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De la Infancia
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Libro electrónico138 páginas1 hora

De la Infancia

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Esta novela de Mario González Suárez es un libro de fronteras. La acción se desarrolla en el último borde de la ciudad, donde lo que sigue es el llano, el bosque raquítico, el arranque de la autopista, la zona fabril. Más allá de la frontera cartográfica, los linderos se multiplican. Los protagonistas se mueven también en otros filos: una familia q
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento20 jun 2020
ISBN9786074453805
De la Infancia
Autor

Mario González Suárez

Mario González Suárez (Ciudad de México, 1964) fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Ha publi­cado, entre otras obras, De la infancia, novela adaptada al cine por Carlos Ca­rrera; El libro de las pasiones, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura “Gilberto Owen” 1997 y el Premio Nacional de Literatura “José Fuentes Mares” 2001; Paisajes del limbo. Una antología de la narrativa mexicana del siglo XX; Marcianos leninistas;Nostalgia de la luz; La sombra del sol; Dulce la sal; A wevo, padrino. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2001. Parte de su obra ha sido traducida al alemán, el francés, el inglés y el esloveno. Fue ganador del Premio Internacional de relato Emecé/Zoetrope 2002. Es director fundador de la Escuela Mexicana de Escritores (EME).

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    De la Infancia - Mario González Suárez

    Primera edición en Biblioteca Era: 2014

    ISBN: 978-607-445-369-0

    Edición digital: 2015

    eISBN: 978-607-445-380-5

    DR © 2015, Ediciones Era, S. A. de C. V.

    Centeno 649, 08400 México, D.F.

    Oficinas editoriales:

    Mérida 4, Col. Roma, 06700 México, D.F.

    Diseño de portada: Juan Carlos Oliver

    Fotografía en la portada: Basilio Niebla

    Ninguna parte de esta publicación incluido el diseño de portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    This book may not be reproduced, in whole or in part, in any form, without written permission from the publishers.

    www.edicionesera.com.mx

    Para Adriana, la sirena que se me apareció en el desierto.

    Interroga la niña:

    –¿Qué es un hombre vulgar?

    Y responde el niño:

    –Aquel que jamás será un fantasma.

    Francisco Tario

    ... A pesar de la oscuridad no me detuve, como si una voz me señalara el camino. De pronto sopló una ráfaga glacial y fétida. Mis manos perdieron el ciego asidero de la pared. Quizá por restos de orgullo, las heridas en el vientre y la cabeza no menguaban mi fuerza ni mis pies resbalaban en los declives mojados. Me invadió la sensación de rodar en lo negro hasta que súbitamente, como si hubiera alcanzado fondo cesaron el vértigo y la asfixia y me punzó un terrible dolor en la espalda. Apareció una luminiscencia en algún punto de la caverna: al principio pensé que eran fosfenos causados por la caída pero en breve advertí que el resplandor, casi verde, comenzaba a crecer. Me tallé los ojos y sólo conseguí encandilarme con las refulgencias que invaden el cerebro cuando se aprietan los párpados... Nada iluminaba: era una luz mustia, para sí misma, díscola. En un instante la mancha se tornó amarilla y fue adquiriendo la forma de una silueta humana... Antes de que se definiera por completo, a mi lado oí una respiración agitada, como de perros. La silueta huía de mis pasos... Decidí olvidar a mis perseguidores y concentré mi energía en ir temerariamente tras ella. Después de un trecho la perdí... Fatigado, me senté en el piso, seco en ese sitio y con una curiosa textura. Creo que dormí un rato porque al incorporarme me sentí repuesto. Los dolores en la cabeza y el vientre habían desaparecido: ni sangre ni lesiones. ¡Cuán desconcertante me resultó no hallar mi ropa ni el cabello! Bajo enorme desesperación quise mirarme las manos o percatarme de mi físico. Sin saber tampoco en qué me apoyaba seguí moviéndome hasta donde apareció una estrella. Me apresuré en tanto trataba de calcular el sitio adonde saldría, los posibles riesgos que me aguardaban... Vagamente columbré que desembocaría por el costado de uno de los cerros que miran a la ciudad desde el sur. Aumenté la velocidad y al traspasar el umbral de aquella grieta comprendí que me lanzaba al abismo... No caí a plomo, comencé a fluir con lentitud sin jamás llegar al piso. Durante ese trance tuve la graciosa impresión de que sólo me quedaba vida en los labios pues por ningún lado encontraba mis ojos... Al cabo de un rato me escuché a la deriva por el aire. Reconocí la ciudad pero no el año... Ya menos arrobado por el vuelo pronuncié estas palabras que empezaban a oírse en los círculos de mi infancia. Y no me ha parido vientre sino mi propia boca. A mi arbitrio traspongo lugares y fechas de esta región delimitada como las prisiones de los condenados en el más allá. Vago como un pez en ingente acuario metafísico.

