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El libro de las pasiones
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El libro de las pasiones

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Este libro muestra el gran oficio narrativo de su autor, su capacidad para crear atmósferas opresivas y un suspenso que angustia y fascina. González Suárez conduce a sus personajes por caminos sinuosos: van a la deriva, aunque ellos crean lo contrario; víctimas de la soberbia, de la codicia, de la lujuria, caen una y otra vez sin redención posible.
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento30 sept 2020
ISBN9786074455847
El libro de las pasiones
Autor

Mario González Suárez

Mario González Suárez (Ciudad de México, 1964) fue becario del Centro Mexicano de Escritores. Ha publi­cado, entre otras obras, De la infancia, novela adaptada al cine por Carlos Ca­rrera; El libro de las pasiones, que obtuvo el Premio Nacional de Literatura “Gilberto Owen” 1997 y el Premio Nacional de Literatura “José Fuentes Mares” 2001; Paisajes del limbo. Una antología de la narrativa mexicana del siglo XX; Marcianos leninistas;Nostalgia de la luz; La sombra del sol; Dulce la sal; A wevo, padrino. Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte desde 2001. Parte de su obra ha sido traducida al alemán, el francés, el inglés y el esloveno. Fue ganador del Premio Internacional de relato Emecé/Zoetrope 2002. Es director fundador de la Escuela Mexicana de Escritores (EME).

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    El libro de las pasiones - Mario González Suárez

    literatura

    El poeta

    Sostendrás tu vida con un grito.

    Juan Oronoz

    A los siete años, con las escasas palabras aprendidas por su mano, escribió lo que se podría considerar su primer poema. Curiosamente, este texto, que me he empeñado en llamar su primer poema, narra de manera escueta la visión que Oronoz tuvo la noche en que recibió a su numen. El escrito, desde luego, nunca será publicado. Fue la madre de Oronoz quien me lo mostró, no sin recelo, cuando le solicité ayuda para completar un estudio sobre la obra de su hijo.

    La caligrafía era, obviamente, la de un niño; la ortografía, la común a esa edad; la sintaxis, incipiente. Apenas completaban ocho versos carentes de significado para quien no supiera del poeta lo que yo había intuido meses antes.

    El 20 de septiembre de 1986 fui invitado a la entrega del Premio Nacional, que ese año se le concedió a Oronoz. Después de la ceremonia nos dirigimos a casa de una de las adoradoras del poeta. Contra su costumbre, y máxime en una ocasión tan propicia, Oronoz no se condujo de manera soberbia ni hizo oír ninguno de sus pedantes anatemas. Andaba melancólico, incluso parecía que le molestaba el premio. Escasa oportunidad hubo de hablar con él pues a cada instante era requerido por sus admiradores. El poeta bebía un vaso tras otro. A media velada me acerqué a él para despedirme y agradecerle la invitación. Sin atender mis palabras, en voz baja y rápida articuló:

    –No pierda su tiempo en estos eventos, como dicen los periodistas… Mi poesía no es mía y yo soy un hombre innoble…

    Atribuí sus frases al whisky y le di un apretón de manos. Él agregó:

    –Lo perdí, me abandonó, vi cuando se fue. Nada he escrito yo.

    De ese encuentro obtuve una extraña conclusión: Juan Oronoz, el poeta vivo más prestigiado e influyente, sufría. Cada volumen que publicó –de Revelaciones, en 1964, a La pulsión etérea, en 1985– fue recibido con loas por la crítica especializada, la cual desde un principio contribuyó a crear el culto a Oronoz. Las nuevas generaciones de críticos, no menos estériles y engoladas, apenas habían hecho algo más que repetir las alabanzas de sus predecesoras, sin aportar nuevas lecturas ni análisis estrictos de la poesía de Oronoz. Además, nuestro poeta era uno de los más famosos escritores de lengua hispana, aunque muy poca gente lo hubiera leído. Se puede decir que, como figura literaria, no tenía motivo de queja o quebranto. La opinión pública, gracias a los mass media, sabía que era un genio, que era el prócer literario nacional y que con él a la cabeza de la cultura del país la gente podía vivir tranquila y seguir mirando televisión.

