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De las sombras
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Libro electrónico211 páginas2 horas

De las sombras

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Henricus Institoris, inquisidor para la Alta Alemania, agoniza en algún lugar del Sacro Imperio Romano Germánico. En su lecho de muerte es interpelado por voces que, desde las sombras, lo conminan a examinar su propio pasado. Al mismo tiempo que biografía imaginaria del autor del tristemente célebre Malleus Maleficarum, De las sombras es una pregunta, una larga interrogante sobre las decisiones que tomamos en el curso de una vida que transcurre en el mundo, pero también en los intersticios de nuestra propia consciencia, allí donde, sin saberlo, transitamos tantas veces entre la oscuridad y la luz, entre el bien y el mal. “...la obra recrea un narrador coral, polifónico, que inquiere al inquisidor en una suerte de propuesta metaliteraria y dramática, capaz de conformar una atmósfera oscura que hace eco a la vida del propio personaje.” Jurado del Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero 2018.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 mar 2020
ISBN9780463106327
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    De las sombras - Alma Mancilla

    I

    Quién sabe cómo empezó.

    — ¡Una luz!

    — ¡O tal vez la oscuridad!

    —Ay, es tan difícil distinguirlas.

    Sí, definitivamente era una luz: un resplandor casi efervescente, líquido, como si en lugar de estar hecho de gas estuviese hecho de agua. Un mar irradiando lumbre y en la lumbre un zafiro: el rojo de la eternidad.

    — ¡Fuego!

    Sí: Fuego. Límpido, inconfundible fuego. Luz, oscuridad, agua, fuego.

    Y en ese fuego nosotras, suspendidas como de un arco, atrapa das en un nimbo sin principio ni fin, flotando en la bóveda cóncava del firmamento, ahogadas e inmóviles en el éter de la inmensidad.

    — ¿Nos ves, Henricus?

    — ¿Logras escucharnos?

    ¿Es esto el cielo?, nos preguntamos. Dios quiera que sí…

    — ¡Que lo sea!

    ¿Nos reconoces? Somos nosotras, Henricus. Todas. Las que conociste en vida. Las que nunca llegaste a ver. Las que nunca pudiste ni supiste entender.

    —Las que morimos en la luz.

    —En la oscuridad.

    —En el agua y en el fuego.

    — ¡Sobre todo en el fuego!

    Ninfas, hadas, monjas, putas, campesinas, niñas también. Estamos aquí, flotando en un tiempo sin tiempo, en un lugar sin lugar.

    — ¡Libres!

    ¿Cómo se explica, Henricus? ¿Cómo es posible que veamos lo que estamos viendo? ¿Cómo es que tenemos entre las cejas este saber, este conocimiento que ni es nuestro ni nos atañe y que, sin embargo, al tiempo que nos aniquila nos llena de luz y nos hace existir? Porque existimos, de eso no hay duda. ¿De dónde proviene la voluntad que nos obliga a ver? Sí, Henricus: Nos obliga. Porque hubiéramos preferido no hacerlo. Hubiéramos preferido no ver. No saber.

    ¿Te has preguntado qué milagro permite que nuestra voz te alcance al fin? ¿Es Dios? ¿Es el Diablo? Los dos actúan de forma incomprensible, caprichosos como niños: alimentados por la arrogancia sus erráticos pensamientos son una helada burbuja de luz, inestable, presta a estallar. No te enfades; lo decimos sin mala intención. En el fondo, y eso bien lo sabes tú, todo es como debe ser. Además, de no estar nosotras aquí, ¿quién iba a venir a verte, Henricus? ¿Quién iba a tomarse la molestia de escucharte ahora que tu voz se ha empezado a apagar al Fin? ¿Quién iba a dirigirte la palabra? ¿Quién iba a interpelarte con un ápice de honestidad?

    — ¡No podríamos!

    — ¡Jamás!

    En el fondo, Henricus, lo que queremos decir es que esto tiene que ser un milagro.

    — ¡El milagro!

    En el fondo, lo que queremos que sepas es que los prodigios existen. Claro que existen. Igual que existe lo que no entendemos, lo que ocurre sin que sepamos bien a bien por qué; eso que, por más vueltas que le demos, no lograremos, no podremos nunca comprender.

    Heinrich Kramer. Henricus Institoris. ¿Cómo llegaste a tener ese nombre? ¿Cómo te convertiste en lo que un día ibas a ser?

