La brevedad es una catarina anaranjada
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"Es indudable, Guillermo, y lo admites, que tal gusto por las cosas minúsculas y por irlas acumulando te viene de tu madre, quien guardaba chuchería y media, no sólo los calcetines impares, y bien decía mister William, que su esposa era tilichera, como lo eres tú y ya es muy tarde para que se te quite. Esa atracción por las catarinas, las pelusas, los cerillos, las lombrices, los clips, los tornillos de los relojes, te llevó, ya grande, a coleccionar miniaturas de todo tipo, claro, sin ningún orden. Así que no fue raro que un día, además de cuentos (de por sí breves), empezaras a escribir las denominadas ficciones breves de una línea, de tres o cuatro, de media página y, a veces, un poco más grandes, como las que he reunido en este libro."
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La brevedad es una catarina anaranjada - Guillermo Samperio
Infancia enmurruñada
Las catarinas se paraban en la nariz de tu infancia, como si fueran una peca roja o naranja. Sabías, Guillermo, que eran frágiles y que podías hacerlas pinole, pero algo te impedía aplicar la misma crueldad que algunas veces utilizaste con las lagartijas (laceretas muralis o víridis) o los sapos (de la onomatopeya ¡zape!). En la escuela primaria, los maestros te habían despertado una curiosidad sana o insana de mirar dentro de los cuerpos de los sutiles lagartos y los batracios anuros, parecidos a las ranas, pero de cuerpo más grueso y cubierto de verrugas. Por cierto, a los batracios de lomo verde, o ranas, también les hiciste cirugía. Al ver los abdómenes abiertos, palpitantes al aire, y un alfiler deteniendo cada pata, te sorprendía su capacidad para sobrevivir, pero lamentabas cuando en el lagartisapario encontrabas un cadáver. Con un amigo, Jaime, quien dejó la vida a temprana edad, iban a enterrarlas a los terrenos todavía vírgenes al norte de la colonia Clavería. En el fondo, hubieras no querido hacer aquellas prácticas y hoy, a tus 55 años, desde luego que te parece un ejercicio demasiado cruel.
Pero con las catarinas eras respetuoso, lo mismo que con las lombrices o las gallinitas ciegas. A las lombrices las imaginabas sin piel, en carne viva y no te explicabas cómo podían vivir así, como que andaban más que desnudas. A las gallinitas ciegas no las podías tocar, te daban náusea; sólo te gustaba verlas y te imaginabas que eran uno de los animales más antiguos del planeta. De tus preferidas, eran las cochinillas, por su capacidad de hacerse bola gris disimulada, la mejor defensa contra sus depredadores; suponías que si creciera y perdiera patas, se parecería al armadillo, pero sin cabeza y con unas antenas de buen tamaño.
Era una especie de atracción fascinante por lo diminuto; por ello te sorprendió encontrarte, ya joven, el mismo gusto en la literatura de Julio Cortázar, donde las pelusas que vibran en un delgado rayón de luz matutino se convierten en un cosmos dentro de tu cuarto, o los pequeños objetos que se extravían bajo las camas, como una colilla, el trozo de un lápiz o los calcetines enmurruñados. Creíste, de infante, que el cementerio donde termina el par del eterno calcetín impar se encontraba bajo los muebles y no te explicabas por qué tu madre, doña Rosa, guardaba por años los calcetines impares amarrados unos a otros, junto a los que, orgullosos y satisfechos, hacían el ovillo café, azul o verde, al lado de las calcetas de tus hermanas y las tuyas, todos en pares. Ahora recuerdas que, en ocasiones, cuando en la ciudad de México hacía un poco de frío, lo cual era extraño aún en diciembre, tu progenitora utilizaba esos impares para sus pies pares y, con ellos puestos, chancleteaba por la casa, uno verde y otro azul, y con los calcetines desiguales dormía.
Pero la misma curiosidad te despertaban los clips y el muchacho que hacía esculturas mínimas con ellos no sólo de aves y jirafas, sino también de personas estilizadas (como se decía entonces) y de mujeres voluptuosas enganchadas con otros clips que eran hombres menudos muy contentos. Por otro lado, las tachuelas y las chinches metálicas por sí mismas eran esculturas surrealistas o futuristas que nadie reconocía; sólo les importaba clavarlas para detener una factura o un recado o la foto del día de campo. Desde luego, los tornillos de los relojes eran en realidad prodigiosos, pero los otros tornillos chicos (y hasta las pijas), aunque no fueran de reloj, también te cautivaban. Con el tiempo, cualquier tipo de tornillo te resultó importante y te descubres, en no pocas ocasiones, recogiendo del asfalto los que los automotores van tirando por las calles de tu barrio y luego no sabes a dónde van a dar porque, en rigor, las cajas de herramientas y tornillos muy ordenados sólo le encantan a tu hijo Rodolfo. Incluso los tornillos que escupen los trenes, y que te los topas en descuido entre las vías, los has usado de pisapapeles.