    Después de aquella reunión y estas breves consideraciones, me interesé por Oronoz. Yo lo había conocido personalmente un par de años antes, cuando la burocracia cultural puso de moda los estudios sobre literatura joven. Por supuesto, también los investigadores trabajábamos bajo las órdenes de Oronoz. Le alegraban los halagos y no desaprovechaba pie para vanagloriarse. Yo concedía buena parte de mi tiempo a las bibliotecas y trataba poco con él. La mañana que renuncié a mi empleo en el Ministerio de Cultura ponderó mi colaboración con un par de frases parcas y, no sé si como reconocimiento o indemnización, me obsequió el último de sus poemarios.

    La pulsión etérea reúne ochenta cantos dirigidos a una divinidad incomprensible: algunos versos buscan aplacarla, otros piden misericordia, y los postreros rozan la blasfemia. Posee una fuerza similar a la de los libros sapienciales del Antiguo Testamento.

    Debo confesar que por prejuicio y salud mental, hasta entonces había evitado las obras del afamado poeta. Verlo aparecer con frecuencia en la televisión y en portadas de revistas de cualquier índole me parecía no sólo suficiente sino grosero.

    Entusiasmado por este primer acercamiento me procuré el resto de su obra. Reconocí en Juan Oronoz un gran talento desde sus inicios. Siempre me había fastidiado no su falta de modestia o su excesiva petulancia, sino que tales exaltaciones fueran acompañadas de la pleitesía de los intelectuales privilegiados y de la complicidad de lo que se ha llamado la cultura oficial. Pero una vez que me interné en su poética mi fastidio se mudó en extrañeza. ¿Cómo podía un poeta de esta talla comportarse como un enano? Sin embargo, eso no era asunto mío y en breve lo olvidé. No fue hasta la entrega del Premio Nacional cuando volví a toparme con Oronoz.

    En febrero de 1987 se le otorgó a Juan Oronoz el Premio Hispánico de Letras, que recibió en Madrid de manos del rey de España. No hizo declaraciones a la prensa ni aceptó las invitaciones de la televisión, el moderno Mefistófeles. Y aunque a Oronoz no se le vio por parte alguna, todo el mundo usufructuó el gran revuelo para publicar artículos y dar entrevistas. Tales hechos me impelieron a retomar mis anteriores inferencias en torno a Juan Oronoz y su desasosiego.

    La morbosidad irredenta de los reporteros exigía de nuevo el Premio Nobel para Oronoz. Mas él se resguardó en el silencio; nada afloró de su actitud beligerante sostenida durante los dos lustros pasados, la época en que pataleaba y maldecía cada año al enterarse de que el ganador no había sido él. Nunca aprobó a los galardonados, con excepción de Elías Canetti. El más reciente escándalo provocado por Oronoz había sucedido a finales de 1984, por una declaración: Ésta fue la última oportunidad que di a los suecos; sé que el próximo año me otorgarán su sospechoso y premeditado premio, pero sepan que lo voy a rechazar. Espetaba agudezas que movían a risa o indignación, pero su personalidad carismática convertía incluso los insultos en un género de excentricidad o vanguardismo.

    El 30 de agosto de 1989, Juan Oronoz murió.

    No necesito recordar la cantidad de horas que la televisión le dedicó, ni la avalancha de reediciones y antologías de sus poemas que invadió librerías y supermercados. De las reacciones in­sa­nas a la muerte de Oronoz, es inolvidable la de varios de los aduladores que le habían pegado la categoría de excelencia: comenzaron a encontrarle innumerables defectos. De inmediato, la burocracia los censuró y calificó sus reseñas como una irrespetuosa falta de respeto (sic). Cundieron los escritos que atacaban la figura de Oronoz tanto como los que la magnificaban; el caso fue que los juicios, en su mayoría, se centraron en su persona y muy pocos atendieron a su obra. Los periodistas preguntaban a los literatos quién había sido realmente Oronoz: si un poeta o un farsante, si un político o una invención de la crítica.