    No deseo prenderme a ninguna de las simultáneas imágenes de las cuales hablo sin freno... su velocidad me aturde pero prefiero abandonarme al remolino de su aliento... Caigo en la copa de un árbol, se rompe una rama... Me levanto de nuevo... Resbala el monólogo, una incesante voz nómada que mira desde la ventana, cerca de la medianoche, el camión que se detiene frente a la casa oscura, invadida por hormigas y herbajes, vacía. A mi padre le había resultado difícil convencer a los cargadores de que hicieran la mudanza. Salimos de casa de la tía Álvara al cabo de varios meses. La despedida fue casi violenta, incluso el tío Rafael, deseoso de que nos largáramos, ayudó a subir nuestros cachivaches al camión.

    Es ridículo que los cargadores y el chofer, musculosos, feos, teman a la casa sin luz. Acarrean las cajas o las sillas apenas hasta la puerta, no entran. Fingen apuro por la hora y se marchan justo después de descargar el último cacharro, sin propina. El arranque del vehículo cimbra la calle solitaria, alborota a algunos perros que brotan de la oscuridad para acosarlo con ladridos hasta que dobla la esquina. A pesar de la hora bostezante menudean miradas invisibles que nos examinan desde otras ventanas. Por unos minutos permanecemos ante el vidrio: las pocas casas del rededor son iguales a la nuestra, de una sola planta, burdas. Sopla el viento y en ráfagas intermitentes trae los rezongos de los perros, que parecen discutir sobre nosotros en la lejanía.

    La Arboleda, como si nada valieran sus elevadas frondas, es un sitio desolado pero a Damasco y a mí nos parece espléndido: rodeado de llanos para correr en bicicleta. Quiero creer que mudarnos a este territorio significa liquidar los años anteriores, aún no sé que cobrará fuerza mi anhelo de alejarme...

    Nuestra primera decisión dentro de la casa es un presagio, y a la par prefigura una simetría de lo que será nuestra vida en La Arboleda: quizá intimidados por la espaciosa oscuridad de las habitaciones, pasamos la noche acomodados en una sola recámara, acostados en el piso. No duermo, sueño con una vida apacible, sin primos ni tíos ni gente en permanente disputa con mi padre. Fantaseo que hallo un perrazo bravo y lo entreno para defendernos y guardar la casa. Mi mamá sostiene que el cambio representa una bendición y el fin de sus tribulaciones, pues temía que nunca saliéramos del pueblo de la tía Álvara, donde habíamos ido a parar en calidad de refugiados. Aunque le molesta que nos encontremos tan lejos de sus hermanas y sus amistades, se muestra optimista y se niega a reconocer que las policíacas consecuencias de una de las trapacerías de mi padre nos han arrinconado en este lugar. Finge que no huimos del edificio de doña Georgina, como si hubiera olvidado los días en que su marido repite que soy un chico mayor y debería ir pensando en una actividad para ganarme la vida. Me entusiasma tal frase pero ignoro por qué en boca de mi padre resulta peligrosa. Mi madre es de la opinión de inscribirme en la escuela secundaria, dentro de dos años, pero mi padre considera que ningún hijo suyo irá a reblandecerse en el agua tibia de las escuelas mientras nuestro hogar precise de dinero.

    Hace unas semanas me conseguí una navaja suiza, de muelle, y paso momentos dichosos clavando la hoja en los árboles o en la tierra. Practico lo que he visto en algunas películas: lanzar la navaja a distancia, tomándola de la punta, contra alguna superficie tierna. Me gusta cuando acierto en el blanco y la navaja permanece vibrando por unos instantes. Entonces me entrego a una serie de ensoñaciones sobre hazañas o circunstancias en las cuales cargar mi navaja en el bolsillo podría salvarme la vida. Pero casi siempre la utilizo para rebanar unos repugnantes gusanos peludos que plagan los árboles. Mi madre nos ha prohibido acercamos a ellos porque su picadura puede dejarnos ciegos. Y lo peor no es la ceguera sino el remedio pues para recuperar la vista necesitamos comer nuestro propio excremento, según mi madre. La sola imagen de aquello alimenta mi rabia contra los bichos y aprenderé a cortados con maestría: sospecho que su sangre amarilla es la sustancia que empaña los ojos de sus víctimas.

