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La guerra oculta
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Libro electrónico194 páginas3 horas

La guerra oculta

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En las historias que integran este volumen, lo imprevisto aparece a cada momento, convocando nuevos recuerdos, plenos de ironía y nostalgia. Un hombre que pasea su insomnio en una clínica mental de Buenos Aires. Las meditaciones de alguien que desde la ventana de su muerte observa cómo el mundo lo mira a él por última vez. Un grupo de hackers que armoniza la energía electrónica con aparatos olfativos, fórmula que produce alteraciones en la conducta habitual de las personas; mientras otros fabrican un virus cibernético con propiedades alucinógenas.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 mar 2020
ISBN9780463982051
La guerra oculta

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    La guerra oculta - Guillermo Samperio

    I

    Capítulo extraviado de Rayuela

    Decena Infiel con gorda y un puro

    Joven dragón verde

    Término medio

    Despadrada

    Palurda

    Ellos, los amantes

    La lupa de Holmes

    De cuarto en cuarto

    Fuera del tiempo

    Piernas largas

    La desgracia

    La voz oval

    León africano

    San Tao

    II

    La triste historia de don Quezadilla y el desalmado Pilatos Elbar

    Como foto de Polaroid

    Un niño y un elefante

    Época equivocada

    Bruma

    Penélope

    Otro hoy con jugo de mandarina

    El sueño de LiTeng

    El doble

    El fumador anónimo

    Eulalia la filósofa

    El pitcher

    El Mar Negro

    El día naranja

    Tarántula

    III

    La Guerra Oculta

    Virus DRUmbe

    La melancolía de Líbor Krasny

    Vagina mensajera

    Ramiro Rangel de Morales

    El Antimordo

    La cueva del hombre joven

    El Azulenco Michel

    El entretenimiento de Matthew

    Energía de la vida eterna

    IV

    No sé

    El faro

    Pompas

    Amanecer

    Plagio y disculpas al señor de Moraes

    Duermevela

    Los leones también lloran

    La señora melancolía

    El estanque

    Nadie es nadie

    A Patricia Espinoza, mi psiquiatra y quien me sigue sacando de un profundo socavón, y para Arturo Orozco, escritor pero principalmente gran amigo, esposo de Patricia y también a Leonor, donde quiera que se encuentre, porque en mi primerísima juventud me enseñó lo que es el amor

    La sabia serenidad es una apertura a lo eterno. Su puerta se abre sobre los goznes de antaño forjados con los enigmas de la vida por un herrero experto.

    Martin Heidegger

    I

    En medio de la ceremonia de honor, a la primera dama se le cayó un arete; tanto los condecorados como el gabinete intentaron moverse para levantar la joya, pero el primer hombre de la nación hizo un gesto de estense quietos. La señora giró un poco hacia atrás, se notó la larga abertura del vestido en su pierna izquierda y se agachó a recoger su arete. Del público asistente vino un rumor, no se sabe si de satisfacción o desaprobando la falta de respeto.

    Jorge Ibargüengoitia

    Capítulo extraviado de Rayuela

    Traveler había perdido ya la cuenta de las noches que llevaba sin dormir, una especie de estopa llena de grasa ocupaba el lugar de su cerebro, sus pensamientos eran como hilachas que pasaban sobre el parabrisas húmedo del día, pero lo malo estaba en que una sensación de balde de agua fría, de llovizna pertinaz, resbalaba por su alma, sus pies iban arrastrándose como si fuera jalando uno de los carromatos del circo y ahí el asunto se le había convertido en un telescopio que miraba el mundo a través de ese parabrisas mojado y las figuras de la gente, incluida la de Talita, se le aparecían como bultos macilentos, bolos de boliche enormes, que le hablaban en una lengua de acertijos. Aunque su mujer le había preparado té de tilo y boldo y se lo había dado a tomar a fuerza en porciones adecuadas cada cierto tiempo que ella calculaba con farmacéuticos horarios, Traveler no lograba pegar pestaña a pesar de que durante los mediodías se instalaba en sus ojos un sopor que casi lo vencía; iba por los pasillos del manicomio y las visitas familiares lo confundían con otro más de los locos.