    Un año antes de su fallecimiento yo había iniciado un análisis retrospectivo de su obra. La muerte del poeta me sugirió hacer de mi trabajo un homenaje objetivo. Sin embargo, mis conclusiones fueron influidas por la repentina ausencia de Oronoz; además, por pruritos formales, no abordé mi primera intuición –que no hipótesis– sobre la figura del poeta, a saber: Oronoz me apasionó porque vislumbré una enorme fisura entre su vida y su obra. Quizá mi intento de comprender tal incongruencia justifique la redacción de estas páginas.

    Mi planteamiento puede parecer un tanto brumoso, y sólo para despejarlo quisiera recordar la ociosa especulación con que enflaquecimos una tertulia un amigo y yo: las actitudes, los modales y las características físicas de un escritor guardan una correspondencia directa con su creación, con su literatura; por ejemplo: el gesto de Juan Rulfo es El Llano en llamas; los ademanes de Juan José Arreola son Confabulario; el porte de Agustín Yáñez, Las tierras flacas, etcétera. Pero –siguiendo la especulación– la presencia altanera y el carácter tortuoso de Juan Oronoz nada tienen que ver con Revelaciones, ni con El reino de la luz ni con algún otro de sus libros.

    En otras palabras, me parece muy difícil que alguien con la personalidad de Oronoz pudiera crear una obra tan profundamente sencilla, de un misticismo revelador, de una sensibilidad elemental que con el tiempo se depuró hasta convertirse en una exposición versificada de misterios. Sus últimos dos libros podrían ser, cabalmente, las visiones de un iluminado. En tiempos recientes se ha dicho –quizá de manera exagerada– que la lectura de varias de sus obras exige cierta iniciación de los lectores. Lo cierto es que la poesía de Oronoz no sirve para recitarse al final de las tertulias. Quisiera extenderme en comentarios y exégesis, pero éste no es el sitio, y además ya alguna gente, entre ellos yo mismo en El escriba de los dioses, hemos intentado una aproximación a la poesía de Oronoz. Ahora nos ocupa la escisión entre hombre y poeta.

    Juan Oronoz publicó su primer libro (Revelaciones) en 1964, a la edad de veinticuatro años. Con versos contundentes comenzó a hacerse notar en el medio literario y a ganar poder. En 1967 fundó la revista Algazara. Esta publicación fue la trinchera desde donde censuró de manera feroz –no siempre con justicia– a cuanto escritor o poeta triunfaba entonces. En términos generales, les reprochaba su medianía y conformismo y que prefirieran la venia de los poderosos antes que la calidad literaria. En un principio fue temido más como crítico que como poeta. Sin demasiado esfuerzo llamó la atención de los funcionarios de primera línea. Para la aparición de su tercer libro (Los cielos desbocados, en 1969), había agrupado en torno a la revista Algazara a sus contemporáneos más destacados. En 1972 ya había ganado premios respetables e impreso el cuarto volumen. De pronto sucedió lo que esperaba: brillaron los ofrecimientos de cargos públicos y el estipendio de halagos por vías oficiales. Oronoz se sintió un gigante. Astutamente, no cedió a las ofertas hasta que fueron en verdad irresistibles. Allí inició una frenética escalada de puestos y un tenaz ejercicio de la arbitrariedad. Sus detractores aseguraban que era él quien decidía qué autor se publicaba y cuál no; a quién se dejaría crecer y a quién había que destrozar. No es mentira que llegó a organizar sus propios homenajes. Un escritor desairado denunció que para beneficiarse con un subsidio del Ministerio de Cultura había que empezar por estar de acuerdo con Oronoz y su grupo; y cuando se obtenía, ya se era cómplice.