    — ¡El inquisidor más grande de la Alemania de su tiempo!

    — ¡Venerabilis et excellentissimus Henricus Institoris, inquisitor heretice pravitatis!

    — ¡Doctor bullatus, sub camino creatus!

    Escucha la pompa que se desprende como un pesado perfume del aura de tu título, oye los cascabeles del carro que arrastra tu presencia en la tierra, esa esencia como a mirra que, te das cuenta, sin querer vas dejando tras de ti. ¿Quién te reconocería ahora? ¿Quién podría, por tu aspecto, suponer la clase de hombre que fuiste, que eres aun? ¿Quién te iba a tener miedo hoy?

    Pero ¿en verdad fuiste tal hombre? ¿Eras realmente el mejor?

    ¿Eras todo eso que se dice de ti?

    — ¡Más, más, era más!

    — ¡El cazador de brujas!

    — ¡El perseguidor!

    ¿Qué haces, Henricus? ¿Por qué pones esa cara? ¿No te gusta acaso lo que oyes? ¿No te gusta lo que ves? ¿O es que aquí, ahora, aun tendido en ese camastro de paja maloliente, tu cuerpo presa de los más infames dolores, quieres ser tú el que tome las decisiones?

    ¿Es que aun ahí, transmutado por las fiebres, pretendes ponerte a enjuiciar? ¿A quién piensas quemar esta noche, señor inquisidor? O es que esperas que el cielo te dé una respuesta…

    — ¿Qué respuesta?

    — ¿A qué pregunta?

    Sí, Henricus: A qué pregunta. Sin pregunta, no se puede saber.

    —Ubi diabolus per se… in effgie malifce, aut cum presentia corporale… malefice affuerat… malifce, aIffuerat…

    Es tu voz, ¿no la reconoces? Antes potente, antes magnífica, se ha ido poco a poco diluyendo hasta convertirse en un invisible susurro, una tea que se apaga lenta, imperceptiblemente; las gotas de agua que corren por un tubo tan estrecho que apenas lo logran atravesar. Acostúmbrate, Henricus: De ahora en adelante no habrá gritos. De ahora en adelante será así. De ahora en adelante escucharás.

    Afuera resuenan los murmullos del viento. Óyelos. En esta época del año parece que arrastran sollozos, inefables voces, con versaciones a medias, oraciones pronunciadas entre dientes, murmuraciones que acaso contengan los efluvios del bien y los secretos del mal. Adentro, entre los muros de la celda que te contiene, que nos contiene, sólo rezumba el silencio: adentro sólo queda la oquedad innombrable, el abismo en el que eres y en el que estás a punto de dejar de ser.

    — ¡No todo puede durar para siempre!

    Si hemos de esperar que el mundo entero se termine, mucho más ha de ser el caso, lo ves, con la propia vida, con esa minucia que nos ha tocado protagonizar, con ese grano de arena que somos en el mundo, esa tierra perpetuamente extranjera, limbo sin orientación ni brújula, ni fin.

    — ¡Un valle de lágrimas!

    Sí, un valle cruel. ¿Lo ves? Aquí está: Es el minuto inefable (¿esperado? ¿temido?), el instante, Henricus, el parpadeo infinitesimal en el que has de reunirte de una vez y para siempre con la nada. La nada: esa hija turbulenta de la creación: el agujero negro: el torbellino de los monstruos. ¿Y el Creador, dices? Claro, Henricus. Claro: Él está aquí también. El Creador. El Rey de Reyes. El motor del universo. ¿Cómo podría no estarlo? ¿Cómo podría no ser? Si hemos de ser fieles a lo que pensamos, a lo que sabemos, a lo que sentimos, a aquello en lo que creemos o Fingimos creer, tenemos que darle a Él su lugar. Allí está: Míralo, sentadito en su trono, quieto en su omnisapiencia gris. Está viejo y cansado. Lo rodean las moscas. Sus pies, observa, están cubiertos de llagas. Su cuerpo es un papiro gris. Pero no está solo, Henricus. Nunca lo ha estado. ¿Te sorprendes? No creas todo lo que te han enseñado allá afuera, en conventos, abadías y concilios.

    — ¡En aquelarres!

    No creas en todo lo que hasta hoy has sentido que debes creer. Porque aquí, en esta vastedad insondable, somos más de los que te imaginas. Somos muchos, inquisidor, tantos que no lo podrías creer. Sí, ni siquiera tú, Henricus. Ni siquiera tú. Suspende tu juicio, inquisidor. Abre los ojos. Prepárate a ver.