    No había olvidado que el festejo de la clínica mental se llevaría a cabo esta noche y que él había prometido participar interpretando esos viejos tangos que tanto le gustaban a Talita y que un día se puso a interpretar, guitarra en mano, en el patio-jardín del manicomio; cantaba con los ojos cerrados, pensando que iba de viaje en un barco que lo llevaría a Europa con destino a París, se veía recibiendo la brisa cálida recargado en la barandilla, mientras fumaba un cigarrillo cuyo humo realizaba arabescos breves y luego se disipaba rápido como si un ave de nube se diluyera con el viento apenas hubiera cobrado vuelo; aunque nunca había realizado un largo viaje y sabía que se iba a morir en Buenos Aires, le agradaba pensarse haciendo viajes en los que la calma y la paciencia se apoderaban de su cuerpo. Otras veces se pensaba como capitán de aeroplano y casi juraba que el vértigo se hacía real cuando el armatoste se hundía entre las nubes, o cuando pasaba muy cerca de las casas y los sembradíos, luego hacía giros a manera de caligrafía y observaba la estela de humo que iba dibujando el avión para escribir las letras del nombre de Talita, pues él sabía que allá abajo, desde una de las ventanas que Traveler no veía, se encontraba ella, esperando el recado que Manú, su marido, le había prometido dejarle en el cielo antes de partir lejos.

    Traveler rasgaba la guitarra sin ver a nadie, transportado en el barco de su imposibilidad y no se dio cuenta de que, uno a uno, se fueron reuniendo a su alrededor locos y enfermeros y lo que él suponía el rumor del viento marino contra su rostro no era sino una especie de run-run coral que locos y enfermeros interpretaban a manera de murmullo. Cuando al fin dejó de cantar y, aún con los ojos cerrados, se concentró en el viaje marítimo que iba haciendo hacia Europa, se asustó en el momento en que empezaron a aplaudir de forma desarticulada sus interlocutores; abrió los ojos y descubrió ante sí a la mayoría de la gente del manicomio; Traveler se enfadó un poco porque ya vislumbraba el puerto y como se había hecho de noche las luces de tierra le mandaban señales de bienvenida y en pocos instantes estaría desembarcando, con su valija ligera en la mano, y empezaría a caminar por los callejones porteños, primos hermanos de los de Buenos Aires, para perderse en la algarabía porteña. Pero el disgusto le duró poco porque ya el público le exigía que interpretara otros tangos y aunque él en verdad ya no quería y no le importaba que algunos estuvieran llorando de nostalgia, cerró los ojos y comenzó otro viaje hacia el norte de América, esta vez en una especie de auto de carreras que cruzaría toda la América del sur hasta llegar a la ciudad de México; en eso pensó que podía ir intercalando algún bolero de los que habían gustado en la Argentina, pero ya iba en automóvil, puestos sus gogles y el aire del camino le removía severamente el cabello. La tarde iba cayendo sobre el patio-jardín del manicomio y las sombras se alargaban como si fueran gigantes que llegaran escuchar a Manú; en el trasfondo del cielo algunas hilachas de nubes medio grises se pintaban levemente de anaranjado y pareciera que miraran hacia el manicomio formando una especie de cabaret vespertino que se ampliaba hacia el horizonte donde amarillos y sepias intercambiaban lugares para generar una iridiscencia vaporosa entre la que el día no tardaba en fenecer. Traveler cantó unas tres o cuatro canciones, abrió los ojos cuando iba por Venezuela y, levantando la guitarra hacia el cielo gris, se despidió de locos y enfermeros. En ese mismo instante, el director le pidió que participara en los festejos de la clínica mental yTraveler le dijo que sí, como podía haberle dicho que no, pero en el fondo no supo si sería bueno hacerlo, pues imaginaba los festejos como las fiestas de las escuelas primarias o las de quince años donde el padre, los hermanos, los amigos y los amigos de los amigos agotan y fastidian a la quinceañera en el baile.