    También se culpa a la soberbia de Oronoz de haber malogrado muchas vocaciones creadoras. Puede ser, mas tampoco hay que olvidar la falta de carácter de los otros. Hoy me parece que su petulancia era una exigencia social, un comportamiento requerido a quien se ha dejado seducir por el glamour. Pero, al mismo tiempo, el poder que lo consentía lo manipulaba para convertirlo en estandarte. Ni dudar que él era consciente de ello. Sin embargo, Oronoz no veía más que la necesidad de ser entronizado. Le importaba su persona, no la poesía. La literatura era sólo un pretexto, un artilugio para acceder a una imagen y una posición que le permitieran exaltar sobre los demás su existencia.

    Debo anotar que no fue fácil decidirme a interpretar la obra de Oronoz, pues sabía de los riesgos que me aguardaban. Por una inexplicable fascinación, hasta la inteligencia más independiente y solitaria, al emprender un estudio sobre Juan Oronoz, acababa acercándose a él para mostrarle lo que tenía escrito, consultarlo, hacerle una entrevista… Se me ocurre que todo crítico ansía ungirse un poco con la gloria del poeta. Al final se le pedía el visto bueno para imprimir el texto terminado. Él, por lo regular, nada objetaba y apoyaba la edición. Pero una vez publicado el trabajo, Oronoz se burlaba del autor, satirizaba sus opiniones y remataba con un artículo de sus propias leyes: Yo y mi obra somos inasequibles a simples críticos e investigadores.

    Si Oronoz hubiera visto terminado El escriba de los dioses, seguramente lo habría escarnecido. Aunque quizá lo hubiera desdeñado, por mi ensayo no rompería el silencio en que vivió los años anteriores a su muerte. Ya he dicho que me interesé por Oronoz al descubrir su pesadumbre. Cuando le comuniqué mi proyecto de escribir sobre su poesía, replicó que yo era un necio, pues nada de lo que él había escrito era su poesía. Evitaba encontrarse conmigo, pero mi empeño me empujó a solicitar la ayuda de Natalia Oronoz, su madre.

    En una de mis primeras visitas a la casa de la señora Oronoz, inoportunamente me topé con el poeta: él salía y yo llegaba; se exaltó. Su madre, tan amable, intervino a mi favor. Oronoz, moderando su actitud, sentenció: Es usted tan terco que ha venido a molestar a mi madre. Pero si va a proseguir con la recopilación de datos para su cuento, sepa que mi madre es la única persona que puede hablar con autoridad sobre mí. Por esta mujer comencé a escribir.

    Esa misma tarde la señora Oronoz confirmó mis sospechas al confiarme que su hijo tenía una pena insalvable, que moría de amargura. Al advertir mi expectación, pasó a detallar:

    Juan siempre se levanta tarde, pero hace unas semanas, muy temprano, llamó por teléfono y me pidió que fuera a verle enseguida. Me inquieté porque Juan no es un hombre que pida ayuda o compañía. Lo encontré descompuesto, despeinado y sin zapatos. Pensé que estaba ebrio, pero no. Repitió hasta el llanto que se sentía fatalmente abandonado… No debería hablarle de esto… Yo no acababa de entender… Hacía casi diez años que se había separado de Margarita, su esposa, y nunca se quejó de soledad. Imagino que él ve a otras mujeres, no sé… Le hice notar que trabajaba demasiado, y la fatiga… Él caminaba de un lado a otro y en una de sus vueltas distinguí esa cara de espanto de Juan niño. Pero también parecía triste… A la mitad de su infancia, una mañana me dijo que en el transcurso de la noche anterior despertó y vio que de la pared salía una silueta luminosa… que se acercó a él hasta tocarle la punta de la nariz, luego todo el cuerpo y… se metió en él. Amaneció muy excitado y yo intuí que a mi hijo algo le había sido dado… Y ahora… me llamó para contarme que durante el sueño sintió cómo aquella silueta que había visto cuando era niño salía de su cuerpo y lo abandonaba…

    Sabiendo que las madres siempre creen que han parido al Niño Dios, tomé con pinzas el relato de la señora Oronoz, aunque sin menospreciarlo.

    En efecto, como señalé en El escriba de los dioses, en la obra de Oronoz subyace cierta concepción platónica del poeta y la poesía; afirma que si bien los poetas son seres sagrados, no lo son por sí mismos sino porque la divinidad los toma como servidores para hablarnos a través de ellos.