    —Excelentisimis inquisitoris Henricus Institoris, per sua postestat, qui non si…

    —Su Excelencia es presa de otra vez.

    Es Gervasio, ese pobre frailecillo enclenque al que han ido a sacar de quién sabe qué pueblo perdido o aldea soterrada en los intrincados vericuetos de la oscura selva, que por eso llaman Negra, ¿no es así? ¡Qué de cosas se esconden en ella! ¡Qué de maleficios! Y ese pobrecillo teutón ignorante ha sido, para desgracia suya, asigna do a tu cuidado. De entre todos los frailes moribundos, que no son pocos, le ha tocado atenderte a ti. Da pena verlo, yendo y viniendo con los lienzos, con las vasijas llenas de tus deposiciones, tu orina, tu vómito, tu lento dejar de ser, sus manos cadavéricas sosteniendo la tuya, Henricus, esa garra de gavilán que no se resigna a partir. Porque estás así desde hace una semana y no hay indicios de que vayas a mejorar; tu cuerpo, míralo, es un montón de pellejos pega dos al hueso, tu rostro una máscara mortuoria casi oculta entre los pliegues de tu hábito ya gris, ese que llevas desde hace tanto y que ni ahora, en el trance del Fin, te has querido quitar.

    —Te servirá de mortaja.

    — ¡Lo obtuviste a cambio de un libro!

    — ¡Sí, de una síntesis!

    — ¡De algo sublime!

    Espera. Espera. Ya volveremos a tu hábito, inquisidor. Ya volveremos a tu libro. Una cosa a la vez. Gervasio, decíamos, menuda labor le ha tocado. Menuda cruz ha tenido que cargar. Pero así es la vida, y Gervasio hace lo que en ella se le destina y lo hace sin rechistar. Salido del campo no podía esperar nada mejor. Los de su clase no saben oponer resistencia a la voluntad de Dios. Los de su clase, lo sabes, ¿verdad?, están siempre preparados para el sufrimiento, listos para la desgracia, atentos a la lenta agonía que sólo puede terminar en la tumba, en el fin, ahora o después. Al mismo tiempo, fíjate, los de su clase saben más que nadie, creen con particular firmeza en la realidad de la salvación. ¿Por qué? ¿Cómo puede ser? ¿Qué sabe este pobre franciscano de la salvación?, te dirás. ¿Qué sabe ese hombrecillo del pueblo acerca de los innumerables males que aquejan al alma? ¿De las infinitas posibilidades de la perdición? Precisamente porque nada sabe, Henricus, es que está listo para todo: su alma es un cuenco vacío, un receptáculo inmejorable.

    — ¡Nein, nein!

    —Excelencia, no debe agitarse.

    ¿Insistes en ser tú el que hable? Así es, Henricus, tu verbo y tu lengua no te abandonan. Tu insistencia en opinar es asombrosa.

    ¿Qué sientes al pronunciar estas últimas palabras en tu lengua, ese alemán rustico que aprendiste de niño? Aunque impía y bárbara siempre ha sido tu mejor vehículo de comunicación, tu lengua de víbora y de condenador.

    — ¡Lo que fuiste y lo que serás!

    Tu lengua: más auténtica y más vivaque las jerigonzas en mal latín en las que te debates, en las que te debatiste siempre por hacerle llegar tu plegaria al Señor. El mal latín en el que a tantos injuriaste. Tu lengua: más veneno que oración.

    ¿Rezas, Henricus?

    ¿Por qué? ¿Para qué? ¿A quién?

    Prueba de que aun eres tú mismo, de que aun vives, es a gestos y a muecas, con mohines y movimientos de la mano que ordenas a Gervasio que abra los postigos, que deje entrar un poco de luz. Afuera la villa supura. Brünn. Hace poco que el Emperador la ha anexado a su Sacro Imperio y mírala, hierve ya en los estertores de su propia agonía.

    — ¡Ah, ciudad ignorante de su destino!