    Traveler había perdido ya la cuenta de las noches que llevaba sin dormir, deambulaba por los pasillos y la estopa de su mente le ensuciaba los pensamientos y apenas le daba para ir malabareando palabras del cementerio de la real academia; en voz baja se iba diciendo logotero lactuario que me deja lamaísmo en los brazos, mientras el lapislázuli lasca mis ojos de manera latitutaria; es como si hubiera tomado láudano con laurel para la laxitud de mi espíritu lechuzo, lenguado, lavógiro y licuefactible. Se detuvo un momento y se dio cuenta de que estaba frente a la puerta de servicio, giró la perilla y entró en una habitación en penumbras, a su costado izquierdo se encontraba un anaquel con sábanas y cobijas; más allá, en una hilera que había decrecido en los últimos días de humedad, se encontraban las camisas de fuerza. Traveler tomó una y se la puso, las mangas colgaban casi hasta el piso y sintió que sus manos eran topos que aguardaban el momento de salir; con dificultad giró la perilla y salió de nuevo al pasillo. Apenas había avanzado algunos metros, cuando sitió que unos brazos fuertes lo aprisionaban por la espalda, tomaron las mangas de la camisa y se las ataron por detrás. A empujones, lo llevaron hacia el pabellón del segundo piso, Manú no decía nada, se dejaba hacer como si la fatalidad tuviera camino libre; entre la confusión de sus ideas, pensó que tarde o temprano iba a acabar en el confinamiento en el mismo manicomio donde trabajaba. Cuando lo lanzaron entre los locos furiosos, no alcanzó a ver quién lo había confinado, pero se le hacía extraño, pues Traveler era amigo de todos los enfermeros, supuso que era otro loco que ahora se desquitaba de los funcionarios de la clínica mental, pero no le importó. En el momento en que sintió que los brazos lo sujetaban, pensó que Oliveira le estaba jugando una más de sus malas pasadas, a lo mejor sí era Oliveira, pero el insomnio, la estopa, el lapislázuli y el láudano, no le habían permitido reconocerlo. Y si se trataba del mismísimo Horacio Oliveira, sabía que en ese momento iría directamente con Talita para tirarse un lance con ella, mientras su marido se encontraba entre locos; entonces, sintió ese miedo de pozo oscuro que lo acogotaba por las noches, el que era como una sombra pegajosa que se adhería a su cuerpo como las medusas y los pulpos. Le vino un sopor sofocante, la estopa le restregaba los sesos, estaba a punto de quedarse dormido ahora que deseaba seguir despierto, ahora que Oliveira con seguridad estaba con Talita en el cuarto del tercer piso, porque aunque ella amaba a su marido, una fuerza ineluctable, una guante invisible, la estaba acercando en todo momento hacia Oliveira; no es que lo estuviera engañando, que de pronto ella se hubiera emputecido, sino que desde que Horacio había regresado, ella era una especie de médium entre ellos, el fiel de la balanza, como decía Oliveira, y que inevitablemente estaba ligada a uno y otro brazo de la balanza.

    Para evitar dormirse, los topos de sus manos le comenzaron a hacer cosquillas en las axilas, recordó cuando se encerraba en el baño mientras Talita platicaba con la señora de Gutusso y él se reía de las expresiones malformadas de la señora. Al principio, le vino una risa ligera, como una tela de gasa festiva en la garganta, pero poco a poco, en medida de que los topos se movían dentro de la camisa de fuerza, le fue ganando la risa fuerte hasta que de pronto ya era pataletas y carcajadas; los locos que lo rodeaban lo reconocían, recordaban la tarde en que Traveler había tocado la guitarra, y por pura solidaridad, más que por contagio, todos se pusieron a reír, las carcajadas rebotaban contra las paredes y hacía vibrar los vidrios de las ventanas altas. Entonces, Manú se reía con la risa de los locos y era un ir y venir de corrientes de festejo, que algunos se levantaron a bailar, mientras otros iban entrando en una convulsión incontrolable; al ver cómo se retorcían de risa en el suelo, Traveler empezó a toser y a reír al mismo tiempo hasta que le vino un ahogo que casi le detiene la respiración. No se daba cuenta de que se estaba muriendo, pero ese instinto ante el peligro que siempre le había hecho dar vuelta antes de llegar a la esquina donde un asaltante lo esperaba, lo hizo que detuviera el impulso de querer respirar; de una zona limpia de la estopa le vinieron las palabras clavadura, clerofobia, climaterio, cloromicetina, cluniense, chiribitil, chatonado, checoslovaco, chirrionera y cuando iba a pensar churriburri sus pulmones se expandieron y de a poquito su respiración se fue regularizando, aunque de pronto era cortado por una risita que se le escapaba, hasta que al fin el ritmo de su respiración fue agarrando el tono de una marcha marcial y el aire le entraba a borbotones. A su alrededor, los locos bailaban, se estrellaban contra las paredes, se amontonaban unos sobre otros, mientras unos pocos de tanta convulsión se quedaban laxos sobre el piso y no se movían como si hubieran fallecido.