    Al parecer, y atenido a los preceptos de su propia poética, la pena y el silencio de Oronoz se cifraban en la comisión de un yerro cuyo precio era dejar de ser el siervo de la divinidad. Que de pronto hubiera hecho a un lado la feria de vanidades en que vi­vía no era debido –como algunos afirman– a la edad, remordimientos moralistas y ni siquiera a una recuperada ética. Lo que carcomía a Oronoz era una culpa metafísica. Considero que su crisis comenzó en el momento en que coincidieron su absoluta madurez poética y la ostentación de un gran poder abyecto por el cual lo repudiaba mucha gente. Entonces terminó la ceguera en que había vivido y logró distinguir entre su persona y su obra, pudo darse cuenta de que su figura pública negaba su labor de escriba de los dioses. El atisbo de su culpa, con la consiguiente anagnórisis, le impuso el silencio.

    El último encuentro que tuve con Oronoz fue en su casa; lo encontré ocupado con un discípulo a quien decía lo siguiente: El hombre no crece, es incapaz de la grandeza, el hombre está en la carne –que es muda– y sólo la sustancia que lo habita puede decirnos algo. En estas palabras vi la confirmación de mis conjeturas en torno a la caída de Oronoz. Resumo mi parecer: Oronoz reconoció que se había servido, vanagloriado y ensoberbecido de algo que no era suyo.

    POSDATA

    Dos sucesos y un hallazgo recientes me han sugerido agregar estas líneas.

    El primer suceso: la señora Natalia Oronoz intentó suicidarse. Previsiblemente, fracasó. Creo que desde que empecé a visitarla se estableció entre los dos una amistad. Cuando salió del hospital y se recuperaba ya en casa de las consecuencias de su neurosis, fui a saludarla. Charlamos un buen rato; no me extrañó que se culpara de la muerte de Juan Oronoz sino que afirmara que ella era la causa de su desgracia porque por amor de madre había obligado a Juan a ser poeta.

    El hallazgo: durante mi visita, la señora Oronoz me mostró una insospechada cantidad de fotografías de su hijo y álbumes familiares. Además, como anhela un fetichista, pude palpar los manuscritos originales de varios poemas de Oronoz. Y entre otros papeles hallé lo que he querido llamar su último poema. No lleva título y está fechado un año antes de su muerte. No encontré más manuscritos de Oronoz que correspondan a sus últimos cuatro años, los del silencio. Merced a la autorización de la señora Natalia Oronoz, transcribo mi hallazgo:

    vamos pedaleando la existencia

    yo me canso a veces

    estaciono la vida en la vereda

    me tomo un trago y escribo un verso

    en cada sorbo flotan mis veleidades de poeta

    ladino como un Cristo sin espinas

    salaz, burlón y conspicuo

    culpígeno déspota sentimental

    Sin abordar la calidad literaria, este texto tiene muy poco o nada que ver con la obra de Oronoz: los conceptos y el estilo son otros. Son versos demasiado mundanos, en ellos campean la carne y las tretas de los hombres, ninguna divinidad habla ya.

    El segundo suceso: se han cumplido los ideales de la burocracia: la figura de Juan Oronoz ha pasado al salón de sus próceres. Y mientras los funcionarios acechan el tiempo en que se celebre el centenario del natalicio del poeta, ya una calle lleva su nombre.

    Días de asueto

    En un extremo de las contradicciones de Ferrer se encontraban las tentaciones que le despertaba su empleo, y en el otro su miedo a perderlo. Y también se contraponían su ambición y sus pruritos morales. Fácilmente puedo imaginar que cada vez le resultaban más invencibles los días dentro de esta oficina. Mis compañeros se encuentran en igual situación aunque la mayoría sean incapaces de advertirlo.