Tu padre, mister William, solía hacer personajes con los cerillos de papel y cera de la cerillera La Central, en cuyas cajas conociste a La Gioconda y a las madonas de Rembrandt, Degas o Goya, las cuales te parecían un tanto licenciosas porque todavía no descubrías la revista de crucigramas Ja-ja la que, cada cierto número de páginas, traía un dibujo al semidesnudo y dices semi
porque no les dibujaban los pezones y traían pantaletas, pero te las ingeniabas para calcarlas en papel albanene, dibujándoles pubis y pezones, y lograste juntar una buena colección que tu madre, invariablemente cómplice, no te censuraba. Con los personajes de cerillos tu padre creaba para ti y tus hermanos (había cuatro niñas y un niño) obras de teatro como le venían a la mente. La de los novios que se enredaban en el papel encerado de sus brazos y se besaban enfrentando sus cabezas rojas de forma semejante a como lo hacían los amantes en las películas de la edad de oro del cine mexicano, y luego un charro escapaba, montado en su caballo de cerillo, robándose a la novia, pero el alguacil cerillo lo detenía, lo degollaba y se convertía en el jinete sin cabeza que deambulaba por las noches de la colonia Clavería, viniendo del pueblo de Azcapotzalco, entre milpas y manzanares. Tu progenitor también organizaba un show de rumberas de cerillos, que se contoneaban dando pasos sensuales.
Lo que considerabas un tesoro, y todavía lo es, eran los huesos de durazno pintados de verde, rojo, azul o amarillo; no sólo eras bueno para la matatena de huesitos, sino también para derrumbar al caballón, un hueso de durazno de los más grandes, sobrepuesto entre el muro y la banqueta, al que cada niño le tiraba con huesos chicos para tirarlo. Llegaste a tener una caja de zapatos llena de ellos, pero un día, por desgracia, tus piernas y tus brazos se hicieron grandes, Guillermo, y no recuerdas qué pasó con los huesos de colores; tal vez los heredó tu hermano Julián, que en paz descanse. Y, desde luego, las canicas, en especial las ágatas que se convertían en tus tiritos; te agradaban las llamadas agüitas, de cristal transparente de distintas tonalidades, pero lamentabas que valieran menos. Que en Navidad te regalaran una bolsota de canicas no te interesaba porque lo importante era ganarlas en el juego del cocol (rombo de tiza), donde tirando con el dedo pulgar e índice, ganabas las que sacabas del cocol, o en las de apuesta por cierto número de canicas a sacar de un espacio redondo el tirito de los demás. La gesta más atractiva, alegre o dolorosa, era cuando se apostaba tiro contra tiro, pues cada niño tenía su preferido y podía perderlo para siempre, el cual pasaba a los trofeos del ganador; tal vez tus medallas esféricas también se las quedó tu hermano.
Bueno, podrías recordar otras menudencias (a propósito, te gustaban las quesadillas de corazones e hígados de pollo), como los alfileres, las hebras de hilo, o los árboles diminutos de las maquetas de tu vecino Pepe, quien estudiaba arquitectura; el corredero de insectos multicolores cuando levantabas una piedra del jardín, la increíble hilera de hormigas negras que seguiste hasta dar casi toda la vuelta a la manzana, el ojo de las cerraduras y, desde luego, las llaves minúsculas de cajas de secretos que las muchachas adolescentes traían colgadas del cuello como medallitas.
En tus momentos de flojera, recostado en la litera y también en los de infante que se resistía a bañarse y a no meterse los dedos en la nariz, cuando indagabas en tu ombligo (que estaba bien hecho según opinión de tu abuela paterna, doña Clara Luz), encontrabas pelusas guardadas quién sabe desde cuánto tiempo atrás, olían como a cebo rancio, o los mocos que te sacabas y los hacías bolita semejantes a los glóbulos grises de las cochinillas y los lanzabas como balines por la ventana. Con la pierna cruzada y los brazos bajo la nuca, mirabas las grietas delgadísimas del techo y mirabas el río Tigris que irrigó la civilización sumeria y pasaba junto a la ciudad de Nínive, o el Misisipi aunque jugaras a decir Misipipí, o el Ganges, al norte de la India, que baña la ciudad Varanasi, a donde llegan cientos de millares de hindúes a bañarse en las aguas sagradas, o el Bravo que era la grieta sinuosa que atravesaba de muro a muro tu recámara y que apareció en el terremoto de 1958, cuando se cayó el famoso ángel de la Independencia quien, aunque se tronchó las alas, no perdió lo independiente, pues ha sido la única vez que voló, pero de tanto ver gente su corazón se había hecho de hombre y, cuando cobró vuelo, se desplomó cual mortal.
Y ya que de volar se trata, llegas a otro bicho de tus preferidos: el jicotillo, nombre popular del escarabajo. Ah cuántos escarabajos verdes, cobrizos, negros, cafés, blancuzcos o pardos, coleccionaste (buscando sus nombres: El Gran Buceador, El Ciervo Volante de mandíbulas como cuernos, o El Escarabajo Indio cuyas antenas, parecidas a ramas, detectan los olores que lleva el viento) como te había enseñado la maestra que te platicaba la historia de los ríos. Ya que los tuviste ordenados y clasificados durante dos o tres años, todos de la orden coleóptera, los donaste al Museo del Chopo, ya jovencito, cuando el museo era aún de historia natural y al que fuiste muchas veces a observar los fetos de