    Al darse cuenta de que no se había muerto, le ganó ahora el disgusto, pues si por él hubiera estado, se habría dejado morir y el asunto de Talita y Oliveira y el pozo negro y el insomnio se hubiera terminado, aunque también lamentaba haber podido morirse pues sabía que a Horacio le importaba un pito Talita, Gekrepten, el circo, el manicomio, Buenos Aires y París; quien debía estar entre los locos, atado en una camisa de fuerza, era él, nada menos que el cínico de Horacio, quien había llegado para entrometerse entre Traveler y Talita, para joderles la hora del mate y la merienda con pato. Y ahora le hacía esto, mientras se tiraba un lance en el cuarto del tercer piso con Ta lita. Cuando saliera de ahí, Horacio se iba a acordar de la puta que lo parió. Pero ahora Manú recordó que había logrado no dormirse y estar alerta y se sentía como si le hubieran inyectado una solución de prontolina y se le olvidaron las noches que llevaba sin dormir.

    De pronto, se abrió la puerta y entraron los enfermeros, dando macanazos a diestra y siniestra.Traveler se arrastró hacia una esquina y desde ahí gritaba, daba órdenes, de que detuvieran la paliza, se le acercó un enfermero que levantó el bate para asestarle un golpe a Traveler, pero en el puro impulso se detuvo y dijo:

    —Pero señor Traveler, qué hace usted aquí y con camisa de fuerza.

    —Pará la represión —respondió Manú—, pará que yo soy el responsable.

    En lugar de desatar a Traveler, el enfermero se fue de inmediato hacia los otros enfermeros y los fue deteniendo. Una sección de locos, la del rincón opuesto al de Manú, no podía dejar de reír.

    —Che —dijo el enfermero—, ayúdame a desatarlo al señor Traveler.

    Ambos enfermeros llegaron hasta el rincón de Manú y empezaron a desamarrarlo.

    —Pero quién lo metió aquí —dijo el primer enfermero.

    —La puta que lo parió —dijo Traveler, mientras sacaba el brazo izquierdo y miraba de frente a su topo.

    —Yo no fui, señor —respondió el enfermero.

    —No, la puta que parió a Horacio Oliveira. Dónde está —dijo Manú, sacando el otro brazo con todo y topo.

    —La señora Talita y él lo estuvieron esperando para ir a lo del café con leche y se acaban de ir.

    —La puta que lo parió —insistió Traveler.

    Para entonces eran ya unos pocos locos los que reían y los enfermeros rodeaban a Traveler, quien seguía sentado en su rincón como si fuera a quedarse ahí. De momento, los enfermeros se alejaron un poco y hablaban entre ellos; se notaba que discutían con uno de ellos. El primer enfermero se acercó a Manú.

    —Mire, señor —dijo el enfermero y giró hacia los otros enfermeros—.Vení —le indicó a uno de ellos.

    Un joven se acercó, mirando al suelo y topándose con la mirada turbia de Traveler, quien no reconoció al muchacho.

    —Andá, explicale —dijo el primer enfermero, jalando al joven de la manga de la bata.

    —Miré, señor Traveler —empezó el muchacho—, yo entré a trabajar a la clínica el día de hoy y entonces lo vi a usted caminando por el pasillo con camisa de fuerza desatada y todo y...

    —Pará, che —dijo Manú—, no te preocupés, que yo estoy más loco que los locos y además, como viste, se estaban divirtiendo de lo

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