    Rivas es un estúpido… Ferrer no buscaba una jerarquía superior sino dinero… Martha, su esposa, aprovechaba hasta la mínima oportunidad de pasear con Ferrer y los niños. Con frecuencia hablaba de su viaje a Puerto Solar hace varios veranos, y presionaba a Ferrer para que lo repitieran a lo grande. Infinitos días de asueto, sin privarnos de nada, sin dejar de meter la mano al bolsillo, sin pensar en recargos de las tarjetas de crédito, lo escuché comentar una vez.

    Y lo que hacemos en el banco suena a burla: pasamos el día contando capitales y además le sumamos intereses a esas cifras monstruosas. Agota pensar en lo que se puede comprar con tanto dinero. Campos decía que los ricos son imbéciles… ¿y por qué trabajaba para ellos? Era el director de sistemas computarizados, el ingeniero que perfeccionó los programas de transferencia de capitales.

    En el banco siempre nos hacen sentir miedo. Cada uno de nosotros desconfía de los demás. Lo despreciable de nuestra actitud es que constantemente nos esforzamos por parecer buenos, actuar como inocentes. Si escucho a Laura, mi secretaria, hablar por teléfono, procuro desentrañar qué intenta ocultarme con sus frases. Si alguna vez viene a la oficina la mujer de algún ejecutivo, Rivas se apresura a saludarla y le hace preguntas capciosas. Después lo interroga al respecto, como hacía con Ferrer cuando lo visitaba Martha. Rivas es el gerente del banco, un hombre ya mayor, más de sesenta…

    Nomás de sentir el ambiente de trabajo, parece imposible que alguien se atreva a robar un céntimo al banco. Los empleados hacen lo imposible por proteger el dinero. Se llenan de orgullo cuando aprovechan las situaciones en que pueden cobrar intereses o comisiones a los clientes. Sólo a veces los muy jóvenes hurtan lápices, bolígrafos y papelería inútil para ellos. Cierto es que entre varios empleados se pueden coordinar hurtos medianos, pero invariablemente su propia ambición los denuncia, además de que sus robos no son al banco sino al público. Para evidenciar y destruir grupillos de éstos, basta con mantener un ambiente de competencia y pique mediante premios de puntualidad y promesas de mejoras en el sueldo.

    La forma en que se selecciona y adiestra al personal hace de la gente del banco un grupo cerrado de aprensivos sospechosos. Inconscientemente comienzan a sentirse indignos, y prueba de ello es que unos a otros se llaman con su nombre de pila en diminutivo.

    Estuve revisando los archivos de personal… y encontré el de Ferrer: nombres, caras, detalles… Es insultante el número de requisitos y datos que piden a los solicitantes de un empleo. Y es sorprendente la cifra de personas que están dispuestas a someterse a cualquier humillación para colocarse en un banco. Por seguridad se conservan las solicitudes de los aspirantes que no fueron contratados. Existe también lo que se conoce como archivo negro. Allí queda la información de los empleados que alguna vez intentaron sustraer dinero de la institución. Se detalla cómo quisieron hacerlo y cómo fueron sorprendidos. Por ejemplo los cajeros, que viven muy expuestos a tentaciones: comúnmente recurren al autorrobo y argumentan haber dado dinero de más a un cliente. Resulta un truco necio porque a quienes no se les puede probar el delito se les descuenta del sueldo la cantidad, con intereses, que dieron de más.

    El banco nunca pierde, ni con los cuentahabientes ni con los empleados. Los sistemas de seguridad del banco han sido infalibles. Incluso atrapan a aquel que todavía no roba. Si Rivas desconfía de alguno de los cajeros lo pone a prueba, como él dice. Cualquier mañana, en cualquiera de las fajillas de billetes con que va a trabajar el sospechoso, se ha colocado un billete extra. El infeliz cajero no lo sabe, sonríe para adentro cuando descubre lo que cree un portentoso error. Entonces no reporta el sobrante, a lo cual le obliga su contrato, y Rivas lo acusa de robo.