    Al atardecer, mi padre me descubre tasajeando a los gusanos; creo que me quitará la navaja sin desperdiciar la oportunidad para atizarme un par de sopapos frente a mis amigos. Pero en otra de sus reacciones imprevisibles, sólo se detiene a mirar. Me pongo nervioso y no acierto más los tajos; entonces dice que me enseñará a lanzar un cuchillo. Juzgo que aquello es una de sus baladronadas y me alegra verlo alejarse. Dos días después aparecerá con un envoltorio y me llama con una sonrisa. Lo tomo con desconfianza y antes de deshacerlo por completo adivino que contiene un pequeño cuchillo en su funda de cuero. La emoción y el pasmo se fusionan, no sé si agradecer el obsequio o rechazarlo. Él suelta una de sus sonoras carcajadas. Al notar mi intimidación vuelve a reír y con tono de amenaza asegura que me enseñará a manipular el cuchillo. Esta misma tarde, casi al oscurecer, me lleva a casa del compadre Lalo. Allí siempre huele a comida pasada y en la mesa se amontonan botellas que contienen líquidos o bebidas que ninguna relación guardan con sus etiquetas. Cierta vez me había convidado de un refresco de color rojo, sabroso, pero servido en un envase de pulidor de pisos. Creo que me lo ofreció por error: entonces era una bebida que tomaban sólo ellos. Sin embargo, mi mayor aprensión proviene de que la casa del compadre Lalo la constituye un único y gigantesco cuarto, las distintas habitaciones las delimitan bastos telones, sucios y ondulantes. No es raro que alguien salga de debajo de esos muros o desaparezca en cualquier pliegue, ni que un movimiento inesperado de tan volubles paredes deje ver una cama, una persona o algún secreto de aquellos nidos. Hay otro detalle que me disgusta: invariablemente encontramos al compadre Lalo rodeado de penumbra sentado a la mesa. Hoy no es diferente. Me coloco al lado de mi papá y durante un buen rato lo escucho hablar con su compadre de gente que no conozco, de fechas legendarias. De pronto lanzan una maldición o se quejan de algo que ha salido mal, culpan a los dioses y a traidores con apodos increíbles. La semioscuridad me impide ver qué bebida me invitan, aunque el sabor me convence de que se trata de aquel delicioso refresco rojo. Hoy es un buen día para que pruebes este vino, afirma mi padre al llenar por segunda vez los vasos. Cuando casi bostezamos como el pozo del aburrimiento, llega un tercer hombre, a quien nunca he visto. Saluda con familiaridad y al tiempo que se acomoda me da un golpe cariñoso en la rodilla. Intuyo que ahora se hablará de asuntos serios y comienzo a sentirme importante. Durante media hora discuten un plan y acuerdan ejecutarlo unos días después, no sin antes diseñar ciertos preparativos y realizar libaciones por augurios fastos. A punto de la despedida mi padre anuncia que en esta ocasión yo seré iniciado. Los otros protestan al unísono; el compadre, en verdad vidrioso, tacha a mi padre de imbécil y funesto. No imagino qué hubiera pasado si el tercer tipo, a quien apodan Alias, no interviene: Sí, si nos joden diremos que el chamaco es el jefe. El compadre Lalo no ríe pero borra de su rostro la expresión de enojo. Toma al azar una de las botellas de la mesa y directamente del pico da un trago. Empieza a toser hasta que la cara se le pone roja; mi padre le da unas palmadas en la espalda: No seas sentimental, compadre, nosotros ya vamos de salida, alguien debe continuar la estirpe. No piensas en el futuro pero yo lo traigo a tu casa. Y viéndolo bien, tú no has iniciado a ningún nuevo elemento, vives soñando a los difuntos. El compadre logra contener la tos para responder: Te falta razón, gran hijo de puta. Sólo quedamos nosotros, a nadie más admitirán los dioses. Mi padre fuerza una risa: ¡No vuelvas a llamarme así, compadre! No vuelvas a llamarme así... Deja que mi hijo participe como invitado. Ya es hora de que se gane la vida. Alias sujeta a mi padre del brazo y nos vamos.

    Mi padre hoy hace lo que nunca antes: al terminar las

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