haber cosas en esta casa que me gustaría ver. Creo que me quedaré un tiempo. El lugar está en condiciones para ser habitado, ¿verdad?

    Trey miró la imponente casa y asintió.

    —Sí, lo está. No puedo prometer que todas las ampliaciones estén en condiciones... El señor Grace hizo mucho trabajo él mismo. Escuché que era un buen carpintero, pero no se preocupaba demasiado por la estética.

    —Es evidente —dije echándole una mirada a la casa. Trey se rio y, mientras lo hacía, pensé en lo que había dicho. Ese misterioso Archibald Grace quizás fuese mi padre, casi seguro era un pariente secreto, y era bueno trabajando con las manos. Le gustaba hacer cosas. Eso era algo, era conocer una verdad de una parte de mi vida bastante falta de verdades—. ¿Cómo sería el señor Grace?

    Trey negó con la cabeza, el buen humor se le fue de la cara.

    —Lo vi muy pocas veces, no venía a menudo a la oficina. Mi abuelo se ocupaba de él la mayoría de las ocasiones y, habitualmente, venía él aquí. El señor Grace fue uno de sus primeros clientes. Esta no era su residencia principal, creo que no, venía y se quedaba para pasar el verano, casi todos los años, según tengo entendido.

    —¡Oh! ¿Así que tenía otras propiedades? ¿Quién las ha heredado? —me preguntaba si tendría otros parientes misteriosos que estuvieran vivos y que pudieran responder a mis preguntas.

    —Creo que la mayoría se vendieron, algunas se filtraron en el cheque le di, seguramente.

    —Oh. Para ser una casa de verano, este lugar

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