    Es interesante notar que aquellos que intentaron un desfalco siempre aspiraron a cifras ridículas. Las grandes mordidas sólo se dan a través de operaciones fraudulentas. Éstas han sido realizadas, en su totalidad, por ejecutivos que ocupan los puestos de mayor jerarquía en la institución bancaria. No actúan solos, son cómplices de políticos o empresarios poderosos, quienes a su vez los ayudan a escapar. He hallado dos constantes: la primera: siempre se descubre a los autores de los robos. La segunda: las consecuencias nefastas para el ladrón son inversamente proporcionales a la cantidad que sustrae.

    Otra forma de ganarle al banco es por la vía brutal del asalto armado, pero en ello hay demasiado riesgo y el botín suele ser escaso. Además Ferrer no poseía aptitudes para la violencia.

    Concluyó que lo apropiado era desvalijar al banco desde sus posibilidades como empleado de confianza. La responsabilidad de este cargo consiste en dar de alta las cuentas, mover cantidades o reabrir cuentas según las instrucciones recibidas. Quizá desde el principio, cuando comenzaba a correr las cuentas de inversiones que rinden más intereses, vislumbró lo factible del latrocinio y también que necesitaba un cómplice. En el monitor aparece el número de cuenta, el monto, el interés acumulado y una columna para ordenar transferencias a múltiples bancos, nacionales o del extranjero, de acuerdo con lo que desee el titular de cada inversión. De pronto, es lógico suponerlo, ingresó una cuenta muy grande de un banco de Europa… A Ferrer se le ocurrió que una parte del capital podía transferirla a una cuenta secreta a su nombre, en otro banco europeo. Pero la computadora no tardaría en descubrir el faltante y dar la alarma. Además, el ejecutivo de inversiones era él, no habría otro culpable.

    Ese mismo día, cuando volvió a casa se lo contó a Martha.

    –¿No puedes hacer que la computadora tarde en descubrirlo? ¿Que se atonte o algo así? –le respondió ella.

    Conociendo a Ferrer, creo que una de las razones que lo llevaron a procurarse un empleo bancario incluía el deseo de de­fraudarlo. Por vergüenza, no se lo había dicho a su mujer. Martha, inteligente, ambiciosa y optimista, estaba orgullosa de Ferrer porque había empezado como supervisor de personal en el banco y no tardó en convertirse en un empleado contable de confian­za, y de allí pasó a gerente de inversiones. Cierto día en que Ferrer se estuvo quejando de su empleo, Martha lo hizo callar cuando le preguntó si no había pensado en que era justo que el banco perdiera alguna vez. A Ferrer se le arremolinaron sus pocas ideas.

    Claro que lo pensaba. Sin embargo a Ferrer le angustiaba reconocer que él no conocía a fondo el funcionamiento de la máquina ni ciertas claves que la hacen demorar o condicionar procesos. Entonces había sólo dos personas capaces de ayudarlo: el gerente de la institución y el director de sistemas. Distinguió en Rivas a un corrupto de corto alcance en quien no se debía confiar. Y de Fidel Campos prácticamente no se sabía nada; hablaba poco y parecía anodino. Supongo que Martha estuvo de acuerdo en que no servía de cómplice alguien tan pusilánime como Rivas.

    –Debemos invitar a cenar al otro, a Fidel –dijo resuelta.

    En pocos días Ferrer consiguió acercarse a él. Unas veces salieron a comer y otras a tomar tragos. Fidel se le reveló como un muchacho inteligente, con pasión por lo exacto y soluciones aritméticas. Reunía el cacumen necesario para ejecutar correctamente un delito. Y para apuntalar sus argumentos, Ferrer tuvo en cuenta que Fidel era joven, soltero, con inclinación por los lujos…

    Al fin lo invitó a cenar un viernes. Después de alabar los platillos de Martha, pasaron a jugar a las cartas y a beber. Al cabo de un rato en Fidel hicieron efecto las copas. Martha miró a Ferrer con impaciencia, reprochándole que aún no hubiera expuesto el plan al invitado, quien ya expresaba cierto fastidio porque no había logrado ganar ni una partida. Ferrer no acostumbraba jugar a las cartas, mas por una extraña suerte no había perdido. Llegó una hora en que Fidel miró detenidamente su juego, cerró los ojos y lanzó los naipes sobre la mesa:

    –Con

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