    — ¡Ciudad que un día ha de morir aplastada como la carroña! No obstante, sus escándalos y fragores apenas te alcanzan allí, bajo tu manta llena de pulgas y de chinches, fauna entre la que yaces envuelto, cuerpo macilento que agoniza bajo los techos del monasterio al que has venido a parar y del que sabes ya que no saldrás vivo. Claro, en el fondo no te importa. A tu edad has visto todo; a tu edad has visto demasiado. A tu edad es un pecado seguir vivo. ¿Alucinas acaso? Porque detrás de los muros espesos como murallas a ratos te parece escuchar, como si las tuvieras al alcance de la mano o justo al lado de tu camastro, las groseras voces de los mercaderes que lejos, en el mercado, ofrecen vituallas a cambio de algunas monedas. Hablan lenguas eslavas, lenguas malditas y extrañas, lenguas que aunque no comprendes adivinas impías, cargadas de perdición. Te parece ver a las prostitutas que se pavonean contoneando las caderas en las callejuelas adyacentes a la iglesia, en donde las siguen, sin vergüenza alguna, las lascivas miradas de los guardias imperiales.

    Porque nada ha mejorado un ápice, Henricus. Nada ha cambiado desde aquel lejano día en que Nuestro Señor ahuyentase a los esbirros del templo de Su Padre, cueva de ladrones y de rameras, ¿lo recuerdas? Ahora y entonces. Ahora mucho más. Escucha a la plétora de curas y de funcionarios, religiosos de todas las órdenes imaginables que siguen, seguirán allí, ad aeternum, lanzándose a los rostros los desagradables esputos de sus desacuerdos teológicos.

    — ¡Así es y así será!

    Por debajo de sus hábitos de monje, Henricus, los de tu clase parecen más dispuestos que nunca a ayudar a Satán a completar su pérfida obra. Y ni hablar de la muchedumbre: los campesinos ataviados con mugre, las mujeres de tufos a grasa rancia, a sangre menstrual, a antigua cera de iglesia, la humanidad, Henricus, ese vertedero de donde, como está escrito en los sagrados textos, ha de salir la Legión. La simiente del Eterno Devorador. ¿Te acuerdas de los giróvagos, inmunda ralea de pseudo-predicadores locos, desviados que con sus harapos y embustes pervierten el oficio religioso hasta la depresión o la congoja? ¡Cuántos hay como ellos! Llenos de embustes, portadores de patrañas, tantas que con ellas podría llenarse la cabeza de los ignorantes, falsedades en número tal que podría escribirse un tratado en torno a ellas.

    — ¡Un tratado, Henricus!

    —Tu especialidad.

    Hablando de tratados, anoche mandaste pedir que te trajeran el tuyo. Allí está, en la cabecera, junto a la minúscula mesita con los emplastos y el cuenco de agua en cuya superficie Flotan los mosquitos. El libro. Tu libro. La obra por la que se te recordará. Tu legado al mundo, Henricus. El Malleus Maleficarum.

    — ¡El martillo de las brujas!

    — ¡El azote de las hechiceras!

    — ¡El más conocido tratado contra la brujería de toda la historia de la cristiandad!

    — ¡Escrito por ti!

    —Y por Jacobus Sprenger. ¡No se olviden del pobre Sprenger! Exageramos, Henricus. Exageramos. Es sólo que nos sor prende, que nos apabulla que aun ahora, en el trance en el que te encuentras, te regodees en lo que has creado. Que lo quieras ver y tocar como si se tratase de una reliquia sagrada, del dedo de Santa Cunegunda que cura todos los males, del trozo de la cruz del Señor crucificado bajo cuya égida la humanidad languidece y se desintegra. Dinos, ¿acaso lo vas a recitar de memoria? No, claro que no. Sólo quieres verlo una vez más. La última, aunque suene a blasfemia. Tocar sus páginas una vez aunque pueda pasar por idolatría o herejía de moribundo. Y no es que te interese releer su contenido, mucho del cual te sabes de memoria, sino que de pronto, Henricus, sus palabras (tus palabras) te irritan, te llenan de ansiedad. Como si en este momento, inquisidor, en este instante nefasto en el que te vas, en el que estás a punto de partir, ahora que estás por cerrar la última puerta, la que lleva a lo desconocido y lo inefable, sintieras la urgente e inaplazable necesidad de sopesar en su justa medida aquello que escribiste. Aquello que hiciste.

    —Saber hasta dónde ha llegado.

    —Saber qué significó.

    ¿De verdad lo quieres saber?

    —Dios ha querido que lo escriba. Dios lo ha permitido…

    Sí, Henricus. Dios lo ha dispuesto. Dios lo ha querido, como bien dices. Pero ve, Dios ha querido tantas otras cosas, hechos terribles, incomprensibles al menos, canalladas permitidas por su omnipotencia para mejor gracia de

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